Flannery O´Connor,
la buena literatura sureña
Flannery O´Connor, la inquietante escritora sureña, nacía un 25 de marzo de 1925 en la hermosa Savannah, Georgia, Estados Unidos.
|
Portrait illustrated by June Glasson* |
Flannery O'Connor [1925-1964]. Una de las mejores escritoras estadounidenses, autora de dos novelas y más de treinta y cinco relatos; ensayos —reunidos en Misterio y maneras— y excelentes reseñas, como The Presence of Grace and Other Book Reviews*, una rica y abarcadora colección.
Hija única de una familia orgullosa del Sur Profundo [Deep South]. Nacía un día como hoy, un 25 de marzo, y fallecía muy joven, a los 39 años, de una enfermedad autoinmune, congénita, llamada lupus.
Fue en la señorial Midelgville, a dos horas de Atlanta, donde vivió casi la mitad de su vida. La granja familiar se llamaba «Andalusia» [pronunciá «andaluchia»], invito a visitarla, a conocer sus interiores —con sus rincones donde escribía y leía ávidamente—, y los exteriores —con sus jardines y pavos reales:
|
Flannery O´Connor. Andalusia Foundation* |
Y a pesar de tan corta vida —enferma más de la mitad—, produjo una obra rica en cantidad y calidad. Brindó charlas y conferencias hasta último momento, la recuerdan sus amigos «colgada» de sus muletas. Heredera de la tradición literaria de William Faulkner [1897-1962], el otro gran sureño, uno de los más innovadores del siglo XX.
El sur de Estados Unidos con su rica tradición literaria, Edgard Alla Poe, Mark Twain, Tennessee Williams, Truman Capote con su A sangre fría —cásico sureño de 1966,... todos ellos expresan, de diversa forma, una sociedad rural, conservadora, con valores propios.
Conocer su obra, releerla será un placer para cualquier lector. Para el que le guste las novelas, podría empezar por Sangre sabia / Wise Blood [1952]. También está la película de culto, dirigida por John Huston [1979]. La historia gira alrededor del joven Hazel Motes y su ambición de crear su propia iglesia, con una particularidad, sería una una iglesia sin Cristo.
Seguir con su segunda novela es una opción, Los violentos lo arrebatan / The Violent Bear It Away [1960], una historia donde Tarwater es el protagonista. O ir directamente a su colección de cuentos: Un hombre bueno es difícil de encontrar o Los profetas / A Good Man Is Hard To Find [1955] y Las dulzuras del hogar / Everything That Rises Must Converge [1965].
Flannery, demócrata y católica, como otros escritores anglosajones también católicos, estaba acostumbrada a ser minoría y escribir para un público en su mayoría protestante, de allí su agudeza, sus absurdos para tratar ciertos temas y la creación de sus personajes tan particulares. Observa con distancia la sociedad donde vive, y la cuestiona. Da luz a los misterios de ciertas cotidianidades y nos lo cuenta con sus personajes.
Conozcamos o recordemos algo del mundo literario de esta gran autora, de su cosmovisión: las atmósferas tan especiales que es capaz de crear, implacable... hasta violentas a veces, aunque el humor negro está presente; los escenarios del sur profundo de Estados Unidos —fanatismos, racismo, prejuicios—, los personajes algo freaks, aparentemente excéntricos para decir lo que tienen que decir, como Haze y la señorita Willerton en los cuentos que siguen y van a leer.
No encontrarán aquí «un mensaje aleccionador» ni «el final». La realidad está y nos movemos dentro de ella. Prepáremos para los inesperados y creíbles desenlaces, para sentir pavor y conmocionarnos, para enfrentarnos a Flannery O'Connor, a writer of power.
El tren
The Complete Stories / Cuentos completos, colección [1971]
El armario estaba justo por donde se entraba. Cuando se subió al
tren había visto al camarero de pie, delante del armario, poniéndose la chaqueta
del uniforme.
Haze se había parado justo en ese instante, justo donde estaba.
La forma en que movía
la cabeza era igual, y la nuca era igual, y el brazo lo tenía igual de corto. Se
apartó del armario y miró a Haze, y Haze le vio los ojos y eran iguales; eran
idénticos... así, de entrada, idénticos a los del viejo Cash, pero después eran
diferentes. Se volvieron diferentes mientras los miraba; se endurecieron por
completo.
-¿A... a qué hora
bajan las camas? -farfulló Haze.
-Falta mucho todavía
-contestó el camarero, y volvió a buscar otra vez dentro del armario.
Haze no supo qué más
decirle. Se fue para su compartimiento.
El tren era ahora una
mancha gris que avanzaba rauda dejando atrás atisbos de árboles, campos veloces
y un cielo inmóvil que se oscurecía mientras se alejaba. Haze reclinó la cabeza
en el respaldo y miró por la ventanilla, la luz amarillenta del tren lo bañaba
con su tibieza. El camarero había pasado dos veces: dos veces hacia atrás y dos
veces hacia delante, y la segunda vez que había pasado hacia delante le había
echado a Haze una mirada severa, y luego había seguido su camino sin decir nada;
Haze se había dado la vuelta para verlo marchar tal como había hecho la vez
anterior. Hasta su forma de andar era igual. Todos los negros de la quebrada se
parecían. Eran unos negros de un tipo muy personal, pesados y calvos, pura roca.
En sus tiempos, el viejo Cash había pesado doscientas libras, sin nada de grasa,
y no subía más de cinco pies del suelo. Haze quería hablar con el camarero. ¿Qué
le comentaría el camarero cuando él le dijese: "Soy de Eastrod"? ¿Qué le diría
él?
El tren había llegado
a Evansville. Subió una señora y se sentó enfrente de Haze. Eso significaba que
a ella le tocaría la litera que había debajo de la suya. La mujer comentó que le
parecía que iba a nevar.
Dijo que su marido la había llevado en coche hasta la
estación y le había dicho que sería toda una sorpresa si no nevaba antes de que
él estuviera de vuelta en casa. Tenía que recorrer diez millas; vivían en las
afueras. Ella iba a Florida, a visitar a su hermana. Nunca había tenido tiempo
de hacer un viaje tan largo. La vida era así, las cosas iban pasando una detrás
de la otra, y daba la impresión de que el tiempo volaba tanto que ya no sabías
si eras joven o vieja. Puso una cara como si el tiempo la hubiese engañado al
pasar el doble de deprisa cuando ella dormía y no podía vigilarlo. Haze se
alegró de tener a alguien que le diera conversación.
Se acordó de cuando
era niño, cuando su madre y él y los demás niños iban a Chattanooga en el
ferrocarril de Tenesí. Su madre siempre se ponía a conversar con los demás
pasajeros. Era como un viejo perro de caza al que acababan de soltar y salía
corriendo, olía cada piedra y cada palo y olfateaba alrededor de cada objeto con
el que se encontraba. Y además se acordaba de todos ellos.
Años más tarde, de
repente se preguntaba qué sería de aquella señora que iba a Fort West, o se
preguntaba si el vendedor de biblias había conseguido sacar a su mujer del
hospital. Sentía una especie de anhelo por la gente, como si lo que le pasaba a
las personas con las que conversaba le pasara a ella. Era una Jackson. Annie Lou
Jackson.
"Mi madre era una
Jackson", dijo Haze para sus adentros. Había dejado de prestar atención a la
señora, aunque seguía mirándola a la cara y ella creía que la escuchaba.
-Me
llamo Hazel Wickers -dijo-. Tengo diecinueve años. Mi madre era una Jackson. Me
crié en Eastrod, Eastrod, Tenesí.
Pensó otra vez en el
camarero. Le preguntaría al camarero. De pronto se le ocurrió que el camarero
podía ser hijo de Cash. A Cash se le había fugado un hijo. Eso pasó antes de que
Haze naciera. Aun así, seguro que el camarero conocía Eastrod.
Haze miró por la
ventanilla y vio las negras siluetas giróvagas adelatándolo a toda velocidad. Si
cerraba los ojos, entre cualquiera de ellas, distinguía Eastrod de noche, y
lograba encontrar las dos casas con el camino en medio, y la tienda, y las casas
de los negros, y aquel granero, y el trozo de valla que se internaba en el
prado, entre gris y blanco, con la luna en lo alto. Era capaz de ver la cara de
la mula suspendida encima de la valla y ahí la dejaba, para que sintiera la
noche. Él también la sentía. Sentía su suave caricia en el aire. Había visto a
su mamá acercarse por el sendero y secarse las manos en el mandil que acababa de
quitarse, la había visto aparecer sombría como si fuese la encarnación de la
noche y luego de pie en la puerta: Haaazzzeee, Haaazzzeee, ven aquí. El tren lo
decía por él. Quiso levantarse e ir a buscar al camarero.
-¿Vas para tu casa?
-le preguntó la señora Hosen. Se llamaba señora de Wallace Ben Hosen; de soltera
se apellidaba Hitchcock.
-¡Ummm! -exclamó
Haze, sobresaltado-, me bajo en... me bajo en Taulkinham.
La señora Hosen
conocía a algunas personas en Evansville que tenían un primo en Taulkinham... un
tal señor Henrys, no estaba segura. Siendo de Taulkinham, Haze debía de
conocerlo. ¿Alguna vez había oído hablar de...?
-Yo no soy de
Taulkinham -refunfuñó Haze-. Yo no sé nada de Taulkinham.
No miró a la señora
Hosen. Sabía lo que le iba a preguntar; vio venir la pregunta y vino:
-¿Y se puede saber
dónde vives?
Quería huir de ella.
-Eso estaba allí
-murmuró, revolviéndose en el asiento, luego añadió-: Es que no me acuerdo,
estuve una vez pero... esta es la tercera vez que voy a Taulkinham -se apresuró
a explicar; la cara de la mujer había surgido ante él y lo miraba con fijeza-,
no volví más desde aquella vez que fui y yo tenía seis años. No sé nada de ese
lugar. Una vez vi ahí un circo pero no...
Oyó un ruido metálico
al final del vagón y se asomó para ver de dónde venía.
El camarero iba bajando
las paredes de los compartimentos del principio del vagón.
|
The train porter "makes down" the sleeping berths. |
-Tengo que ver al
camarero -dijo Haze, y escapó pasillo abajo.
No sabía qué le iba a
decir al camarero. Cuando lo tuvo delante seguía sin saber qué le iba a decir.
-Supongo que se
prepara para hacerlas ya -comentó Haze.
-Así es -dijo el
camarero.
-¿Cuánto tarda en
hacer una? -preguntó Haze.
-Siete minutos
-contestó el camarero.
-Yo soy de Eastrod
-dijo Haze-. Soy de Eastrod, Tenesí.
-Pues eso no está en
esta línea -le aclaró el camarero-. Te has equivocado de tren si cuentas con
llegar a un sitio como ese.
-Voy a Taulkinham
-dijo Haze-. Me crié en Eastrod.
-¿Quieres que te haga
la litera ahora mismo? -le preguntó el camarero.
-¿Eh? -respondió
Haze-. Eastrod, Tenesí. ¿Nunca oyó hablar de Eastrod?
El camarero bajó un
lateral del asiento.
-Soy de Chicago -le
dijo.
Echó las cortinas de
ambas ventanillas y bajó el otro asiento. Hasta la nuca era la misma. Cuando se
agachó, se le vieron tres pliegues. Era de Chicago.
-Estás justo en medio
del pasillo. Vendrá alguien y va a querer pasar -le dijo, y le dio la espalda a
Haze.
-Me parece que mejor
me voy a sentar un rato -dijo Haze sonrojándose.
Al regresar a su
compartimiento notó que la gente lo observaba con atención. La señora Hosen
miraba por la ventanilla. Se volvió y lo examinó con suspicacia; luego dijo que
todavía no se había puesto a nevar, ¿verdad?, y soltó una parrafada. Imaginaba
que a esa hora su marido se estaría preparando la cena. Ella pagaba a una chica
para que le hiciera el almuerzo, pero para la cena se arreglaba solo. Le parecía
que eso, de vez en cuando, no le hacía daño a ningún hombre. Al contrario,
pensaba que a él le venía bien. Wallace no era vago, pero no tenía ni idea de lo
sacrificado que era ocuparse todo el santo día de la casa. La verdad es que no
sabía cómo iba a sentirse en Florida con alguien sirviéndole todo el rato.
El camarero era de
Chicago.
Hacía cinco años que
ella no se tomaba vacaciones. La última vez había ido a ver a su hermana a Grand
Rapids. El tiempo vuela. Su hermana se había mudado de Grand Rapids a Waterloo.
Si llegaba a cruzarse ahí mismo con los hijos de su hermana, no sabía bien si
iba a ser capaz de reconocerlos. Su hermana le había escrito que estaban tan
grandes como su padre. Las cosas cambiaban deprisa, le decía. El marido de su
hermana había trabajado en la compañía del agua de Grand Rapids, tenía un buen
puesto, pero en Waterloo, se...
-Estuve allí la
última vez -dijo Haze-. No me bajaría en Taulkinham si eso estuviera allí; se
vino abajo como... no sé... como...
-Debes de estar
pensando en otra Grand Rapids -le dijo la señora Hosen frunciendo el ceño-. La
Grand Rapids de la que yo te hablo es una ciudad grande y está donde ha estado
siempre.
Lo miró con fijeza un
instante y luego continuó: cuando estaban en Grand Rapids se llevaban bien, pero
en Waterloo él se dio a la bebida. Su hermana tuvo que sacar adelante la casa y
educar a los niños. La señora Hosen no lograba entender cómo podía pasarse ahí
sentado año tras año.
La madre de Haze
nunca había hablado demasiado en el tren; más bien escuchaba. Era una Jackson.
Al cabo de un rato,
la señora Hosen dijo que tenía hambre y le preguntó si quería acompañarla al
vagón restaurante. Le dijo que sí.
El vagón restaurante
estaba lleno y había gente esperando turno para entrar. Haze y la señora Hosen
hicieron media hora de cola meciéndose en el estrecho pasillo; de cuando en
cuando, se pegaban a los costados para dejar paso a un goteo de gente. La señora
Hosen se puso a conversar con la mujer que tenía al lado. Haze miraba la pared
con cara de tonto. Nunca se hubiera animado a ir solo al vagón restaurante;
menos mal que había encontrado a la señora Hosen. Si ella no llegaba a estar
hablando, él le hubiera contado con inteligencia que había estado allí la última
vez y que el camarero no era de allí, pero que se parecía bastante a los negros
de la quebrada, también se parecía al viejo Cash lo suficiente para ser su hijo.
Se lo hubiera contado mientras comían. Desde donde estaba no se veía el vagón
restaurante; se preguntó cómo sería por dentro. "Como un restaurante", imaginó.
Pensó en la litera. Cuando terminara de comer, seguro que la litera estaba hecha
y se podía subir a ella. ¿Qué diría su mamá si lo viera ocupando una litera en
un tren? Seguro que ella nunca llegó a imaginar que eso iba a pasar. Cuando se
acercaron un poco más a la entrada del vagón restaurante, vio el interior. ¡Era
igualito a un restaurante de la ciudad! Seguro que su mamá nunca llegó a
imaginar que sería así.
Cada vez que alguien
salía del vagón restaurante, el encargado le hacía señas a las personas del
principio de la cola; a veces le hacía señas a una sola persona, a veces a
varias. Pidió que entraran dos personas, la cola avanzó y Haze, la señora Hosen
y la mujer con la que conversaba quedaron al final del vagón restaurante,
mirando hacia el interior. Al cabo de poco, se marcharon dos personas más. El
hombre hizo una seña y entraron la señora Hosen y la mujer; Haze las siguió. El
hombre detuvo a Haze y le dijo: "Dos nada más", y lo hizo retroceder hasta la
puerta. Haze se puso colorado como un tomate. Intentó colocarse detrás de la
persona que iba antes que él y luego intentó abrirse paso en la cola para
regresar al vagón en el que viajaba, pero había demasiada gente apretujada cerca
de la puerta. Tuvo que quedarse allí de pie y aguantar que todos lo miraran.
Durante un rato nadie se marchó y tuvo que quedarse ahí de pie. La señora Hosen
no volvió a fijarse en él. Al final, la señora que se encontraba al fondo del
vagón restaurante se levantó y el encargado agitó la mano, Haze vaciló, vio la
mano agitarse otra vez y entonces avanzó, recorrió el pasillo tambaleándose y,
antes de llegar a su sitio, chocó contra dos mesas y se le cayó encima el café
de alguien. No miró a las personas que estaban sentadas a su mesa. Pidió lo
primero que vio en el menú y, cuando se lo sirvieron, se lo comió sin pensar en
lo que era. La gente con la que compartía mesa había acabado y notó que
esperaban y, mientras, aprovechaban para verlo comer.
Cuando salió del
vagón restaurante se sentía débil y las manos le temblaban solas, con
movimientos imperceptibles. Era como si hubiera pasado un año desde que había
visto al encargado hacerle señas para que se sentara. Se detuvo entre dos
vagones; para despejarse inspiró hondo el aire frío.
Funcionó. Cuando regresó a
su vagón, todas las literas estaban montadas y los pasillos, oscuros y
siniestros, flotaban envueltos en un verde espeso. Se dio cuenta otra vez de que
tenía una litera, de las de arriba, y de que ya podía meterse en ella. Podía
tumbarse y subir la persiana un poquito para mirar y vigilar -justo lo que
pensaba hacer- y ver cómo pasaban las cosas de noche desde un tren en marcha.
Podía observar la noche en movimiento.
Cogió su mochila, se
fue al lavabo de caballeros y se puso la ropa de dormir. Un cartel indicaba que
había que avisarle al camarero para subir a las literas de arriba. Se le ocurrió
de repente que a lo mejor el camarero era primo de algunos de los negros de la
quebrada; podía preguntarle si tenía algún primo en Eastrod, o en Tenesí. Fue
pasillo abajo a buscarlo. A lo mejor podían charlar un poco antes de que él se
metiera en la litera. No encontró al camarero al final de vagón y se fue para la
otra punta. Al ir a doblar chocó con algo pesado, color rosa, que lanzó un grito
ahogado y masculló:
-¡Serás
torpe!
Era la señora Hosen
envuelta en un salto de cama rosa, con la cabeza llena de rulos. Se había
olvidado de ella. Daba miedo verla con el pelo brillante, peinado para atrás y
esos rizadores que parecían setas negras enmarcándole la cara. Ella trató de
avanzar y él quiso dejarla pasar, pero los dos se movieron a la vez. A ella se
le puso la cara morada salvo por unas manchitas blancas que no se le
encendieron. Se puso tiesa, se quedó inmóvil y le preguntó:
-¿Se puede saber qué
es lo que te pasa?
Él se escurrió como
pudo, salió corriendo pasillo abajo y chocó con tal fuerza contra el camarero
que este perdió el equilibrio y él le cayó encima; la cara del camarero quedó
muy cerca de la suya, era clavado al viejo Cash Simmons. Por un instante no pudo
quitarse de encima del camarero por estar pensando en que era Cash, y musitó:
"Cash", y el camarero se lo sacó de encima, se levantó y se alejó pasillo abajo,
a toda prisa, y Haze se incorporó como pudo, fue tras él y le dijo que quería
subirse a su litera mientras pensaba: "Es pariente de Cash", y entonces, de
repente, como si alguien se lo hubiera soltado cuando estaba distraído: "Este es
el hijo que se le fugó a Cash". Y luego: "Conoce Eastrod y no quiere saber nada,
no quiere hablar de eso, no quiere hablar de Cash".
Se quedó mirando
mientras el camarero le ponía la escalera para subir a la litera; luego subió
sin dejar de mirar al camarero; veía a Cash, aunque distinto, no tenía los
mismos ojos, y cuando estaba a medio subir, dijo, sin dejar de mirar al
camarero:
-Cash está muerto. Un
puerco le pegó el cólera.
El camarero se quedó
con la boca abierta y, observando a Haze con desdén, masculló:
-Soy de Chicago. Mi
padre era empleado del ferrocarril.
Haze se lo quedó
mirando y se echó a reír: un negro empleado de ferrocarril; y rió otra vez y el
camarero apartó la escalera con un movimiento del brazo tan brusco que Haze tuvo
que agarrarse de la manta.
Se acostó boca abajo
en la litera, temblando por la forma en que había subido. El hijo de Cash. De
Eastrod. Pero que no quería saber nada de Eastrod, que odiaba Eastrod. Siguió
acostado boca abajo durante un rato, sin moverse. Era como si hubiese pasado un
año desde que se había caído en el pasillo encima del camarero.
Al cabo de un rato se
acordó de que, en realidad, estaba en la litera, se dio la vuelta, encendió la
luz y miró a su alrededor. No había ventana.
En la pared del
costado no había ninguna ventana. No se subía hacia arriba para convertirse en
ventana. No había ninguna ventana disimulada en la pared. Había como una red de
pesca en toda la pared del costado, pero no había ninguna ventana. Por un
instante, se le pasó por la cabeza que eso era obra del camarero: le había dado
esa litera que no tenía ventana, solo una red de pesca colgando a lo largo,
porque lo odiaba. Seguro que eran todos iguales.
El techo encima de la
litera era bajo y curvo. Se acostó. El techo curvo daba la impresión de no estar
bien cerrado; daba la impresión de estar cerrándose. Se quedó acostado un rato,
sin moverse. Notó en la garganta como una esponja con sabor a huevo. En la cena
había tomado huevos. Ahora los notaba en la esponja que tenía en la garganta.
Justo en la garganta los tenía. No quería darse la vuelta, tenía miedo de que se
movieran; quería que la luz estuviera apagada; quería que estuviera oscuro.
Levantó la mano sin darse la vuelta, tanteó en busca del interruptor, le dio y
la oscuridad le cayó encima, y después se hizo menos intensa por la luz que se
filtraba por el espacio sin cerrar, como de un palmo.
Quería que la oscuridad
fuera completa, no que estuviera diluida. Oyó al camarero acercarse por el
pasillo, sus pasos mullidos en la alfombra, avanzaba sin pausa, rozando las
cortinas verdes, luego los pasos se fueron perdiendo a lo lejos hasta que no se
oyeron más. El camarero era de Eastrod. Era de Eastrod pero no quería saber nada
de ese lugar. Cash no lo hubiera reclamado. No lo hubiera querido.
No hubiera
querido nada que llevara una chaquetilla blanca y ajustada y anduviera con una
escobilla en el bolsillo. La ropa de Cash tenía la misma pinta que si la
hubiesen guardado un tiempo debajo de una piedra; y olía como los negros. Pensó
en cómo olía Cash, pero el olor que le vino era el del tren.
En Eastrod ya no
quedaban negros de la quebrada. En Eastrod. Al entrar por el camino vio en la
oscuridad, en la penumbra, la tienda de comestibles cerrada con tablas y el
granero abierto donde la oscuridad andaba suelta, y la casa más pequeña medio
desmontada, sin balcón ni suelo en la entrada.
Se suponía que debía ir a casa de
su hermana en Taulkinham la última vez que estuvo de permiso, al volver del
campamento de Georgia, pero no quería ir a Taulkinham y había regresado a
Eastrod pese a que sabía lo que se iba a encontrar: las dos familias
desperdigadas por los pueblos y hasta los negros que vivían en el camino se
habían marchado a Memphis, a Murfreesboro y a otros sitios. Él había vuelto a
dormir en la casa, en el suelo de la cocina, y del techo se había desprendido
una tabla que le había caído en la cabeza y hecho un corte en la cara. Pegó un
salto, como si notara la tabla, y el tren dio una sacudida, se detuvo y volvió a
arrancar. Recorrió la casa para comprobar que no quedara nada que conviniera
llevarse.
Su mamá siempre
dormía en la cocina y guardaba allí su ropero de nogal. En ninguna parte había
otro ropero así. Su mamá era una Jackson, había pagado treinta dólares por aquel
ropero y no había vuelto a comprarse nada grande. Y ahí se lo dejaron. Él
calculó que en el camión no había quedado sitio para llevarlo. Abrió todos los
cajones.
En el de arriba de
todo encontró dos trozos de cordón y nada en los demás. Le pareció raro que no
hubiera entrado nadie a robar un ropero como aquel. Cogió el cordón, ató las dos
patas a unas tablas sueltas del suelo y dejó una hoja de papel en cada uno de
los cajones:
Este ropero
le pertenece a Hazel Wickers. No lo robes o serás perseguido y matado.
Así ella descansaría
mejor sabiendo que el ropero estaba protegido de alguna manera. Si ella llegaba
a buscarlo por la noche, lo vería. Haze se preguntó si alguna vez su mamá
caminaba de noche y pasaba por ahí... si pasaba con aquella expresión en la
cara, inquieta y fija, si subía por el sendero y recorría el granero abierto por
todas partes y si se paraba en la penumbra, cerca de la tienda de comestibles
cerrada con tablas, si se acercaba intranquila con aquella expresión en la cara
como la que él le había visto a través de la grieta cuando la bajaban. Le había
visto la cara a través de la grieta cuando le ponían la tapa, había visto la
sombra que le nubló la cara y le hizo torcer la boca como si no estuviera
contenta de descansar, como si fuera a levantarse de un salto, apartar la tapa y
salir volando como un espíritu que iba a estar satisfecho: pero ellos encerraron
dentro al espíritu.
A lo mejor ella iba a salir volando de ahí dentro, a lo
mejor iba a levantarse de un salto; tremenda, como un enorme murciélago que se
colaba por la rendija, la vio salir volando de ahí pero la oscuridad caía sobre
ella, se cerraba todo el tiempo, se cerraba; desde dentro la vio cerrarse,
acercarse más y más, tapando la luz y el cuarto y los árboles que se veían por
la ventana, por la rendija que se cerraba más deprisa, más negra. Abrió los
ojos, vio que la tapa bajaba, se levantó de un salto, se coló por la grieta y se
quedó ahí moviéndose, qué mareo, la tenue luz del tren le permitió ver poco a
poco la alfombra del suelo, moviéndose, qué mareo. Se quedó ahí, mojado y frío,
y vio al camarero en el otro extremo del vagón, una silueta blanca en la
oscuridad, ahí de pie, observándolo sin moverse. Las vías describieron una curva
y él, mareado, cayó de espaldas en la intensa calma del tren.
* * *
La cosecha / The Crop
The Complete Stories / Cuentos completos*, Colección [1971]
La
señorita Willerton siempre quitaba las migas de la mesa. Era su hazaña
doméstica especial y lo hacía con gran esmero. Lucía y Bertha fregaban
los platos y Garner se iba a la sala a hacer el crucigrama del Morning
Press. Así dejaban sola en el comedor a la señorita Willerton y a ella
ya le iba bien. ¡Uf! En aquella casa el desayuno era siempre un
suplicio. Lucía insistía en seguir siempre el mismo horario en el
desayuno y las demás comidas. Lucía decía que desayunar a la misma hora
contribuía a adquirir otras prácticas regulares, y, con lo propenso que
era Garner a sufrir molestias, era fundamental que estableciesen algún
método en las comidas. De esa manera, también se aseguraba de que él le
pusiera agaragar a las gachas de harina de trigo. «Como si después de
llevar cincuenta años haciéndolo -pensó la señorita Willerton-, fuese
capaz de hacer otra cosa.» La polémica del desayuno empezaba siempre con
las gachas de harina de trigo de Garner y terminaba con las tres
cucharadas de piña triturada de la señorita Willerton. «Ya sabes lo de
tu acidez, Willie -le decía siempre la señorita Lucía-, ya sabes lo de
tu acidez», y entonces Garner ponía los ojos en blanco y soltaba algún
comentario desagradable, y Bertha pegaba un salto y Lucía se mostraba
afligida y la señorita Willerton saboreaba la piña triturada que acababa
de tragarse.
Era un alivio quitar
las migas de la mesa. Quitar las migas de la mesa le daba tiempo para
pensar, y, si la señorita Willerton debía escribir un relato, antes
tenía que pensarlo. Casi siempre pensaba mejor sentada delante de la
máquina de escribir, pero por el momento tendría que conformarse con lo
que había. En primer lugar, debía pensar un tema para el relato que iba a
escribir. Eran tantos los temas sobre los que se podía escribir un
cuento que a la señorita Willerton nunca se le ocurría ninguno.
Era
siempre la parte más difícil de escribir un cuento, ella siempre lo
decía. Dedicaba más tiempo a pensar en algo sobre lo que escribir que a
la escritura en sí. A veces descartaba un tema tras otro y, a menudo,
tardaba una o dos semanas en decidirse por alguno. La señorita Willerton
sacó el recogedor y la escobilla de plata y se puso a limpiar la mesa.
«¿Y un panadero -se preguntó-, será un buen tema?» «Los panaderos
extranjeros eran muy pintorescos», pensó. La tía Myrtile Filmer había
dejado sus cuatricromías de panaderos franceses estampadas en sombreros
con forma de hongo. Eran hombres magníficos, altos... rubios y...
-¡Willie!
-gritó la señorita Lucía, entrando en el comedor con los saleros-. Por
el amor de Dios, pon el recogedor debajo de la escobilla o echarás todas
las migas sobre la alfombra. En lo que va de la semana le he pasado la
aspiradora cuatro veces y no pienso volver a pasarla.
-Si
le has pasado la aspiradora no sería por las migas que se me caen a mí
-le contestó la señorita Willerton, lacónica-. Siempre recojo las migas
que se me caen. -Y aclaró-: Y a mí se me caen bien pocas.
-A ver si esta vez lavas el recogedor antes de guardarlo -le soltó la señorita Lucía.
La
señorita Willerton se echó las migas en la mano y las arrojó por la
ventana. Llevó el recogedor y la escobilla a la cocina y los metió
debajo de un chorro de agua fría. Los secó y los volvió a guardar en el
cajón. Misión cumplida. Ahora podía ponerse delante de la máquina de
escribir. Y estarse allí hasta la hora del almuerzo.
La
señorita Willerton se sentó delante de la máquina de escribir y lanzó
un suspiro. ¡A ver! ¿En qué había estado pensando? Ah, sí. En los
panaderos. Ummm. Los panaderos. No, los panaderos, mejor no. Tenían poco
de originales. Los panaderos no producían tensión social. La señorita
Willerton clavó la vista en la máquina de escribir. A S D F G... sus
ojos recorrieron las teclas. Ummm. «¿Y los maestros?», se preguntó la
señorita Willerton. No. Por Dios, no. Los maestros siempre hacían que la
señorita Willerton se sintiera rara. Sus maestras del Seminario
Femenino Willowpool estaban bien, pero eran todas mujeres. El Seminario
Femenino de Willowpool, recordó la señorita Willerton. La frase no le
gustaba nada: Seminario Femenino de Willowpool... sonaba a biología.
Ella se limitaba a decir que se había graduado de Willowpool. Los
maestros hacían que la señorita Willerton se sintiera como si estuviera a
punto de pronunciar algo mal. Además, los maestros no eran oportunos.
Ni siquiera representaban un problema social.
Problema social. Problema social. Ummm. ¡Los aparceros!
La
señorita Willerton nunca había intimado con ningún aparcero pero,
reflexionó, como tema tendría tanto arte como cualquier otro, ¡y le
permitirían conseguir ese aire de trascendencia social que tan útil
resultaba en los círculos que esperaba conocer en sus viajes! «Siempre
puedo sacarle partido -refunfuñó-, al tema de la lombriz intestinal.»
¡Ya le iba saliendo! ¡Sin duda! Movió los dedos con nerviosismo sobre
las teclas sin tocarlas. Después, de repente, empezó a escribir a gran
velocidad.
«Lot Motun -registró la
máquina- llamó a su perro.» Una pausa abrupta siguió a la palabra
«perro».
La señorita Willerton siempre se esmeraba en la primera
oración. «La primera oración -decía siempre-, le venía como... ¡como un
chispazo! ¡Tal cual! - decía, y chasqueaba los dedos-, ¡como un
chispazo!» Y sobre la primera oración construía su relato. «Lot Motun
llamó a su perro», le había salido automáticamente a la señorita
Willerton, y al releer la frase, decidió no solo que «Lot Motun» era un
nombre adecuado para un aparcero, sino que hacer que llamara a su perro
era lo mejor que se podía esperar de un aparcero. «El perro levantó las
orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a Lot.» La señorita
Willerton había escrito la frase antes de que le diera tiempo a advertir
su error: dos «Lot» en un mismo párrafo. Resultaba desagradable al
oído. La máquina de escribir retrocedió chirriando y la señorita
Willerton escribió tres X sobre «Lot». Entre líneas anotó a lápiz: «Su
amo».
Ahora ya estaba lista para continuar. «Lot Motun llamó a su perro.
El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a
su amo.» «Y también tengo dos perros - pensó la señorita Willerton-.
Ummm.» Pero decidió que eso no molestaría tanto al oído como los dos
«Lot».
La señorita Willerton era muy
partidaria de lo que denominaba «arte fonético». Según ella, el oído era
tan lector como el ojo. Le gustaba expresarlo de ese modo. «El ojo
forma un cuadro -le había dicho a un grupo en las Hijas Unidas de las
Colonias- que puede pintarse en abstracto, y el éxito de la empresa
literaria -a la señorita Willerton le gustaba la expresión empresa
literaria- depende de esos elementos abstractos creados en la mente y de
la naturaleza tonal -a la señorita Willerton también le gustaba eso de
naturaleza tonal-, que registra el oído.» La oración «Lot Motun llamó a
su perro» tenía un toque cáustico y seco que, seguido de «el perro
levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo»,
le daba al párrafo la salida que precisaba.
«Lot
tiró de las orejas cortas y raquíticas del animal y se revolcó con él
en el barro.» A lo mejor, reflexionó la señorita Willerton, eso era un
poco exagerado. Pero, según le constaba, el que un aparcero se revolcara
en el barro entraba dentro de lo razonablemente posible. En cierta
ocasión había leído una novela que trataba de ese tipo de personas, en
la que se había hecho algo tan feo como aquello y, a lo largo de tres
cuartas partes de la narración, cosas mucho peores. Lucía la encontró
mientras limpiaba uno de los cajones del escritorio de la señorita
Willerton, y, después de hojear unas cuantas páginas al azar, sujetó el
libro entre el pulgar y el índice, lo llevó hasta el horno y lo echó al
fuego.
-Willie, esta mañana cuando
limpiaba tu escritorio, me encontré un libro que Garner debió de dejar
allí para hacerte una broma -le dijo la señorita Lucía más tarde-. Fue
horrible, pero ya sabes cómo las gasta Garner. Lo he quemado. -Y luego,
con una risita ahogada, añadió-: Estaba segura de que no podía ser tuyo.
La señorita Willerton estaba segura
de que no podía ser de nadie más que de ella, pero no se atrevió a
aclararlo. Lo había encargado directamente a la editorial porque no
quería pedirlo en la biblioteca.
Le había costado tres dólares con
setenta y cinco centavos, envío postal incluido, y no había terminado
los últimos cuatro capítulos. Eso sí, había leído lo suficiente para
poder afirmar que era razonablemente posible que Lot Motun se revolcara
en el barro con su perro. Al hacerle hacer tal cosa, lo de las lombrices
intestinales tendría más sentido, decidió. «Lot Motun llamó a su perro.
El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a
su amo. Lot tiró de las orejas cortas y raquíticas del animal y se
revolcó con él en el barro.»
La
señorita Willerton se apoyó en el respaldo. Era un buen comienzo. Ahora
planificaría la acción.
Había que incluir una mujer, claro. A lo mejor
Lot podía matarla. Ese tipo de mujeres siempre sembraba cizaña. Incluso
podía provocarlo para que acabara matándola por libertina y, después,
quizá a él lo perseguiría la mala conciencia.
Si
debía tomar ese rumbo, sería necesario dotarlo de principios, aunque no
sería demasiado difícil dárselos. Se preguntó de qué manera
introduciría ese aspecto, en vista de toda la atención que en el relato
debía dedicarle al amor. Tendría que poner algunas escenas bastante
violentas y naturalistas; el tipo de detalles sádicos que una leía en
relación con esa clase de gente. Era un problema. Sin embargo, la
señorita Willerton disfrutaba con esos problemas. Lo que más le gustaba
era planificar las escenas pasionales, pero, cuando llegaba el momento
de escribirlas, siempre empezaba a sentirse rara y a preguntarse qué
diría su familia cuando las leyeran. Garner chasquearía los dedos y le
haría un guiño a la menor oportunidad; Bertha la consideraría una
persona horrible; y Lucía diría con esa vocecita tonta que la
caracterizaba: «¿Qué nos has estado ocultando, Willie? ¿Qué nos has
estado ocultando?», y lanzaría su risita ahogada, como hacía siempre.
Pero la señorita Willerton no podía pensar en eso ahora; debía darle
forma a sus personajes.
Lot sería
alto, encorvado y desaliñado, pero sus ojos serían tristes y lo harían
parecerse a un caballero pese a tener el cuello enrojecido y las manos
enormes y torpes. Tendría los dientes rectos y, para indicar que era
dueño de cierto espíritu, sería pelirrojo. Las prendas le colgarían sin
gracia, pero las luciría con desenfado, como si fuesen una segunda piel;
tal vez, reflexionó la señorita Willerton, sería mejor, después de
todo, que no se revolcara con el perro. La mujer sería más o menos
guapa, con el pelo rubio, los tobillos gruesos, los ojos turbios.
La
mujer le serviría la cena en la cabaña y él comería la sémola llena de
grumos a la que ella ni siquiera se habría molestado en ponerle sal y,
allí sentado, pensaría en cosas grandiosas, lejos, muy lejos... en otra
vaca, una casa pintada, un pozo limpio, incluso una granja propia. La
mujer empezaría a dar alaridos porque él no había cortado suficiente
leña para la cocina y se quejaría del dolor de espalda. Ella se sentaría
a verlo comer la sémola rancia y le diría que no tenía suficientes
agallas para robar comida.
-¡Eres un asqueroso pordiosero! -le diría con sorna. Y él la mandaría callar.
-¡Cierra la boca!-gritaría.
-Me
tienes harta, más que harta. -Pondría los ojos en blanco y, burlándose y
riéndose de él, le diría-: Los desgraciados como tú no me dan miedo.
Entonces
él echaría la silla hacia atrás e iría hacia ella. Ella agarraría un
cuchillo de la mesa -la señorita Willerton se preguntó cómo era posible
que aquella mujer fuera tan corta-, y retrocedería manteniendo el
cuchillo en alto. Él daría un salto hacia delante y ella se apartaría
veloz, como un caballo salvaje. Luego volverían a estar cara a cara, los
ojos rebosantes de odio, y avanzarían y retrocederían. La señorita
Willerton alcanzó a oír cómo los segundos iban golpeando contra el
tejado de lata. Él se abalanzaría otra vez sobre la mujer y ella, con el
cuchillo dispuesto, se lo hincaría de un momento a otro... La señorita
Willerton no pudo aguantar más. Golpeó a la mujer con fuerza en la
cabeza, por detrás. La mujer soltó el cuchillo y una niebla la envolvió y
se la llevó del cuarto.
La señorita Willerton se volvió hacia Lot.
-Deja que te sirva un poco de sémola caliente -le dijo.
Se acercó a la cocina, en un plato limpio sirvió una ración de sémola blanca y tersa y un trozo de mantequilla.
-Caray,
gracias -dijo Lot, y le sonrió con esos bonitos dientes-. Tú sí sabes
cómo prepararla. Verás -le dijo-, estuve pensando... Podríamos
marcharnos de esta granja arrendada y tener un lugar decente. Si este
año conseguimos ganar algo, podríamos comprarnos una vaca y empezar a
construirnos una casita. Imagínatelo, Willie, imagínate lo que sería.
Ella se sentó a su lado y le puso la mano en el hombro.
-Lo conseguiremos -aseguró-. Nos irá mejor que ningún otro año y en primavera tendremos esa vaca.
-Tú siempre sabes cómo me siento, Willie. Tú siempre lo has sabido.
Se quedaron sentados largo rato, pensando en lo bien que se entendían.
-Termina de comer -dijo ella al fin.
Cuando
él hubo cenado, la ayudó a quitar la ceniza de la cocina y después, en
el caluroso atardecer de julio, dieron un paseo por el prado, en
dirección al arroyo, y hablaron de la casita de la que algún día serían
dueños.
A finales de marzo, cuando la
época de lluvias estaba cerca, habían conseguido más de lo esperado.
A
lo largo del mes anterior, Lot se había levantado a las cinco de la
mañana, y Willie, una hora antes, para tratar de adelantar todo el
trabajo posible aprovechando el buen tiempo. A la semana siguiente,
comentó Lot, empezaría a llover y, si antes no levantaban la cosecha, la
perderían... y con ella, cuanto habían ganado en los últimos meses.
Sabían lo que aquello supondría, otro año de ir tirando sin mucho más de
lo que habían tenido el anterior. Además, al año siguiente, en lugar de
la vaca, llegaría un crío. Lot se había empeñado en comprar la vaca
pese a todo.
-Alimentar a un crío tampoco cuesta tanto -había razonado-, y la vaca nos ayudaría a darle de comer...
Pero Willie se había mostrado firme, comprarían la vaca más adelante, el crío debía empezar con buen pie.
-A
lo mejor -había concluido Lot-, vamos a tener suficiente para las dos
cosas. -Y se había marchado a ver el campo recién arado como si pudiera
calcular la cosecha por los surcos.
Pese
a las estrecheces, había sido un buen año. Willie había limpiado la
casucha y Lot había arreglado la chimenea. En la puerta había profusión
de petunias, y en la ventana, una colonia de dragoncillos. Había sido un
año pacífico. Pero ahora comenzaban a inquietarse por la cosecha.
Debían recogerla antes de que llegaran las lluvias.
-Nos
falta una semana más -rezongó Lot al regresar esa noche-. Una semana
más y lo vamos a conseguir. ¿Tienes ganas de cosechar? No está bien que
debas salir -suspiró-, pero no podemos pagar a nadie para que nos ayude.
-Me encuentro bien -dijo ella, y ocultó las manos temblorosas a su espalda-. Cosecharé.
-Esta noche está nublado -dijo Lot, sombrío.
Al
día siguiente trabajaron hasta el anochecer, trabajaron hasta reventar,
y después regresaron a trompicones a la cabaña y cayeron en la cama.
Willie
se despertó por la noche, notando un dolor. Era un dolor suave y verde,
recorrido de luces moradas. Se preguntó si estaría despierta. Movió la
cabeza de lado a lado y dentro de ella notó unas siluetas que zumbaban y
picaban piedras.
Lot se incorporó.
-¿Te sientes mal? -le preguntó temblando.
Ella se apoyó sobre el codo y luego se dejó caer otra vez.
Ve
al arroyo y trae a Anna -jadeó. El zumbido se hizo más intenso y las
siluetas más grises. Al principio, el dolor se entremezcló con aquellas
siluetas durante unos segundos; luego, de forma ininterrumpida. Llegaba a
ella una y otra vez. El zumbido se hizo más nítido y, a eso del alba,
se dio cuenta de que estaba lloviendo. Más tarde preguntó con voz ronca:
-¿Cuánto hace que llueve?
-Dos días enteros -contestó Lot.
-Entonces hemos perdido. -
Willie miró con desgana los árboles empapados-. Seacabó.
-No, no se acabó -dijo él en voz baja-. Tenemos una niña.
-Tú querías un niño.
-No.
Tengo lo que quería, dos
Willies en lugar de una, y eso es mucho mejor
que una vaca -sonrió-.
¿Qué puedo hacer para merecerme todo lo que tengo,
Willie? -Se inclinó y la besó en la frente.
-¿Qué puedo hacer yo? -preguntó ella en voz baja-. ¿Qué puedo hacer para ayudarte más?
-¿Qué tal si vas al mercado,
Willie?
La señorita Willerton apartó de sí a Lot de un empujón.
-¿Qué... qué me decías,
Lucía? -tartamudeó.
-Te decía que qué tal si esta vez vas tú al mercado. Esta semana me ha tocado ir a mí todas las mañanas y ahora estoy ocupada.
La señorita Willerton dejó la máquina de escribir y dijo con brusquedad:
-Muy bien. ¿Qué quieres que te traiga?
-Una
docena de huevos y dos libras de tomates, que sean maduros, y más te
vale que empieces a curarte ese resfriado ahora mismo. Te lloran los
ojos y tienes la voz ronca. En el cuarto de baño hay Empirin. Pide que
anoten lo que gastes en nuestra cuenta. Y ponte el abrigo. Hace frío.
La señorita Willerton elevó la vista al cielo.
-Tengo cuarenta y cuatro años -anunció-, sé muy bien cómo cuidarme.
-Y que los tomates sean maduros -le contestó
la señorita Lucía.
Con el abrigo mal abrochado,
la señorita Willerton avanzó pesadamente por la calle principal y entró en el supermercado.
-¿Qué venía yo a comprar? -refunfuñó-. Ah, sí, dos docenas de huevos y una libra de tomates.
Pasó
delante de las estanterías de vegetales enlatados y de las galletas y
fue a la caja donde tenían los huevos. Pero no había huevos.
-¿Dónde están los huevos? -le preguntó a un chico que pesaba frijoles.
-Solamente nos quedan huevos de pularda -dijo mientras cogía otro puñado de frijoles.
-Bien, ¿dónde están y qué diferencia hay? -exigió saber
la señorita Willerton.
El chico echó los frijoles sobrantes al cubo, se agachó sobre la caja de los huevos y le entregó un paquete.
-Ninguna
diferencia, la verdad -dijo al tiempo que mascaba el chicle con los
dientes incisivos-. Son de gallinas adolescentes o algo así, no lo sé
bien. ¿Se los pongo?
-Sí, y dos libras de tomates. Que estén maduros -precisó
la señorita Willerton.
No
le gustaba hacer la compra. No había motivo alguno para que los
dependientes fuesen tan altaneros. Ese muchacho no se habría entretenido
tanto con Lucía. Pagó los huevos y los tomates y salió apresuradamente.
En cierta manera, aquel lugar la deprimía.
Vaya
tontería que un supermercado pudiese deprimir... si allí dentro solo
tenían lugar actividades domésticas sin importancia... mujeres que
compraban frijoles... que llevaban a los niños en esos cochecitos... que
regateaban por un octavo de libra de más o de menos de calabaza...
«¿Qué ganaban con eso? -se preguntó la señorita Willerton-. ¿Dónde había
allí ocasión para expresarse, para crear, para el arte?» A su alrededor
todo era lo mismo: aceras llenas de gente que se afanaban de un lado a
otro, con las manos cargadas de paquetitos y las mentes llenas de
paquetitos, aquella mujer de allí que llevaba al niño de la cadena y
tiraba de él, lo sacudía y lo arrastraba para alejarlo de un escaparate
donde se exhibía una lámpara hecha con una calabaza ahuecada.
Probablemente se pasaría el resto de la vida tirando de él y
sacudiéndolo. Y allí iba otra, a la que se le caía la bolsa de la compra
en plena calzada, y otra más, que le sonaba la nariz a un niño, y por
la acera se acercaban una anciana con sus tres nietos saltándole
alrededor, seguidos de un hombre y una mujer que caminaban demasiado
juntos para ser refinados.
La
señorita Willerton observó a la pareja con atención cuando se acercaron
más y la adelantaron. La mujer era regordeta, de tobillos gruesos y ojos
turbios. Llevaba unos zapatos de tacón, unas ajorcas azules, un vestido
de algodón demasiado corto y una chaqueta de cuadros escoceses. Tenía
la piel manchada y el cuello estirado hacia delante, como si quisiera
oler una cosa que le alejaran continuamente de la nariz. En la cara
lucía una mueca estúpida. Él era un hombre larguirucho, consumido y
desaliñado. Iba encorvado, y el pelo rubio y enredado le caía hacia un
lado del cuello largo y enrojecido. Sus manos jugueteaban tontamente con
las de la muchacha mientras avanzaban desmañados, y en una o dos
ocasiones le lanzó una sonrisa empalagosa, que permitió a la señorita
Willerton comprobar que tenía los dientes rectos, los ojos tristes y una
erupción en la frente.
-¡Aaah! -se estremeció.
La
señorita Willerton dejó la compra encima de la mesa de la cocina y
regresó junto a la máquina de escribir. Miró el papel que había en ella.
«Lot Motun llamó a su perro - ponía-. El perro levantó las orejas y,
con el rabo entre las patas, se acercó a su amo. Lot tiró de las orejas
cortas y raquíticas del animal y se revolcó con él en el barro.»
-¡Suena fatal! -masculló la señorita Willerton-. De todos modos, el tema no es nada del otro mundo -decidió.
Necesitaba
algo más pintoresco... con más arte. La señorita Willerton se quedó
largo rato mirando la máquina de escribir. Después, de repente, con el
puño asestó varios golpecitos extasiados sobre el escritorio.
-¡Los irlandeses!-chilló-. ¡Los irlandeses!
La
señorita Willerton siempre había admirado a los irlandeses. «Su acento
-pensó-, era muy musical, y su historia... ¡espléndida!» «¡Y las gentes
-caviló-, las gentes de Irlanda! Llenas de temple... pelirrojas, de
anchos hombros y enormes bigotes caídos».
* * *
¿Qué les pareció? Dos relatos muy distintos en tema, no tanto en ritmo. Tienen ambos el humor
O´Connor, ese que descubre cada lector y concuerda con su propia experiencia, el que está para contrastar, adivinamos. Dos personajes algo cómicos en sus obsesiones. Hay algo en los dos que me llama la atención, es cómo se ven ellos a sí mismos, y el cierto desdén que sienten, tanto hacia el camarero que no quiere saber nada con un tal «viejo Cash», como lo que piensa la
señorita Willerton de esas personas que viven de manera «tan poco artística».
Partimos de dos historias aparentemente simples, dos protagonistas que no tienen nada de sofisticados, sin embargo... nada de eso resulta ser así, todo se acompleja psicológicamente.
Veamos lo que dice
Flannery en uno de sus ensayos*: «El escritor atrae por medio de los sentidos, y no se puede atraer a los sentidos con abstracciones. Algunas personas tienen la idea de que primero se lee la historia y luego se llega al significado, pero para el propio escritor de narrativa toda la historia es el significado, porque es una experiencia, no una abstracción».
Y estas dos historias terminan como terminan, no traten de encontrarles «significados»,
las historias son solo eso, ¡historias!
La grandeza de
Flannery O'Connor: ella no te cuenta un historia, te la hace ver.
Espero hayan disfrutado de esta lectura. Hasta el próximo encuentro.
Cecilia Olguin Gianelli
Notas
- Flannery O´Connor Community: on Google+ to discuss O'Connor, her works, and her influences on arts and literature:
https://plus.google.com/u/0/communities/115232475141375219418
- Blog Flannery O'Connor, en español:
http://www.flanneryoc.blogspot.com.ar/
- Cuentos completos, Flannery O´Connor:
[PDF] flannery o´connor cuentos completos - Ow.ly
- Naturaleza y Finalidad de la Narrativa, Flannery O'Connor: Ensayo.
The Nature and Aim of Fiction:
http://w3.salemstate.edu/~pglasser/the-nature-and-aim-of-fiction.pdf
- Andalusia Farm, Home of Flannery O´Connor:
http://andalusiafarm.org/
- University of Georgia Press: The Presence of Grace and Other Book Reviews by Flannery O’Connor
http://www.ugapress.org/index.php/books/presence_of_grace
- A Good Man is Hard To Find and Other Stories, Flannery O'Connor: leer en inglés:
http://www.boyd.k12.ky.us/userfiles/447/Classes/28660/A%20Good%20Man%20Is%20Hard%20To%20Find.pdf
- June Glasson Website:
http://www.juneglasson.com/
-
Biblioteca Pública Gerardo Diego. Madrid: Películas y Literatura sureñas, Obras sobre y de Flannery O´Connor, su técnica y voz:
«Lo que descubrirá el lector, ya lo descubrió antes el escritor de ficción, si es que descubrió algo, es ser humilde frente a la realidad, él no puede cambiarla o moldearla en pro de una verdad abstracta. Solo tiene que tratar la realidad, lo concreto es su instrumento. Y al final se dará cuenta que la narrativa sólo puede trascender sus límites permaneciendo dentro de ellos».
http://www.madrid.es/UnidadesDescentralizadas/Bibliotecas/Equipamientos/ficheros/Gu%C3%ADa_O'Connor_pdf-1.pdf