Alberto Manguel
[Director de la Biblioteca Nacional, 1948]
Discurso inaugural
42.ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, 2016
Alberto Manguel, uno de los intelectuales argentinos con mayor prestigio internacional.
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Alberto Manguel, discurso inaugural 21 de abril, 2016. |
Quiso ser bibliotecario de joven, su obra nos muestra su amor apasionado por los libros y por esos espacios, míticos en
algunos casos, que los han albergado a lo largo de los siglos.
El prestigioso escritor, traductor y editor Alberto Manguel, tuvo a su
cargo el discurso inaugural de la 42.° Feria Internacional del Libro de
Buenos Aires el pasado 21 de abril, día que abrió al público. Estas fueron sus sinceras palabras e imperdible mensaje:
«Los libros y Buenos Aires tienen una larga historia compartida. Casi podemos decir que Buenos
Aires comienza con libros. Pedro De Mendoza no funda Buenos Aires sólo con la cruz y la
espada, sino que también trajo consigo varios tomos que fueron de alguna manera nuestra
primera biblioteca. Cito el escueto catálogo: “siete libros medianos guarnecidos de cuero negro,”
“un libro de Erasmo," un Petrarca, “un librete chico dorado que dice en él Virgilio” y “un libro que
es Bridia guarnecido en pergamino.” Parece que De Bridia era un historiador del siglo XIII que
escribió una detallada crónica de los pueblos tártaros del Asia septentrional. A juzgar por estos
títulos, podríamos pensar que Pedro de Mendoza quiso que en la fundación de su ciudad
estuviesen presentes los fantasmas de un ecléctico grupo de escritores: pensadores de una
religión que no era la suya, como el reformista Erasmo, poetas de otras lenguas y de otros países,
como Petrarca y Virgilio, colegas exploradores como De Bridia, aventurero en un lejano norte
opuesto a nuestro lejano sur. Podríamos imaginar que para Pedro de Mendoza, contemporáneo
de Alonso Quijano, el mundo intelectual era uno solo: en otras palabras, que en cualquier empresa
particular debe intervenir lo universal. Podríamos pensar que su impulso fue el de dar a la nueva
ciudad el fundamento de una biblioteca y asegurarle así a nuestra Buenos Aires una suerte de
inmortalidad.
Desgraciadamente no fue así. Los libros de Mendoza existieron pero la fundación se hizo
pensando menos en la libertad intelectual de sus futuros habitantes que en la ocupación de tierras
ajenas, menos por un impulso humanista que por un deseo de rapiña y de fama. La epopeya de
Mendoza, como sabemos, terminó mal. Viejo, ineficaz, sifilítico, Mendoza murió en el camino de
regreso a España y la ciudad que quiso fundar, como el primer borrador de un ambicioso texto,
fue relegada al basurero de la historia.
La presencia de libros entre las primeras señas de identidad de un pueblo no es frecuente
en nuestras cronistas. Las autoridades en el poder, siempre y en todas partes, se han interesado
más en montar maquinarias económicas cuya sola meta es el beneficio financiero, y menos o casi
nada en promover el desarrollo intelectual y artístico de la sociedad que gobiernan. La España de
Mendoza no fue una excepción. Describiendo las acciones de los españoles en el Nuevo Mundo,
el padre Bartolomé de las Casas hizo esta contundente acusación: "La causa por la que han
muerto y destruido tantas y tales y tan infinito número de ánimas los cristianos, ha sido solamente
por tener por su fin último el oro y henchirse de riquezas en muy breves días y subir a estados
muy altos y sin proporción de sus personas." Lo han hecho "por la insaciable codicia y ambición
que han tenido, que ha sido mayor que en el mundo se pudo, por ser aquellas tierras tan felices y
tan ricas, y las gentes tan humildes, tan pacientes y tan fáciles a sujetarlas; a las cuales no han
tenido más respeto ni de ellas han hecho más cuenta ni estima (hablo con verdad por lo que sé y
he visto todo el dicho tiempo), no digo que de bestias (porque pluguiera a Dios que como a bestias
las hubieran tratado y estimado), pero como y menos que estiércol de las plazas." Muchos de los
conquistadores a los que acusa el padre Las Casas eran lectores como Mendoza, y quizás su
ejemplo sirva para entender que poseer libros y ser lectores no basta cuando se trata de aprender
cómo actuar con el respeto y la estima del otro, y cómo buscar justicia en un mundo
persistentemente injusto.
Los libros que Mendoza trajo al Nuevo Mundo no fueron sometidos al escrutinio de la
aduana española, pero ya en 1506, el rey Fernando había ordenado "para la buena gobernación
de las Indias" que se prohibiera la venta de libros "que tratan lo profano y materias inmorales que
los Indios no puedan leer." A pesar de repetidos y severos decretos como éste, miles de libros que
trataban de "lo profano y materias inmorales" llegaron a las Américas en las décadas siguientes. Y
entre estos pasajeros clandestinos, se encontraba, como era de esperarse, uno de los grandes
best-sellers del siglo diecisiete, Don Quijote de la Mancha, cuya presencia en estas tierras está
atestiguada desde su primera edición en 1605. Tan popular fue la figura del heroico caballero en
nuestras Américas que en 1607, dos años después, en el altiplano del Perú, el corregidor de la
mina de Pausa montó en honor del nuevo virrey un espectáculo que culminaba con la aparición de
un personaje reconocido por todos los presentes, Don Quijote y su rotundo escudero.
A más de cuatro siglos de distancia, resulta sorprendente la ineficacia de los esfuerzos de
censura de la corona y de la iglesia. En 1608, las autoridades de Buenos Aires escribían a la
Santa Inquisición en Lima (que tenía autoridad sobre el Río de la Plata) para informarle que
barcos de Flandes y Portugal llegaban a la ciudad trayendo escondidos en barriles y cajones libros
prohibidos. La respuesta del Santo Oficio fue que se castigase enérgicamente a los ofensores,
pero de poco sirvieron las santas órdenes: los libros prohibidos siguieron llegando a nuestras
tierras para la instrucción y el deleite de los incipientes criollos. Un ejemplo argentino: ejemplares
de las primeras ediciones del Quijote fueron conservados en la pequeña biblioteca del pueblo de
Yaví en Jujuy, de donde fueron robados en 2001, y seguramente no porque a los ladrones les
importaba su valor literario o moral.
Ocho años antes de que la Primera Parte del Quijote saliese de la imprenta en Madrid, el
obispo de Tucumán, Fernando de Trejo y Sanabria, sí pareció interesarse por los aspectos
morales de este tipo de ficciones. En una resolución promulgada en 1597, el obispo decreta que
será excomulgada toda persona, hombre o mujer, de cualquier clase social, que tenga en su
posesión toda obra poética inmoral y vulgar, y toda novela de caballería, porque éstas alientan en
la mente de los lectores deseos lascivos e impuros, y falsas y absurdas fábulas. Merece la pena
preguntar qué quería decir el buen obispo con estos severos adjetivos.
Volvamos al ejemplo del Quijote. Es harto sabido que Cervantes declara que su invención
es un intento de acabar con las tonterías promulgadas por la literatura de caballería, historias, dice
él, "fingidas y disparatadas." No sabemos si logró este declarado propósito: al fin y al cabo ¿qué
son Batman y el Hombre Araña si no émulos del Caballero de la Ardiente Espada y de Florimonte
de Hircania? Lo que sí sabemos es que su creación superó y escapó a este intento moralizante, y
que Don Quijote es otra cosa que una parodia de mala literatura.
¿Quién es Don Quijote? Ante todo, un lector. un lector de novelas de caballería, es cierto,
que hasta vende "muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en
que leer," pero también lector de muchas otras obras que son citadas a lo largo de sus aventuras,
de escritores que comparte con su propio autor, el docto Cervantes: Homero, Aristóteles, Virgilio,
Ariosto, Boccaccio...
Su biblioteca le da a Don Quijote el vocabulario con el cual enfrentarse al mundo
demasiado real.
¿Qué nos dice Cervantes de Alonso Quijano lector? Ya en las primeras páginas de la
novela, anota que al viejo hidalgo, "del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de
manera que vino a perder el juicio" y "vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio
loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra
como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por el mundo con sus
armas y caballo a buscar las aventuras y ejercitarse en todo aquello que él había leído que los
caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en
ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama." Poco a poco, como si
el mismo Cervantes se diese cuenta que su personaje es más que una caricatura fantasiosa, las
aventuras de Don Quijote empiezan a transcurrir en un mundo absolutamente real, tangible,
terreno, y no en los campos fantásticos del gigante Caraculiambro y del Orlando Furioso. Las
lecturas de Don Quijote producen en él un efecto contrario al que produjeron en los
conquistadores: éstos quisieron imponer en el Nuevo Mundo los paisajes mitológicos del Viejo --
amazonas, gigantes, Eldorado-- para mejor justificar la brutalidad del saqueo y la matanza,
presentándose como paladines cristianos contra los paganos pecadores. Don Quijote en cambio
hace suya la ética caballeresca y combate contra entuertos cometidos por criaturas de carne y
hueso, cristianas o no. Su "remedio ordinario" frente a un desafío, nos dice Cervantes, "era pensar
en algún paso de sus libros": su biblioteca le da el vocabulario con el cual enfrentarse al mundo
demasiado real.
Hay un cambio fundamental que ocurre en Don Quijote lector a seis capítulos del inicio de
la novela, donde se cuenta la purgación de libros que el barbero y el cura hacen en la biblioteca
del hidalgo. No contentos de echar los libros rechazados al fuego, tapian con un muro la
habitación que servía para guardarlos. Cuando Don Quijote va en busca de sus libros, no logra
hallar la puerta de su biblioteca, y su sobrina, sirviéndose del mismo vocabulario caballeresco, le
explica que un encantador vino una noche sobre una nube e hizo desaparecer la habitación con
los libros. Podemos imaginar, nosotros como lectores, lo que sentiría el viejo caballero. La
desesperación, la cólera, la ansiedad que sufriríamos nosotros al darnos cuenta que ya nunca
jamás podremos volver las hojas de un volumen recordado y querido, ni buscar un verso que la
memoria quiere retener inútilmente. Pero Don Quijote es más valiente, más sensato, menos
sentimentalmente nostalgioso que la mayoría de nosotros. Se resigna a los efectos de la
venganza de este encantador ("gran enemigo mío," dice, "que me tiene ojeriza") y se queda en su
casa, sin comentar más el atroz hecho, durante dos largas semanas. Después, sin decir nada a
nadie, contrata a su vecino, un tal Sancho Panza, como su escudero, y una noche, sin despedirse,
los dos aventureros salen de sus casas para enfrentarse con el mundo.
Lector y libro son uno solo.
¿Qué ha ocurrido? Una vez su biblioteca desaparecida, el lector Alonso Quijano ya no
tiene necesidad de sus libros para ser Don Quijote. Ni una sola vez más, durante el transcurso de
toda la novela, abrirá las páginas de un volumen cualquiera. Pero esto no significa que renuncie a
su gran propósito. Convencido de la necesidad de la ética que sus novelas de caballería le han
enseñado, el gran lector ya no necesita sus libros materiales: están impresos en su memoria para siempre, como en una íntima biblioteca virtual. Lector y libro son uno solo.
Dijimos que, si bien la literatura de caballería propone ficciones fantásticas con reglas éticas inmaculadas que todo caballero debe acatar, el mundo en el que se aventura Don Quijote sigue siendo el de Alonso Quijano: duro, infame, peligroso, y por sobre todo injusto. En su primera
aventura, Don Quijote se topa con Andresito, a quien su patrón ha atado a una encina y azota
brutalmente porque el muchacho ha tenido la osadía de exigir los nueve meses de sueldo que se
le deben. Oyendo esto, Don Quijote ordena al patrón que lo desate y que le pague el dinero
debido. Éste, azorado por la apariencia demencial del caballero, promete hacerlo. Andresito le
implora a Don Quijote que no le crea, que no cumplirá su promesa, que su castigo será peor que
antes, a lo cual Don Quijote responde que el patrón ha jurado acatar sus órdenes "por la ley de
caballería" y que no se atreverá a romper tal alto juramento. Por supuesto, en cuanto Don Quijote
se aleja, el patrón vuelve a atar a Andresito a la encina y le da tantos azotes que lo deja por muerto. En el mundo real no basta la fe del lector.
Sin embargo, tales consecuencias de sus actos caballerescos, a menudo más nefastas que el mal que Don Quijote quiere remediar, no inhiben al paladín. Ante la injusticia no hay, para un caballero de ley, otra acción que la buscar justicia. "Resistir," escribió un crítico francés de nuestro tiempo, "es liberar la vida de las prisiones creadas por los seres humanos. Esto es, obviamente, lo que los artistas hacen." Podemos agregar que esto es, obviamente, lo que hace Don Quijote.
¿En qué consiste ser justo o injusto en el mundo de Alonso Quijano? La injusticia se
manifestó en cada aspecto de la España del Siglo de Oro. Durante el reinado de Fernando e
Isabel, España se había inventado una identidad de cristiano limpio, limpieza supuestamente
afirmada tras las sucesivas expulsiones de judíos y árabes. Contra esa ficción, Cervantes
construye la ficción del Quijote, entregando la autoría de su obra a un escritor árabe, Cide Hamete
Benengeli, y haciendo de Ricote, el morisco vecino de Sancho que regresa a escondidas del
destierro al que fue condenado, y declara que España es su patria.
El mal mayor es la estupidez, la dirigida y fomentada barbarie, la pedagogía del odio.
Hablando de nuestro país en los crueles tiempos de Rosas, y por extensión en todos los
tiempos crueles a través de los cuales hemos vivido y seguimos viviendo, Borges escribió que "la
crueldad no fue el mal de esa época sombría. El mal mayor fue la estupidez, la dirigida y
fomentada barbarie, la pedagogía del odio, el régimen embrutecedor de divisas vivas y muertas."
Así en la España de Cervantes, donde la mentira oficial contagió de mentiras de todas las capas
sociales de la sociedad y permitió a todos sus miembros el torpe placer de la violencia física e
intelectual.
La mentira contagia a los que detienen el poder y que se creen permitido, por su posición autoritaria, de engañar a los otros.
En primer lugar, la mentira contagia a los que detienen el poder y que se creen permitido, por su posición autoritaria, de engañar a los otros, como lo hacen los duques con quienes Don Quijote se encuentra, de burlarse hasta la tortura de un viejo loco y de su escudero. También como lo hace el patrón de Andrés, infinitamente codicioso, rehusándose a pagar lo que deben a sus obreros.
En segundo lugar, contagia a la gente del pueblo, como a los gallegos que muelen a palos a Don Quijote y Sancho, o como al barbero que se hace cómplice del engaño para enjaular al
viejo hidalgo, o como los guardas de los galeotes encadenados a los quienes Don Quijote les dice
que "no es bien que los hombres honrados sea verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada
en ello."
Y finalmente, contagia a los intelectuales como el bachiller Samsón Carrasco, quien disfrazado del "Caballero de la Blanca Luna" derrota a Don Quijote y lo obliga a renunciar a sus ambiciones éticas.
La capacidad redentora de la ficción.
Estos intelectuales como Carrasco son, me parece a mí, los peores de todos, porque tienen a su alcance los medios para imaginar un mundo mejor, menos injusto, y no lo hacen, o no lo quieren hacer. Carrasco es el prototipo del lector que disfruta de la literatura pero que no cree cabalmente en ella. Es como era Pedro de Mendoza -- y confieso que yo también, más veces de las que quiero acordarme, he sido así: incapaz de volcar en sus actos las lecciones de sus libros. No sólo descree Carrasco de la capacidad redentora de la ficción, y de la posibilidad que ésta ofrece a sus lectores de ser más inteligentes, menos egoístas, menos arrogantes, más compasivos, si que obliga a Don Quijote a descreer también de ella. Y cuando el caballero, fiel a su promesa, abandona su lucha contra la injusticia y se vuelve a su casa, curado (por decirlo así) de su aparente locura, deja de ser Don Quijote, deja de ser el lector iluminado que fue, y muere como el mero Alonso Quijano. O quizás no. Al final de la Segunda Parte, cuando "entre compasiones y lágrimas" el viejo hidalgo da su espíritu, Cervantes, como incapaz de resignarse al sacrificio de su criatura, vuelve a nombrarlo "Don Quijote". Y es bajo ese nombre, fruto de las lecturas, que lo recuerdan las generaciones sucesivas.
El libro aún por leer.
He mencionado los primeros Quijotes que llegaron a nuestras tierras de contrabando. De
alguna manera, estas maniobras contrabandistas a la sombra de la voluntad autoritaria, reflejaban
al libro aún por leer. Porque esencialmente, a partir del momento de su concepción, Don Quijote
de la Mancha es un libro subversivo. Contra la autoridad arbitraria de los nobles y los ricos, contra
el egoísmo y la infidelidad de la gente de pueblo, contra la arrogante equivocación de los letrados
y universitarios, Don Quijote insiste que el principal deber de un lector es actuar en el mundo con
honestidad moral e intelectual, sin dejarse convencer por eslóganes tentadores y exabruptos
emotivos, ni creer sin examinar noticias aparentemente veraces. Quizás ese modesto principio
suyo pueda hacernos, como lectores en esta sociedad caótica en la que vivimos, más tolerantes y
menos infelices.
Alberto Manguel, 21 de abril de 2016
Mis notas, lecturas, links y sitios de interés:
- Feria del Libro, sitio oficial:
http://www.el-libro.org.ar/
- Programa: los 19 días.
http://www.el-libro.org.ar/internacional/programa/
- Alberto Manguel:
http://blogdecee.blogspot.com.ar/2015/12/alberto-manguel-escritor-traductor-y.html
- Alberto Manguel homepage:
http://www.alberto.manguel.com/
- Don Quijote como forma de vida, Juan Bautista Avalle-Arce:
http://www.cervantesvirtual.com/portales/antonio_buero_vallejo/obra/don-quijote-como-forma-de-vida--0/