Possessed by a woman who was beautiful to look at but lethal to love.
J. H. Ch.
RBA Libros; 260 páginas
Thriller erótico, con tintes psicológicos, escrito por el famoso autor de novela negra, James Hadley Chase, una verdadera leyenda. Autor de la célebre No hay orquídeas para Miss Blandish [1939], también llevada al cine y al teatro, con varias adaptaciones, como la mayoría de sus libros.
Y la mayoría de sus historias las ubicó en Estados Unidos. Para eso estudió y se interiorizó en el lenguaje coloquial y costumbres de un país en el que nunca había vivido. Sus protagonistas siempre están involucrados en algún asesinato, secuestro o cualquier otro acto delictivo. Y muchas veces «atrapados» en alguna atracción fatal. Al final, nadie gana, gory end!
Autor prolífico, su imaginación, argumentos y escritura han sido muy elogiados:
Chase es un admirable arquitecto que describe maravillosamente hasta la última hoja de sus paisajes humanos sin perder de vista jamás el bosque.
Dashiell Hammett
La reedición de esta novela y la presentación de la película en uno de los festivales más importantes, nos vuelven a traer una de sus mejores obras.
Otros de sus libros destacados: Con las mujeres nunca se sabe [1942], Más mortífero que el hombre [1946], Acuéstala sobre los lirios [1950], Entre sombras [1951], Muerte aplazada [1956], El buitre paciente [1966], Cambio de escena [1973], entre otros.
Welcome to the Berlinale!
El Festival Internacional de Cine de Berlín, más conocido como Berlinale, tiene un gran prestigio y está a la altura de los grandes del mundo, como el de Cannes o el de Venecia.
Se está llevando a cabo en estos días, desde el jueves 15 hasta el domingo 25 de febrero. La figura que lo representa es un oso, y el premio más valioso es el Oso de Oro.
En unos días conoceremos a los ganadores.
Eva [2018]
Película dirigida por Benoît Jacquot [París, 1947]
Con Isabelle Huppert y Gaspard Ulliel
Se presenta hoy, 17-2-2018 en el Berlinale Palast
https://www.youtube.com/watch?v=1M9GqJTBhuk
Esta es la historia de un escritor exitoso, que para obtener tal fama ha cometido un ilícito. Dejar de ser un absoluto desconocido era su meta. Conoce a una mujer, Eva, una especie de femme fatale distinta. Ella es fría y calculadora y él... cae en sus redes.
Clive, que así se llama el protagonista, tiene una relación sentimental estable con «una chica normal», pero a partir de su encuentro con Eva el rumbo de su vida comienza a cambiar.
Y aquí comienza la historia: cuando la obsesión te lleva por los caminos del derrumbe.
Quizá, así contada, para no ahondar en detalles que quitarían el placer de descubrirlos [tratándose de suspense], parezca un thriller psicológico más, o un tema ya tratado. Pero hay que leerla para descubrir como Chase construye a sus dos personajes principales. Y sorprendernos con un final que no esperábamos.
Desde ya que es una lectura fácil, de rápida comprensión.
¿Qué se esconde detrás de esta enigmática mujer?
Isabelle Huppert y Gaspard Ulliel [escena del film]
Hay una adaptación previa dirigida por Josep Losey y protagonizada por Jeanne Moreau, del año 1962.
Novela negra muy recomendable para los que gustan del género. Y la película, que se estrenará próximamente en Argentina, promete una muy buena creación de Benoît Jacquot, quien fuera asistente de Marguerite Duras. La actuación de Isabelle Huppert, una de las actrices más dúctiles del cine europeo y recurrente en películas de Jacquot, es sin lugar a dudas otro de los atractivos.
«Nada dos veces», Saltaré sobre el fuego, Wislawa Szymborska
Nada sucede dos veces
ni va a suceder, por eso
sin experiencia nacemos,
sin rutina moriremos.
En esta escuela del mundo
ni siendo malos alumnos
repetiremos un año,
un invierno, un verano.
Ayer, mientras que tu nombre
en voz alta pronunciaban,
sentí como si una rosa
cayera por la ventana.
Ahora que estamos juntos,
vuelvo la cara hacia el muro.
¿Rosa? ¿Cómo es la rosa?
¿Cómo una flor o una piedra?
Nader Sharaf
Dime por qué, mala hora,
con miedo inútil te mezclas.
Eres y por eso pasas.
Pasas, por eso eres bella.
Medio abrazados, sonrientes,
buscaremos la cordura,
aun siendo tan diferentes
cual dos gotas de agua pura.
De Llamando al Yeti, 1957
Ilustraciones: Kike de la Rubia
Traducción: Abel Murcia y Gerardo Beltrán
Nórdica Libros
La vida es un lugar bastante banal. El mundo que habitamos, a veces nos aterroriza su inmensidad, nuestro ínfimo hacer. De vez en cuando, con una frecuencia aleatoria, suceden cosas significativas. Hay personas que nacen con una habilidad especial para detectar esas situaciones, generalmente cotidianas, y extraen de ellas el símbolo preciso, la lectura que puede ser universal y trascendente. La que aun, reconociendo nuestra fragilidad, nos restituye la confianza en una resistencia firme. Nos devuelve la alegría de vivir.
La poesía moderna y contemporánea ha crecido hasta lo pequeño, y lo aparentemente modesto, sutil, es su mejor signo. La poesía de Szymborska fluye, rítmica y natural.
Leer esta poesía es una actitud ante la realidad de la vida, una mirada curiosa que busca enriquecerse, o simplemente encontrarse en las alegrías lumínicas o en las silenciadas sombras.
Wislawa Szymborska fue un descubrimiento de hace años, desde entonces me acompaña. Con su vitalidad, inteligencia, sensibilidad, cultura, vida en una Polonia que tanto ha sufrido. Ella es una amiga que llega con las palabras indispensables, bienhumoradas, perspicaces. Aunque hablen de dolores, son heridas dichas suavemente, y la veo a ella, con su sonrisa sabia de niña traviesa diciéndolas.
Wislawa Szymborska
Wislawa Szymborska [1923-2012] fue una poeta y ensayista polaca, ganadora del Premio Nobel de Literatura 1996, entre otras muchas e importantes distinciones.
En sus poemas reflexiona sobre el odio y el amor —o el desamor—, la guerra y el hambre, la mala conciencia y el rencor. No teme, afronta esos temas, pero ya verán... «en consideración a los niños / que seguimos siendo, / los cuentos de hadas terminan bien».
Y con sus palabras y este hermoso libro me despido, una edición muy cuidada con ilustraciones delicadas y sugerentes de Kike de la Rubia, hasta la próxima lectura,
C. G.
Notas
- The Wislawa Szymborska Foundation:
http://www.szymborska.org.pl/en.html
- Discurso al recibir el Premio Nobel de Literatura:
«La vida, en sus distintas manifestaciones de belleza y singularidad, danzaba rítmicamente en torno a mí».
Un remanso de poesía, arte y vida en un relato elegido de esta gran escritora,
¡buena lectura!
Al final, la versión original en idioma inglés, el audio book y mi comentario.
1
Había estado recostada durante horas, sumida en un
plácido sopor no muy diferente de la dulce molicie que nos
embarga en la quietud de un mediodía estival, cuando el calor
parece haber acallado incluso a los pájaros y a los insectos.
Mullidamente tumbada sobre flecos de hierba, dirige la mirada
hacia lo alto, por encima de la uniforme techumbre que
conforman las hojas de los arces, hacia el vasto cielo, despejado
e impávido.
De cuando en cuando, a intervalos progresivamente crecientes,
la atravesaba una punzada de dolor, como un fucilazo
surcando ese mismo cielo de verano. Resultaba, sin embargo,
demasiado fugaz para conseguir sacarla de su estupor, ese estupor delicioso y abisal en el que iba cayendo cada vez más
profundamente sin oponer el menor conato de resistencia, el
más mínimo esfuerzo por aferrarse a los recesivos bordes de la
consciencia. La resistencia y el esfuerzo tuvieron sus momentos de plenitud,
pero ahora habían cesado por completo. Su mente, hostigada
desde hacía tiempo por imágenes grotescas, por fragmentarias
visiones de la vida que llevaba últimamente, por
aflictivos versos, por recurrentes representaciones de cuadros
contemplados alguna vez, por las difusas impresiones que en
ella habían dejado ríos, torres y cúpulas en el transcurso de
viajes casi olvidados… Su mente apenas reaccionaba ya a unas
escasas y primarias sensaciones de incoloro bienestar, de vaga
satisfacción al recordar que le había dado el trago definitivo a
aquella medicina fatal… y que no volvería a escuchar el chasquido
de las botas de su marido (aquellas horrendas botas),
que nadie la molestaría más con cuestiones relativas a la cena
del día siguiente o a los encargos pendientes en la tienda de
ultramarinos. Al final, incluso aquellas débiles sensaciones acabaron
engullidas por la espesa tiniebla que la iba cercando, por el
crepúsculo cuajado de pálidas rosas geométricas, desplegadas
ante ella en suaves e incesantes círculos que, a su vez, se ensombrecían
poco a poco hasta adoptar una negrura uniforme
y azulada similar a la de una noche de verano sin estrellas. Y
en dicha oscuridad se iba adentrando paulatinamente, con la
reconfortante sensación de seguridad de quien se sabe sostenido
desde abajo. Una tibia marea que se deslizaba cada vez
más arriba la iba rodeando, envolviendo su cuerpo relajado y
exhausto en un aterciopelado abrazo, sumergiéndole primero
pecho y hombros, y desplazándose gradualmente sobre su cuello con inexorable delicadeza hasta alcanzar su barbilla,
sus orejas, su boca. ¡Ah!, ahora avanzaba demasiado, volvía
el impulso de presentar batalla… Tenía la boca llena…, se
ahogaba… ¡Socorro! —Todo ha concluido —anunció la enfermera cerrándole
los párpados con profesional aplomo. El reloj dio las tres. Todos lo recordarían más adelante. Alguien
abrió la ventana para permitir la entrada de una de esas
corrientes de aire extraño y neutral que recorre la tierra entre
la noche y el alba. Alguien (distinto) condujo al marido hasta
otra habitación. Él salió con paso indolente, como un ciego,
calzado con sus restallantes botas.
2
Le pareció estar de pie bajo una especie de umbral, pese
a que no veía ante sí ninguna puerta tangible. Tan solo un
inabarcable panorama de luz, suave pero penetrante como el
fulgor simultáneo de millares de estrellas, se iba extendiendo
gradualmente ante sus ojos ofreciendo un beatífico contraste
con la cavernosa oscuridad de la que acababa de emerger. Avanzó unos pasos, sin miedo pero con cierta vacilación,
y a medida que su vista se fue habituando a las fundentes
densidades de luz que la rodeaban, acertó a distinguir
los contornos de un paisaje que a primera vista se le antojó
inmerso en la opalina ambigüedad típica de las vaporosas
creaciones de Shelley, pero que poco después fue adquiriendo
relieves más definidos. Así, se le fueron desvelando una descomunal y soleada planicie, la aérea silueta de unas
montañas y, seguidamente, el plateado serpenteo de un río
sobre un valle, así como el estarcido azul de los árboles alineados
en sus meandros… Todo ello recordaba en cierto
modo, en su tonalidad indescriptible, a los cerúleos azules
de Leonardo: extraños, subyugadores, misteriosos… Azules
que encauzaban la vista y la imaginación hacia regiones de
goces indecibles. Extasiada en tal contemplación, el corazón
le latía con un asombro placentero y acuciante; tan jubilosa
le parecía la promesa que creía adivinar en la incitación de
aquella distancia hialina…
—Así que, después de todo, la muerte no es el fin. —Se escuchó
decir a sí misma en voz alta con alborozo—. Siempre pensé
que eso era imposible. Creí a Darwin, por supuesto. Todavía
creo en él. Pero el propio Darwin dijo (eso pienso, al menos)
que no las tenía todas consigo respecto al tema del alma, y Wallace
fue un espiritualista, y también estaba George Mivart…
—La mirada se le extravió en la etérea lejanía de las montañas—.
¡Qué belleza! ¡Qué bien se está aquí! —murmuró—. Tal
vez ha llegado el momento de averiguar lo que es vivir.
"The Wicket of Paradise", del ilustrador estadounidense Howard Pyle
Mientras hablaba sintió una repentina aceleración de su
ritmo cardiaco y al mirar hacia arriba advirtió que ante ella
estaba el Espíritu de la Vida.
—¿De verdad que nunca has sabido lo que es la vida? —le
preguntó el Espíritu de la Vida.
—Jamás he conocido la plenitud de la vida que todos nos
sentimos llamados a conocer, pese a que no han faltado en la mía dispersos atisbos de ella, como el olor a tierra que a veces
se percibe en alta mar.
—¿Y a qué llamas tú «Plenitud de la Vida»? —preguntó
nuevamente el Espíritu.
—¡Oh, si tú no lo sabes, cómo voy a explicártelo yo! —dijo
ella con un punto de reproche—. Se supone que hay muchas
palabras para definirlo, entre las cuales las más usadas son
«amor» y «afecto», pero no estoy muy segura de que sean las
idóneas. Además, hay tan poca gente que sepa lo que significan…
—Estuviste casada —dijo el Espíritu— y, aun así, ¿no conociste
la plenitud de la vida en tu matrimonio?
—¡Oh, no, válgame Dios! —replicó ella con indulgente
desdén—. Mi matrimonio fue un asunto bastante precario.
—Y, pese a ello, ¿apreciabas a tu marido?
—Has dado con la palabra exacta. Le apreciaba, sí, pero lo
mismo que apreciaba a mi abuela, la casa en que nací o a mi
antigua niñera. ¡Oh, sí, le apreciaba!, y se nos consideraba una
pareja muy feliz. Pero a veces pienso que la naturaleza de la
mujer es como una casa con muchas habitaciones: está el recibidor
de entrada por el que pasa todo el mundo para salir o
entrar, el salón en el que una recibe a las visitas formales, la sala
de estar donde los miembros de la familia vienen y van a su
antojo… Pero más apartadas, mucho más apartadas, hay otras
habitaciones cuyos picaportes nunca se hicieron girar para
abrir sus puertas. Nadie conoce el camino para acceder a ellas,
nadie sabe a dónde conducen. Y en la habitación más recóndita
de todas, en el santuario de santuarios, el alma se sienta sola,
aguardando el sonido de unos pasos que nunca llegan.
—Y tu marido —preguntó el Espíritu al cabo de una pausa—
¿nunca fue más allá de la salita familiar?
—¡Nunca! —respondió exasperada—. Y lo peor de todo es
que estaba muy conforme con no pasar de ahí. Consideraba
la salita un lugar precioso y, en ocasiones, cuando admiraba
el vulgar mobiliario, impersonal como las sillas y mesas de un
recibidor de hotel, me entraban ganas de gritarle: «Estúpido,
¿es que nunca vas a adivinar que, justo aquí al lado, hay estancias
llenas de tesoros y portentos como no ha visto jamás
el ojo humano, estancias a las que jamás ha accedido nadie
pero en las que tú podrías quedarte de por vida si fueses capaz
de dar con el picaporte?».
—Entonces —prosiguió el Espíritu— esos momentos de
los que hablabas antes, esos que parecían sobrevenirte como
esporádicos atisbos de la plenitud de la vida, ¿no los compartías
con tu marido?
—Oh, no… Nunca. Él era diferente. Sus botas chasqueaban
continuamente y cada vez que salía de una habitación lo
hacía dando un portazo. Jamás leía nada que no fuesen novelas
baratas o las noticias de deportes de la prensa y…, y…
En resumidas cuentas, que no nos entendimos en absoluto el
uno al otro.
—En ese caso, ¿a qué otras influencias atribuías las exquisitas
sensaciones que mencionas?
—Pues no sabría decirlo. Unas veces al perfume de una
flor, otras a un verso de Dante o de Shakespeare o incluso
a un cuadro o a una puesta de sol, o a uno de esos días de
calma en alta mar cuando a una le parece estar recostada en
la cuenca de una perla azul. En ocasiones (aunque de manera
muy ocasional) a algo dicho por alguien que obró el milagro
de poner en palabras, en el momento adecuado, lo mismo
que yo había sentido y no había sido capaz de expresar.
—¿Alguien a quien amabas? —inquirió el Espíritu.
—¡Yo nunca he amado de esa forma! —repuso ella con pesadumbre—.
Como tampoco pensaba en nadie en particular
al hablar, tal vez en dos o tres personas que, al pulsar eventualmente
alguna tecla de mi ser, lograron hacer sonar una
nota aislada de la extraña melodía que parecía dormir dentro
de mi alma. Sin embargo, han sido pocas las veces en las que
he podido atribuir tales sensaciones a las personas. Y, desde
luego, nadie suscitó nunca en mí una sensación de felicidad
como la que tuve el privilegio de experimentar una noche en
la capilla de San Miguel, en Florencia.
—Háblame de ello —dijo el Espíritu.
—Fue casi al anochecer, tras una tarde lluviosa de primavera
en la semana de Pascua. Las nubes se habían dispersado, barridas
por un viento repentino y, cuando entramos en la iglesia,
las fulgentes vidrieras de las ventanas brillaban en lo alto como
lámparas en la penumbra. Había un sacerdote en el altar mayor
y su blanca vestidura contrastaba como una mancha lívida
contra la oscuridad saturada de incienso. La luz de las velas
danzaba arriba y abajo como luciérnagas en torno a su cabeza.
Un grupo de personas estaban arrodilladas a su alrededor. Nosotros
pasamos con cuidado por detrás y nos sentamos en un
banco cercano al tabernáculo de Orcagna.
Por raro que parezca, aunque Florencia no era nueva para
mí, no había estado antes en esa iglesia, y bajo aquella luz
mágica vi por vez primera los escalones taraceados, las estriadas
columnas, las esculturas en bajo relieve y el baldaquín
del fastuoso sagrario. El mármol, desgastado y pulido por
la sutil mano del tiempo, había adquirido un indescriptible
tono rosáceo que recordaba remotamente al color miel de
las columnas del Partenón, siendo este otro más místico, más
intrincado, un color no nacido del pertinaz beso del sol, sino surgido de aquella semioscuridad de cripta, de las llamas de
las velas sobre las tumbas de los mártires, de los haces de luz
crepuscular filtrados a través de las simbólicas vidrieras de crisoprasa
y rubí. Una luz como la que ilumina los misales de la
biblioteca de Siena, o como la que irradia cual fuego invisible
la Madonna de Juan Bellini en la iglesia del Redentor de Venecia…
La luz de la Edad Media, más rica, más solemne, más
significativa que el diáfano sol de Grecia.
En la iglesia reinaba el silencio, tan solo interrumpido
por las letanías del sacerdote y por el arrastre ocasional de
alguna silla por el suelo. Mientras me encontraba allí, bañada
por aquella luz, cautivada por la contemplación del milagro
de mármol que se erigía ante mis ojos (hábilmente diseñado
como un cofre de marfil, embellecido con incrustaciones de
joyería y oscurecidas vetas de oro), sentí cómo era arrastrada
por una poderosa corriente cuyo nacimiento parecía remontarse
al principio mismo de las cosas y en cuyas torrenciales
aguas iban convergiendo todos los afluentes de las pasiones
y los afanes humanos. La vida, en sus distintas manifestaciones
de belleza y singularidad, parecía danzar rítmicamente
en torno a mí mientras me impulsaba hacia delante, y tuve
la certeza de que cualquier camino que hubiese transitado
alguna vez el espíritu del hombre resultaría ser plenamente
familiar para mis pies.
Tabernáculo de Andrea Orcagna, Chiesa di Orsanmichele, Florencia
Extasiada en dicha visión, los pinjantes medievales del
tabernáculo de Orcagna parecieron fundirse y recobrar sus
formas primitivas, de tal manera que el lánguido loto del
Nilo y el acanto griego aparecían entrelazados con los nudos
rúnicos y los monstruos de cola de pez del Norte. Cualquier
forma plástica de terror o belleza creada por la mano
del hombre desde el Ganges hasta el Báltico oscilaba y se entremezclaba en la apoteosis de la María de Orcagna. Y el río
no cesaba de empujarme hacia delante. Tras de mí quedaban los
irreconocibles rostros de las civilizaciones antiguas y los
célebres portentos de Grecia, pero yo continuaba braceando
sobre la arrolladora marea de la Edad Media con sus impetuosos
torbellinos de pasión y sus remansos de poesía y arte
capaces de reflejar el cielo. Podía escuchar los acompasados
golpes de los martillos de los artesanos tanto en las herrerías
como contra los muros de las iglesias, las consignas de
facciones armadas en las angostas callejas, el diapasón de los
versos de Dante, el crepitar de los leños en torno a Arnaldo
de Brescia, el trino de las golondrinas a las que predicaba
san Francisco, la risa de las damas escuchando las salidas de
tono del Decamerón al pie de las laderas mientras la Florencia
devastada por las plagas clamaba de desesperación a escasa
distancia… Pude oír eso y mucho más, todo mezclado en un
extraño unísono con voces de un pasado aún más remoto,
violentas, apasionadas o apacibles, pero, en cualquier caso,
sometidas a una armonía tan increíble que me hizo pensar en
el cántico que conjuntamente entonaban las estrellas matutinas,
y tuve la sensación de que estuviese sonando justo en
mis oídos. El corazón me latía hasta provocarme sofoco, las
lágrimas me escocían bajo los párpados… Y es que la dicha,
lo misterioso que resultaba todo aquello, llegaba a resultar
intolerable, imposible de soportar. Ni siquiera entonces alcancé
a comprender la letra de aquel cántico, pero sabía que de haber habido alguien escuchándola a mi lado tal vez entre
los dos hubiésemos logrado descifrarla.
Me volví hacia mi marido, que, sentado junto a mí en
actitud de resignado abatimiento, escudriñaba el fondo de
su sombrero. Pero justo en ese instante se puso en pie y, estirando
sus entumecidas piernas, sugirió amablemente: “Mejor
nos vamos, ¿no? No parece que haya demasiado que ver por
aquí, y la cena de la table d'hôte se sirve a las seis y media en
punto”.
Concluida su exposición, se produjo un intervalo de silencio
al cabo del cual el Espíritu de la Vida dijo:
—Siempre aguarda una compensación para las necesidades
de las que hablas.
—¡Oh! Entonces, tú sí que me comprendes, ¿no es verdad?
¡Dime qué clase de compensación, venga!
—Se ha dispuesto que cualquier alma que en la tierra haya
buscado en vano un alma gemela ante la cual poder desnudar
lo más íntimo de su ser la encuentre aquí y se una a ella por
toda la eternidad.
Un grito de júbilo escapó de sus labios:
—¡Ah!, ¿voy a encontrarle por fin? —gritó exultante.
—Aquí está —dijo el Espíritu de la Vida.
Ella alzó los ojos y vio ante sí a un hombre cuya alma (bajo
aquella luz desmesurada le parecía ver su alma con mayor
claridad que su rostro) la atraía hasta él con una fuerza invencible.
—¿Eres tú realmente él?
—Soy él —respondió el otro.
Ella le tendió la mano y le condujo hasta el alféizar bajo el
cual se extendía todo el valle.
—¿Bajaremos juntos a ese lugar maravilloso? —le preguntó
ella—. ¿Lo veremos juntos como si tuviésemos los mismos
ojos y nos diremos con las mismas palabras todo lo que pensemos
y sintamos?
—Eso mismo he estado esperando y soñando yo hasta hoy
—repuso.
—¿Cómo? —inquirió ella con creciente alegría—. Entonces,
¿tú también me has estado buscando?
—Toda mi vida.
—¡Qué maravilla! ¿Y nunca encontraste a nadie en el otro
mundo que te comprendiera?
—No del todo… No como nos entendemos tú y yo.
—¿Así que tú también lo sientes así? ¡Oh, qué feliz soy! —suspiró ella.
Permanecieron con las manos entrelazadas, mirando por
encima del alféizar hacia el radiante paisaje que se exponía
ante sus pies en medio del espacio zafirino. El Espíritu de la
Vida, que continuaba observando bajo el umbral, podía oír
de vez en cuando algún volátil retazo de su charla que regresaba
demorado hasta él, como la golondrina extraviada que
en ocasiones el viento aísla de su tribu migratoria.
—¿No has sentido nunca en el atardecer…?
—¡Oh, claro que sí! Pero nunca se lo escuché decir a nadie
más. ¿Y tú?
—¿Recuerdas ese tercer verso del canto tercero del Infierno
de Dante?
—Ah, ese verso, siempre fue mi favorito… ¿Es posible
que…?
—¿Sabes cuál es la Victoria inclinada del friso de Atenea
Niké?
—¿Te refieres a la que se ata la sandalia? ¿Entonces también
tú te has dado cuenta de que todos los Botticelli y Mantegna
están latentes entre los vaporosos pliegues de sus ropajes?
—¿Has visto alguna vez tras una tormenta de otoño…?
—¡Sí, sí! Es curioso cómo ciertas flores evocan a ciertos
pintores, el perfume del clavel a Leonardo, el de la rosa a
Tiziano, el del nardo a Crivelli…
—Jamás imaginé que otra persona pudiese haberlo notado.
—¿No has pensado nunca…?
—¡Oh, sí! Más veces de las que crees, pero ni en sueños se
me ocurrió que otro pudiese haber pensado lo mismo.
—Pero sin duda debes de haber sentido que…
—Oh, sí, sí… Y tú también…
—¡Qué hermoso! ¡Qué extraño…!
Sus voces subían y bajaban como el sonido de dos fuentes
respondiéndose la una a la otra a través de un jardín sembrado
de flores. Al cabo de un tiempo, en tono de dulce apremio,
él se volvió hacia ella y le dijo:
—Amor, ¿por qué demorarnos aquí? Tenemos toda la eternidad
por delante. Bajemos juntos hasta esos hermosos campos
y levantemos una casa en alguna de esas colinas azules
que se que alzan sobre el reluciente río.
Mientras el hombre hablaba, ella retiró instintivamente
la mano que minutos antes había dejado abandonada en la
suya, y él pudo advertir que una nube atravesaba el resplandor
de su alma.
—¿Una casa? —repitió ella en voz queda—. ¿Una casa en
la que vivir los dos juntos durante toda la eternidad?
—¿Por qué no, amor? ¿Acaso no soy el alma que la tuya ha
estado buscando?
—Sssí…, sí, lo sé… Pero, ya sabes, una casa no me parecería
mi casa a no ser que…
—¿A no ser que…? —repitió él con un deje de asombro.
Ella se abstuvo de responder, pero mentalmente, en un
arrebato de arbitraria sinrazón, concluyó para sí misma: «A
no ser que cerrases la puerta de un portazo y llevases botas
que chasqueasen al andar».
Pero él la había tomado nuevamente de la mano y, avanzando
de modo apenas perceptible, la iba conduciendo hacia
la refulgente escalinata que descendía hasta el valle.
—Vamos, ¡ay, alma de mi alma! —le imploraba él apasionadamente—.
¿Para qué perder un solo instante? Seguro que,
al igual que yo, sientes que incluso la eternidad resulta corta
para esta dicha nuestra. Ya me parece ver nuestro hogar. ¿Y
acaso no lo he visto siempre en mis sueños? Es todo blanco,
¿no es verdad, amor?, con columnas suaves al tacto y una
cornisa con relieves recortándose contra el azul del cielo. Rodean
la casa arboledas de laurel y adelfas, así como macizos de
rosas, pero desde la terraza por la que solemos pasear al caer la
tarde la vista también alcanza a divisar bosques y frescos prados
a través de los cuales, casi sepultado bajo primitivas frondas, un
arroyo sigue su delicado curso en busca del río. Dentro de casa
nuestros cuadros favoritos cuelgan de las paredes y los libros se alinean en los estantes de las habitaciones. Fíjate, querida,
por fin tendremos tiempo de leerlos todos. ¿Por cuál empezaremos?
Vamos, ayúdame a elegir. ¿Será Fausto, La vida nueva,
La tempestad, Los caprichos de Mariana o el trigésimo primer
canto del Paraíso, o tal vez el Epipsychidion o el Lycidas? Dime,
querida, ¿cuál?
No había terminado de hablar cuando advirtió la sonrisa
de ella vibrando ilusionada en sus labios. Sin embargo, se le
borró al instante, justo antes del silencio que se produjo a
continuación. Permaneció inmóvil, remisa a la invitación de
la mano que él le tendía.
—¿Qué ocurre? —preguntó él en tono de súplica.
—Aguarda un instante —dijo ella con una extraña vacilación
en la voz—. Antes necesito saber, ¿estás completamente
seguro de ti mismo? ¿No hay nadie en el mundo a quien
recuerdes algunas veces?
—No desde el momento en que te vi —repuso él. Porque,
para ser un hombre, era verdad que se había olvidado por
completo.
Con todo, ella seguía sin moverse, y él vio oscurecerse la
sombra que se abatía sobre su alma.
—Seguramente, amor —le reprochó él—, no es eso lo que
de verdad te inquieta. Por lo que a mí respecta, ya he surcado
el Lete. El pasado se ha desvanecido como una nube sobre la
luna. No fue vida lo que tuve hasta encontrarte.
Ella no respondió a sus ruegos, pero, al cabo de unos minutos,
incorporándose con visible esfuerzo, se apartó de él y se acercó al Espíritu de la Vida, que todavía aguardaba junto
al umbral.
—Quiero hacerte una pregunta —dijo ella, preocupada.
—Pregunta —respondió el Espíritu.
—Hace un rato —empezó a decir lentamente— me dijiste
que cualquier alma que no hubiese encontrado su alma gemela
en la tierra está llamada a hallar una aquí.
—¿Y no has encontrado ninguna? —preguntó el Espíritu.
—Sí, pero ¿le ocurrirá lo mismo al alma de mi esposo?
—No —contestó el Espíritu de la Vida—, porque tu esposo
creyó haber encontrado en ti su alma gemela en la tierra.
Y la eternidad carece de remedios para tales alucinaciones.
A ella se le escapó un pequeño grito. ¿De decepción o de
triunfo?
—Entonces… ¿qué le pasará a él cuando llegue aquí?
—No sabría decírtelo. No cabe duda de que hallará cierto
campo de acción y de felicidad, en justa proporción a su capacidad
para ser activo y feliz.
Ella le interrumpió espetándole casi al borde de la cólera:
—Nunca será feliz sin mí.
—No estés tan segura de eso —contestó el Espíritu.
Como ella pareció hacer caso omiso, el Espíritu añadió:
—Tu marido no va a comprenderte aquí arriba mejor de
lo que lo hizo en la tierra.
—No importa —dijo ella—. Yo seguiré siendo la única
damnificada, puesto que él siempre pensó que me comprendía.
—Sus botas chasquearán igual que antes…
—Eso no me importa.
—Y dará portazos al salir…
—Seguramente.
—Y seguirá leyendo populares novelas de tren.
Ella le atajó con vehemencia:
—Bueno, muchos hombres hacen cosas peores.
—Pero acabas de decir —insistió el Espíritu— que no le
amabas.
—Cierto —repuso ella sin vacilación. Pero ¿no te das cuenta
de que no podría sentirme en casa sin él? Todo esto está
muy bien para una o dos semanas… ¡pero para la eternidad!
Al fin y al cabo los chasquidos de sus botas no me molestaban
tanto, salvo cuando tenía jaquecas, y supongo que aquí no las
tendré. Y además él se arrepentía enormemente cada vez que
daba un portazo… Solo que era incapaz de acordarse de no
hacerlo. Por otra parte, ninguna otra persona sabría cuidar
de él como yo… Es un ser tan desvalido… Nadie rellenaría
nunca su tintero, se quedaría sin sellos de repente y sin tarjetas
de visita. Nunca se acordaría de reforzar el paraguas o de
preguntar el precio de algo antes de comprarlo. Vamos, ni siquiera
sabría qué novelas leer. Siempre era yo quien tenía que
escoger las que le gustaban, esas con crímenes, falsificaciones
y algún detective infalible.
Se volvió abruptamente hacia su alma gemela, que permanecía
escuchando con cara de estupor y consternación.
—¿No entiendes que de ninguna manera me puedo ir
contigo?
—Pero ¿qué piensas hacer? —preguntó el Espíritu de la
Vida.
—¿Que qué es lo que pienso hacer? —repitió ella indignada—.
Pues obviamente me dispongo a esperar a mi marido.
Si él hubiese llegado primero, me habría esperado durante
años, y le partiría el corazón no encontrarme aquí cuando
llegase. —Señaló con desdén la mágica visión de la colina y
el valle en las estribaciones de las translúcidas montañas—: Le importaría un rábano todo eso —añadió— si no me encontrase
a mí aquí.
—Pero ten en cuenta —le advirtió el Espíritu— que ahora
estás eligiendo para la eternidad. Es un momento solemne.
—¡Eligiendo! —dijo ella con una media sonrisa triste—.
¿Aquí arriba todavía sigue vigente esa vieja falacia sobre la
elección? Pensaba que precisamente tú sabrías a qué atenerte
al respecto. ¿Qué puedo hacer? Él esperará encontrarme aquí
cuando venga y jamás te creería si le dijeses que me he marchado
con otra persona… Nunca, jamás.
—Sea pues —dijo el Espíritu—. Aquí, como en la tierra,
uno tiene que elegir por sí mismo.
Ella se volvió hacia su alma gemela y le miró con afecto,
casi con añoranza.
—Lo siento —dijo—. Me habría gustado volver a hablar
contigo, pero sé que lo entenderás, y me atrevo a asegurar que
encontrarás a alguien mucho más inteligente…
Y sin demorarse para escuchar su respuesta le dedicó un
apresurado gesto de despedida y se volvió hacia el umbral.
—¿Llegará pronto mi marido? —le preguntó al Espíritu
de la Vida.
—Eso no estás llamada a saberlo —replicó el Espíritu.
—No importa —dijo ella alegremente—. Tengo toda la
eternidad para esperar.
Y sola, sentada en el umbral, aún espera escuchar, de un
momento a otro, el chasquido de sus botas.
* * *
The Fullness of Life, by Edith Wharton
Audiobook
https://www.youtube.com/watch?v=gUjoRnbxFSk
I
For hours she had lain in a kind of gentle torpor, not unlike that sweet lassitude which masters one in the hush of a midsummer noon, when the heat seems to have silenced the very birds and insects, and, lying sunk in the tasselled meadow-grasses, one looks up through a level roofing of maple-leaves at the vast shadowless, and unsuggestive blue. Now and then, at ever-lengthening intervals, a flash of pain darted through her, like the ripple of sheet-lightning across such a midsummer sky; but it was too transitory to shake her stupor, that calm, delicious, bottomless stupor into which she felt herself sinking more and more deeply, without a disturbing impulse of resistance, an effort of reattachment to the vanishing edges of consciousness.
The resistance, the effort, had known their hour of violence; but now they were at an end. Through her mind, long harried by grotesque visions, fragmentary images of the life that she was leaving, tormenting lines of verse, obstinate presentments of pictures once beheld, indistinct impressions of rivers, towers, and cupolas, gathered in the length of journeys half forgotten-through her mind there now only moved a few primal sensations of colorless well-being; a vague satisfaction in the thought that she had swallowed her noxious last draught of medicine . . . and that she should never again hear the creaking of her husband's boots -- those horrible boots -- and that no one would come to bother her about the next day's dinner . . . or the butcher's book. . . .
At last even these dim sensations spent themselves in the thickening obscurity which enveloped her; a dusk now filled with pale geometric roses, circling softly, interminably before her, now darkened to a uniform blue-blackness, the hue of a summer night without stars. And into this darkness she felt herself sinking, sinking, with the gentle sense of security of one upheld from beneath. Like a tepid tide it rose around her, gliding ever higher and higher, folding in its velvety embrace her relaxed and tired body, now submerging her breast and shoulders, now creeping gradually, with soft inexorableness, over her throat to her chin, to her ears, to her mouth. . . . Ah, now it was rising too high; the impulse to struggle was renewed;. . . her mouth was full;. . . she was choking. . . . Help!
"It is all over," said the nurse, drawing down the eyelids with official composure.
The clock struck three. They remembered it afterward. Someone opened the window and let in a blast of that strange, neutral air which walks the earth between darkness and dawn; someone else led the husband into another room. He walked vaguely, like a blind man, on his creaking boots.
II
She stood, as it seemed, on a threshold, yet no tangible gateway was in front of her. Only a wide vista of light, mild yet penetrating as the gathered glimmer of innumerable stars, expanded gradually before her eyes, in blissful contrast to the cavernous darkness from which she had of late emerged.
She stepped forward, not frightened, but hesitating, and as her eyes began to grow more familiar with the melting depths of light about her, she distinguished the outlines of a landscape, at first swimming in the opaline uncertainty of Shelley's vaporous creations, then gradually resolved into distincter shape -- the vast unrolling of a sunlit plain, aerial forms of mountains, and presently the silver crescent of a river in the valley, and a blue stencilling of trees along its curve -- something suggestive in its ineffable hue of an azure background of Leonardo's, strange, enchanting, mysterious, leading on the eye and the imagination into regions of fabulous delight. As she gazed, her heart beat with a soft and rapturous surprise; so exquisite a promise she read in the summons of that hyaline distance.
"And so death is not the end after all," in sheer gladness she heard herself exclaiming aloud. "I always knew that it couldn't be. I believed in Darwin, of course. I do still; but then Darwin himself said that he wasn't sure about the soul -- at least, I think he did -- and Wallace was a spiritualist; and then there was St. George Mivart --"
Her gaze lost itself in the ethereal remoteness of the mountains.
"How beautiful! How satisfying!" she murmured. "Perhaps now I shall really know what it is to live."
As she spoke she felt a sudden thickening of her heart-beats, and looking up she was aware that before her stood the Spirit of Life.
"Have you never really known what it is to live?" the Spirit of Life asked her.
"I have never known," she replied, "that fulness of life which we all feel ourselves capable of knowing; though my life has not been without scattered hints of it, like the scent of earth which comes to one sometimes far out at sea."
"And what do you call the fulness of life?" the Spirit asked again.
"Oh I can't tell you, if you don't know," she said, almost reproachfully. "Many words are supposed to define it -- love and sympathy are those in commonest use, but I am not even sure that they are the right ones, and so few people really know what they mean."
"You were married," said the Spirit, "yet you did not find the fulness of life in your marriage?"
"Oh dear, no," she replied, with an indulgent scorn, "my marriage was a very incomplete affair."
"And yet you were fond of your husband?"
"You have hit upon the exact word; I was fond of him, yes, just as I was fond of my grandmother, and the house that I was born in, and my old nurse. Oh, I was fond of him, and we were counted a very happy couple. But I have sometimes thought that a woman's nature is like a great house full of rooms: there is the hall, through which everyone passes in going in and out; the drawingroom, where one receives formal visits; the sitting-room, where the members of the family come and go as they list; but beyond that, far beyond, are other rooms, the handles of whose doors perhaps are never turned; no one knows the way to them, no one knows whither they lead; and in the innermost room, the holy of holies, the soul sits alone and waits for a footstep that never comes."
"And your husband," asked the Spirit, after a pause, "never got beyond the family sitting-room?"
"Never", she returned, impatiently; "and the worst of it was that he was quite content to remain there. He thought it perfectly beautiful, and sometimes, when he was admiring its commonplace furniture, insignificant as the chairs and tables of a hotel parlor, I felt like crying out to him: 'Fool, will you never guess that close at hand are rooms full of treasures and wonders, such as the eye of man hath not seen, rooms that no step has crossed, but that might be yours to live in, could you but find the handle of the door?'"
"Then", the Spirit continued, "those moments of which you lately spoke, which seemed to come to you like scattered hints of the fulness of life, were not shared with your husband?"
"Oh, no -- never. He was different. His boots creaked, and he always slammed the door when he went out, and he never read anything but railway novels and the sporting advertisements in the papers -- and -- and, in short, we never understood each other in the least."
"To what influence, then, did you owe those exquisite sensations?"
"I can hardly tell. Sometimes to the perfume of a flower; sometimes to a verse of Dante or of Shakespeare; sometimes to a picture or a sunset, or to one of those calm days at sea, when one seems to be lying in the hollow of a blue pearl; sometimes, but rarely, to a word spoken by someone who chanced to give utterance, at the right moment, to what I felt but could not express."
"Someone whom you loved?" asked the Spirit.
"I never loved anyone, in that way," she said, rather sadly, "nor was I thinking of any one person when I spoke, but of two or three who, by touching for an instant upon a certain chord of my being, had called forth a single note of that strange melody which seemed sleeping in my soul. It has seldom happened, however, that I have owed such feelings to people; and no one ever gave me a moment of such happiness as it was my lot to feel one evening in the Church of Or San Michele, in Florence."
"Tell me about it," said the Spirit.
"It was near sunset on a rainy spring afternoon in Easter week. The clouds had vanished, dispersed by a sudden wind, and as we entered the church the fiery panes of the high windows shone out like lamps through the dusk. A priest was at the high altar, his white cope a livid spot in the incense-laden obscurity, the light of the candles flickering up and down like fireflies about his head; a few people knelt near by. We stole behind them and sat down on a bench close to the tabernacle of Orcagna.
"Strange to say, though Florence was not new to me, I had never been in the church before; and in that magical light I saw for the first time the inlaid steps, the fluted columns, the sculptured bas-reliefs and canopy of the marvellous shrine. The marble, worn and mellowed by the subtle hand of time, took on an unspeakable rosy hue, suggestive in some remote way of the honeycolored columns of the Parthenon, but more mystic, more complex, a color not born of the sun's inveterate kiss, but made up of cryptal twilight, and the flame of candles upon martyrs' tombs, and gleams of sunset through symbolic panes of chrysoprase and ruby; such a light as illumines the missals in the library of Siena, or burns like a hidden fire through the Madonna of Gian Bellini in the Church of the Redeemer, at Venice; the light of the Middle Ages, richer, more solemn, more significant than the limpid sunshine of Greece.
"The church was silent, but for the wail of the priest and the occasional scraping of a chair against the floor, and as I sat there, bathed in that light, absorbed in rapt contemplation of the marble miracle which rose before me, cunningly wrought as a casket of ivory and enriched with jewel-like incrustations and tarnished gleams of gold, I felt myself borne onward along a mighty current, whose source seemed to be in the very beginning of things, and whose tremendous waters gathered as they went all the mingled streams of human passion and endeavor. Life in all its varied manifestations of beauty and strangeness seemed weaving a rhythmical dance around me as I moved, and wherever the spirit of man had passed I knew that my foot had once been familiar.
"As I gazed the mediaeval bosses of the tabernacle of Orcagna seemed to melt and flow into their primal forms so that the folded lotus of the Nile and the Greek acanthus were braided with the runic knots and fish-tailed monsters of the North, and all the plastic terror and beauty born of man's hand from the Ganges to the Baltic quivered and mingled in Orcagna's apotheosis of Mary. And so the river bore me on, past the alien face of antique civilizations and the familiar wonders of Greece, till I swam upon the fiercely rushing tide of the Middle Ages, with its swirling eddies of passion, its heaven-reflecting pools of poetry and art; I heard the rhythmic blow of the craftsmen's hammers in the goldsmiths' workshops and on the walls of churches, the party-cries of armed factions in the narrow streets, the organroll of Dante's verse, the crackle of the fagots around Arnold of Brescia, the twitter of the swallows to which St. Francis preached, the laughter of the ladies listening on the hillside to the quips of the Decameron, while plague-struck Florence howled beneath them -- all this and much more I heard, joined in strange unison with voices earlier and more remote, fierce, passionate, or tender, yet subdued to such awful harmony that I thought of the song that the morning stars sang together and felt as though it were sounding in my ears. My heart beat to suffocation, the tears burned my lids, the joy, the mystery of it seemed too intolerable to be borne. I could not understand even then the words of the song; but I knew that if there had been someone at my side who could have heard it with me, we might have found the key to it together.
"I turned to my husband, who was sitting beside me in an attitude of patient dejection, gazing into the bottom of his hat; but at that moment he rose, and stretching his stiffened legs, said, mildly: 'Hadn't we better be going? There doesn't seem to be much to see here, and you know the table d'hote dinner is at half-past six o'clock."
Her recital ended, there was an interval of silence; then the Spirit of Life said: "There is a compensation in store for such needs as you have expressed."
"Oh, then you do understand?" she exclaimed. "Tell me what compensation, I entreat you!"
"It is ordained," the Spirit answered, "that every soul which seeks in vain on earth for a kindred soul to whom it can lay bare its inmost being shall find that soul here and be united to it for eternity."
A glad cry broke from her lips. "Ah, shall I find him at last?" she cried, exultant.
"He is here," said the Spirit of Life.
She looked up and saw that a man stood near whose soul (for in that unwonted light she seemed to see his soul more clearly than his face) drew her toward him with an invincible force.
"Are you really he?" she murmured.
"I am he," he answered.
She laid her hand in his and drew him toward the parapet which overhung the valley.
"Shall we go down together," she asked him, "into that marvellous country; shall we see it together, as if with the self-same eyes, and tell each other in the same words all that we think and feel?"
"So", he replied, "have I hoped and dreamed."
"What", she asked, with rising joy. "Then you, too, have looked for me?"
"All my life."
"How wonderful! And did you never, never find anyone in the other world who understood you?"
"Not wholly -- not as you and I understand each other."
"Then you feel it, too? Oh, I am happy," she sighed.
They stood, hand in hand, looking down over the parapet upon the shimmering landscape which stretched forth beneath them into sapphirine space, and the Spirit of Life, who kept watch near the threshold, heard now and then a floating fragment of their talk blown backward like the stray swallows which the wind sometimes separates from their migratory tribe.
"Did you never feel at sunset --"
"Ah, yes; but I never heard anyone else say so. Did you?"
"Do you remember that line in the third canto of the 'Inferno?'"
"Ah, that line -- my favorite always. Is it possible --"
"You know the stooping Victory in the frieze of the Nike Apteros?"
"You mean the one who is tying her sandal? Then you have noticed, too, that all Botticelli and Mantegna are dormant in those flying folds of her drapery?"
"After a storm in autumn have you never seen --"
"Yes, it is curious how certain flowers suggest certain painters-the perfume of the incarnation, Leonardo; that of the rose, Titian; the tuberose, Crivelli --"
"I never supposed that anyone else had noticed it."
"Have you never thought --"
"Oh, yes, often and often; but I never dreamed that anyone else had."
"But surely you must have felt --"
"Oh, yes, yes; and you, too --"
"How beautiful! How strange --"
Their voices rose and fell, like the murmur of two fountains answering each other across a garden full of flowers. At length, with a certain tender impatience, he turned to her and said: "Love, why should we linger here? All eternity lies before us. Let us go down into that beautiful country together and make a home for ourselves on some blue hill above the shining river."
As he spoke, the hand she had forgotten in his was suddenly withdrawn, and he felt that a cloud was passing over the radiance of her soul.
"A home," she repeated, slowly, "a home for you and me to live in for all eternity?"
"Why not, love? Am I not the soul that yours has sought?"
"Y-yes -- yes, I know -- but, don't you see, home would not be like home to me, unless --"
"Unless?", he wonderingly repeated.
She did not answer, but she thought to herself, with an impulse of whimsical inconsistency, "Unless you slammed the door and wore creaking boots."
But he had recovered his hold upon her hand, and by imperceptible degrees was leading her toward the shining steps which descended to the valley.
"Come, O my soul's soul," he passionately implored; "why delay a moment? Surely you feel, as I do, that eternity itself is too short to hold such bliss as ours. It seems to me that I can see our home already. Have I not always seem it in my dreams? It is white, love, is it not, with polished columns, and a sculptured cornice against the blue? Groves of laurel and oleander and thickets of roses surround it; but from the terrace where we walk at sunset, the eye looks out over woodlands and cool meadows where, deep-bowered under ancient boughs, a stream goes delicately toward the river. Indoors our favorite pictures hang upon the walls and the rooms are lined with books. Think, dear, at last we shall have time to read them all. With which shall we begin? Come, help me to choose. Shall it be 'Faust' or the 'Vita Nuova,' the 'Tempest' or 'Les Caprices de Marianne,' or the thirty-first canto of the 'Paradise,' or 'Epipsychidion' or "Lycidas'? Tell me, dear, which one?"
As he spoke he saw the answer trembling joyously upon her lips; but it died in the ensuing silence, and she stood motionless, resisting the persuasion of his hand.
"What is it?" he entreated.
"Wait a moment," she said, with a strange hesitation in her voice. "Tell me first, are you quite sure of yourself? Is there no one on earth whom you sometimes remember?"
"Not since I have seen you," he replied; for, being a man, he had indeed forgotten.
Still she stood motionless, and he saw that the shadow deepened on her soul.
"Surely, love," he rebuked her, "it was not that which troubled you? For my part I have walked through Lethe. The past has melted like a cloud before the moon. I never lived until I saw you."
She made no answer to his pleadings, but at length, rousing herself with a visible effort, she turned away from him and moved toward the Spirit of Life, who still stood near the threshold.
"I want to ask you a question," she said, in a troubled voice.
"Ask", said the Spirit.
"A little while ago," she began, slowly, "you told me that every soul which has not found a kindred soul on earth is destined to find one here."
"And have you not found one?" asked the Spirit.
"Yes; but will it be so with my husband's soul also?"
"No", answered the Spirit of Life, "for your husband imagined that he had found his soul's mate on earth in you; and for such delusions eternity itself contains no cure."
She gave a little cry. Was it of disappointment or triumph?
"Then -- then what will happen to him when he comes here?"
"That I cannot tell you. Some field of activity and happiness he will doubtless find, in due measure to his capacity for being active and happy."
She interrupted, almost angrily: "He will never be happy without me."
"Do not be too sure of that," said the Spirit.
She took no notice of this, and the Spirit continued: "He will not understand you here any better than he did on earth."
"No matter," she said; "I shall be the only sufferer, for he always thought that he understood me."
"His boots will creak just as much as ever --"
"No matter."
"And he will slam the door --"
"Very likely."
"And continue to read railway novels --"
She interposed, impatiently: "Many men do worse than that."
"But you said just now," said the Spirit, "that you did not love him."
"True she answered, simply; "but don't you understand that I shouldn't feel at home without him? It is all very well for a week or two -- but for eternity! After all, I never minded the creaking of his boots, except when my head ached, and I don't suppose it will ache here; and he was always so sorry when he had slammed the door, only he never could remember not to. Besides, no one else would know how to look after him, he is so helpless. His inkstand would never be filled, and he would always be out of stamps and visiting-cards. He would never remember to have his umbrella re-covered, or to ask the price of anything before he bought it. Why, he wouldn't even know what novels to read. I always had to choose the kind he liked, with a murder or a forgery and a successful detective."
She turned abruptly to her kindred soul, who stood listening with a mien of wonder and dismay.
"Don´t you see," she said, "that I can't possibly go with you?"
"But what do you intend to do?" asked the Spirit of Life.
"What do I intend to do?" she returned, indignantly. "Why, I mean to wait for my husband, of course. If he had come here first he would have waited for me for years and years; and it would break his heart not to find me here when he comes." She pointed with a contemptuous gesture to the magic vision of hill and vale sloping away to the translucent mountains. "He wouldn't give a fig for all that," she said, "if he didn't find me here."
"But consider," warned the Spirit, "that you are now choosing for eternity. It is a solemn moment."
"Choosing she said, with a half-sad smile. "Do you still keep up here that old fiction about choosing? I should have thought that you knew better than that. How can I help myself? He will expect to find me here when he comes, and he would never believe you if you told him that I had gone away with someone else-never, never."
"So be it," said the Spirit. "Here, as on earth, each one must decide for himself."
She turned to her kindred soul and looked at him gently, almost wistfully. "I am sorry," she said. "I should have liked to talk with you again; but you will understand, I know, and I dare say you will find someone else a great deal cleverer --"
And without pausing to hear his answer she waved him a swift farewell and turned back toward the threshold.
"Will my husband come soon?" she asked the Spirit of Life.
"That you are not destined to know," the Spirit replied.
"No matter," she said, cheerfully; "I have all eternity to wait in."
And still seated alone on the threshold, she listens for the creaking of his boots.
* * *
Mi comentario:
Muchos conocemos a Edith Wharton, gran escritora estadounidense, por sus dos famosas novelas, La casa de la alegría [1905] y La edad de la inocencia [1920]. Ambas llevadas al cine con mucho éxito, y las dos ambientadas en la alta sociedad neoyorquina, de la que Wharton formaba parte, la clase más adinerada de Manhattan. Pero, las reflexiones acerca de la vida y la existencia de sus protagonistas, la posición que toma Wharton, reflejan la brecha que la separaba en cuanto a intereses, inquietudes y lugar donde plantarse en la vida. Sin duda heredó de su amiga George Sand la aversión por esa sociedad pacata que conocía tan bien.
Literary Art Print Victorian, by Bluehourstudio, The Writers
En cuanto a sus obras, abordó otras facetas que no muchos conocen. Publicó libros de decoración [La decoración de las casas, junto al arquitecto Ogden Codman], de viajes [Cuadernos de viajes] y una excelente autobiografía [Una mirada atrás]. Y el buen ojo que tuvo para los detalles de las casas [el buen vivir práctico] y paisajes y monumentos [caminos no tradicionales], lo combinó con la agudeza y valentía que caracterizaron sus opiniones fuertes en las ficciones tan bien narradas.
Gran amiga y discípula de Henry James. Ambos unidos por la admiración que sentía Wharton hacia el autor de Retrato de una dama y por el hecho de ser estadounidenses con vocación europea. Los dos vivieron gran parte de su vida en Europa y compartían el el amor por los viajes y el arte, además de la literatura.
Doctorada en Letras en la Universidad de Yale, colaboradora de los periódicos más importantes, fue la primera mujer en ganar el Premio Pulitzer [1921].
El relato que elijo para invitarlos a leer el libro del que forma parte, «La plenitud de la vida», tiene en común con los otros «lo sobrenatural» y la inquietud que provoca. A esto le sumo la experiencia de apreciar el arte en toda su expresión, poniéndonos en un estado de fascinación por lo que «vemos» a través de su prosa exquisita. Y el tema de la pareja, desde ya, con sus afinidades y diferencias. También la ambigüedad del ser humano, su soledad en «la habitación más recóndita», sin que nadie, o pocos, encuentren la llave para abrirla. Todo lo demás, el ritmo, los enigmas psicológicos y la contradicción que sobrevuela todo el relato y aterriza justo a último momento, despierta mi admiración.
Valoro el manejo del tempo [aunque apreciaría un tono más bajo], la creación fantasiosa de la protagonista e interlocutor, con un delicioso marco, la delicadeza e ironía para decir muchas verdades, su astucia para no vulgarizar un tema cotidiano y terreno, y finalizando, las huellas de todas sus lecturas.
Para finalizar, una pregunta, a uno mismo:
—¿A qué llamas tú plenitud de la vida?
Espero que hayan disfrutado este relato, que sigan disfrutando de Edith Wharton, quien nació Edith Jones y de quien dijeron mucho, elijo lo dicho por Ann Hulbert en The Atlantic:
«Ella revela los procesos más profundos detrás de su arte».
Hasta la próxima buena lectura,
C. G.
Notas
- Cuentos inquietantes, Edith Wharton: Prefacio y primer cuento:
[Dublín, 2 de febrero de 1882-1941, Zúrich, Suiza]
James Joyce, by Rosemay Dahan
Todos en Dublín acudían a disfrutar de la fiesta, cada año para Navidad.
La hospitalidad de las viejas tías y sobrina era reconocida por amigos y familia.
Gabriel era el sobrino preferido e invitado de honor, junto a su esposa Gretta.
Bailan, cantan, charlan, discuten, escuchan el discurso de Gabriel, y cuando se marchan, cuando la fiesta termina,... todo puede suceder.
El baile anual de las Morkan era siempre la gran ocasión, ¡entremos!
Audiolibro
Lily, la hija del encargado, tenía los pies literalmente muertos. No había todavía
acabado de hacer pasar a un invitado al cuarto de desahogo, detrás de la oficina de la planta
baja, para ayudarlo a quitarse el abrigo, cuando de nuevo sonaba la quejumbrosa campana de
la puerta y tenía que echar a correr por el zaguán vacío para dejar entrar a otro. Era un alivio
no tener que atender también a las invitadas. Pero Miss Kate y Miss Julia habían pensado en
eso y convirtieron el baño de arriba en un cuarto de señoras. Allá estaban Miss Kate y Miss
Julia, riéndose y chismeando y ajetreándose una tras la otra hasta el rellano de la escalera,
para mirar abajo y preguntar a Lily quién acababa de entrar.
El baile anual de las Morkan era siempre la gran ocasión. Venían todos los conocidos,
los miembros de la familia, los viejos amigos de la familia, los integrantes del coro de Julia,
cualquier alumna de Kate que fuera lo bastante mayorcita y hasta alumnas de Mary Jane
también. Nunca quedaba mal. Por años -y años y tan atrás como se tenía memoria había
resultado una ocasión lucida; desde que Kate y Julia, cuando murió su hermano Pat, dejaron
la casa de Stoney Batter y se llevaron a Mary Jane, la única sobrina, a vivir con ellas en la
sombría y espigada casa de la isla de Usher, cuyos altos alquilaban a Mr Fulham, un
comerciante en granos que vivía en los bajos. Eso ocurrió hace sus buenos treinta años. Mary
Jane, entonces una niñita vestida de corto, era ahora el principal sostén de la casa, ya que
tocaba el órgano en Haddington Road. Había pasado por la Academia y daba su concierto
anual de alumnas en el salón de arriba de las Antiguas Salas de Concierto. Muchas de sus
alumnas pertenecían a las mejores familias de la ruta de Kingstown y Dalkey. Sus tías,
aunque viejas, contribuían con lo suyo. Julia, a pesar de sus canas, todavía era la primera
soprano de Adán y Eva, la iglesia, y Kate, muy delicada para salir afuera, daba lecciones de
música a principiantes en el viejo piano vertical del fondo. Lily, la hija del encargado, les
hacía la limpieza. Aunque llevaban una vida modesta les gustaba comer bien; lo mejor de lo
mejor: costillas de riñonada, té de a tres chelines y stout embotellado del bueno. Pero Lily
nunca hacía un mandado mal, por lo que se llevaba muy bien con las señoritas. Eran
quisquillosas, eso es todo. Lo único que no soportaban era que les contestaran.
Claro que tenían razón para dar tanta lata en una noche así, pues eran más de las diez
y ni señas de Gabriel y su esposa. Además, que tenían muchísimo miedo de que Freddy
Malins se les apareciera tomado. Por nada del mundo querían que las alumnas de Mary Jane
lo vieran en ese estado; y cuando estaba así era muy difícil de manejar, a veces. Freddy Malins
llegaba siempre tarde, pero se preguntaban por qué se demoraría Gabriel: y era eso lo que
las hacía asomarse a la escalera para preguntarle a Lily si Gabriel y Freddy habían llegado.
-Ah, Mr Conroy -le dijo Lily a Gabriel cuando le abrió la puerta-, Miss Kate y Miss
Julia creían que usted ya no venía. Buenas noches, Mrs Conroy.
-Me apuesto a que creían eso -dijo Gabriel-, pero es que se olvidaron que acá mi
mujer se toma tres horas mortales para vestirse.
Se paró sobre el felpudo a limpiarse la nieve de las galochas, mientras Lily conducía a
la mujer al pie de la escalera y gritaba:
-Miss Kate, aquí está Mrs Conroy.
Kate y Julia bajaron enseguida la oscura escalera dando tumbos. Las dos besaron a la
esposa de Gabriel, le dijeron que debía estar aterida en vida y le preguntaron si Gabriel había
venido con ella.
-Aquí estoy, tía Kate, ¡sin un rasguño! Suban ustedes que yo las alcanzo -gritó Gabriel
desde la oscuridad.
Siguió limpiándose los pies con vigor mientras las tres mujeres subían las escaleras,
riendo, hacia el cuarto de vestir. Una leve franja de nieve reposaba sobre los hombros del abrigo, como una esclavina, y como una pezuña sobre el empeine de las galochas; y al
deslizar los botones con un ruido crispante por los ojales helados del abrigo, de entre sus
pliegues y dobleces salió el vaho fragante del descampado.
-¿Está nevando otra vez, Mr Conroy? -preguntó Lily. Se le había adelantado hasta el
cuarto de desahogo para ayudarlo a quitarse el abrigo y Gabriel sonrió al oír que añadía una
sílaba más a su apellido. Era una muchacha delgada que aún no había parado de crecer, de tez
pálida y pelo color de paja. El gas del cuartico la hacía lucir lívida. Gabriel la conoció siendo
una niña que se sentaba en el último escalón a acunar su muñeca de trapo.
-Sí, Lily -le respondió-, y me parece que tenemos para toda la noche.
Miró al cielo raso, que temblaba con los taconazos y el deslizarse de pies en el piso de
arriba, atendió un momento al piano y luego echó una ojeada a la muchacha, que ya doblaba
su abrigo con cuidado al fondo del estante.
-Dime, Lily -dijo en tono amistoso-, ¿vas todavía a la escuela?
-Oh, no, señor -respondió ella-, ya no más y nunca.
-Ah, pues entonces -dijo Gabriel, jovial-, supongo que un día de estos asistiremos a
esa boda con tu novio, ¿no?
La muchacha lo miró esquinada y dijo con honda amargura:
-Los hombres de ahora no son más que labia y lo que puedan echar mano.
Gabriel se sonrojó como si creyera haber cometido un error y, sin mirarla, se sacudió
las galochas de los pies y con su bufanda frotó fuerte sus zapatos de charol.
Era un hombre joven, más bien alto y robusto. El color encarnado de sus mejillas le
llegaba a la frente, donde se regaba en parches rojizos y sin forma; y en su cara desnuda brillaban
sin cesar los lentes y los aros de oro de los espejuelos que amparaban sus ojos
inquietos y delicados. Llevaba el brillante pelo negro partido al medio y peinado hacia atrás
en una larga curva por detrás de las orejas, donde se ondeaba leve debajo de la estría que le
dejaba marcada el sombrero. Cuando le sacó bastante brillo a los zapatos, se enderezó y se
ajustó el chaleco tirando de él por sobre el vientre rollizo. Luego extrajo con rapidez una
moneda del bolsillo.
-Ah, Lily -dijo, poniéndosela en la mano-, es Navidad, ¿no es cierto? Aquí tienes...
esto...
Caminó rápido hacia la puerta.
-¡Oh, no, señor! -protestó la muchacha, cayéndole detrás-. De veras, señor, no creo
que deba.
-¡Es Navidad! ¡Navidad! -dijo Gabriel, casi trotando hasta las escaleras y moviendo
sus manos hacia ella indicando que no tenía importancia.
La muchacha, viendo que ya había ganado la escalera, gritó tras él:
-Bueno, gracias entonces, señor.
Esperaba fuera a que el vals terminara en la sala, escuchando las faldas y los pies que
se arrastraban, barriéndola. Todavía se sentía desconcertado por la súbita y amarga réplica de
la muchacha, que lo entristeció. Trató de disiparlo arreglándose los puños y el lazo de la
corbata. Luego, sacó del bolsillo del chaleco un papelito y echó una ojeada a la lista de temas
para su discurso. Se sentía indeciso sobre los versos de Robert Browning porque temía que
estuvieran muy por encima de sus oyentes. Sería mejor una cita que pudieran reconocer, de
Shakespeare o de las Melodías de Thomas Moore. El grosero claqueteo de los tacones
masculinos y el arrastre de suelas le recordó que el grado de cultura de ellos difería del suyo.
Haría el ridículo si citaba poemas que no pudieran entender. Pensarían que estaba alardeando
de su cultura. Cometería un error con ellos como el que cometió con la muchacha en el cuarto
de desahogo. Se equivocó de tono. Todo su discurso estaba equivocado de arriba a abajo. Un
fracaso total.
Fue entonces que sus tías y su mujer salieron del cuarto de vestir. Sus tías eran dos
ancianas pequeñas que vestían con sencillez. Tía Julia era como una pulgada más alta.
Llevaba el pelo gris hacia atrás, en un moño a la altura de las orejas; y gris también, con
sombras oscuras, era su larga cara flácida. Aunque era robusta y caminaba erguida, los ojos
lánguidos y los labios entreabiertos le daban la apariencia de una mujer que no sabía dónde
estaba ni a dónde iba. Tía Kate se veía más viva. Su cara, más saludable que la de su
hermana, era toda bultos y arrugas, como una manzana roja pero fruncida, y su pelo, peinado
también a la antigua, no había perdido su color de castaña madura.
Las dos besaron a Gabriel, cariñosas. Era el sobrino preferido, hijo de la hermana
mayor, la difunta Ellen, la que se casó con T. J. Conroy, de los Muelles del Puerto.
-Gretta me acaba de decir que no vas a regresar en coche a Monkstown esta noche,
Gabriel -dijo tía Kate.
-No -dijo Gabriel, volviéndose a su esposa-, ya tuvimos bastante con el año pasado,
¿no es así? ¿No te acuerdas, tía Kate, el catarro que cogió Gretta entonces? Con las puertas
del coche traqueteando todo el viaje y el viento del este dándonos de lleno en cuanto pasamos
Merrion. Lindísimo. Gretta cogió un catarro de lo más malo.
Tía Kate fruncía el ceño y asentía a cada palabra.
-Muy bien dicho, Gabriel, muy bien dicho -dijo-. No hay que descuidarse nunca.
-Pero en cuanto a Gretta -dijo Gabriel-, ésta es capaz de regresar a casa a pie por entre
la nieve, si por ella fuera. Mrs Conroy sonrió.
-No le haga caso, tía Kate -dijo-, que es demasiado precavido: obligando a Tom a usar
visera verde cuando lee de noche y a hacer ejercicios, y forzando a Eva a comer potaje.
¡Pobrecita! ¡Que no lo puede ni ver!... Ah, ¿pero a que no adivinan lo que me obliga a llevar
ahora?
Se deshizo en carcajadas mirando a su marido, cuyos ojos admirados y contentos, iban
de su vestido a su cara y su pelo. Las dos tías rieron también con ganas, ya que la solicitud de
Gabriel formaba parte del repertorio familiar.
-¡Galochas! -dijo Mrs Conroy-. La última moda. Cada vez que está el suelo mojado
tengo que llevar galochas. Quería que me las pusiera hasta esta noche, pero de eso nada. Si
me descuido me compra un traje de bañista.
Gabriel se rió nervioso y, para darse confianza, se arregló la corbata, mientras que tía
Kate se doblaba de la risa de tanto que le gustaba el cuento. La sonrisa desapareció enseguida
de la cara de tía Julia y fijó sus ojos tristes en la cara de su sobrino. Después de una pausa,
preguntó:
-¿Y qué son galochas, Gabriel?
-¡Galochas, Julia! -exclamó su hermana-. Santo cielo, ¿tú no sabes lo que son
galochas? Se ponen sobre los... sobre las botas, ¿no es así, Gretta?
-Sí -dijo Mrs Conroy-. Unas cosas de gutapercha. Los dos tenemos un par ahora.
Gabriel dice que todo el mundo las usa en el continente.
-Ah, en el continente -murmuró tía Julia, moviendo la cabeza lentamente.
Gabriel frunció las cejas y dijo, como si estuviera enfadado:
-No son nada del otro mundo, pero Gretta cree que son muy cómicas porque dice que
le recuerdan a los minstrels negros de Christy.
-Pero dime, Gabriel -dijo tía Kate, con tacto brusco-. Claro que te ocupaste del cuarto.
Gretta nos contaba que...
-Oh, lo del cuarto está resuelto -replicó Gabriel-. Tomé uno en el Gresham.
-Claro, claro --dijo tía Kate-, lo mejor que podías haber hecho. Y los niños, Gretta,
¿no te preocupan?
-Oh, no es más que por una noche -dijo Mrs Conroy-. Además, que Bessie los cuida.
-Claro, claro --dijo tía Kate de nuevo-. ¡Qué comodidad tener una muchacha así, en
quien se puede confiar! Ahí tienen a esa Lily, que no sé lo que le pasa últimamente. No es la
de antes.
Gabriel estuvo a punto de hacerle una pregunta a su tía sobre este asunto, pero ella
dejó de prestarle atención para observar a su hermana, que se había escurrido escaleras abajo,
sacando la cabeza por sobre la baranda.
-Ahora dime tú -dijo ella, como molesta-, ¿dónde irá Julia ahora? ¡Julia! ¡Julia!
¿Dónde vas tú?
Julia, que había bajado más de media escalera, regresó a decir, zalamera:
-Ahí está Freddy.
En el mismo instante unas palmadas y un floreo final del piano anunció que el vals
acababa de terminar. La puerta de la sala se abrió desde dentro y salieron algunas parejas. Tía
Kate se llevó a Gabriel apresuradamente a un lado y le susurró al oído:
-Sé bueno, Gabriel, y vete abajo a ver si está bien y no lo dejes subir si está tomado.
Estoy segura de que está tomado. Segurísima.
Gabriel se llegó a la escalera y escuchó más allá de la balaustrada. Podía oír dos
personas conversando en el cuarto de desahogo. Luego reconoció la risa de Freddy Malins.
Bajó las escaleras haciendo ruido.
-Qué alivio --dijo tía Kate a Mrs Conroy- que Gabriel esté aquí... Siempre me siento
más descansada mentalmente cuando anda por aquí... Julia, aquí están Miss Daly y Miss
Power, que van a tomar refrescos. Gracias por el lindo vals, Miss Daly. Un ritmo encantador.
Un hombre alto, de cara mustia, bigote de cerdas y piel oscura, que pasaba con su
pareja, dijo:
-¿Podríamos también tomar nosotros un refresco, Miss Morkan?
-Julia -dijo la tía Kate sumariamente-, y aquí están Mr Browne y Miss Furlong.
Llévatelos adentro, Julia, con Miss Daly y Miss Power.
-Yo me encargo de las damas -dijo Mr Browne, apretando sus labios hasta que sus
bigotes se erizaron para sonreír con todas sus arrugas.
-Sabe usted, Miss Morkan, la razón por la que les caigo bien a las mujeres es que...
No terminó la frase, sino que, viendo que la tía Kate estaba ya fuera de alcance,
enseguida se llevó a las tres mujeres al cuarto del fondo. Dos mesas cuadradas puestas juntas
ocupaban el centro del cuarto y la tía Julia y el encargado estiraban y alisaban un largo
mantel sobre ellas. En el cristalero se veían en exhibición platos y platillos y vasos y haces de
cuchillos y tenedores y cucharas. La tapa del piano vertical servía como mesa auxiliar para
los entremeses y los postres. Ante un aparador pequeño en un rincón dos jóvenes bebían de
pie maltas amargas.
Mr Browne dirigió su encomienda hacia ella y las invitó, en broma, a tomar un
ponche femenino, caliente, fuerte y dulce. Mientras ellas protestaban no tomar tragos fuertes,
él les abría tres botellas de limonada. Luego les pidió a los jóvenes que se hicieran a un lado
y, tomando el frasco, se sirvió un buen trago de whisky. Los jóvenes lo miraron con respeto
mientras probaba un sorbo.
-Alabado sea Dios -dijo, sonriendo-, tal como me lo recetó el médico.
Su cara mustia se extendió en una sonrisa aún más abierta y las tres muchachas rieron
haciendo eco musical a su ocurrencia, contoneando sus cuerpos en vaivén y dando nerviosos
tirones a los hombros. La más audaz dijo:
-Ah, vamos, Mr Browne, estoy segura de que el médico nunca le recetará una cosa
así.
Mr Browne tomó otro sorbo de su whisky y dijo con una mueca ladeada:
-Bueno,
ustedes saben, yo soy como Mrs Cassidy, que dicen que dijo: Vamos, Mary Grimes, si no
tomo dámelo tú, que es que lo necesito.
Su cara acalorada se inclinó hacia adelante en gesto demasiado confidente y habló
imitando un dejo de Dublín tan bajo que las muchachas, con idéntico instinto, escucharon su
dicho en silencio. Miss Furlong, que era una de las alumnas de Mary Jane, le preguntó a Miss
Daly cuál era el nombre de ese vals tan lindo que acababa de tocar, y Mr Browne, viendo que
lo ignoraban, se volvió prontamente a los jóvenes, que podían apreciarlo mejor.
Una muchacha de cara roja y vestido violeta entró en el cuarto, dando palmadas
excitadas y gritando:
-¡Contradanza! ¡Contradanza!
Pisándole los talones entró tía Kate, llamando:
-¡Dos caballeros y tres damas, Mary Jane!
-Ah, aquí están Mr Bergin y Mr Kerrigan -dijo Mary Jane.
-Mr Kerrigan, ¿quiere usted escoltar a Miss Power? Miss Furlong, ¿puedo darle de
pareja a Mr Bergin? Ah, ya está bien así.
-Tres damas, Mary Jane -dijo tía Kate.
Los dos jóvenes les pidieron a sus damas que si podrían tener el gusto y Mary Jane se
volvió a Miss Daly:
-Oh, Miss Daly, fue usted tan condescendiente al tocar las dos últimas piezas, pero,
realmente, estamos tan cortas de mujeres esta noche...
-No me molesta en lo más mínimo, Miss Morkan.
-Pero le tengo un compañero muy agradable, Mr Bartell D'Arey, el tenor. Después
voy a ver si canta. Dublín entero está loco por él.
-¡Bella voz, bella voz! -dijo la tía Kate.
Cuando el piano comenzaba por segunda vez el preludio de la primera figura, Mary
Jane sacó a sus reclutas del salón rápidamente. No acababan de salir cuando entró al cuarto
Julia, lentamente, mirando hacia atrás por algo.
Julia, que cargaba una pila de servilletas, se volvió a su hermana y dijo, simplemente,
como si la pregunta la sorprendiera:
-No es más que Freddy, Kate, y Gabriel que viene con él.
De hecho detrás de ella se podía ver a Gabriel piloteando a Freddy Malins por el
rellano de la escalera. El último, que tenía unos cuarenta años, era de la misma estatura y del
mismo peso de Gabriel, pero de hombros caídos. Su cara era mofletuda y pálida, con toques
de color sólo en los colgantes lóbulos de las orejas y en las anchas aletas nasales. Tenía
facciones toscas, nariz roma, frente convexa y alta y labios hinchados y protuberantes. Los
ojos de párpados pesados y el desorden de su escaso pelo le hacían parecer soñoliento. Se reía
con ganas de un cuento que le venía haciendo a Gabriel por la escalera, al mismo tiempo que
se frotaba un ojo con los nudillos del puño izquierdo.
-Buenas noches, Freddy -dijo tía Julia.
Freddy Malins dio las buenas noches a las señoritas Morkan de una manera que
pareció desdeñosa a causa del tono habitual de su voz y luego, viendo que Mr Browne le
sonreía desde el aparador, cruzó el cuarto con paso vacilante y empezó de nuevo el cuento
que acababa de hacerle a Gabriel.
-No se ve tan mal, ¿no es verdad? -dijo la tía Kate a
Gabriel.
Las cejas de Gabriel venían fruncidas, pero las despejó enseguida para responder:
-Oh, no, ni se le nota.
-¡Es un terrible! -dijo ella-. Y su pobre madre que lo obligó a hacer una promesa el
Fin de Año. Pero, por qué no pasamos al salón, Gabriel.
Antes de dejar el cuarto con Gabriel, tía Kate le hizo señas a Mr Browne, poniendo
mala cara y sacudiendo el dedo índice. Mr Browne asintió y, cuando ella se hubo ido, le dijo
a Freddy Malins:
-Vamos a ver, Teddy, que te voy a dar un buen vaso de limonada para entonarte.
Freddy Malins, que estaba acercándose al desenlace de su cuento, rechazó la oferta
con un gesto impaciente, pero Mr Browne, después de haberle llamado la atención sobre lo
desgarbado de su atuendo, le llenó un vaso de limonada y se lo entregó. Freddy Malins
aceptó el vaso mecánicamente con la mano izquierda, mientras que su mano derecha se
encargaba de ajustar sus ropas mecánicamente. Mr Browne, cuya cara se colmaba de
regocijadas arrugas, se llenó un vaso de whisky mientras Freddy Malins estallaba, antes de
llegar al momento culminante de su historia, en una explosión de carcajadas bronquiales y,
dejando a un lado su vaso rebosado sin tocar, empezó a frotarse los nudillos de su mano
izquierda sobre un ojo, repitiendo las palabras de su última frase cuando se lo permitía el
ataque de risa.
Gabriel no soportaba la pieza que tocaba ahora Mary Jane, tan académica, llena de
glissandi y de pasajes difíciles para un público respetuoso. Le gustaba la música, pero la pieza
que ella tocaba no tenía melodía, según él, y dudaba que la tuviera para los demás oyentes,
aunque le hubieran pedido a Mary Jane que les tocara algo. Cuatro jóvenes, que vinieron del
refectorio a pararse en la puerta tan pronto como empezó a sonar el piano, se alejaron de dos
en dos y en silencio después de unos acordes. Las únicas personas que parecían seguir la
música eran Mary Jane, cuyas manos recorrían el teclado o se alzaban en las pausas como las
de una sacerdotisa en una imprecación momentánea, y tía Kate, de pie a su lado volteando las
páginas.
Los ojos de Gabriel, irritados por el piso que brillaba encerado debajo del macizo
candelabro, vagaron hasta la pared sobre el piano. Colgaba allí un cromo con la escena del
balcón de Romeo y Julieta, junto a una reproducción del asesinato de los principitos en la
Torre que tía Julia había bordado en lana roja, azul y carmelita cuando niña. Probablemente
les enseñaban a hacer esa labor en la escuela a que fueron de niñas, porque una vez su madre
le bordó, para cumpleaños, un chaleco en tabinete púrpura con cabecitas de zorro, festoneado
de raso castaño y con botones redondos imitando moras. Era raro que su madre no tuviera
talento musical porque tía Kate acostumbraba a decir que era el cerebro de la familia Morkan.
Tanto ella como Julia habían parecido siempre bastante orgullosas de su hermana, tan
matriarcal y tan seria. Su fotografía se veía delante del tremó. Tenía un libro abierto sobre las
rodillas y le señalaba algo en él a Constantine que, vestido de marino, estaba tumbado a sus
pies. Fue ella quien puso nombre a sus hijos, sensible como era al protocolo familiar. Gracias
a ella, Constantine era ahora el cura párroco de Balbriggan y, gracias a ella, Gabriel pudo
graduarse en la Universidad Real. Una sombra pasó sobre su cara al recordar su amarga
oposición a su matrimonio. Algunas frases peyorativas que usó vibraban todavía en su
memoria; una vez dijo que Gretta era una rubia rural y no era verdad, nada. Fue Gretta quien
la atendió solícita durante su larga enfermedad final en la casa de Monkstown.
Sabía que Mary Jane debía de andar cerca del final de la pieza porque estaba tocando
otra vez la melodía del comienzo con sus escalas sucesivas después de cada compás y
mientras esperó a que acabara, el resentimiento se extinguió en su corazón. La pieza terminó
con un trino de octavas agudas y una octava final grave. Atronadores aplausos acogieron a
Mary Jane al ruborizarse mientras enrollaba nerviosamente la partitura y salió corriendo del
salón. Las palmadas más fuertes procedían de cuatro muchachones parados en la puerta, los
mismos que se fueron a refrescar cuando empezó la pieza y que regresaron tan pronto el
piano se quedó callado.
Alguien organizó una danza de lanceros y Gabriel se encontró de pareja con Miss
Ivors. Era una damita franca y habladora, con cara pecosa y grandes ojos castaños. No
llevaba escote y el largo broche al frente del cuello tenía un motivo irlandés. Cuando ocuparon sus puestos ella dijo de pronto:
-Tiene usted una cuenta pendiente
conmigo.
-¿Yo? -dijo Gabriel.
Ella asintió con gravedad.
-¿Qué cosa es? -preguntó Gabriel, sonriéndose ante su solemnidad.
-¿Quién es G. C.? -respondió Miss Ivors, volviéndose hacia él.
Gabriel se sonrojó y ya iba a fruncir las cejas, como si no hubiera entendido, cuando
ella le dijo abiertamente:
-¡Ay, inocente Amy! Me enteré de que escribe usted para el Dady Express. Y bien,
¿no le da vergüenza?
-¿Y por qué me iba a dar? -preguntó Gabriel, pestañeando, tratando de sonreír.
-Bueno, a mí me da pena -dijo Miss Ivors con franqueza-. Y pensar que escribe usted
para ese bagazo. No sabía que se había vuelto usted pro-inglés.
Una mirada perpleja apareció en el rostro de Gabriel. Era verdad que escribía una
columna literaria en el Daily Express los miércoles. Pero eso no lo convertía en pro-inglés.
Los libros que le daban a criticar eran casi mejor bienvenidos que el mezquino cheque, ya
que le deleitaba palpar la cubierta y hojear las páginas de un libro recién impreso. Casi todos
los días, no bien terminaba las clases en el instituto, solía recorrer el malecón en busca de las
librerías de viejo, y se iba a Hickey's en el Paseo del Soltero y a Webb's o a Massey's en el
muelle de Aston o a O'Clohissey's en una calle lateral. No supo cómo afrontar la acusación.
Le hubiera gustado decir que la literatura está muy por encima de los trajines políticos. Pero
eran amigos de muchos años, con carreras paralelas en la universidad primero y después de
maestros: no podía, pues, usar con ella una frase pomposa. Siguió pestañeando y tratando de
sonreír hasta que murmuró apenas que no veía nada político en hacer crítica de libros.
Cuando les llegó el turno de cruzarse todavía estaba distraído y perplejo. Miss Ivors
tomó su mano en un apretón cálido y dijo en tono suavemente amistoso:
-Por supuesto, no es más que una broma. Venga, que nos toca cruzar ahora.
Cuando se juntaron de nuevo ella habló del problema universitario y Gabriel se sintió
más cómodo. Un amigo le había enseñado a ella su crítica de los poemas de Browning. Fue
así como se enteró del secreto: pero le gustó muchísimo la crítica. De pronto dijo:
-Oh, Mr Conroy, ¿por qué no viene en nuestra excursión a la isla de Arán este verano?
Vamos a pasar allá un mes. Será espléndido estar en pleno Atlántico. Debía venir. Vienen Mr
Clancy y Mr Kilkely y Kathleen Kearney. Sería formidable que Gretta viniera también. Ella
es de Connacht, ¿no?
-Su familia -dijo Gabriel, corto.
-Pero vendrán los dos, ¿no es así? -dijo Miss Ivors, posando una mano cálida sobre su
brazo, ansiosa.
-Lo cierto es que -dijo Gabriel- yo he quedado en ir...
-¿A dónde? -preguntó Miss Ivors.
-Bueno, ya sabe usted que todos los años hago una gira ciclística con varios
compañeros, así que...
-Pero, ¿por dónde? -preguntó Miss Ivors.
-Bueno, casi siempre vamos por Francia o Bélgica, tal vez por Alemania -dijo Gabriel
torpemente.
-¿Y por qué va usted a Francia y a Bélgica -dijo Miss Ivors- en vez de visitar su
propio país?
-Bueno -dijo Gabriel-, en parte para mantenerme en contacto con otros idiomas y en
parte por dar un cambio.
-¿Y no tiene usted su propio idioma con que mantenerse en contacto, el irlandés? -le
preguntó Miss Ivors.
-Bueno -dijo Gabriel-, en ese caso el irlandés no es mi lengua, como sabe.
Sus vecinos se volvieron a escuchar el interrogatorio. Gabriel miró a diestra y
siniestra, nervioso, y trató de mantener su buen humor durante aquella inquisición que hacía
que el rubor le invadiera la frente.
-¿Y no tiene usted su tierra natal que visitar -siguió Miss Ivors-, de la que no sabe
usted nada, su propio pueblo, su patria?
-Pues a decir verdad -replicó Gabriel súbitamente-, estoy harto de este país, ¡harto!
-¿Y por qué? -preguntó Miss Ivors.
Gabriel no respondió: su réplica lo había alterado.
-¿Por qué? -repitió Miss Ivors.
Tenían que hacer la ronda de visitas los dos ahora y, como todavía no había él respondido,
Miss Ivors le dijo, muy acalorada:
-Por supuesto, no tiene qué decir.
Gabriel trató de ocultar su agitación entregándose al baile con gran energía. Evitó los
ojos de ella porque había notado una expresión agria en su cara. Pero cuando se encontraron
de nuevo en la cadena, se sorprendió al sentir su mano apretar firme la suya. Ella lo miró de
soslayo con curiosidad momentánea hasta que él sonrió. Luego, como la cadena iba a trenzarse
de nuevo, ella se alzó en puntillas y le susurró al oído:
-¡Pro inglés!
Cuando la danza de lanceros acabó, Gabriel se fue al rincón más remoto del salón
donde estaba sentada la madre de Freddy Malins. Era una mujer rechoncha y fofa y blanca en
canas. Tenía la misma voz tomada de su hijo y tartamudeaba bastante. Le habían asegurado
que Freddy había llegado y que estaba bastante bien. Gabriel le preguntó si tuvo una buena
travesía. Vivía con su hija casada en Glasgow y venía a Dublín de visita una vez al año.
Respondió plácidamente que había sido un viaje muy lindo y que el capitán estuvo de lo más
atento. También habló de la linda casa que su hija tenía en Glasgow y de los buenos amigos
que tenían allá. Mientras ella le daba a la lengua Gabriel trató de desterrar el recuerdo del
desagradable incidente con Miss Ivors. Por supuesto que la muchacha o la mujer o lo que
fuese era una fanática, pero había un lugar para cada cosa. Quizá no debió él responderle
como lo hizo. Pero ella no tenía derecho a llamarlo pro inglés delante de la gente, ni aun en
broma. Trató de hacerlo quedar en ridículo delante de la gente, acuciándolo y clavándole sus
ojos de conejo.
Vio a su mujer abriéndose paso hacia él por entre las parejas que valsaban. Cuando
llegó a su lado le dijo al oído:
-Gabriel, tía Kate quiere saber si no vas a trinchar el ganso
como de costumbre. Miss Daly va a cortar el jamón y yo voy a ocuparme del pudín.
-Está bien -dijo Gabriel.
-Van a dar de comer primero a los jóvenes, tan pronto como termine este vals, para
que tengamos la mesa para nosotros solos.
-¿Bailaste? -preguntó Gabriel.
-Por supuesto. ¿No me viste? ¿Tuviste tú unas palabras con Molly Ivors por
casualidad?
-Ninguna. ¿Por qué? ¿Dijo ella eso?
-Más o menos. Estoy tratando de hacer que Mr D'Arcy cante algo. Me parece que es
de lo más vanidoso.
-No cambiamos palabras -dijo Gabriel, irritado-, sino que ella quería que yo fuera a
Irlanda del oeste, y le dije que no.
Su mujer juntó las manos, excitada, y dio un saltico:
-¡Oh,
vamos, Gabriel! -gritó-. Me encantaría volver a Galway de nuevo.
-Ve tú si quieres -dijo Gabriel fríamente.
Ella lo miró un instante, se volvió luego a Mrs Malins y dijo:
-Eso es lo que se llama
un hombre agradable, Mrs Malins.
Mientras ella se escurría a través del salón, Mrs Malins, como si no la hubieran
interrumpido, siguió contándole a Gabriel sobre los lindos lares de Escocia y sus escenarios
naturales, preciosos. Su yerno las llevaba cada año a los lagos y salían de pesquería. Un día
cogió él un pescado, lindísimo, así de grande, y el hombre del hotel se lo guisó para la cena.
Gabriel ni oía lo que ella decía. Ahora que se acercaba la hora de la comida empezó a
pensar de nuevo en su discurso y en las citas. Cuando vio que Freddy Malins atravesaba el
salón para venir a ver a su madre, Gabriel le dio su silla y se retiró al poyo de la ventana. El
salón estaba ya vacío y del cuarto del fondo llegaba un rumor de platos y cubiertos. Los
pocos que quedaban en la sala parecían hartos de bailar y conversaban quedamente en
grupitos. Los cálidos dedos temblorosos de Gabriel repicaron sobre el frío cristal de la
ventana. ¡Qué fresco debía hacer fuera! ¡Lo agradable que sería salir a caminar solo por la
orilla del río y después atravesar el parque! La nieve se veía amontonada sobre las ramas de
los árboles y poniendo un gorro refulgente al monumento a Wellington. ¡Cuánto más grato
sería estar allá fuera que cenando!
Repasó los temas de su discurso: la hospitalidad irlandesa, tristes recuerdos, las Tres
Gracias, Paris, la cita de Browning. Se repitió una frase que escribió en su crítica: Uno siente
que escucha una música acuciada por las ideas. Miss Ivors había elogiado la crítica. ¿Sería
sincera? ¿Tendría su vida propia oculta tras tanta propaganda? No había habido nunca animosidad
entre ellos antes de esta ocasión. Lo enervaba pensar que ella estaría sentada a la mesa,
mirándolo mientras él hablaba, con sus críticos ojos interrogantes. Tal vez no le desagradaría
verlo fracasar en su discurso. Le dio valor la idea que le vino a la mente. Diría, aludiendo a
tía Kate y a tía Julia: Damas y caballeros, la generación que ahora se halla en retirada entre
nosotros habrá tenido sus faltas, pero por mi parte yo creo que tuvo ciertas cualidades de
hospitalidad, de humor, de humanidad, de las que la nueva generación, tan seria y
supereducada, que crece ahora en nuestro seno, me parece carecer. Muy bien dicho: que
aprenda Miss Ivors. ¿Qué le importaba si sus tías no eran más que dos viejas ignorantes?
Un rumor en la sala atrajo su atención. Mr Browne venía desde la puerta llevando
galante del brazo a la tía Julia, que sonreía cabizbaja. Una salva irregular de aplausos la
escoltó hasta el piano y luego, cuando Mary Jane se sentó en la banqueta, y la tía Julia,
dejando de sonreír, dio media vuelta para mejor proyectar su voz hacia el salón, cesaron
gradualmente. Gabriel reconoció el preludio. Era una vieja canción del repertorio de tía Julia,
Ataviada para el casorio. Su voz, clara y sonora, atacó los gorgoritos que adornaban la tonada
y aunque cantó muy rápido no se comió ni una floritura. Oír la voz sin mirar la cara de la
cantante era sentir y compartir la excitación de un vuelo rápido y seguro. Gabriel aplaudió
ruidosamente junto con los demás cuando la canción acabó y atronadores aplausos llegaron
de la mesa invisible. Sonaban tan genuinos, que algo de rubor se esforzaba por salirle a la
cara a tía Julia, cuando se agachaba para poner sobre el atril el viejo cancionero encuadernado
en cuero con sus iniciales en la portada. Freddy Malins, que había ladeado la cabeza para
oírla mejor, aplaudía todavía cuando todo el mundo había dejado ya de hacerlo y hablaba
animado con su madre que asentía grave y lenta en aquiescencia. Al fin, no pudiendo aplaudir
más, se levantó de pronto y atravesó el salón a la carrera para llegar hasta tía Julia y tomar su
mano entre las suyas, sacudiéndola cuando le faltaron las palabras o cuando el freno de su
voz se hizo insoportable.
-Le estaba diciendo yo a mi madre -dijo- que nunca la había oído cantar tan bien,
¡nunca! No, nunca sonó tan bien su voz como esta noche. ¡Vaya! ¿A que no lo cree? Pero es
la verdad. Palabra de honor que es la pura verdad. Nunca sonó su voz tan fresca y tan... tan
clara y tan fresca, ¡nunca!
La tía Julia sonrió ampliamente y murmuró algo sobre aquel cumplido mientras
sacaba la mano del aprieto. Mr Browne extendió una mano abierta hacia ella y dijo a los que
estaban a su alrededor, como un animador que presenta un portento a la amable concurrencia:
-¡Miss Julia Morkan, mi último descubrimiento!
Se reía con ganas de su chiste cuando Freddy Malins se volvió a él para decirle:
-Bueno, Browne, si hablas en serio podrías haber hecho otro descubrimiento peor.
Todo lo que puedo decir es que nunca la había oído cantar tan bien ninguna de las veces que
he estado antes aquí. Y es la pura verdad.
-Ni yo tampoco -dijo Mr Browne-. Creo que de voz ha mejorado mucho.
Tía Julia se encogió de hombros y dijo con tímido orgullo:
-Hace treinta años, mi voz, como tal, no era mala.
-Le he dicho a Julia muchas veces -dijo tía Kate enfática- que está malgastando su
talento en ese coro. Pero nunca me quiere oír.
Se volvió como si quisiera apelar al buen sentido de los demás frente a un niño
incorregible, mientras tía Julia, una vaga sonrisa reminiscente esbozándose en sus labios,
miraba alelada al frente.
-Pero no -siguió tía Kate-, no deja que nadie la convenza ni la dirija, cantando como
una esclava de ese coro noche y día, día y noche. ¡Desde las seis de la mañana el día de Navidad!
¿Y todo para qué?
-Bueno, ¿no sería por la honra del Señor, tía Kate? -preguntó Mary Jane, girando en la
banqueta, sonriendo.
La tía Kate se volvió a su sobrina como una fiera y le dijo:
-¡Yo me sé muy bien qué cosa es la honra del Señor, Mary Jane! Pero no creo que sea
muy honrado de parte del Papa sacar de un coro a una mujer que se ha esclavizado en él toda
su vida para pasarle por encima a chiquillos malcriados. Supongo que el Papa lo hará por la
honra del Señor, pero no es justo, Mary Jane, y no está nada bien.
Se había fermentado apasionadamente y hubiera continuado defendiendo a su
hermana porque le dolía, pero Mary Jane, viendo que los bailadores regresaban ya al salón,
intervino apaciguante:
-Vamos, tía Kate, que está usted escandalizando a Mister Browne, que tiene otras
creencias.
Tía Kate se volvió a Mr Browne, que sonreía ante esta alusión a su religión, y dijo
apresurada:
-Oh, pero yo no pongo en duda que el Papa tenga razón.
No soy más que una vieja estúpida y no presumo de otra cosa. Pero hay eso que se llama
gratitud y cortesía cotidiana en la vida. Y si yo fuera Julia iba y se lo decía al padre Healy en
su misma cara...
-Y, además, tía Kate -dijo Mary Jane-, que estamos todos con mucha hambre y
cuando tenemos hambre somos todos muy belicosos.
-Y cuando estamos sedientos también somos belicosos -añadió Mr Browne.
-Así que más vale que vayamos a cenar -dijo Mary Jane- y dejemos la discusión para
más tarde.
En el rellano de la salida de la sala Gabriel encontró a su esposa y a Mary Jane
tratando de convencer a Miss Ivors para que se quedara a cenar. Pero Miss Ivors, que se había
puesto ya su sombrero y se abotonaba el abrigo, no se quería quedar. No se sentía lo más
mínimo con apetito y, además, que ya se había quedado más de lo que debía.
-Pero si no son más que diez minutos, Molly -dijo Mrs Conroy-. No es tanta la
demora.
-Para que comas un bocado -dijo Mary Jane- después de tanto bailoteo.
-No puedo, de veras -dijo Miss Ivors.
-Me parece que no lo pasaste nada bien -dijo Mary Jane, con desaliento.
-Sí, muy bien, se lo aseguro -dijo Miss Ivors-, pero ahora deben dejarme ir corriendo.
-Pero, ¿cómo vas a llegar? -preguntó Mrs Conroy.
-Oh, no son más que unos pasos malecón arriba. Gabriel dudó por un momento y dijo:
-Si me lo permite, Miss Ivors, yo la acompaño. Si de veras tiene que marcharse usted.
Pero Miss Ivors se soltó de entre ellos.
-De ninguna manera -exclamó-. Por el amor de Dios vayan a cenar y no se ocupen de
mí. Ya sé cuidarme muy bien.
-Mira, Molly, que tú eres rara -dijo Mrs Conroy con franqueza.
-Beannacht libh -gritó Miss Ivors, entre carcajadas, mientras bajaba la escalera.
Mary Jane se quedó mirándola, una expresión preocupada en su rostro, mientras Mrs
Conroy se inclinó por sobre la baranda para oír si cerraba la puerta del zaguán. Gabriel se
preguntó si sería él la causa de que ella se fuera tan abruptamente. Pero no parecía estar de
mal humor: se había ido riéndose a carcajadas. Se quedó mirando las escaleras, distraído.
En ese momento la tía Kate salió del comedor, dando tumbos, casi exprimiéndose las
manos de desespero.
-¿Dónde está Gabriel? -gritó-. ¿Dónde es que está Gabriel? Todo el mundo está
esperando ahí dentro, con todo listo; ¡y nadie que trinche el ganso!
-¡Aquí estoy yo, tía Kate! -exclamó Gabriel, con súbita animación-. Listo para
trinchar una bandada de gansos si fuera necesario.
Un ganso gordo y pardo descansaba a un extremo de la mesa y al otro extremo, sobre
un lecho de papel plegado adornado con ramitas de perejil, reposaba un jamón grande, despellejado
y rociado de migajas, las canillas guarnecidas con primorosos flecos de papel, y
justo al lado rodajas de carne condimentada. Entre estos extremos rivales corrían hileras paralelas
de entremeses: dos seos de gelatina, roja y amarilla; un plato llano lleno de bloques de
manjar blanco y jalea roja; un largo plato en forma de hoja con su tallo como mango, donde
había montones de pasas moradas y de almendras peladas; un plato gemelo con un rectángulo
de higos de Esmirna encima; un plato de natilla rebozada con polvo de nuez-moscada; un
pequeño bol lleno de chocolates y caramelos envueltos en papel dorado y plateado; y un
búcaro del que salían tallos de apio. En el centro de la mesa, como centinelas del frutero que
tenía una pirámide de naranjas y manzanas americanas, había dos garrafas achatadas,
antiguas, de cristal tallado, una con oporto y la otra con jerez abocado. Sobre el piano cerrado
aguardaba un pudín en un enorme plato amarillo y detrás había tres pelotones de botellas de
stout, de ale y de agua mineral, alineadas de acuerdo con el color de su uniforme: los
primeros dos pelotones negros, con etiquetas rojas y marrón, el tercero, el más pequeño, todo
de blanco con vírgulas verdes.
Gabriel tomó asiento decidido a la cabecera de la mesa y, después de revisar el filo del
trinche, hundió su tenedor con firmeza en el ganso. Se sentía a sus anchas, ya que era trinchador
experto y nada le gustaba tanto como sentarse a la cabecera de una mesa bien puesta.
-Miss Furlong, ¿qué le doy? -preguntó-. ¿Un ala o una lasca de pechuga?
-Una lasquita de pechuga.
-¿Y para usted, Miss Higgins?
-Oh, lo que usted quiera, Mr Conroy.
Mientras Gabriel y Miss Daly intercambiaban platos de ganso y platos de jamón y de
carne aderezada, Lily iba de un huésped al otro con un plato de calientes papas boronosas envueltas
en una servilleta blanca. Había sido idea de Mary Jane y ella sugirió también salsa de
manzana para el ganso, pero tía Kate dijo que había comido siempre el ganso asado simple
sin nada de salsa de manzana y que esperaba no tener que comer nunca una cosa peor. Mary
Jane atendía a sus alumnas y se ocupaba de que obtuvieran las mejores lonjas, y tía Kate y tía
Julia abrían y traían del piano una botella tras otra de stout y de ale para los hombres y de
agua mineral para las mujeres. Reinaba gran confusión y risa y ruido: una alharaca de peticiones
y contra-peticiones, de cuchillos y tenedores, de corchos y tapones de vidrio. Gabriel
empezó a trinchar porciones extras, tan pronto como cortó las iniciales, sin servirse. Todos protestaron tan alto que no le quedó más remedio que transigir bebiendo un largo trago de
stout, ya que halló que trinchar lo sofocaba. Mary Jane se sentó a comer tranquila, pero tía
Kate y tía Julia todavía daban tumbos alrededor de la mesa, pisándose mutuamente los
talones y dándose una a la otra órdenes que ninguna obedecía. Mr Browne les rogó que se
sentaran a cenar y lo mismo hizo Gabriel, pero ellas respondieron que ya habría tiempo de
sobra para ello. Finalmente, Freddy Malins se levantó y, capturando a tía Kate, la arrellanó en
su silla en medio del regocijo general.
Cuando todo el mundo estuvo bien servido dijo Gabriel, sonriendo:
-Ahora, si alguien quiere un poco más de lo que la gente vulgar llama relleno, que lo
diga él o ella.
Un coro de voces lo conminó a empezar su cena y Lily se adelantó con tres papas que
le había reservado.
-Muy bien -dijo Gabriel, amable, mientras tomaba otro sorbo preliminar-, hagan el
favor de olvidarse de que existo, damas y caballeros, por unos minutos.
Se puso a comer y no tomó parte en la conversación que cubrió el ruido de la vajilla al
llevársela Lily. El tema era la compañía de ópera que actuaba en el Teatro Real. El tenor, Mr
Bartell D'Arcy, hombre de tez oscura y fino bigote, elogió mucho a la primera contralto de la
compañía, pero a Miss Furlong le parecía que ésta tenía una presencia escénica más bien
vulgar. Freddy Malins dijo que había un negro cantando principal en la segunda tanda de la
pantomima del Gaiety que tenía una de las mejores voces de tenor que él había oído.
-¿Lo ha oído usted? -le preguntó a Mr Bartell D'Arey.
-No -dijo Mr Bartell D'Arcy sin darle importancia.
-Porque -explicó Freddy Malins- tengo curiosidad por conocer su opinión. A mí me
parece que tiene una gran voz.
-Y Teddy sabe lo que es bueno -dijo Mr Browne, confianzudo, a la concurrencia.
-¿Y por qué no va a tener él también una buena voz? -preguntó Freddy Malins en tono
brusco-. ¿Porque no es más que un negro?
Nadie respondió a su pregunta y Mary Jane pastoreó la conversación de regreso a la
ópera seria. Una de sus alumnas le había dado un pase para Mignon. Claro que era muy
buena, dijo, pero le recordaba a la pobre Georgina Bums. Mr Browne se fue aún más lejos, a
las viejas compañías italianas que solían visitar a Dublín: Tietjens, Ilma de Mujza,
Campanini, el gran Trebilli, Giuglini, Ravelli, Aramburo. Qué tiempos aquellos, dijo, cuando
se oía en Dublín lo que se podía llamar bel canto. Contó cómo la tertulia del viejo Real estaba
siempre de bote en bote, noche tras noche, cómo una noche un tenor italiano había dado cinco
bises de Déjame caer como cae un soldado, dando el do de pecho en cada ocasión, y cómo la
galería en su entusiasmo solía desenganchar los caballos del carruaje de una gran prima
donna para tirar ellos del coche por las calles hasta el hotel. ¿Por qué ya no cantaban las
grandes óperas, preguntó, como Dinorah, Lucrezia Borgia? Porque ya no había voces para
cantarlas: por eso.
-Ah, pero -dijo Mr Bartell D'Arcy- a mi entender hay tan buenos cantantes hoy como
entonces.
-¿Dónde están? -preguntó Mr Browne, desafiante.
-En Londres, París, Milán -dijo Mr Bartell D'Arcy, acalorado-. Para mí, Caruso, por
ejemplo, es tan bueno, si no mejor que cualquiera de los cantantes que usted ha mencionado.
-Tal vez sea así -dijo Mr Browne-. Pero tengo que decirle que lo dudo mucho.
-Ay, yo daría cualquier cosa por oír cantar a Caruso -dijo Mary Jane.
-Para mí -dijo tía Kate, que estaba limpiando un hueso-, no ha habido más que un
tenor. Quiero decir, que a mí me guste. Pero supongo que ninguno de ustedes ha oído hablar
de él.
-¿Quién es él, Miss Morkan? -preguntó Mr Bartell D'Arcy, cortésmente.
-Su nombre -dijo tía Kate- era Parkinson. Lo oí cantar cuando estaba en su apogeo y
creo que tenía la más pura voz de tenor que jamás salió de una garganta humana.
-Qué raro -dijo Mr Bartell D'Arcy-. Nunca oí hablar de él.
-Sí, sí, tiene razón Miss Morkan- dijo Mr Browne-. Recuerdo haber oído hablar del
viejo Parkinson. Pero eso fue mucho antes de mi época.
-Una bella, pura, dulce y suave voz de tenor inglés -dijo la tía Kate entusiasmada.
Como Gabriel había terminado, se trasladó el enorme pudín a la mesa. El sonido de
cubiertos comenzó otra vez. La mujer de Gabriel partía porciones del pudín y pasaba los platillos
mesa abajo. A medio camino los detenía Mary Jane, quien los rellenaba con gelatina de
frambuesas o de naranja o con manjar blanco o jalea. El pudín había sido hecho por tía Julia y
ésta recibió elogios de todas partes. Pero ella dijo que no había quedado lo bastante bruno.
-Bueno, confío, Miss Morkan -dijo Mr Browne-, en que yo sea lo bastante bruno para
su gusto, porque, como ya sabe, yo soy todo browno.
Los hombres, con la excepción de Gabriel, le hicieron el honor al pudín de la tía Julia.
Como Gabriel nunca comía postre le dejaron a él todo el apio. Freddy Malins también cogió
un tallo y se lo comió junto con su pudín. Alguien le había dicho que el apio era lo mejor que
había para la sangre y como estaba bajo tratamiento médico. Mrs Malins, que no había hablado
durante la cena, dijo que en una semana o cosa así su hijo ingresaría en Monte
Melleray. Los concurrentes todos hablaron de Monte Melleray, de lo reconstituyente que era
el aire allá, de lo hospitalarios que eran los monjes y cómo nunca cobraban ni un penique a
sus huéspedes.
-¿Y me quiere usted decir -preguntó Mr Browne, incrédulo- que uno va allá y se
hospeda como en un hotel y vive de lo mejor y se va sin pagar un penique?
-Oh, la mayoría dona algo al monasterio antes de irse -dijo Mary Jane.
-Ya quisiera yo que tuviéramos una institución así en nuestra Iglesia -dijo Mr Browne
con franqueza.
Se asombró de saber que los monjes nunca hablaban, que se levantaban a las dos de la
mañana y que dormían en un ataúd. Preguntó que por qué.
-Son preceptos de la orden -dijo tía Kate con firmeza.
-Sí, pero ¿por qué? -preguntó Mr Browne.
La tía Kate repitió que eran los preceptos y así eran. A pesar de todo, Mr Browne
parecía no comprender. Freddy Malins le explicó tan bien como pudo que los monjes trataban
de expiar los pecados cometidos por todos los pecadores del mundo exterior. La explicación
no quedó muy clara para Mr Browne, quien, sonriendo, dijo:
-Me gusta la idea, pero ¿no serviría una cómoda cama de muelles tan bien como un
ataúd?
-El ataúd -dijo Mary Jane- es para que no olviden su último destino.
Como la conversación se hizo fúnebre se la enterró en el silencio, en medio del cual se
pudo oír a Mrs Malins decir a su vecina en un secreto a voces:
-Son muy buenas personas los monjes, muy religiosos.
Las pasas y las almendras y los higos y las manzanas y las naranjas y los chocolates y
los caramelos pasaron de mano en mano y tía Julia invitó a los huéspedes a beber oporto o
jerez. Al principio, Mr Bartell D'Arcy no quiso beber nada, pero uno de sus vecinos le llamó
la atención con el codo y le susurró algo al oído, ante lo cual aquél permitió que le llenaran su
copa. Gradualmente, según se llenaban las copas, la conversación se detuvo. Siguió una
pausa, rota sólo por el ruido del vino y las sillas al moverse. Las Morkans, las tres, bajaron la
vista al mantel. Alguien tosió una o dos veces y luego unos cuantos comensales tocaron en la
mesa suavemente pidiendo silencio. Cuando se hizo el silencio, Gabriel echó su silla hacia
atrás y se levantó.
El tableteo creció, alentador, y luego cesó del todo. Gabriel apoyó sus diez dedos
temblorosos en el mantel y sonrió, nervioso, a su público. Al enfrentarse a la fila de cabezas
volteadas levantó su vista a la lámpara. El piano tocaba un vals y pudo oír las faldas frotar
contra la puerta del comedor. Tal vez había alguien afuera en la calle, bajo la nieve, mirando
a las ventanas alumbradas y oyendo la melodía del vals. Al aire libre, puro. A lo lejos se vería
el parque con sus árboles cargados de nieve. El monumento a Wellington tendría un brillante
gorro nevado refulgiendo hacia el poniente, sobre los blancos campos de Quince Acres.
Comenzó:
-Damas y caballeros.
-Hame tocado en suerte esta noche, como en años anteriores, cumplir una tarea muy
grata, para la cual me temo, empero, que mi pobre capacidad oratoria no sea lo bastante adecuada.
-¡De ninguna manera! -dijo Mr Browne.
-Bien, sea como sea, sólo puedo pedirles esta noche que tomen lo dicho por lo hecho
y me presten su amable atención por unos minutos, mientras trato de expresarles con palabras
cuáles son mis sentimientos en esta ocasión.
-Damas y caballeros. No es la primera vez que nos reunimos bajo este hospitalario
techo, alrededor de esta mesa hospitalaria. No es la primera vez que hemos sido recipiendarios
-o, quizá sea mejor decir, víctimas- de la hospitalidad de ciertas almas bondadosas.
Dibujó un círculo en el aire con sus brazos y se detuvo. Todo el mundo rió o sonrió
hacia tía Kate, tía Julia y Mary Jane, que se ruborizaron de júbilo. Gabriel prosiguió con más
audacia:
-Cada año que pasa siento con mayor fuerza que nuestro país no tiene otra tradición
que honre mejor y guarde con mayor celo que la hospitalidad. Es una tradición única en mi
experiencia (y he visitado no pocos países extranjeros) entre las naciones modernas. Algunos
dirían, tal vez, que es más defecto que virtud de cual vanagloriarse. Pero aun si
concediéramos que fuera así, se trata, a mi entender, de un defecto principesco, que confío
que cultivemos por muchos años por venir. De una cosa, por lo menos, estoy seguro.
Mientras este techo cobije a las buenas almas mencionadas antes -y deseo desde el fondo de
mi corazón que sea así por muchos años y muchos años por transcurrir- la tradición de
genuina, cálidamente entrañable, y cortés hospitalidad irlandesa, que nuestros antepasados
nos legaron y que a su vez debemos legar a nuestros descendientes, palpita todavía entre
nosotros.
Un cordial murmullo de asenso corrió por la mesa. Le pasó por la mente a Gabriel que
Miss Ivors no estaba presente y que se había ido con descortesía: y dijo con confianza en sí
mismo:
-Damas y caballeros.
-Una nueva generación crece en nuestro seno, una generación motivada por ideales
nuevos y nuevos principios. Es ésta seria y entusiasta de estos nuevos ideales, y su
entusiasmo, aun si está mal enderezado, es, creo, eminentemente sincero. Pero vivimos en
tiempos escépticos y, si se me permite la frase, en una era acuciada por las ideas: y a veces
me temo que esta nueva generación, educada o hipereducada como es, carecerá de aquellas
cualidades de humanidad, de hospitalidad, de generoso humor que pertenecen a otros
tiempos. Escuchando esta noche los nombres de esos grandes cantantes del pasado me pareció,
debo confesarlo, que vivimos en época menos espaciosa. Aquéllos se pueden llamar,
sin exageración, días espaciosos: y si desaparecieron sin ser recordados esperemos que, por lo
menos, en reuniones como ésta todavía hablaremos de ellos con orgullo y con afecto, que
todavía atesoraremos en nuestros corazones la memoria de los grandes, muertos y
desaparecidos, pero cuya fama el mundo no dejará perecer nunca de motu propio.
-¡Así se habla! -dijo Mr Browne bien alto.
-Pero como todo -continuó Gabriel, su voz cobrando una entonación más suave-,
siempre hay en reuniones como ésta pensamientos tristes que vendrán a nuestra mente:
recuerdos del pasado, de nuestra juventud, de los cambios, de esas caras ausentes que
echamos de menos esta noche. Nuestro paso por la vida está cubierto de tales memorias
dolorosas: y si fuéramos a cavilar sobre las mismas, no tendríamos ánimo para continuar
valerosos nuestra vida cotidiana entre los seres vivientes. Tenemos todos deberes vivos y
vivos afectos que reclaman, y con razón reclaman, nuestro esfuerzo más constante y tenaz.
-Por tanto, no me demoraré en el pasado. No permitiré que ninguna lúgubre reflexión
moralizante se entrometa entre nos esta noche. Aquí estamos reunidos por un breve instante
extraído de los trajines y el ajetreo de la rutina cotidiana. Nos encontramos aquí como
amigos, en espíritu de fraternal compañerismo, como colegas, y hasta cierto punto en
verdadero espíritu de camaradería, y como invitados de -¿cómo podría llamarlas?- las Tres
Gracias de la vida musical de Dublín.
La concurrencia rompió en risas y aplausos ante tal salida. Tía Julia pidió en vano a
cada una de sus vecinas, por turno, que le dijeran lo que Gabriel había dicho.
-Dice que somos las Tres Gracias, tía Julia -dijo Mary Jane.
La tía Julia no entendió, pero levantó la vista, sonriendo, a Gabriel, que prosiguió en
la misma vena:
-Damas y caballeros.
-No intento interpretar esta noche el papel que Paris jugó en otra ocasión. No intentaré
siquiera escoger entre ellas. La tarea sería ingrata y fuera del alcance de mis pobres aptitudes,
porque cuando las contemplo una a una, bien sea nuestra anfitriona mayor, cuyo buen
corazón, demasiado buen corazón, se ha convertido en estribillo de todos aquellos que la
conocen, o su hermana, que parece poseer el don de la eterna juventud y cuyo canto debía
haber constituido una sorpresa y una revelación para nosotros esta noche, o, last but not least,
cuando considero a nuestra anfitriona más joven, talentosa, animosa y trabajadora, la mejor
de las sobrinas, confieso, damas y caballeros, que no sabría a quién conceder el premio.
Gabriel echó una ojeada a sus tías y viendo la enorme sonrisa en la cara de tía Julia y
las lágrimas que brotaron a los ojos de tía Kate, se apresuró a terminar. Levantó su copa de
oporto, galante, mientras los concurrentes palpaban sus respectivas copas expectantes, y dijo
en alta voz:
-Brindemos por las tres juntas. Bebamos a su salud, prosperidad, larga vida, felicidad
y ventura, y ojalá que continúen por largo tiempo manteniendo la posición soberana y bien
ganada que tienen en nuestra profesión, y la honra y el afecto que se han ganado en nuestros
corazones.
Todos los huéspedes se levantaron, copa en mano, y, volviéndose a las tres damas
sentadas, cantaron al unísono, con Mr Browne como guía:
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
Nadie lo puede negar!
La tía Kate hacía uso descarado de su pañuelo y hasta tía Julia parecía conmovida.
Freddy Malins marcaba el tiempo con su tenedor de postre y los cantantes se miraron cara a
cara, como en melodioso concurso, mientras cantaban con énfasis:
A menos que diga mentira,
A menos que diga mentira...
Y volviéndose una vez más a sus anfitrionas, entonaron:
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
Nadie lo puede negar!
La aclamación que siguió fue acogida más allá de las puertas del comedor por muchos
otros invitados y renovada una y otra vez, con Freddy Malins de tambor mayor, tenedor en
ristre.
…………………………………………………………………………………………………..
El frío y penetrante aire de la madrugada se coló en el salón en que esperaban, por lo
que tía Kate dijo:
-Que alguien cierre esa puerta. Mrs Malins se va a morir de frío.
-Browne está fuera, tía Kate -dijo Mary Jane.
-Browne está en todas partes -dijo tía Kate, bajando la voz.
Mary Jane se rió de su tono de voz.
-¡Vaya -dijo socarrona- si es atento!
-Se nos ha expandido como el gas -dijo la tía Kate en el mismo tono- por todas las
Navidades.
Se rió de buena gana esta vez y añadió enseguida:
-Pero dile que entre, Mary Jane, y cierra la puerta. Ojalá que no me haya oído.
En ese momento se abrió la puerta del zaguán y del portal y entró Mr Browne
desternillándose de risa. Vestía un largo gabán verde con cuello y puños de imitación de
astrakán, y llevaba en la cabeza un gorro de piel ovalado. Señaló para el malecón nevado de
donde venía un sonido penetrante de silbidos.
-Teddy va a hacer venir todos los coches de Dublín -dijo.
Gabriel avanzó del desván detrás de la oficina, luchando por meterse en su abrigo y,
mirando alrededor, dijo:
-¿No bajó ya Gretta?
-Está recogiendo sus cosas, Gabriel -dijo tía Kate.
-¿Quién toca arriba? -preguntó Gabriel.
-Nadie. Todos se han ido ya.
-Oh, no, tía Kate -dijo Mary Jane-. Bartell D'Arcy y Miss O'Callaghan no se han ido
todavía.
-En todo caso, alguien teclea al piano --dijo Gabriel. Mary Jane miró a Gabriel y a Mr
Browne y dijo, tiritando:
-Me da frío nada más de mirarlos a ustedes, caballeros, abrigados así como están. No
me gustaría nada tener que hacer el viaje que van a hacer ustedes de vuelta a casa a esta hora.
-Nada me gustaría más en este momento -dijo Mr Browne, atlético- que una crujiente
caminata por el campo o una carrera con un buen trotón entre las varas.
-Antes teníamos un caballo muy bueno y coche en casa -dijo tía Julia con tristeza.
-El Nunca Olvidado Johnny -dijo Mary Jane, riendo.
La tía Kate y Gabriel rieron
también.
-Vaya, ¿y qué tenía de extraordinario este Johnny? -preguntó Mr Browne.
-El Muy Malogrado Patrick Morkan, es decir, nuestro abuelo -explicó Gabriel-,
comúnmente conocido en su edad provecta como el caballero viejo, fabricaba cola.
-Ah, vamos, Gabriel -dijo tía Kate, riendo-, tenía una fábrica de almidón.
-Bien, almidón o cola --dijo Gabriel-, el caballero viejo tenía un caballo que respondía
al nombre de Johnny. Y Johnny trabajaba en el molino del caballero viejo, dando vueltas y
vueltas a la noria. Hasta aquí todo va bien, pero ahora viene la trágica historia de Johnny. Un
buen día se le ocurrió al caballero viejo ir a dar un paseo en coche con la gente de postín a ver
una parada en el bosque.
-El Señor tenga piedad de su alma -dijo tía Kate, compasiva.
-Amén -dijo Gabriel-. Así, el caballero viejo, como dije, le puso el arnés a Johnny y se
puso él su mejor chistera y su mejor cuello duro y sacó su coche con mucho estilo de su
mansión ancestral cerca del callejón de Back Lane, si no me equivoco.
Todos rieron, hasta Mrs Malins, de la manera en que Gabriel lo dijo y tía Kate dijo:
-
Oh, vaya, Gabriel, que no vivía en Back Lane, vamos. Nada más que tenía allí su fábrica.
-De la casa de sus antepasados -continuó Gabriel- salió, pues, el coche tirado por
Johnny. Y todo iba de lo más bien hasta que Johnny vio la estatua de Guillermito: sea porque
se enamorara del caballo de Guillermito el rey o porque se creyera que estaba de regreso en la
fábrica, la cuestión es que empezó a darle vueltas a la estatua.
Gabriel trotó en círculos con sus galochas en medio de la carcajada general.
-Vueltas y vueltas le daba --dijo Gabriel-, hasta que el caballero viejo, que era un
viejo caballero muy pomposo, se indignó terriblemente. ¡Vamos, señor! ¿Pero qué es eso de
señor? ¡Johnny! ¡Johnny! ¡Extraño comportamiento! ¡No comprendo a este caballo!
Las risotadas que siguieron a la interpretación que Gabriel dio al incidente quedaron
interrumpidas por un resonante golpe en la puerta del zaguán. Mary Jane corrió a abrirla para
dejar entrar a Freddy Malins, quien, con el sombrero bien echado hacia atrás en la cabeza y
los hombros encogidos de frío, soltaba vapor después de semejante esfuerzo.
-No conseguí más que un coche -dijo.
-Bueno, encontraremos nosotros otro por el malecón -dijo Gabriel.
-Sí -dijo tía Kate-. Lo mejor es evitar que Mrs Malins se quede ahí parada en la
corriente.
Su hijo y Mr Browne ayudaron a Mrs Malins a bajar el quicio de la puerta y, después
de muchas maniobras, la alzaron hasta el coche. Freddy Malins se encaramó detrás de ella y
estuvo mucho tiempo colocándola en su asiento, ayudado por los consejos de Mr Browne.
Por fin se acomodó ella y Freddy Malins invitó a Mr Browne a subir al coche. Se oyó una
conversación confusa y después Mr Browne entró al coche. El cochero se arregló la manta
sobre el regazo y se inclinó a preguntar la dirección. La confusión se hizo mayor y Freddy
Malins y Mr Browne, sacando cada uno la cabeza por la ventanilla, dirigieron al cochero en
direcciones distintas. El problema era saber dónde en el camino había que dejar a Mr
Browne, y tía Kate, tía Julia y Mary Jane contribuían a la discusión desde el portal con
direcciones cruzadas y contradicciones y carcajadas. En cuanto a Freddy Malins, no podía
hablar por la risa. Sacaba la cabeza de vez en cuando por la ventanilla, con mucho riesgo de
perder el sombrero, y luego le contaba a su madre cómo iba la discusión, hasta que,
finalmente, Mr Browne le dio un grito al confundido cochero por sobre el ruido de las risas.
-¿Sabe usted dónde queda Trinity College?
-Sí, señor -dijo el cochero.
-Muy bien, siga entonces derecho hasta dar contra la portada de Trinity College -dijo
Mr Browne- y ya le diré yo por dónde coger. ¿Entiende ahora?
-Sí, señor -dijo el cochero.
-Volando hasta Trinity College.
-Entendido, señor -gritó el cochero.
Unos foetazos al caballo y el coche traqueteó por la orilla del río en medio de un coro
de risas y de adioses.
Gabriel no había salido a la puerta con los demás. Se quedó en la oscuridad del
zaguán mirando hacia la escalera. Había una mujer parada en lo alto del primer descanso, en las sombras también. No podía verle a ella la cara, pero podía ver retazos del vestido, color
terracota y salmón, que la oscuridad hacía parecer blanco y negro. Era su mujer. Se apoyaba
en la baranda, oyendo algo. Gabriel se sorprendió de su inmovilidad y aguzó el oído para oír
él también. Pero no podía oír más que el ruido de las risas y de la discusión del portal, unos
pocos acordes del piano y las notas de una canción cantada por un hombre.
Se quedó inmóvil en el zaguán sombrío, tratando de captar la canción que cantaba
aquella voz y escudriñando a su mujer. Había misterio y gracia en su pose, como si fuera ella
el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie en una escalera
oyendo una melodía lejana. Si fuera pintor la pintaría en esa misma posición. El sombrero de
fieltro azul destacaría el bronce de su pelo recortado en la sombra y los fragmentos oscuros
de su traje pondrían las partes claras de relieve. Lejana Melodía llamaría él al cuadro, si fuera
pintor.
Cerraron la puerta del frente y tía Kate, tía Julia y Mary Jane regresaron al zaguán
riendo todavía.
-¡Vaya con ese Freddy, es terrible! -dijo Mary Jane-. ¡Terrible!
Gabriel no dijo nada sino que señaló hacia las escaleras, hacia donde estaba parada su
mujer. Ahora, con la puerta del zaguán cerrada, se podían oír más claros la voz y el piano.
Gabriel levantó la mano en señal de silencio. La canción parecía estar en el antiguo tono
irlandés y el cantante no parecía estar seguro de la letra ni de su voz. La voz, que sonaba
plañidera por la distancia y la ronquera del cantante, subrayaba débilmente las cadencias de
aquella canción con palabras que expresaban tanto dolor:
Oh, la lluvia cae sobre mi pesado pelo
Y el rocío moja la piel de mi cara,
Mi hijo yace aterido de frío...
-Ay -exclamó Mary Jane-. Es Bartell D'Arcy cantando y no quiso cantar en toda la
noche. Ah, voy a hacerle que cante una canción antes de irse.
-Oh, sí, Mary Jane -dijo tía Kate.
Mary Jane pasó rozando a los otros y corrió hacia la escalera, pero antes de llegar allá
la música dejó de oírse y alguien cerró el piano de un golpe.
-¡Ay, qué pena! -se lamentó-. ¿Ya viene para abajo, Gretta?
Gabriel oyó a su mujer decir que sí y la vio bajar hacia ellos. Unos pasos detrás
venían Bartell D'Arcy y Miss O'Callaghan.
-¡Oh, Mr D'Arcy -exclamó Mary Jane-, muy egoísta de su parte acabar así de pronto
cuando todos le oíamos arrobados!
-He estado detrás de él toda la noche -dijo Miss O'Callaghan- y también Mrs Conroy,
y nos decía que tiene un catarro terrible y no podía cantar.
-Ah, Mr D'Arcy -dijo la tía Kate-, mire que decir tal embuste.
-¿No se dan cuenta de que estoy más ronco que una rana? -dijo Mr D'Arcy grosero.
Entró apurado al cuarto de desahogo a ponerse su abrigo. Los demás, pasmados ante
su ruda respuesta, no hallaban qué decir. Tía Kate encogió las cejas y les hizo señas a todos
de que olvidaran el asunto. Mr D'Arcy, ceñudo, se abrigaba la garganta con cuidado.
-Es el tiempo -dijo tía Julia, luego de una pausa.
-Sí, todo el mundo tiene catarro -dijo tía Kate enseguida-, todo el mundo.
-Dicen -dijo Mary Jane- que no habíamos tenido una nevada así en treinta años; y leí
esta mañana en los periódicos que nieva en toda Irlanda.
-A mí me gusta ver la nieve -dijo tía Julia con tristeza.
-Y a mí -dijo Miss O'Callaghan-. Yo creo que las Navidades no son nunca verdaderas
Navidades si el suelo no está nevado.
-Pero al pobre de Mr D'Arcy no le gusta la nieve -dijo tía Kate sonriente.
Mr D'Arcy salió del cuarto de desahogo todo abrigado y abotonado y en son de
arrepentimiento les hizo la historia de su catarro. Cada uno le dio un consejo diferente, le
dijeron que era una verdadera lástima y lo urgieron a que se cuidara mucho la garganta del
sereno. Gabriel miraba a su mujer, que no se mezcló en la conversación. Estaba de pie debajo
del reverbero y la llama del gas iluminaba el vivo bronce de su pelo, que él había visto a ella
secar al fuego unos días antes. Seguía en su actitud y parecía no estar consciente de la
conversación a su alrededor. Finalmente, se volvió y Gabriel pudo ver que tenía las mejillas
coloradas y los ojos brillosos. Una súbita marca de alegría inundó su corazón.
-Mr D'Arcy -dijo ella-, ¿cuál es el nombre de esa canción que usted cantó?
-Se llama La joven de Aughrim -dijo Mr D'Arcy-, pero no la puedo recordar muy
bien. ¿Por qué? ¿La conoce?
-La joven de Aughrim -repitió ella-. No podía recordar el nombre.
-Linda melodía -dijo Mary Jane-. Qué pena que no estuviera usted en voz esta noche.
-Vamos, Mary Jane -dijo tía Kate-. No importunes a Mr D'Arcy. No quiero que se
vaya a poner bravo.
Viendo que estaban todos listos para irse comenzó a pastorearlos hacia la puerta
donde se despidieron:
-Bueno, tía Kate, buenas noches y gracias por la velada tan grata.
-Buenas noches, Gabriel. ¡Buenas noches, Gretta!
-Buenas noches, tía Kate, y un
millón de gracias. Buenas noches, tía Julia.
-Ah, buenas noches, Gretta, no te había visto.
-Buenas noches, Mr D'Arcy. Buenas noches, Miss O'Callaghan.
-Buenas noches, Miss Morkan.
-Buenas noches, de nuevo.
-Buenas noches a todos.
Vayan con Dios.
-Buenas noches. Buenas noches.
Todavía era oscuro. Una palidez cetrina se cernía sobre las casas y el río; y el cielo
parecía estar bajando. El suelo se hacía fango bajo los pies y sólo quedaban retazos de nieve
sobre los techos, en el muro del malecón y en las barandas de los alrededores. Las lámparas
ardían todavía con un fulgor rojo en el aire lóbrego y, al otro lado del río, el palacio de las
Cuatro Cortes se erguía amenazador contra el cielo oneroso.
Caminaba ella delante de él con Mr Bartell D'Arcy, sus zapatos en un cartucho bajo el brazo,
sus manos levantando la falda del fango. No tenía ya una pose graciosa, pero los ojos de
Gabriel brillaban de felicidad. La sangre golpeaba en sus venas; y los pensamientos se
amotinaban en su cerebro: orgullosos, regocijados, tiernos, valerosos.
Caminaba ella delante tan leve y tan erguida que él deseó caerle detrás sin ruido, tomarla por
los hombros y decirle al oído algo tonto y afectuoso. Le parecía tan frágil que quería
defenderla de cualquier cosa para luego quedarse solo con ella. Momentos de su vida secreta
juntos fulguraron como estrellas en su memoria. Junto a la taza de té del desayuno, un sobre
color heliotropo que él acariciaba con su mano. Los pájaros piaban en la enredadera y la
luminosa telaraña del cortinaje cabrilleaba sobré el piso: era tan feliz que no podía probar
bocado. Estaban en la concurrida plataforma y él deslizaba un billete en la cálida palma
recóndita de su mano enguantada. Estaba de pie con ella a la intemperie, mirando por entre
los barrotes de una ventana a un hombre haciendo botellas ante un horno rugiente. Hacía
mucho frío. Su cara, reluciente por el viento helado, estaba muy cerca de la suya; y de pronto
ella le llamó la atención al hombre del horno:
-Señor, ¿ese fuego, está caliente?
Pero el hombre no la pudo oír con el ruido que hacía la fornalla. Más valía así. Con
toda seguridad le habría respondido groseramente.
Una ola de una alegría más tierna escapó de su corazón para correrle en cálido
torrente por las arterias. Como el tierno calor de las estrellas, rompieron a iluminar su memoria momentos de su vida juntos que nadie conocía, que nadie sabría nunca. Anhelaba
hacerle recordar a ella todos esos momentos, para hacerle olvidar su aburrida existencia
juntos y que rememorara solamente los momentos de éxtasis. Ya que los años, sentía él, no
habían colmado la sed de su alma o la de ella. Los hijos sus escritos, su labor de ama de casa
no habían apagado el tierno fuego de sus almas. En una carta que le escribió por aquel
tiempo, él le decía: ¿Por qué palabras como éstas me parecen tan sosas y frías? ¿Es porque no
hay una palabra tan tierna que sea capaz de ser tu nombre?
Como una melodía lejana estas palabras que había escrito años atrás le llegaron desde
el pasado. Deseaba estar a solas con ella. Cuando todos se hubieran ido, cuando estuvieran
solos él y ella en la habitación del hotel, entonces estarían juntos y a solas. La llamaría
quedamente:
-¡Gretta!
Tal vez no lo oyera ella enseguida: se estaría desnudando. Luego, algo en su voz
llamaría su atención. Se volvería ella a mirarlo.. , En la esquina de Winetavern Street
encontraron un coche. Se alegró de que hiciera tanto ruido, pues ahorraba la conversación.
Ella miraba por la ventana y parecía cansada.
Los otros hablaban apenas, señalando a un
edificio o a una calle. El caballo trotaba desganado bajo el cielo sombrío, tirando de la caja
crujiente tras sus cascos, y Gabriel estaba de nuevo en un coche con ella, galopando a
alcanzar el barco, galopando hacia su luna de miel.
Cuando el coche atravesaba el puente de O'Connell, Miss Callaghan dijo:
-Dicen que nadie cruza el puente de O'Donnell sin ver un caballo blanco.
-Yo veo un hombre blanco esta vez -dijo Gabriel.
-¿Dónde? -preguntó Mr Bartell D'Arcy.
Gabriel señaló a la estatua, en la que había parches de nieve. Luego, la saludó
familiarmente y levantó la mano.
-Buenas noches, Daniel -dijo, alegre.
Cuando el coche arrimó ante el hotel, Gabriel saltó afuera y, a pesar de las protestas
de Mr Bartell D'Arcy, pagó al cochero. Le dio al hombre un chelín por el viaje. El hombre lo
saludó y dijo:
-Próspero Año Nuevo, señor.
-Igualmente -dijo Gabriel, cordial.
Ella se apoyó un instante en su brazo al salir del coche, y luego, de pie en la acera,
dándoles las buenas noches a los demás. Se sujetaba leve a su brazo, tan levemente como
cuando bailó con él antes. Se sintió orgulloso y feliz entonces: feliz de estar con ella,
orgulloso de su gracia y su porte señorial. Pero ahora, después de reavivar tantos recuerdos, el
primer contacto con su cuerpo, armonioso y extraño y perfumado, produjo en él un agudo
latido de lujuria. Aprovechándose de su silencio, le apretó el brazo a su costado; y al
detenerse a la puerta del hotel, sintió que se habían escapado a sus vidas y a sus deberes,
escapado de la familia y de los amigos, y se habían fugado juntos, sus corazones vibrantes y
salvajes, en busca de una aventura nueva.
Un viejo dormitaba en uno de los grandes sillones de orejas en el vestíbulo. Encendió
él una vela en la oficina y los precedió escaleras arriba. Lo siguieron en silencio, sus pies pisando
sordamente los mullidos escalones alfombrados. Ella subía detrás del portero, su
cabeza doblegada por el ascenso, sus frágiles hombros encorvados como por una pesada
carga, su falda entallándola ceñida. Echaría los brazos alrededor de sus caderas para obligarla
a detenerse, pues le temblaban de deseo de poseerla y solamente la presión de sus uñas contra
la palma de su mano mantenía bajo control el impulso de su cuerpo. El portero se paró en las
escaleras a enderezar la vela que chorreaba. Se detuvieron detrás de él. En el silencio, Gabriel
podía oír la esperma derretida caer goteando en la palmatoria, tanto como el latido del
corazón golpeando sus costillas.
El portero los condujo a lo largo de un pasillo y abrió una puerta. Luego, puso su
inestable vela en una mesita de noche y preguntó que a qué hora querían los señores
despertarse.
-A las ocho -dijo Gabriel.
El portero señaló para el botón de la luz y empezó a murmurar una disculpa, pero
Gabriel lo detuvo.
-No queremos luz. Hay bastante con la de la calle. Y yo diría -dijo, señalando la vela que
puede usted, amigo mío, librarnos de tan orondo instrumento.
El portero cargó con la vela otra vez, pero sin prisa, ya que se había sorprendido de
idea tan novedosa. Luego, murmuró las buenas noches y salió. Gabriel pasó el pestillo.
La fantasmal luz del alumbrado público iluminaba el tramo de la ventana a la puerta. Gabriel
arrojó abrigo y sombrero sobre un sofá y cruzó el cuarto en dirección a la ventana. Miró abajo
hacia la calle para calmar su emoción un tanto. Luego, se volvió a apoyarse en un armario, de
espaldas a la luz. Ella se había quitado el sombrero y la capa y se paró delante de un gran
espejo movible a zafarse el vestido. Gabriel se detuvo a mirarla un momento y después dijo:
-¡Gretta!
Se volvió ella lentamente del espejo y atravesó el cuadro de luz para acercarse. Su
cara lucía tan seria y fatigada que las palabras no acertaban a salir de los labios de Gabriel.
No, no era el momento todavía.
-Se te ve cansada -dijo él.
-Lo estoy un poco -respondió ella.
-¿No te sientes enferma ni débil?
-No, cansada: eso es todo.
Se fue a la ventana y se quedó allá, mirando para fuera. Gabriel esperó de nuevo y
luego, temiendo que lo ganara la indecisión, dijo, abrupto:
-¡Por cierto, Gretta!
-¿Qué es?
-¿Tú conoces a ese pobre tipo Malins? -dijo rápido.
-Sí. ¿Qué le pasa?
-Nada, que el pobre es de lo más decente, después de todo -siguió Gabriel con voz
falsa-. Me devolvió el soberano que le presté y no me lo esperaba, en absoluto. Es una pena
que no se aleje de ese tipo Browne, pues no es mala persona.
Temblaba, molesto. ¿Por qué parecía ella tan distraída? No sabía por dónde empezar.
¿Estaría molesta, ella también, por algo? ¡Si solamente se volviera o viniera hacia él por sí
misma! Tomarla así como estaba sería bestial. No, tenía que notar un poco de pasión en sus
ojos. Deseaba dominar su extraño estado de ánimo.
-¿Cuándo le prestaste la libra? -preguntó ella después de una pausa.
Gabriel luchó por contenerse y no arrancar a maldecir brutalmente al estúpido de
Malins y su libra. Anhelaba gritarle desde el fondo de su alma, estrujar su cuerpo contra el
suyo, dominarla. Pero dijo:
-Oh, por Navidad, cuando abrió su tiendecita de tarjetas de felicitaciones en Henry
Street.
Sufría tal fiebre de rabia y de deseo que no la oyó acercarse desde la ventana. Ella se
detuvo frente a él un instante, mirándolo de modo extraño. Luego, poniéndose de pronto en
puntillas y posando sus manos, leve, en sus hombros, lo besó.
-Eres tan generoso, Gabriel -
dijo.
Gabriel, temblando de deleite ante su beso súbito y la rareza de su frase, le puso una
mano sobre el pelo y empezó a alisárselo hacia atrás, tocándolo apenas con los dedos. El lavado
se lo había puesto fino y brillante. Su corazón desbordaba de felicidad. Justo cuando lo
deseaba había venido ella por su propia voluntad. Quizá sus pensamientos corrían acordes
con los suyos. Quizás ella sintiera el impetuoso deseo que él guardaba dentro y su estado de ánimo imperioso la había subyugado. Ahora que ella se le había entregado tan fácilmente se
preguntó él por qué había sido tan pusilánime.
Se puso en pie, sosteniendo su cabeza entre las manos. Luego, deslizando un brazo
rápidamente alrededor de su cuerpo y atrayéndola hacia él, dijo en voz baja:
-Gretta querida, ¿en qué piensas?
No respondió ella ni cedió a su abrazo por entero. De nuevo habló él, quedo:
-Dime qué es, Gretta. Creo que sé lo que te pasa. ¿Lo sé?
No respondió ella
enseguida. Luego, dijo en un ataque de llanto:
-Oh, pienso en esa canción, La joven de Aughrim.
Se soltó de su abrazo y corrió hasta la cama y, tirando los brazos por sobre la baranda,
escondió la cara. Gabriel se quedó paralizado de asombro un momento y luego la siguió.
Cuando cruzó frente al espejo giratorio se vio de lleno: el ancho pecho de la camisa,
relleno, la cara cuya expresión siempre lo intrigaba cuando la veía en un espejo y sus
relucientes espejuelos de aros de oro. Se detuvo a pocos pasos de ella y le dijo:
-¿Qué ocurre con esa canción? ¿Por qué te hace llorar?
Ella levantó la cabeza de entre
los brazos y se secó los ojos con el dorso de la mano, como un niño. Una nota más bondadosa
de lo que hubiera querido se introdujo en su voz:
-¿Por qué, Gretta? -preguntó.
-Pienso en una persona que cantaba esa canción hace tiempo.
-¿Y quién es esa persona? -preguntó Gabriel, sonriendo.
-Una persona que yo conocí en Galway cuando vivía con mi abuela -dijo ella.
La sonrisa se esfumó de la cara de Gabriel. Una rabia sorda le crecía de nuevo en el
fondo del cerebro y el apagado fuego del deseo empezó a quemarle con furia en las venas.
-¿Alguien de quien estuviste enamorada? -preguntó irónicamente.
-Un muchacho que yo conocí -respondió ella-, que se llamaba Michael Furey.
Cantaba esa canción, La joven de Aughrim. Era tan delicado.
Gabriel se quedó callado. No quería que ella supiera que estaba interesado en su
muchacho delicado.
-Tal como si lo estuviera viendo -dijo un momento después-. ¡Qué ojos tenía: grandes,
negros! ¡Y qué expresión en ellos..., qué expresión!
-Ah, ¿entonces estabas enamorada de él? -dijo Gabriel.
-Salía con él a pasear -dijo ella,
cuando vivía en Galway.
Un pensamiento pasó por el cerebro de Gabriel.
-¿Tal vez fuera por eso que querías ir a Galway con esa muchacha Ivors? -dijo
fríamente.
Ella le miró y le preguntó, sorprendida:
-¿Para qué?
Sus ojos hicieron que Gabriel sintiera desazón. Encogiendo los hombros dijo:
-¿Cómo voy a saberlo yo? Para verlo, ¿no?
Retiró la mirada para recorrer con los ojos el rayo de luz hasta la ventana.
-El está muerto -dijo ella al rato-. Murió cuando apenas tenía diecisiete años. ¿No es
terrible morir así tan joven?
-¿Qué era él? -preguntó Gabriel, irónico todavía.
-Trabajaba en el gas -dijo ella.
Gabriel se sintió humillado por el fracaso de su ironía y ante la evocación de esta
figura de entre los muertos: un muchacho que trabajaba en el gas. Mientras él había estado
lleno de recuerdos de su vida secreta en común, lleno de ternura y deseo, ella lo comparaba
mentalmente con el otro. Lo asaltó una vergonzante conciencia de sí mismo. Se vio como una
figura ridícula, actuando como recadero de sus tías, un nervioso y bienintencionado
sentimental, alardeando de orador con los humildes, idealizando hasta su visible lujuria: el lamentable tipo fatuo que había visto momentáneamente en el espejo. Instintivamente dio la
espalda a la luz, no fuera que ella pudiera ver la vergüenza que le quemaba el rostro.
Trató de mantener su tono frío, de interrogatorio, pero cuando habló su voz era
indiferente y humilde.
-Supongo que estarías enamorada de este Michael Furey, Gretta -dijo.
-Me sentía muy bien con él entonces -dijo ella.
Su voz sonaba velada y triste. Gabriel, sintiendo ahora lo vano que sería tratar de
llevarla más lejos de lo que se propuso, acarició una de sus manos y dijo, él también triste:
-¿Y de qué murió tan joven, Gretta? Tuberculoso, supongo.
-Creo que murió por mí -respondió ella.
Un terror vago se apoderó de Gabriel ante su respuesta, como si, en el momento en
que confiaba triunfar, algún ser impalpable y vengativo se abalanzara sobre él, reuniendo las
fuerzas de su mundo tenue para echársele encima. Pero se sacudió libre con un esfuerzo de su
raciocinio y continuó acariciándole a ella la mano. No la interrogó más porque sentía que se
lo contaría ella todo por sí misma. Su mano estaba húmeda y cálida: no respondía a su
caricia, pero él continuaba acariciándola tal como había acariciado su primera carta aquella
mañana de primavera.
-Era en invierno -dijo ella-, como al comienzo del invierno en que yo iba a dejar a mi
abuela para venir acá al convento. Y él estaba enfermo siempre en su hospedaje de Galway y
no lo dejaban salir y ya le habían escrito a su gente en Oughterard. Estaba decaído, decían, o
cosa así. Nunca supe a derechas.
Hizo una pausa para suspirar.
-El pobre -dijo-. Me tenía mucho cariño y era tan gentil. Salíamos a caminar, tú sabes,
Gabriel, como hacen en el campo. Hubiera estudiado canto de no haber sido por su salud.
Tenía muy buena voz, el pobre Michael Furey.
-Bien, ¿y entonces? -preguntó Gabriel.
-Y entonces, cuando vino la hora de dejar yo Galway y venir acá para el convento, él
estaba mucho peor y no me dejaban ni ir a verlo, por lo que le escribí una carta diciéndole
que me iba a Dublín y regresaba en el verano y que esperaba que estuviera mejor para
entonces.
Hizo una pausa para controlar su voz y luego siguió:
-Entonces, la noche antes de
irme, yo estaba en la casa de mi abuela en la Isla de las Monjas, haciendo las maletas, cuando
oí que tiraban guijarros a la ventana. El cristal estaba tan anegado que no podía ver, por lo
que corrí abajo así como estaba y salí al patio y allí estaba el pobre al final del jardín,
tiritando.
-¿Y no le dijiste que se fuera para su casa? -preguntó Gabriel.
-Le rogué que regresara enseguida y le dije que se iba a morir con tanta lluvia. Pero él
me dijo que no quería seguir viviendo. ¡Puedo ver sus ojos ahí mismo, ahí mismo! Estaba
parado al final del jardín donde había un árbol.
-¿Y se fue? -preguntó Gabriel.
-Sí, se fue. Y cuando yo no llevaba más que una semana en el convento se murió y lo
enterraron en Oughterard, de donde era su familia. ¡Ay, el día que supe que, que se había
muerto!
Se detuvo, ahogada en llanto, y, sobrecogida por la emoción, se tiró en la cama
bocabajo, a sollozar sobre la colcha. Gabriel sostuvo su mano durante un rato, sin saber qué
hacer, y luego, temeroso de entrometerse en su pena, la dejó caer gentilmente y se fue, quedo,
a la ventana.
Ella dormía profundamente.
Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y
su boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte
que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca
hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo:
y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza
lozana, una extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí
mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que Michael Furey
desafió la muerte.
Quizás ella no le hizo a él todo el cuento. Sus ojos se movieron a la silla sobre la que
ella había tirado algunas de sus ropas. Un cordón del corpiño colgaba hasta el piso. Una bota
se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su compañera yacía recostada a su lado. Se
extrañó ante sus emociones en tropel de una hora atrás. ¿De dónde provenían? De la cena de
su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las
buenas noches en el pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia!
Ella, también, sería muy pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan y su
caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro mientras cantaba
Ataviada para el casorio. Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el
negro sombrero de seda sobre las rodillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado,
llorando y soplándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia.
Buscaría él en su cabeza algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las
usuales, inútiles y torpes. Sí, sí: ocurrirá muy pronto.
El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se
echó al lado de su esposa.
Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz
al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por
la vida. Pensó cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante
años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo.
Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquello por
ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las lágrimas
crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía una figura de hombre,
joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se había acercado
a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía
aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo
impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía
consumiéndose.
Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba.
Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había
llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en
toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas,
caía suave sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas
aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael
Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las
lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír
caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso,
sobre todos los vivos y sobre los muertos.
* * *
«The Dead», last short story of Dubliners, by James Joyce
«Los muertos» es uno de los mejores relatos de Joyce [1882-1941] y de toda la literatura. Crece con cada relectura. Es el último y el más largo de la colección Dublineses [1904-1914], su único libro de cuentos. Lo empezó a escribir en Dublín y lo terminó en Trieste.
Su título puede tener muchas interpretaciones, los muertos mencionados sería la más evidente, los muertos vivos o la muerte de una mirada para dar lugar al nacimiento de otra, también podríamos considerarlo. El que le queramos dar, incluso los recuerdos muertos, el pasado muerto, la juventud muerta. Será nuestra interpretación la valedera, corriéndonos de Irlanda y de «su parálisis moral y espiritual».
El sentimiento más profundo se expresa en las lágrimas de Gabriel, entonces también interpretamos cómo es afrontar el mundo de los vivos, el que se nos descorre en un momento impensado. La nieve y su blancura nos sumerge en una atmósfera especial, llena de simbolismos.
Espero que lo hayan disfrutado. Es en apariencia tan sencillo, un hombre con una cultura superior en relación a los que lo rodean —con todas las discusiones que este concepto puede despertar—, una fiesta y emociones imposibles de bloquear. Los personajes nos fueron llevando, entre otros muchos sitios, por el camino de «pretender ser alguien» [Gabriel] y por la inocencia y espontaneidad [Greta].
Hasta la próxima buena lectura. Ahora sí, si ya lo leyeron los dejo con la última escena, memorable, de la excelente película de John Huston, The Dead [1987], donde su hija, Angelica Huston interpreta el papel de Gretta.
C. G.
https://www.youtube.com/watch?v=PXHHHdrc-Q8
Notas
-James Joyce: [Dublín, 2-2-1882; Zúrich, 13-1-1941] Escritor irlandés, reconocido mundialmente como uno de los mejores del siglo XX. Su obra maestra es Ulises [1922], una de las novelas más nombradas, junto a la controvertida Finnegans Wake [1939], y las menos leídas por los lectores aficionados, paradójicamente.
También son muy valoradas: Retrato del artista adolescente [novela autobiográfica, 1916] y Dublineses [relatos, 1914], mucho más accesibles.
Joyce es un representante destacado de la corriente literaria de vanguardia llamada «modernismo anglosajón», junto a T. S. Eliot, Virginia Woolf y Ezra Pound, entre otros.
Aunque pasó la mayor parte de su vida fuera de Irlanda, los escenarios y personajes están inspirados en su Dublín natal, la Irlanda católica a la que pertenecía y la Irlanda protestante. Sus conflictos personales con la iglesia se ven reflejados en su personaje Stephen Dedalus de Ulises.
Pese a su aparente regionalismo, su escritura es una de las más cosmopolitas, traspasa todas las fronteras y pertenece al mundo. Ya que sutilmente retrata distintos aspectos de la naturaleza humana, haciendo uso de un lenguaje meticuloso, cuidado, rico y cálido, y de una técnica innovadora, el flujo de conciencia [stream of consciousness], con gran influencia en los escritores que lo sucedieron. Entre los argentinos, podemos nombrar a Leopoldo Marechal [Adán Buenosayres], Cortázar y Ricardo Piglia [Respiración artificial]. También Borges, por supuesto, aun con sus críticas.
«Una vez leído y absorbido, ni la literatura ni la vida vuelven a ser las mismas de nuevo», dijo el autor de La naranja mecánica, Anthony Burgess en su ensayo Re Joyce [1965].