A Land Imagined, película escrita y dirigida por Yeo Siew Hua, ganadora del Leopardo de Oro en el 71.º Festival de Locarno, Suiza, se presentó ayer en el 33.º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Argentina.
A Land Imagined, 2018
La talentosa y joven actriz china Luna Kwok [Mindy], Peter Yu [Lok] y Liu Xiaoyi [Wang] son los actores principales.
El director y autor de esta historia que transcurre en Singapur, el laureado Siew Hua Yeo, ya había sido premiado en su debut, con In The House of Straw, en 2009. Él forma parte de los jóvenes talentosos Singapore New Wave y es miembro de Asia Pacific Screen Awards [APSA].
Luna Kwok y el director Siew Hua Yeo, Locarno, 2018
Y lo mejor del cine del sudeste asiático, esta película, estuvo presente en el 33.º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Argentina.
Con un enfoque único y personal, Siew Hua Yeo nos muestra su historia.
Con un modo de expresión moderno, donde convergen otras artes que entretienen y nos mantienen atentos e interesados, la actualidad social y política no se deja de lado. En este caso: una forma de esclavitud moderna que contrasta con el rico país y la explotación de los migrantes empobrecidos, sin otra salida que la resignación.
Con mi hijo Franco Gianelli.
Film noir. En este formato de thriller psicológico, el escritor y director quiso mostrar el submundo de los trabajadores ilegales en Singapur. La relación entre los locales, su reacciones y conductas, y los «que llegan», son un espejo en el que no estaría mal mirarse. Es una película realista, sin embargo también es onírica e hipnótica. Las luces y música, la narración tiene mucho que ver con esto.
Realista y actual porque pone de relieve las condiciones inhumanas en las que viven y trabajan miles de inmigrantes que llegan a Singapur desde Malasia, Bangladesh, China o Indonesia. Trabajadores contratados viviendo de espaldas a una ciudad rica y pujante.
Onírica porque también elige hablarnos de las alegrías, miedos, dolores,... sentimientos individuales de los personajes que sueñan. La representación de estos sueños está en nosotros, los espectadores.
Cuando la mayoría de las propuestas, literarias o fílmicas, parece que tienen que ser «algo conocido», predigerido, fácilmente reconocible y asimilable para que sean aceptadas, él nos propone algo inquietante, sin respuesta, cine contemporáneo del mejor.
https://www.youtube.com/watch?v=5zpxS2All9g
Un detective que busca resolver una desaparición. Un trabajador que sufre de insomnio, y este trastorno los une. Un cybercafé y muchas luces de neón que encandilan y nos sumergen en una atmósfera inextricable que iremos entretejiendo. Una joven atractiva y posible amor. Bailes desenfrenados. Música hipnótica. Todo esto, en un Singapur industrial, crea una ilusión, algo sugestivo que nos atrae y hace que el tiempo vuele.
Un espejo, repito, que nos muestra el avergonzante punto ciego de la sociedad en general.
El 33.º Festival de Cine Internacional de Mar del Plata terminó ayer. Hoy, domingo 18 de noviembre, se proyectarán las películas ganadoras.
La película A Land Imagined fue proyectada ayer dentro de la sección Panorama, donde se muestra lo mejor de la producción mundial del último año.
33.º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Argentina [2018].
Hasta el próximo encuentro, disfrutando del buen cine, buenas lecturas y todas las expresiones artísticas que no nos podemos perder. Así es en este caso, el Festival nos ofrece un panorama cinematográfico mundial imperdible. Temáticas y estilos que nos conectan con lo mejor, con lo nuevo y... no quisiera decir lo viejo, con lo que ha marcado y marca historia y ya son clásicos, autores consagrados y nuevos talentos.
Y lo mejor que he visto estos días, el entusiasmo del público. Con todos los que charlé y no conozco, a los organizadores del Festival, ¡gracias!
Cecilia Gianelli
Notas
- A Land Imagined, Yeo Siew Hua:
https://medias.unifrance.org/medias/23/243/193303/presse/a-land-imagined-presskit-english.pdf
- A Land Imagined, Yeo Siew Hua, Study and Information:
https://medias.unifrance.org/medias/23/243/193303/presse/a-land-imagined-presskit-english.pdf
- 33.º Festival Internacional de Cine Mar del Plata:
http://www.mardelplatafilmfest.com/es/seccion/festival/historia
[Nueva York, 1924-1987, Saint-Paul-de-Vence, Francia ]
Novelista y ensayista, James Baldwin, es un nombre destacado en la literatura, no solo por reflejar las tristes consecuencias de los conflictos e injusticias raciales, también por dimensionar lo dulce y lo amargo que hay en toda vida. Su realismo literario pone de relieve el lugar exacto donde el caos privado y la indignación social se unen.
Un observador social, testigo de primera línea, creció con los movimientos de lucha por los derechos civiles. Fiel reflejo de las aspiraciones, decepciones y estrategias para afrontar y enfrentar una sociedad que les era hostil.
Autor de If Beale Street Could Talk, sus novelas y su obra en general ha tenido, y tiene por su actualidad, un gran impacto social. Valorada sobre todo por haber ido más allá de la discusión entre razas y haber profundizado en el mundo interior de sus personajes y sus vidas íntimas.
Y la prueba de ello es esta película, que el no menos famoso director, ganador de un Premio Oscar por Moonlight [2016], Barry Jenkins [1979], adapta.
Ambos, Baldwin y Jenkins, exploran las implicancias psicológicas, tanto de los oprimidos como de los opresores.
If Beale Street Could Talk
Film
by Barry Jenkins
Kiky Laine and Stephan James
Frente a la incomprensible naturaleza del odio racial, a las medias verdades que se escuchan y repiten, a las mentiras o blasfemias que se reproducen y alimentan discursos, que mudan a mentalidades desprevenidas, indolentes... sumergirse en el mundo de Baldwin y Jenkins, cualquiera sea el color de nuestra piel, es sentirse recompensado, es que estamos frente a una verdad, frente a una expresión honesta.
Ellos, a través de su arte, literario y cinematográfico, tienen este lugar invalorable.
James Baldwin, elogiado por su estilo y por sus temas:
I look at myself in the mirror. I know that I was christened Clementine, and so it would make sense
if people called me Clem, or even, come to think of it, Clementine, since that's my name: but they
don't. People call me Tish. I guess that makes sense, too. I'm tired, and I'm beginning to think that
maybe everything that happens makes sense. Like, if it didn't make sense, how could it happen?
But that's really a terrible thought. It can only come out of trouble – trouble that doesn't make
sense.
Así empieza el libro y así es lo que deben enfrentar Clementine Rivers, Tish, de diecinueve años, y su pareja Alonzo Hunt, Fonny, de veintidós. Nada parece tener explicación ni sentido en un momento dado de su amorosa vida juntos. Y si lo tiene lo debemos buscar en la injusticia, en la perversidad, en la desigualdad de criterio por quienes ejercen autoridad sobre otro ser humano, por más pequeña que esta sea. Dos familias y dos maneras de ver la vida.
No voy a adelantar nada del argumento para no quitarles el placer de descubrirlo por sí mismos. Solo decir que la novela, la que pueden leer en inglés*, está dividida en dos partes:
Troubled about my soul [Preocupado por mi alma]. Es la mayor parte del libro.
Zion
Les deseo una muy buena lectura, descubran a este escritor si no lo conocían y luego, miren la muy buena película de Barry Jenkis.
https://www.youtube.com/watch?v=XgrWtn8kXHE
Hoy vi la película en el Festival Internacional de Cine en Mar del Plata, Argentina. Me gustó mucho. Es una de las que compiten. En Europa se estrenará en 2019.
Disfrutar del Festival de Cine de Mar del Plata, del 10 al 17 de noviembre, es un placer que no pueden perderse. Cada año se supera, en calidad, organización y público entusiasta.
El Teatro Auditorium, en Bv. Marítimo Patricio Peralta Ramos 2280, es donde se proyectan todas las películas de Competencia Internacional. Allí, en su confitería, tomamos café y charlamos con los directores y actores que visitan Mar del Plata. Además, están las otras salas cinematográficas y centros culturales para las demás categorías, homenajes a directores y actores, y lugares de encuentro.
Una amplia sala, muy confortable y con excelente sonido. Fui toda la semana, siempre a sala llena. Loa amantes del cine, de parabienes con las excelentes propuestas.
Hasta el próximo encuentro, disfrutando de literatura & cine y de otras expresiones artísticas.
La poeta y narradora española Francisca Aguirre Benito sucede a Rosa Montero en este importante galardón. En reconocimiento de su obra literaria en su conjunto, es Premio Nacional de las Letras Españolas 2018.
Francisca Aguirre
El jurado ha dicho: «Su poesía, la más machadiana de la generación del medio siglo, entre la desolación y la clarividencia, la lucidez y el dolor, susurrando, más que diciendo, palabras situadas entre la conciencia y la memoria».
De ella, un poema:
Hace tiempo
https://www.youtube.com/watch?v=CwWYuftsKIg
Recuerdo que una vez, cuando era niña,
me pareció que el mundo era un desierto.
Los pájaros nos habían abandonado para siempre:
Las estrellas no tenían sentido,
y el mar no estaba ya en su sitio,
como si todo hubiera sido un sueño equivocado.
Sé que una vez, cuando era niña,
el mundo fue una tumba, un enorme agujero,
un socavón que se tragó a la vida,
un embudo por el que huyó el futuro.
Es cierto que una vez, allá en la infancia,
oí el silencio como un grito de arena.
Se callaron las almas, los ríos y mis sienes,
se me calló la sangre, como si de improviso,
sin entender por qué, me hubiesen apagado.
Y el mundo ya no estaba, sólo quedaba yo:
un asombro tan triste como la triste muerte,
una extrañeza rara, húmeda, pegajosa.
Y un odio lacerante, una rabia homicida
que, paciente, ascendía hasta el pecho.
llegaba hasta los dientes haciéndolos crujir.
Es verdad, fue hace tiempo, cuando todo empezaba,
cuando el mundo tenía la dimensión de un hombre,
y yo estaba segura de que un día mi padre volvería
y mientras él cantaba ante su caballete
se quedarían quietos los barcos en el puerto
y la luna saldría con su cara de nata.
Pero no volvió nunca.
Sólo quedan sus cuadros,
sus paisajes, sus barcas,
la luz mediterránea que había en sus pinceles
y una niña que espera en un muelle lejano
y una mujer que sabe que los muertos no mueren.
Francisca Aguirre
Pavana del desasosiego, 1999
*
El padre de Francisca Aguirre fue el pintor Lorenzo Aguirre, condenado a muerte por el régimen franquista y fusilado en 1942, a él va dedicado este hermoso poema. La de ella es una familia de artistas. Su marido fue el poeta Felix Grande, y su hija, la poeta y ensayista Guadalupe Grande.
Su niñez y juventud estuvieron marcadas por la Guerra Civil y los años duros de posguerra. Las tres hermanas Aguirre anduvieron de colegio en colegio, esos para hijos de presos políticos. Tuvieron que dejar su casa y terminaron viviendo con su abuela. A pesar que se vio obligada a trabajar a los 15 años, nunca dejó su formación autodidacta y su amor por la literatura. Se hizo socia del famoso Ateneo de Madrid y frecuentaba el Café Gijón, acudía a sus tertulias, donde compartía entusiasmos con artistas de la época. Allí, en el Aula Pequeña del Ateneo, conoció a su marido, el poeta Felix Grande.
Comenzó a publicar tarde, su primer poemario fue Ítaca [1972]. Luego no paró, le seguirían: Los trescientos escalones [1977], La otra música [1978], Ensayo general [1996], la antología Memoria arrodillada [2002], La herida absurda [2006], Nanas para dormir desperdicios [2008], Historia de una anatomía [2010], Los maestros cantores [2011] y Conversaciones con mi animal de compañía [2012], entre otras muchas publicaciones.
Obra con la que ganó innumerables premios, entre los que se cuenta el Premio Internacional Miguel Hernández 2010, el premio Nacional de Poesía 2011 y este último, el Premio Nacional de las Letras 2018.
Su estilo, habrán visto, es sencillo, elegante, íntimo. Su poesía, nunca es panfletaria, como otros poetas sociales, sino que es una que indaga y construye un perfil ético, pertenece a la machadiana «palabras en el tiempo»*. Crea el significado de su vida y de su existencia con su temporalidad en el mundo.
Espero que hayan disfrutado de esta lectura de honda emoción y sentido profundo, que sigan leyendo la obra de Francisca Aguirre, de tan sólida trayectoria, y conociendo su visión existencialista de la vida a través de sus poemas.
Esto es todo por hoy, este ha sido mi recuerdo y felicitación a Francisca Aguirre.
Cecilia Gianelli
Notas
- Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes:
https://web.archive.org/web/20080430154742/http://www.cervantesvirtual.com/portal/poesia/aguirre/autor.shtml
- «Entre los poetas míos», Cuadernos monográficos: Francisca Aguirre:
file:///Users/Cecilia/Downloads/cuaderno-de-poesia-critica-n-040-francisca-aguirre.pdf
- Pavana del desasosiego, Francisca Aguirre:
Colección Torremozas, 1999
- Crítica en Poesía en el Campus, revista de poesía:
https://ifc.dpz.es/recursos/publicaciones/28/19/_ebook.pdf
- Premio Nacional de las Letras Españolas:
http://www.epdlp.com/premios.php?premio=Nacional%20de%20las%20Letras%20Espa%F1olas
«Quemar graneros», de Haruki Murakami, es un cuento inspirado en el famoso «Incendiar establos»*, de William Faulkner.
Con el sello Murakami: tres protagonistas jóvenes que pueden ser enigmáticos, envolvernos en sus melancolías o buscar respuestas, ellos son jóvenes actuales. Los climas siempre tienen algo de misterio y los ambientes, no sabemos muy bien por qué, pero nos atrapan. Por momentos, cuando la frase [o la cámara en la película] se detiene, o suspende, se vuelven hipnóticos. El protagonista parece mirarlo todo con una pregunta en sus ojos: «para mí, el mundo es un misterio», dice.
El otro personaje varón es alguien muy educado y elegante, no sabemos bien de qué vive, pero sí sabemos que vive muy bien, y que le gusta cometer cierto tipo de delito, sin que haya víctimas. La joven mujer es atractiva sin proponérselo, naïve y sensual. Y como otros personajes murakanianos...
Vamos a la lectura.
Editorial Tusquets. Relatos. 352 págs.
La conocí en la boda de un amigo y nos hicimos íntimos. Fue hace tres años. Entre nosotros casi había una generación de diferencia; ella tenía veinte años, yo treinta y uno, aunque en realidad eso no representaba ningún impedimento. Tenía muchas otras preocupaciones en mente en aquel momento y, para ser sincero, no le dediqué un solo minuto de mi tiempo al asunto de la edad. Tampoco significó nada para ella desde el principio. Yo estaba casado y eso tampoco le importó. Cuestiones como la edad, la familia o el dinero que ganaba no parecían importarle lo más mínimo. Era algo innato en ella, como la talla de sus zapatos, el tono de su voz o la forma de sus uñas. Esa clase de cosas que no podían cambiarse por mucho que uno pensara en ellas. Visto así, no le faltaba razón.
Imágenes de la película Burning [2018], de Lee Chang-dong, basada en este relato de Murakami.
Se ganaba la vida como modelo publicitaria y así se pagaba las clases de pantomima que impartía no sé qué maestro. No le gustaba su trabajo y a menudo rechazaba lo que le ofrecía la agencia, de ahí que sus ingresos fueran exiguos. Sus carencias financieras las cubría, al parecer, gracias a la buena voluntad de unos cuantos novios. En ese momento no podía saberlo a ciencia cierta, solo eran piezas sueltas de un puzle que fui juntando a lo largo de muchas conversaciones.
De ningún modo insinúo que se acostase con hombres por dinero. Puede que la realidad no fuera muy distinta, pero eso tampoco representaba un problema para mí. Su encanto residía en algo mucho más simple: tenía un carácter abierto y sencillo que atraía a la gente. Al toparse con esa sencillez, los hombres se sentían arrastrados por ella y trataban de aplicarla a sus complejos sentimientos. No sé como explicarlos mejor, pero sucedía algo así. Digamos que vivía sostenida por su sencillez.
Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo, se habría vuelto del revés. Esa virtud solo podía existir en un momento y en un lugar concreto. Era como pelar mandarinas.
Hablaré sobre pelar mandarinas.
La primera vez que la vi me contó que estudiaba pantomima. «¡Vaya!», dije yo a pesar de que en realidad no me sorprendía mucho. Las chicas jóvenes y modernas siempre están enfrascadas en algo y ella no parecía de esas que se concentran en una actividad seria con el objetivo de desarrollar su talento.
Ella pelaba mandarinas. Literalmente. A su izquierda había un cuenco de cristal lleno de mandarinas y a la derecha otro para dejar las mondas. En realidad, no hacía otra cosa con su vida. Tomaba una mandarina imaginaria con la mano izquierda, la pelaba despacio, se metía los gajos lentamente en la boca y tiraba la piel con la derecha. Repetía sin cesar el mismo movimiento. Al explicarlo así no parece gran cosa, pero al verla haciéndolo, durante veinte o treinta minutos, con mis propios ojos (charlábamos mientras tomábamos algo en la barra de un bar y ella pelaba mandarinas de manera casi inconsciente), sentí como si perdiera la noción de la realidad. En la época del juicio a Eichmann en Israel, de habló de que un castigo proporcional a sus crímenes sería encerrarle en un cuarto y extraer poco a poco el aire del interior. No sé qué sucedió con él al final, pero algo así era lo que me venía a la cabeza cuando estaba con ella.
—Tienes mucho talento —le dije.
—No se trata de talento ni nada de eso —repuso ella—. No se trata de pensar que allí hay una mandarina, sino de olvidar que no la hay. Eso es todo.
—Parece uno de esos sofisticados acertijos zen.
Fue entonces que me di cuenta de que me gustaba.
No nos veíamos muy a menudo. Una o dos veces al mes como mucho. La llamaba para invitarla a salir. Comíamos algo y después bebíamos en algún bar. Hablábamos todo el tiempo. Yo la escuchaba a ella y ella me escuchaba a mí. Entre nosotros no había muchas cosas en común, pero no nos importaba. Nos hicimos amigos. Por supuesto, siempre pagaba yo. Alguna vez ella. Cuando lo hacía solía ser porque tenía hambre y ni un céntimo. En ocasiones así devoraba cantidades increíbles de comida.
Cuando estábamos juntos me relajaba en verdad. Me olvidaba del trabajo, de las cosas que no quería hacer, de problemas insignificantes que era incapaz de resolver o de pensamientos humanos incomprensibles. Era una habilidad suya. No decía nada que tuviera un sentido especial y, en ocasiones, aunque asentía con la cabeza, en realidad apenas la escuchaba. De todos modos, hacerlo me producía una sensación agradable, me distraía, como si observara las nubes en el horizonte.
Le conté muchas cosas. Desde asuntos personales a temas generales, le hablé de mis sentimientos y lo hice con toda honestidad. Quizás ella tampoco me prestaba demasiada atención y se limitaba a asentir. Aun en ese caso, no me importaba. Yo buscaba una determinada atmósfera con ella, no esperaba compasión ni entendimiento.
En la primavera de hace dos años, su padre murió de una enfermedad coronaria y heredó una considerable cantidad de dinero. Al menos eso me dijo entonces. Con el dinero quería viajar por el norte de África. ¿Por qué el norte de África? No lo sé, pero por casualidad yo tenía una conocida que trabajaba en la embajada de Argelia y se la presenté. Se decidió por Argelia y, gracias a diversas circunstancias, fui a despedirla al aeropuerto. No llevaba nada más que un miserable bolso de viaje con algo de ropa de recambio. Cualquiera hubiera dicho que volvía del norte de África en lugar de ir allí.
—Regresarás a Japón sana y salva, ¿verdad? —le pregunté medio en broma.
—Por supuesto.
Volvió tres meses después. Había perdido tres kilos, estaba muy morena y venía acompañada de un nuevo novio al que había conocido en un restaurante de Argel. No había muchos japoneses en aquel país, por lo que no tardaron en intimar y en hacerse novios. De todos los que había conocido, era el primer novio oficial.
Tendría alrededor de veinticinco años, era alto, con un aspecto impecable y hablaba con mucha corrección. Quizás un poco inexpresivo, pero se le podía considerar guapo y agradable. Me llamaron la atención sus manos grandes, sus largos dedos.
Me acuerdo bien de él porque fui a buscarlos al aeropuerto. Me había llegado por sorpresa un telegrama de Beirut con una fecha y un número de vuelo. Comprendí el mensaje. Cuando aterrizó el avión —se retrasó cuatro horas a causa del mal tiempo y me las pasé enteras en una cafetería leyendo revistas—, salieron por la puerta agarrados del brazo. Parecían una simpática pareja de recién casados. Me lo presentó. Nos dimos la mano como movidos por un acto reflejo. Un fuerte apretón de manos habitual en la gente que vive mucho tiempo en el extranjero. Fuimos a comer algo. Ella se moría por comer arroz con tempura y nosotros dos pedimos cerveza.
Me explicó que se dedicaba al comercio, pero no concretó nada. No entendí si es que no quería hablar de ello o no quería aburrirme. Lo cierto es que no tenía ningunas ganas de hablar de intercambios comerciales, así que tampoco le molesté con preguntas. Como no teníamos nada de que hablar, conversamos sobre la seguridad en Beirut y el agua potable en Túnez. Parecía estar bien informado sobre la situación de todo el norte de África e incluso Oriente Próximo.
Cuando terminó de comer, ella bostezó y dijo que tenía sueño. Parecía como si se fuera a dormir allí mismo. He olvidado mencionarlo, pero tenía la costumbre de quedarse dormida en cualquier parte. Él le ofreció llevarnos a todos en taxi, pero preferí ir en tren porque era más rápido. No entendí para qué había ido al aeropuerto.
—Me alegro de haberte conocido —dijo él como si se disculpara.
—Lo mismo digo.
Volvimos a encontrarnos en algunas ocasiones más. Si me cruzaba con ella en alguna parte por casualidad, él nunca andaba lejos. Si quedábamos, la llevaba en coche hasta el lugar de la cita. Tenía un deportivo alemán inmaculado, de color gris plateado. Yo apenas entiendo de coches, pero me recordaba a uno de esos que aparecen en las películas en blanco y negro de Fellini. Desde luego, no era el automóvil de un oficinista medio.
—Debe de tener un montón de dinero —le comenté a ella en una ocasión.
—Sí —se limitó a contestar con un desinterés total—. Supongo.
—¿Tanto se gana con los intercambios comerciales?
—¿Intercambios comerciales?
—Me dijo que se dedicaba a eso.
—Quizá. No tengo ni idea. Tampoco trabaja tanto. Ve a mucha gente y habla todo el tiempo por teléfono, eso sí.
Me lo imaginé como una suerte de Gran Gatsby. Nadie sabe a qué se dedica, pero tiene mucho dinero. Un joven enigmático.
Un domingo por la tarde del mes de octubre me llamó. Mi mujer había ido a visitar a un pariente y me encontraba solo desde por la mañana. Era un día agradable y soleado. Me estaba comiendo una manzana mientras contemplaba el alcanforero del jardín. Era la séptima del día. A veces me pasaba eso. Me dominaba una terrible ansiedad por las manzanas. Quizá fuese el presentimiento de algo.
—Estoy cerca de tu casa. ¿Podemos ir? —me preguntó.
—¿Podemos?
—Él y yo —dijo.
—Desde luego. No hay problema.
—De acuerdo. Llegaremos en media hora.
La llamada se cortó sin más.
Estaba sentado en el sofá. Me levanté para darme una ducha y afeitarme. Me limpié bien los oídos. No sabía si recoger el cuarto de estar o no, pero al final desistí. Mejor no disimular si no tenía tiempo de recoger la casa entera. Había un considerable desorden de libros, revistas, cartas, discos, lápices e incluso un jersey tirado por el medio. A pesar de todo, no daba la impresión de estar sucia. Acababa de terminar un trabajo y no tenía ganas de hacer nada. Me había sentado en el sofá y mientras contemplaba distraído el alcanforero del jardín me comía la séptima manzana del día.
Llegaron pasadas las dos. Oí el ruido de un coche deportivo acercándose a la casa. Salí a la entrada y aquel vehículo plateado que ya conocía se encontraba allí delante. Ella sacó la cabeza por la ventanilla y agitó la mano. Los seguí con la mirada hasta que aparcaron en la parte de atrás del jardín.
—Ya estamos aquí —dijo sonriente.
Llevaba una camisa tan fina que casi se le transparentaban los pezones, y una falda corta de color verde oliva. Él vestía una chaqueta sport azul marino. Daba una impresión muy distinta respecto a la última vez que le había visto debido a una barba descuidada de no menos de dos días. No obstante, su aspecto general era correcto. Tan solo se apreciaba en él una sombra algo más densa de lo normal. Nada más salir del coche se quitó las gafas de sol y se las guardó en el bolsillo.
—Siento aparecer así de improviso en su día de descanso —se excusó.
—No pasa nada. Para mí, casi todos los días son de descanso. Además me aburría de estar solo.
—Hemos traído algo de comer.
Sacó una bolsa grande de papel blanco del asiento trasero.
—¿Comida?
—Poca cosa —aclaró él—, pero es domingo y me pareció adecuado.
—Se lo agradezco. No he comido más que manzanas en todo el día.
Entramos en casa y dejamos la comida en la mesa. Había un surtido considerable: sándwiches de rosbif, ensalada, salmón ahumado y helado de arándanos. No estaba mal, la verdad. Ella lo sirvió todo en platos y yo saqué una botella de vino blanco de la nevera. Parecía una fiesta.
—Vamos a comer. Me muero de hambre.
Estaba muerta de hambre, como de costumbre.
Comimos los sándwiches, la ensalada y picamos salmón ahumado. Cuando se terminó el vino, saqué unas cervezas. En la nevera siempre había cerveza. Un amigo tiene una empresa pequeña y me proporciona vales de descuento.
Por mucho que bebiera, la expresión de la cara de él no cambiaba. Yo también aguanto bien la cerveza. Ella bebió a su vez y, en menos de una hora, había una considerable cantidad de latas vacías encima de la mesa. Era una visión sorprendente. Se levantó de la mesa, eligió unos cuantos discos de la estantería y puso uno en el reproductor. Airegin, de Miles Davis, fue su primera elección.
—Un Garrard de cambio automático —dijo él—. Qué cosa tan poco habitual en estos tiempos.
Le expliqué que era un maniático de los reproductores automáticos y que encontrar un Garrard en buen estado había significado todo un triunfo. Escuchaba mis explicaciones sin dejar de asentir con la cabeza.
Cuando se acabó el tema de la filia por los reproductores musicales, se calló unos instantes.
—Tengo hierba —dijo—. ¿Quieres fumar?
Vacilé. La única razón era que había dejado el tabaco tan solo un mes antes y aún me encontraba en un momento delicado. No sabía qué efecto podía tener en mí la marihuana. Al final me decidí. De una bolsa de papel sacó una hierba negra envuelta a su vez en papel de aluminio. Fue colocándola sobre el papel de fumar, lo enrolló y chupó uno de los bordes para sellarlo. Lo encendió con un mechero, inhaló varias veces, confirmó que tiraba y me lo pasó. Era maría de primera. Durante un rato no dijimos nada. Nos limitábamos a pasarnos el canuto después de unas cuantas caladas. Miles Davis dio paso a una recopilación de valses de Johan Strauss. Una combinación extraña, pero no estaba mal.
A ella el porro le dio sueño. Había dormido poco, se había bebido tres cervezas y encima había fumado marihuana. La acompañé arriba y la ayudé a meterse en la cama. Me pidió una camiseta. Se desvistió y se quedó en ropa interior. Se puso la camiseta y se tumbó. Cuando quise preguntarle si tenía frío, su respiración ya era lenta y pesada. Sacudí la cabeza y bajé.
Su novio estaba en el salón liando el segundo porro. Iba fuerte, pensé. Yo hubiera preferido acostarme con ella y quedarme dormido a su lado, pero no podía hacerlo. Fumamos. Los valses no terminaban. No sé por qué, pero me acordé de una función de teatro en la que participé en el colegio. Mi papel era el del dueño de una tienda de guantes que atendía a un zorrito que quería comprarse unos, pero el dinero no le alcanzaba.
«Con eso no te llega», le decía yo en mi papel de malo. «Pero mi mamá tiene mucho frío», protestaba él, «y se le agrietan las manos». «No puede ser», insistía yo. «Ahorra y vuelve cuando lo tengas». Entonces...
—A veces quemo graneros —dijo él.
—¿Cómo? —le pregunté, debía de haber oído mal.
—A veces quemo graneros —repitió.
Le miré.
Acariciaba el dibujo del mechero con la yema del dedo. Dio una profunda calada que debió de inundar el fondo de sus pulmones, contuvo la respiración diez segundos y expulsó el humo poco a poco, como si fuera un ectoplasma.
El humo no dejó de salir de su boca hasta que inundó la atmósfera de la habitación.
—Buena calidad, ¿verdad?
Asentí.
—La he traído de India. Elegí esta en concreto por su calidad. Cuando fumo, por alguna razón me acuerdo de muchas cosas, de luces, de olores, cosas así. Es como si la calidad de la memoria... —se calló de repente, como si se esforzase por encontrar la palabra adecuada mientras chascaba los dedos— cambiase por completo. ¿No le parece?
—Eso creo —dije.
Eso era. Me acordaba del rumor que escuchaba desde el escenario del teatro del colegio, del olor de las acuarelas de los decorados.
—¿Qué es eso de los graneros?
Me miró a los ojos. Como siempre, su gesto era inexpresivo.
—¿Puedo contárselo?
—Por supuesto.
—Es sencillo. Los rocío con gasolina y les prendo fuego con una cerilla. Se oye una explosión y así se acaba todo. No tardan ni quince minutos en derrumbarse por completo.
—¿Y...? —Me quedé mudo al no encontrar tampoco las palabras adecuadas—. ¿Por qué graneros?
—¿Tan raro le parece?
—No sé. Tú quemas graneros y yo no. Hay una evidente diferencia entre nosotros. En lugar de averiguar si es raro o no, me interesa más esa distinción. Además, tú has sacado el tema.
—Tiene razón —admitió—. Es verdad. Por cierto, ¿no tendrá algún disco de Ravi Shankar?
—No.
Se quedó un rato distraído. Su conciencia parecía retorcerse como el caucho, aunque tal vez la que se retorcía era la mía.
—Quemo un granero más o menos cada dos meses —dijo antes de chascar los dedos de nuevo—. Me parece el ritmo más adecuado. Para mí, claro está.
Asentí vagamente. ¿Ritmo?
—Solo por saberlo, ¿son tuyos los graneros que quemás? —le pregunté.
El tipo me miró con gesto de no entender.
—¿Por qué iba a prenderle fuego a mi propio granero? ¿Qué le hace pensar que tengo tantos graneros?
—Eso quiere decir que quemas los de otra gente.
—Eso es. Son los graneros de otras personas. Es un delito. Un delito como el que cometemos usted y yo en este momento al fumar marihuana.
Me apoyé en el respaldo de la silla y me quedé callado.
—Es decir, le prendo fuego a un granero que es propiedad de otra persona. Naturalmente, elijo solo los que están en lugares apartados donde no pueden provocar grandes incendios. No es eso lo que quiero. Solo quiero quemar graneros. Nada más.
Asentí y apagué la colilla.
—Si te detienen, te enfrentarás a un verdadero problema. Son incendios intecionados. Un solo error e irás a la cárcel.
—No van a meter a nadie en la cárcel —dijo él como si nada—. Rocío gasolina, tiro una cerilla y huyo a toda prisa. Después lo observo a cierta distancia con unos prismáticos. No me van a detener porque se trata de un granero de mala muerte. La policía ni se molesta.
Quizá tenía razón. Además, un joven bien vestido con un coche de importación no podía levantar demasiadas sospechas. A nadie se le podía ocurrir que se dedicase a quemar graneros.
—¿Lo sabe ella? —dije señalando hacia las escaleras.
—No sabe nada. Jamás se lo he dicho a nadie excepto a usted. Esa es la verdad. No es algo de lo que pueda hablar con cualquiera.
—¿Y por qué a mí?
Estiró los dedos de la mano izquierda y se rasgó la mejilla. La barba hizo un ruido seco, como el de un bicho al desplazarse por un papel fino.
—Usted se dedica a escribir novelas. Pensé que quizá le interesaría un comportamiento como el mío. Un escritor disfruta de una historia antes de juzgarla. Si disfrutar no le parece la palabra adecuada, diré mejor que la recibe tal cual. Por eso se lo he contado. Tenía ganas de hacerlo.
Asentí, aunque no sabía realmente queé significaba recibir una historia tal cual.
—Puede que no sea la mejor forma de expresarlo —dijo mientras habría la mano y volvía a cerrarla sin dejar de contemplarla—, pero el mundo está lleno de graneros y siento que es como si esperasen a que los queme. Graneros solitarios cerca de la costa, en pleno campo... Los hay de todo tipo. Se queman en un cuarto de hora y desaparecen como si nunca hubieran existido. Nadie lo lamenta. Simplemente desaparecen en un abrir y cerrar de ojos.
—Entonces, tú sí decides si son necesarios o no, ¿no es así?
—Yo no decido nada. Están esperando a que los queme. Yo solo cumplo con mi obligación, la acepto. ¿Lo entiende? Acepto lo que hay, como la lluvia. Llueve, se desbordan los ríos, el agua arrastra las cosas. ¿Le parece que la lluvia decide algo? Me explico: ¿me convierte eso en un inmoral? Yo creo en mi propia moral. Es una fuerza esencial para la existencia humana. No existiríamos sin moral. No dudaría de ella si no estuviera equilibrada por la simultaneidad.
—¿Simultaneidad?
—Eso es. Estoy aquí y estoy allí. Estoy en Tokio y al mismo tiempo estoy en Túnez. Soy quien acusa y también quien perdona. Algo así. Me refiero a ese tipo de equilibrio. Sin él no podríamos vivir. Es el eje de todas las cosas. Si lo perdemos nos despedazamos, literalmente, pero gracias a él puedo existir simultáneamente.
—Lo que quieres decir, si lo entiendo bien, es que quemas graneros para afirmar esa moral tuya, ¿no?
—No exactamente. Es un acto para mantenerla, pero lo mejor es que nos olvidemos de eso. No se trata de algo esencial. Lo que quiero decir es que el mundo está plagado de ese tipo de construcciones. Yo tengo el mío y usted tiene el suyo. Es verdad. He viajado casi por todo el mundo, he vivido casi de todo, he estado a punto de morir muchas veces. No se lo digo porque esté orgulloso de ello, pero, en fin, dejémoslo. En general soy un tipo callado, pero la marihuana me desata la lengua.
Nos quedamos callados un buen rato, sin movernos, como si quisiéramos enfriar algún tipo de acaloramiento. No sabía qué decir. Me sentía el viajero de un tren que observa aparecer y desaparecer un extraño paisaje al otro lado de la ventanilla. Estaba tan relajado que no comprendía cómo conectaban entre sí las distintas partes que formaban mi cuerpo, a pesar de que mi conciencia se mantenía bien despierta. El tiempo marcaba minutos polirrítmicos imposibles.
—¿Quieres tomar una cerveza? —le pregunté al cabo de un rato.
—Sí, muchas gracias.
Fui a la cocina y volví con cuatro latas de cerveza y un poco de Camembert.
—¿Cuándo quemaste un granero por última vez?
—Pues... —se quedó pensativo con la lata de cerveza vacía en la mano—. En verano, a finales de agosto.
—¿Y cuándo quemarás el próximo?
—No lo sé. No lo planifico ni lo señalo en el calendario. Lo hago cuando me parece bien.
—Pero cuando te dan ganas, no sueles tener por casualidad un granero cerca que te resulte conveniente, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Por eso lo elijo con antelación.
—O sea, que es como si los tuvieras en depósito.
—Eso es.
—¿Puedo hacerte otra pregunta?
—Claro.
—¿Ya tienes decidido cuál será el próximo?
Frunció el ceño e inhaló aire con un ruido.
—Sí, ya está decidido.
Di un sorbo a la cerveza.
—Es un granero estupendo, como no encontraba otro desde hace mucho tiempo. A decir verdad, hoy he venido hasta aquí para investigar.
—¿Quieres decir que está cerca de aquí?
—Muy cerca.
Llegamos a ese punto, dejamos el tema de los graneros.
Ella se despertó. Eran las cinco. Volvió a disculparse por lo inesperado de la visita. A pesar de la cantidad de cerveza que había ingerido, él estaba sobrio. Sacó el coche del jardín trasero.
—Estaré atento a los graneros —le dije antes de despedirnos.
—De acuerdo. Recuerde que está muy cerca.
—¿Qué es eso de los graneros? —preguntó ella.
—Cosas de hombres —dijo él.
—¡Uf!
Desaparecieron los dos.
Volví al salón y me tumbé en el sofá. La mesa estaba en completo desorden. Alcancé la trenca colgada en el perchero, me la eché por encima hasta taparme la cabeza y me quedé profundamente dormido.
Cuando me desperté, la habitación estaba a oscuras. Habían dado las siete. Era una oscuridad azulada impregnada de olor a tabaco y marihuana, una oscuridad desigual, extraña. Sin levantarme del sofá, traté de recordad cómo continuaba la función del colegio que me había venido a la memoria, pero había perdido el hilo. ¿Había conseguido el zorrillo finalmente los guantes?
Me levanté. Abrí la ventana para ventilar la habitación y me preparé un café.
Al día siguiente fui a una librería y compré un mapa de la zona. Era un mapa a escala 1:20.000 en el que aparecían hasta las calles más pequeñas. Anduve con el mapa en la mano y marqué con una X todos los lugares donde había graneros. Los tres días siguientes caminé en todas las direcciones en un radio de cuatro kilómetros. Mi casa estaba en las afueras y en la zona aún quedaban muchas casas de campo viejas. Había un considerable número de graneros. Dieciséis en total.
Su siguiente objetivo debía de ser uno de ellos y, por lo que me había dicho, suponía que no estaría muy lejos de mi casa.
Examiné con atención uno a uno el estado de todos ellos. Excluí los que se encontraban demasiado cerca de viviendas, los invernaderos, los que guardaban maquinaria agrícola o los que tenían algún cartel de advertencia de productos químicos como pesticidas. No imaginaba que quisiera destruir maquinaria agrícola o provocar una catástrofe química.
Al final quedaron cinco. Cinco graneros candidatos a desaparecer devorados por las llamas o, visto de otro modo, cinco graneros que podían arder sin mayores consecuencias. Construcciones que arderían en apenas quince minutos y cuya desaparición nadie lamentaría. No podía decidir, en cambio, cuál de todos ellos elegiría. Ahí jugaba un elemento de subjetividad. Me moría de ganas por descubrir cuál sería.
Extendí el mapa, borré las X descartadas y dejé solo las cinco candidatas más sólidas. Cogí un cartabón, un transportador de ángulos y un compás. Salí de casa para trazar desde allí la ruta más rápida que pasaba por todos ellos. La operación resultó difícil. Todas las alternativas eran sinuosas, había colinas, arroyos. La distancia más corta resultó de 7, 2 kilómetros. La calculé varias veces para reducir al máximo el margen de error.
A las seis de la mañana de día siguiente, me puse la ropa de deporte y las zapatillas para hacer la ruta corriendo. Tenía la costumbre de correr todos los días seis kilómetros, por lo que aumentar uno no me suponía demasiado esfuerzo. El paisaje era interesante, ya aunque había dos pasos a nivel, la frecuencia de trenes era más bien escasa.
Salí de casa y di varias vueltas en el campo de deportes de una universidad cercana. Después atravesé una calle sin asfaltar de unos tres kilómetros de longitud. A mitad de camino estaba el primero de los graneros, seguido de una arboleda de ligera pendiente. Más allá, otro granero y una cuadra. Si los caballos llegaban a ver el fuego, se alborotarían mucho, pero no mucho más. No había verdadero peligro. El tercer y cuarto granero se parecían como dos hermanos gemelos, viejos, feos y sucios. Apenas había doscientos metros de distancia entre ambos. Si se había decidido por uno de esos, casi me parecía mejor quemar los dos juntos.
El último se encontraba junto a uno de los pasos a nivel, en el punto kilométrico seis de mi ruta. Estaba completamente abandonado. En la fachada que daba a la vía había un cartel de Pepsi-Cola. Esa construcción, ni siquiera sé si debería llamarla así, amenazaba ruina. Era cierto que parecía esperar que alguien le prendiera fuego, como decía él.
Me detuve delante. Respiré hondo un par de veces, crucé el paso a nivel y volví a casa. El recorrido me llevaba 31 minutos y 30 segundos. Me duché y desayuné. Me tumbé en el sofá y, después de escuchar un disco, me puse a trabajar.
Durante un mes seguido hice la misma ruta todas las mañanas, pero no ardía ningún granero. Llegué incluso a pensar que lo que quería en realidad era que lo quemase yo. Quizá me había metido esa idea en la cabeza para que se hinchara poco a poco como la rueda de una bicicleta. En lugar de esperar, a lo mejor sería más rápido encender una cerilla e iniciar el incendio yo mismo. No eran más que viejos graneros.
Pero al pensarlo dos veces, me di cuenta de que hubiera sido llevar las cosas demasiado lejos. No me dedicaba a quemar graneros. Por mucho que esa idea se hubiese apoderado de mí, no era un pirómano. Lo era él, no yo. Tal vez habían cambiado de idea o tal vez estaba ocupado y no encontraba el momento de hacerlo. Fuera como fuera, tampoco tenía noticias de ella.
Llegó diciembre. El otoño tocó a su fin y el aire de la mañana empezó a calar en la piel. Los graneros seguían en pie. La escarcha cubría los tejados y los pájaros de invierno aleteaban en el interior de la arboleda congelada. El mundo seguía su curso sin apenas cambios.
La siguiente vez que le vi fue a mediados de diciembre del año pasado, poco antes de Navidad, cuando, fuera uno a donde fuera, no se oían más que las canciones típicas de la época. Había ido al centro para comprar unos regalos y mientras caminaba por Nogizaka, vi su coche. Un deportivo gris plateado. No había duda. Matrícula de Shinagawa y junto al faro izquierdo un pequeño arañazo. Estaba en el aparcamiento de una cafetería, pero, a decir verdad, ya no refulgía como la última vez. Se veía mate. Quizá fuera solo una impresión mía, porque tengo tendencia a modificar los recuerdos a conveniencia. Entré en la cafetería sin pensármelo dos veces.
Estaba a oscuras y en ella reinaba un fuerte olor a café. No se oían voces, solo una música barroca no demasiada alta. Lo reconocí de inmediato. Se hallaba sentado junto a la ventana frente a una taza de café con leche. Hacía tanto calor allí dentro que se me empañaron las gafas. Sin embargo, él no se había quitado su abrigo negro de cachemir. Ni siquiera la bufanda.
Vacilé antes de hablarle. No mencioné que había visto su coche aparcado fuera. Fingí que había entrado por pura casualidad.
—¿Puedo sentarme? —le pregunté.
—Por supuesto, se lo ruego —respondió él con su habitual cortesía.
Hablamos de generalidades sin que la charla llegara a fluir del todo. En realidad no teníamos nada en común y él parecía distraído, con la cabeza en otra parte. En cualquier caso, no parecía molestarle mi presencia. Me contó algo sobre un puerto de Túnez, sobre los langostinos que se conseguían allí. No hablaba por obligación. Los langostinos parecían interesarle de verdad, pero la conversación se quedó a medias, como si a una fina corriente de agua se la hubiera tragado la arena del desierto.
Levantó la mano para llamar al camarero y pidió otro café con leche.
—Por cierto, ¿qué pasó con el granero? —me atreví a preguntarle.
Sonrió apenas con un gesto de la comisura de los labios.
—¡Vaya, aún se acuerda de eso!
Sacó un pañuelo del bolsillo, se limpió la boca y lo guardó de nuevo.
—Lo quemé como le dije.
—¿Cerca de mi casa?
—Sí, muy cerca.
—¿Cuándo?
—Unos diez días después de nuestra visita.
Le hablé de mi mapa, de mi recorrido diario por los graneros.
—Me extraña que se me pasara por alto.
—Un plan minucioso —dijo él con aire divertido—. Minucioso y muy teórico, pero debió de pasársele algo por alto. Son cosas que ocurren. A veces algo se escapa cuando está demasiado cerca.
—No lo entiendo.
Se ajustó el nudo de la corbata y miró la hora.
—Demasiado cerca —repitió—. Lo siento, debo marcharme. ¿Por qué no hablamos de eso la próxima vez? Tengo una cita y no me gusta llegar tarde.
No había razón para retenerle. Se levantó y se guardó el tabaco y el mechero en el bolsillo.
—Por cierto, ¿ha vuelto a verla desde entonces? —me preguntó.
—No, ¿y tú?
—No. No hay forma de contactar con ella. No la encuentro en su casa, no responde al teléfono y hace tiempo que no va a clase.
—Se habrá marchado a alguna parte. Una de sus ocurrencias, ya sabés. Ya lo ha hecho varias veces.
De pie, con ambas manos metidas en los bolsillos, miró fijamente la mesa.
—¿Se va por ahí durante un mes y medio sin un céntimo? Tampoco es tan espabilada a la hora de ganarse la vida.
Chascó los dedos un par de veces dentro del bolsillo.
—La conozco bien. No tiene dinero ni amigos a los que se les pueda llamar verdaderamente así. Su agenda está repleta de nombres, pero todo es pura apariencia. No puede contar con nadie. Solo confiaba en usted y no lo digo por cortesía. Creo de verdad que siempre ha sido alguien especial para ella. Incluso yo estaba celoso, y se lo dice alguien que nunca había tenido celos.
Suspiró ligeramente y volvió a mirar la hora.
—Tengo que irme. Nos veremos en otra ocasión —se despidió.
Asentí con la cabeza sin saber qué decir. Siempre me ocurría delante de él. Las palabras se resistían a salir.
Después de nuestro encuentro la llamé varias veces, pero le habían cortado el teléfono por falta de pago. Me preocupé. Fui a su apartamento. La puerta estaba cerrada a cal y canto y el buzón desbordante de publicidad. No encontré al conserje y no tuve forma de confirmar si aún vivía allí. Arranqué una hoja de mi agenda para dejarle una not en al que le pedía por favor que me llamara. La firmé y la metí en el buzón. No me llamó.
La siguiente vez que fui allí, en su puerta estaba escrito el nombre de otra persona. Llamé, pero nadie respondió. Como en la ocasión anterior, tampoco encontré al conserje.
Me resigné. De eso haya ya casi un año.
Desapareció.
Aún corro todas las mañanas por el camino de los cinco graneros y ninguno ha sido pasto de las llamas. Tampoco tengo noticia del incendio de ningún otro lugar. Llegó otra vez el mes de diciembre y los pájaros de invierno sobrevolaron mi cabeza. Así fui cumpliendo años.
En la oscuridad de la noche,
a veces pienso en graneros que se derrumban al incendiarse.
*
... como otros personajes murakanianos, la joven se esfuma, siguiendo con mi comentario.
Espero que les haya gustado, y que les agrade mirar la muy buena película de Lee Chang-dong.
Hasta la próxima lectura, disfrutando el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
Uno de los renovadores de la poesía griega del siglo XX, Odysséas Elýtis, lo llamaron
el Poeta de la Luz.
La voz se corta en el trémulo viento y en sus árboles ocultos tú respiras
¡Es rubia cada página de tu sueño y según mueves tus dedos un incendio se esparce
Dentro de mí con vestigios tomados del sol! Y propicio sopla el mundo de las imágenes
Y el mañana exhibe totalmente desnudo su pecho marcado por la inmutable estrella
Que anochece la mirada como cuando va a agotar un firmamento
Oh no florezcas más en los párpados
Oh no remuevas más en las matas del sueño
Sabes qué suplica en los dedos el aceite enciende que guarda los portales del alba
Qué fresca revelación susurra en la espera el recuerdo convertido en hierba
Allí donde tiene esperanza el mundo ¡Allí donde el hombre no quiere sino ser hombre
En soledad y sin ningún Destino!
De Orientaciones
Ediciones de Oriente y del Mediterráneo [1996]
Traducción / Versión: Ramón Irigoyen
Espero que les haya gustado. Personalmente, me atrajo acercarme a la poesía de la Grecia moderna.
Odysséas Elýtis fue un poeta que celebró la naturaleza y la capacidad del hombre para abrazar la esperanza sobre el desasosiego.
Sus evocaciones líricas nos llevan por paisajes internos y externos, de su Grecia natal y de experiencias posteriores. Trabajos, todos, donde trasciende su dolorosa sabiduría. En ellos exalta la sensualidad e inocencia, y las amalgama a los aspectos trágicos de la existencia. Fue su esfuerzo el de reconciliar las dicotomías de la vida.
Para él, la verdad residía en el misterio, y estableció paralelos entre mundos físicos y espirituales, con elementos tan disímiles como los tomados de la mitología, del panteísmo y del cristianismo.
En muchos de sus poemas alterna prosa y verso, y cabe agregar que su análisis no resulta sencillo debido a las diferencias en sus traducciones.
La crítica lo ha aplaudido, y comparado con Walt Whitman, Dylan Thomas y William Blake.
«Alcanzar la armonía dentro del caos del mundo», esa fue su mayor preocupación y deseo para sus semejantes, decirnos que la vie valait la peine.
Hasta el próximo poema,
Cecilia Gianelli
Notas
- Odysseás Elytis: Poeta, ensayista y traductor griego, nacido en Creta el 2 de noviembre de 1911. Fue el más pequeño de seis hermanos.
Odysséas Elýtis
Abandonó sus estudios de Química primero, y su profesión de abogado después, para dedicarse de pleno a la literatura. Años más tarde, en 1968, estudió Filología y Literatura en La Sorbona de París.
En la década de los años treinta, influenciado por las tendencias surrealistas europeas, inició una brillante carrera literaria que se extendió hasta el final de su vida.
Esa época, la que rodeó el año 1935, fue muy especial en cuanto a experiencia intelectual: conoció a Andreas Embirikos [1901-1975], poeta surrealista y el primer psicoanalista de Grecia, quien dijo de él: «[...] atleta de fuerte resistencia de la fantasía... Su obra es una promesa hacia la humanidad, un regalo».
Siguió escribiendo en los años sucesivos, con interrupciones durante la Segunda Guerra Mundial, en la que intervino contra la ocupación de italianos y alemanes, y en algunos períodos de la dictadura griega.
De su vasta obra poética, se destaca principalmente el libro donde encontrarán este poema, Orientaciones [1939]. Luego, Sol el primero [1943], Canto heroico y fúnebre por el subteniente caído en Albania [1945], Dignum est [1959], El monograma [1971], María Nefeli [1978], El pequeño Nautilus [1984] y Al oeste de la tristeza [1995].
En 1979 le fue otorgado el premio Nobel de Literatura. En 1988 el premio Mediterráneo de Poesía. Y honrado con el Doctorado Honoris Causa de las Universidades de La Sorbona, Roma 1987 y Atenas 1987.
El 18 de marzo de 1996 falleció de forma repentina en Atenas.
- Leer otros poemas del mismo autor:
http://amediavoz.com/elytis.htm#Dormida
- Antología fundamental, Odysséas Elýtis: Publicado por Pomaire, 1981.
- Pintura elegida, Flaming June [1895], de Frederic Leighton: [1830-1896] Pintor y escultor inglés.
- Odysséas Elýtis. Surréalisme et métaphysique de la lumière. France Culture, 1980: