[Varsovia, Imperio ruso, 1891-1938, Unión Soviética]
Uno de los mayores poetas rusos de siglo XX.
Ósip Mandelshtam
El oído afinado dirige la vela sensitiva...
El oído afinado dirige la vela sensitiva,
La mirada dilatada se despobla
Y un coro enmudecido de pájaros nocturnos
Atraviesa el silencio.
Yo soy tan pobre como la naturaleza
Y tan simple como el firmamento,
Y mi libertad es tan quimérica
Como el canto de los pájaros nocturnos.
Yo veo el mes inanimado
Y al cielo más muerto que al lienzo;
Y acepto del vacío
¡Su mundo enfermo y extraño!
1910.
Versión de Jorge Bustamante García
Ósip Mandelshtam nació el 15 de enero de 1891 en Varsovia [Imperio ruso], pero de niño se trasladó con sus padres a San Petersburgo.
Permaneció en la Unión Soviética tras la Revolución [1917] y escribió poesía hasta 1925. El el periódo posrevolucionario, su actitud crítica y sus escritos le significaron arrestos y deportaciones, lo que hizo que la mayor parte de su obra no se publicara bajo el régimen. En mayo de 1934 fue denunciado y arrestado por escribir el famoso poema contra Stanlin.*
Su nombre se ubica al lado del de grandes poetas, dramaturgos y novelistas rusos como Anna Ajmátova, Marina Tsvetáyeva, Aleksandr Blok, Boris Pasternak [Premio Nobel 1958; Doctor Zhivago] y Vladimir Mayakowski.
Su poesía se agrupa en los libros: La piedra [1913], Tristia [1922], Cuadernos de Moscú [1930-35] y Cuadernos de Vorónezh [1935-37].
Entre sus trabajos de prosa encontramos: El sello egipcio [cuento], El rumor del tiempo, La cuarta prosa, Viaje a Armenia, De la poesía y Coloquio sobre Dante.
Mandelshtam calificó su poesía como «cívica» —es la denuncia atrocidades del poder—, una poesía comprometida. Pero también desobediente a la estética imperante. Es uno de los principales representantes del movimiento acmeísta [corriente en oposición al simbolismo].
Su obra fue milagrosamente conservada por su mujer, Nadiezhda. Autora de dos libros traducidos al español: Contra toda esperanza y Libro segundo, donde relata las tristes y trágicas experiencias que vivió el matrimonio durante los años de terror.
Hay un libro, Mandelstam, de Anna Ajmátova, donde la gran escritora reúne sus recuerdos con este poeta, además de cartas y poemas de ambos. Dos gigantes de la poesía rusa unidos por su talento, amistad y por haber sufrido, ambos, la persecución del estalinismo. Una época en la que el hecho de ser arrestado implicaba la condena y deportación; y los «trabajos forzados» estaban asociados a la muerte y a la desaparición total.
Mientras tanto y sufriendo el frío intenso y el hambre en los campos, Mandelshtam no podía admitir la idea de que los humanistas profesionales no se interesaran en los destinos individuales sino únicamente en la humanidad en general*.
Su fecha de muerte es el 27 de diciembre de 1938, en Gulag. Nadie lo vio morir.
Editorial Nórdica. 104 págs.
Otro poema para despedirme, espero que lo hayan disfrutado y que lo sigan leyendo.
Cecilia Olguin Gianelli
¿Qué puedo hacer con este cuerpo mío irrepetible...
Era demasiado tarde para estar despierto, especialmente en una casa prestada y a oscuras. Afuera, en el jardín, los grillos convocaban empecinados y furiosos la lluvia, y él se preguntó cómo podían dormir en los cuartos de arriba su mujer y la beba con ese murmullo ensordecedor.
Tenía insomnio, estaba en pantalones cortos, sentado frente al ventanal abierto que daba a la terraza y al jardín. Las únicas luces prendidas eran los focos adentro de la pileta, pero la luz ondulada por el agua no conseguía matar del todo la sensación de estar en una casa ajena, el malestar indefinible con aquel simulacro de vacaciones.
Porque, en realidad, no estaba ahí descansando sino trabajando. Aunque el trabajo no implicase ningún esfuerzo en particular, aunque no tuviese que hacer nada, salvo vivir en esa casa con su mujer y su hija y disfrutar las posesiones de su amigo Félix, mientras éste y Ruth remontaban el Nilo y gastaban fortunas en rollos de fotos y guías egipcios sin dientes, a cuenta de una revista de viajes italiana.
Para calmarse, para atraer el sueño, pensó que no iba a pisar Buenos Aires en todo el mes. Viviría en pantalones cortos y sin afeitarse, cortaría el pasto, cuidaría la pileta, vería videos y escucharía música mientras su hija crecía delante de sus ojos y su mujer inventaba postres raros en la cocina. Y en todo ese tiempo quizá le dejaran algún mensaje mínimamente estimulante, o al menos catastrófico, en el contestador automático de su departamento.
Mientras tanto, a lo mejor Félix y Ruth decidían prolongar su viaje un mes más, o tenían un accidente, o se enamoraban los dos de un mismo efebo andrógino y analfabeto en Alejandría. Un mes podía ser mucho tiempo en algunos lugares; un mes podía ser casi una vida. Para su hijita, por ejemplo. Tenía que empezar a vivir al ritmo de ella, como le había dicho su mujer. Día por día, hora por hora, lentamente. Tenía que asumir la paternidad de una vez, como dirían Félix y Ruth, si es que no lo habían dicho.
Entonces oyó la puerta. No el timbre sino dos golpecitos suaves, corteses, casi conscientes de la hora que era. Cada casa tiene su lógica, y sus leyes son más elocuentes de noche, cuando las cosas ocurren sin paliativos sonoros. Él no miró el reloj, ni se sorprendió, ni pensó que los golpes eran imaginación suya. Simplemente se levantó, sin prender ninguna luz a su paso y cuando abrió la puerta se encontró con su padre parado delante de él. No lo veía desde que había muerto. Y, en ese momento, supo incongruentemente que ya se había hecho a la idea de no verlo nunca más.
Su padre tenía puesto un impermeable cerrado hasta arriba y el pelo tan abundante y bien peinado como siempre, pero totalmente blanco. Nunca habían sido muy expresivos entre ellos. Él dijo: “Papá, qué sorpresa”, pero no se movió hasta que su padre preguntó sonriendo:
—¿Se puede pasar?
—Sí, claro. Por supuesto.
El padre cruzó el living a oscuras y el ventanal abierto y fue a sentarse en una de las reposeras de la terraza. Desde allá miró hacia adentro, lo llamó con la mano y tocó la reposera vacía a su lado. Él salió obedientemente a la terraza. Dijo:
—Dame el impermeable, si querés. ¿Te traigo algo para tomar?
El padre negó con la cabeza a ambas ofertas. Después se estiró todo lo que pudo y respiró hondo sin perder la sonrisa.
—Va a llover en cualquier momento —dijo—. Qué maravilla. ¿De día es así, también?
—Mejor. Para Marisa y la beba, especialmente.
—Marisa y la beba. Debes de tener un montón de cosas para contarme, ¿no?
Él sintió que se le aflojaba apenas la mandíbula. En los sueños en que volvía a verlo, su padre siempre estaba al tanto de todo lo que les había pasado a ellos en su ausencia.
—Sí, claro —dijo—. Supongo que sí.
—Por supuesto, no pretendo que me pongas al día con las noticias. Obviemos la política, el trabajo, el mundo en general, si es posible. Las cosas domésticas, me interesan. Tus hermanas, vos, Marisa, la beba. Esas cosas.
A él le sorprendió que mencionara la palabra domésticas. Y mucho más aún que hubiese nombrado a todos menos a su madre, pero no supo qué decir.
—Voy a servirme un whisky. ¿Seguro que no querés?
—No, no, gracias. A propósito, qué buena idea, las luces adentro de la pileta.
—No es mía —dijo él antes de entrar—. La casa, quiero decir.
Cuando volvió a aparecer, con un vaso bastante lleno, se frenó detrás de la reposera de su padre y sintió de golpe que todavía no se habían tocado.
—Yo creí —dijo, desde ese lugar— que vos veías todo lo que pasaba acá, desde donde estabas.
La cabeza de su padre se movió levemente a uno y otro lado, varias veces.
—Lamentablemente no. Es bastante distinto de lo que uno se imagina.
Él miró la pileta y tuvo la sensación de que no controlaba lo que decía ni lo que iba a decir.
—Si supieras la cantidad de cosas que hice en estos años para vos, pensando que me estabas mirando. —Y se rió un poco, sin alegría pero sin amargura, para vaciarse los pulmones no más. —O sea que no sabés nada de estos cuatro años. Qué increíble.
El padre se reacomodó en la reposera y lo miró de costado.
—A lo mejor hay cambios, adonde nos mandan ahora. Si te sirve de consuelo.
Él lo miró sin entender.
—Hubo un traslado. Voy a estar en otra parte, a partir de ahora. No sólo yo; muchos más. Las cosas allá no son tan ordenadas como se supone. A veces pasan estos imprevistos. Digo, que esté ahora con vos.
—¿Y por qué conmigo? ¿Por qué no fuiste a ver a mamá?
El padre miró un rato la luz ondulante de la pileta. Su cara cambió muy levemente, hubo un ínfimo matiz de tristeza en su inexpresividad.
—Con tu madre hubiera sido más difícil. Una noche no es tanto tiempo, y yo necesito que me cuentes todo lo que puedas. Con tu madre hablaríamos de otros temas. Del pasado, especialmente; de ella y yo, de muchas cosas buenas que vivimos los dos juntos. Y eso hubiera sido injusto de mi parte.
Hizo una pausa.
—Hay ciertas cosas que son técnicamente imposibles en mi estado actual: sentir, por ejemplo. ¿Entendés? En cierta medida, lo que soy esta noche es algo que no tendría valor para tu madre. Con vos, en cambio, es más simple, para decirlo de alguna manera. Siempre te ubicaste en una posición panorámica en cuanto a las emociones. Con tu madre, con tus hermanas, con vos mismo. En fin.
Hizo otra pausa.
—También pensé que podrías arreglártelas mejor con los sentimientos que te provoque esta visita. A fin de cuentas, yo nunca fui tan importante para vos, ¿no es cierto?
Él sintió algo que hacía mucho tiempo que no sentía. Una especie de sumisión y de necesidad de oponerse a esa sumisión. Supo de pronto que en los últimos cuatro años no había sido esto que era ahora, nuevamente: hijo de su padre. Fue hasta el borde de la pileta, se sacó los mocasines y se sentó con las piernas dentro del agua.
—Si no hubieras sido tan importante para mí, entonces no habría hecho las cosas que hice para vos, por vos, en estos años. ¿No se te ocurrió pensar eso?
—No.
Él quedó perplejo. La respuesta le había parecido tan rápida y brutal que sonó sincera. Y justamente por eso inverosímil. Cobarde. Casi injusta.
—Y ahora que sabés, qué —atinó a decir.
—Nada —contestó el padre.
Después se levantó, llevó la reposera hasta el borde de la pileta y se sentó con las manos en los bolsillos.
—Supongo que no cambia nada. Lo que hiciste, ya lo hiciste. Y me parece que no tiene sentido que te enojes ahora, con vos o conmigo, por eso. ¿No?
No sólo era inútil, además empezaba a sentir que no le era lícito, frente a la condición de su padre, cuestionar nada, ni permitirse esa belicosidad insólita. La necesidad de oponerse se desvaneció y sólo quedó la sumisión, no ya dirigida a su padre sino a un estado de cosas, a una abstracción obtusa e inabarcable.
—Es cierto —dijo—. Perdón.
Se quedaron callados un rato, hasta que él dijo:
—De todas maneras, exageré un poco. No fueron tantas las cosas que hice pensando en vos.
El padre soltó una risita.
—Ya me parecía.
Un relámpago rajó en dos el fondo del cielo. Cuando sonó el trueno el padre se encogió y volvió a oírse su risita.
—Ya casi no me acordaba de estas cosas. Es notable cómo funciona la memoria, lo que conserva y lo que deja de lado.
—Los grillos —dijo él—. ¿Los oís? No me dejaban dormir. Por eso estaba despierto cuando llegaste.
Después de decir estas palabras dudó. ¿Los grillos? Pero lo pensó mejor y prefirió quedarse con la duda.
—Bueno —dijo el padre con voz muy suave—. A lo nuestro.
—¿Puedo preguntarte algo, antes?
La reposera crujió. Él hizo un esfuerzo para mantenerle la mirada a su padre.
—Como quieras. Pero ya sabés cómo es eso: una vez que te enterás, difícil que puedas borrártelo de la cabeza. No es una amenaza. Lo digo por vos, simplemente.
—Sí, ya sé —dijo él. Y preguntó, con voz insegura:— ¿Todos van al mismo lugar? ¿No importa lo que haya hecho cada uno?
—Eso es algo que podría haberte contestado desde los veinte años, más o menos. Siempre sospeché que importaba más en vida que después. En cuanto a la otra pregunta, no es exactamente un lugar, adonde van. Pero sí: todos van al mismo, en la medida en que todos somos relativamente iguales. El modo de vida de tu vecino y el tuyo, por ejemplo, se diferencian tanto como tu estatura y la de él. Son matices, y los matices no cuentan. Digamos que hay, básicamente, sólo dos estados: el tuyo y el mío. Es bastante más complejo, pero no lo entenderías ahora.
—Entonces vos y yo vamos a encontrarnos de nuevo, en algún momento —dijo él.
El padre no contestó.
—¿Importa algo estar juntos, allá?
El padre no contestó.
—¿Y cómo es? —dijo él.
El padre desvío los ojos y miró la pileta.
—Como nadar de noche —dijo. Y las ondulaciones de la luz se reflejaron en su cara. —Como nadar de noche, en una pileta inmensa, sin cansarse.
Él tomó de un trago el whisky que quedaba en el vaso y esperó a que llegase al estómago. Después tiró los hielos en la pileta y apoyó el vaso vacío en el borde.
—¿Algo más? —dijo el padre.
Él negó con la cabeza. Movió un poco las piernas en el agua y miró la base de la reposera, el impermeable, la cara blandamente atemporal de su padre. Pensó en lo reticentes que habían sido siempre en todo contacto corporal y le parecieron increíblemente ingenuos y artificiales aquellos abrazos en los sueños en que aparecía su padre. Esto era la realidad: todo seguía tal como había sido siempre, y recomenzaba casi en el mismo punto en que quedara interrumpido cuatro años antes. Aunque sólo fuese por una noche.
—Por dónde querés que empiece —dijo.
—Por donde quieras. No te preocupes por el tiempo: tenemos toda la noche. Hasta que termines no va a amanecer.
Él respiró hondo, largó el aire y supo que había entrado en la noche más larga y secreta de su vida. Empezó, por supuesto, hablando de su hija.
Este es uno de los mejores cuentos de Juan Forn. Se ha hablado mucho de él, y todas las reseñas coinciden en la Teoría del iceberg de Hemingway —relatos que insinúan más de lo que dicen, que omiten detalles o información, sin que por esto pierdan sentido. Al contrario, se enriquecen en ambiguedades y zonas oscuras. Pero mejor vayamos a nuestra sensación. A lo que nos queda después de leerlo y dejar que de vueltas un rato en nuestros pensamientos. Vayamos a lo que nos haga sentir. Porque esta es una historia que te queda grabada para siempre.
Un cuento que Juan Forn «lo soñó entero», así lo dijo en una entrevista, «es un libro al que le guarda afecto y así lo refleja cuando habla de él»*.
Todo ocurre en un ambiente especial: una casa que no es la suya, una hora donde todos duermen menos él y el sonido imparable de los grillos convocando la lluvia. Un malestar por el «simulacro de vacaciones», la situación que le toca vivir.
Increiblemente, no se sorprende ante el llamado a la puerta. Va y abre como si esto fuera la cosa más normal. Su padre, muerto hace cuatro años, allí está. Irrumpe en lo cotidiano. Y acá comienza la historia: la conversación que mantendrán padre e hijo.
El sentimiento inicial de todo ser humano aparece, magistralmente contado. Algo tan simple como que todos somos hijos, nuestra primera condición; y con eso, todos los sentimientos, reproches o/y agradecimientos hacia nuestros progenitores, todo lo que de esta relación se desprende.
¿Volver atrás?, ¿revisar nuestra historia?, ¿decir lo que no se dijo? Valdrá la pena o no.
Luego, ¿qué significa nadar?, ¿es entregarse?, ¿y hacerlo en la oscuridad?, ¿es entregarse a lo desconocido?, ¿es no necesitar referencia?, ¿es confiarse y avanzar?
Tantas preguntas para responder. Todo lo simbólico que encontrarán al leerlo. El misterio de la muerte.
Los dos querían saber.
Cuando el hijo empieza a contar todo lo que el padre quiere saber, esa parte de la historia que se perdió y que se le tiene vedada por su condición de muerto, «empezó, por supuesto, hablando de su hija». Ahora los dos se igualan en su condición de padre, tan únicos y semejantes.
Espero que hayan disfrutado de este cuento —el último de los ocho que componen el libro—. Que hayan hecho sus propias reflexiones. Una historia que quizá... no quizá, seguramente, repetida. Esta vez, contada y escrita de una manera distinta, bellamente, intensa, aún en lo que de doloroso le encuentren. Emociona.
Hasta la próxima lectura.
Cecilia Olguin Gianelli
Notas
- «En casa. Las razones de Primo Levi». Página 12: Última entrevista.
Prisionera, perdida, siempre esclava de tu felicidad.
S.O.
Editorial Emecé. 184 págs.
Editorial Losada. 184 págs.
Vamos a leer dos relatos de una de las cuentitas que más disfruto y admiro: Silvina Ocampo, la más inquietante las Ocampo, y la menor de seis hermanas.
«Pongo mi vida en lo que escribo», S. O.
Silvina Ocampo
Narradora y poeta argentina, hermana de Victoria Ocampo [1890-1979], esposa de Adolfo Bioy Casares [1914-1999] y amiga de Jorge Luis Borges [1899-1986]. Tres figuras tan grandes de la literatura argentina la rodearon, sin embargo, no opacaron su calidad de escritora. Supo hacerse un espacio en ese inmenso mundo literario, y encontró su lugar con un estilo muy propio, «Silvina escribía como nadie», dijo su esposo. En muchos de sus temas y argumentos, con personajes excéntricos o borders, aparece la infancia y la fantasía, el amor y la locura, situados en unos universos ficticios e inquietantes, misteriosos, donde también podemos encontrar huellas de sus primeros amores: el dibujo y la pintura. En este sentido, se relacionó con grandes nombres de las artes plásticas, como Petorutti, Xul Solar, Horacio Butler, Norah Borges y otros integrantes del Grupo de París —artistas argentinos unidos por su amistad y concepción del arte moderno. Y justamente en París, tomó clases nada menos que con Georgio De Chirico y Fernand Léger. Su obra, junto con la de Borges, Cortázar, Arlt y Sábato, se encuentra en lo más alto de la literatura argentina y es una referencia clave en la literatura fantástica. Aunque, hay que decirlo, al principio fue ignorada por la crítica. Es notable la poca difusión y el escaso conocimiento que se tuvo de su obra, tanto en el ámbito editorial como en el académico. Claro que su carácter, tímido e introvertido, pudo haber ayudado a esta situación injusta. Entre sus libros de cuentos más conocidos figuran Autobiografía de Irene [1948], La furia [1959], Las invitadas [1961] —uno de los más elogiados—, Antología esencial [cuentos y poemas] y Cornelia frente al espejo [1988]. Ahora sí, después de recordar algunos aspectos de su vida y obra, leamos estos dos cuentos muy cortos y potentes, valoremos la riqueza de su narrativa una vez más. Al finalizar, mi comentario. Empecemos por «Los funámbulos», de su primer libro publicado Viaje olvidado [1937], asítitulado a partir de un cuento homónimo. Y admiremos la obra del pintor Paul Klee [1879-1940], El equilibrista [1923].
«Los funámbulos»
El equilibrista [Der Seiltänzer, 1923]. Lithografie.
Vivían en la oscuridad de corredores fríos donde se establecen corrientes de aire, producidas por las plantas de los patios. tenían almas de funámbulos jugando con los arcos en los patios consecutivos de la casa. No sentían esa pasión desesperada de todos los chicos por tirar piedras y por recoger huevos celestes de urraca en los árboles. Cipriano y Valerio —Cipriano y Valerio los llamaba sin oírlos la planchadora sorda, que rompía la mesa de planchar con sus golpes—. Cipriano y Valerio eran sus hijos, y cada vez se volvían más desconocidos para ella; tenían designios oscuros que habían nacido en un libro de cuentos de saltimbaquis, regalado por los dueños de casa.
Cipriano saltaba a través de los arcos con galope de caballo blanco, y Valerio de vez en cuando hacía equilibrio sobre una silla rota y escondía cuidadosamente su afición por las muñecas. No comprendía por qué los varones no tenían que jugar con las muñecas. No había sabido que era una cosa prohibida hasta el día en que se había abrazado de una muñeca rota en el borde de la vereda y la había recogido y cuidado en sus brazos con un movimiento de canción. En ese momento lo atravesaron cinco risas de chicas que pasaban —y su madre lo llamó, con el mismo gesto de tirar la basura le arrancó la muñeca. Cipriano había aumentado ampliamente su vergüenza con sus lágrimas.
La planchadora Clodomira rociaba la ropa blanca con su mano en flor de regadera y de vez en cuando se asomaba sobre el patio para ver jugar a los muchachos que ostentaban posturas extraordinarias en los marcos de las ventanas. Nunca sabían de qué estaban hablando y cuando interrogaba los labios una inmovilidad de cera se implantaba en las bocas movibles de sus hijos. Era una admirable planchadora; los plegados de las camisas se abrían como grandes flores blancas en las canastas de ropa recién planchada, y planchaba sin mirar la ropa, mirando las bocas de sus hijos. Detrás de las cabezas se elaboraba algún extraño proyecto que largamante trató de adivinar en el movimiento de los labios, hasta que acabó por acostumbrarse un poco a esa puerta cerrada que había entre ella y sus hijos. Por la mañana los dos chicos iban al colegio, pero las tardes estaban llenas de juegos en el patio, de lecturas en rincones del cuarto de plancha, de pruebas en imaginarios trapecios que la madre empezaba a admirar.
Cipriano había ido al circo un día con su madre. Durante el entreacto fueron a visitar los animales. Cuando volvieron, al cruzar delante de la pista, Cipriano sintió el vértigo de altura que había sentido en la azotea de la casa adnde raras veces lo habían dejado subir. Soltó la mano de su madre y corrió hacia adentro del picadero, dio vueltas de caballo furioso, dio vueltas de carnero de pruebista, se colgó de un alambre de trapecista, se dio golpes de clown. Y todo eso con una rapidez vertiginosa en medio de una lluvia de aplausos. Todo el público lo aplaudía. Cipriano, deslumbrado en las estrellas de sus golpes, era el caballo blanco de la bailarina, el pruebista de saltos mortales con diez pruebistas encima de su cabeza, el trapecista de puros brazos con alas que atraviesan el aire para luego caer en la red elástica sobre un colchón enorme, donde duermen los trapecistas. Su madre lo llamaba por entre el tumulto de aplausos: ¡Cipriano, Cipriano! y se creyó muda, con su hijo perdido para siempre. Hasta que un acomodador se lo trajo lleno de moretones y bañado en sudor. El público sonreía por todas partes y Clodomira sintió su terror furioso transformarse súbitamente en admiración que la hizo temer un poco a su hijo como a un ser desconocido y privilegiado. Cuando llegaron de vuelta a la casa, Valerio, que estaba enfermo con la cabeza tapada dentro de las sábanas, asomó los ojos y vio todo el espectáculo glorioso del circo desarrollarse como una alfombra en los cuentos de Cipriano. Cipriano llevaba un nimbo alrededor de su cara del color de la arena de la pista, sus moretones adquirían formas extrañas de tatuajes sobre sus brazos. Cipriano vivió desde ese día para volver al circo, Valerio para que Cipriano volviera al circo. Era a través de su hermano que Valerio gozaba todas las cosas, salvo su afición por las muñecas. El fervor acrobático sin cesar crecía en el cuerpo de Cipriano; llegaron a inventar un traje de saltimbanqui hecho con medias de mujer y camisetas viejas del portero. Un día no sentían ya el frío de la tarde sobre los brazos desnudos. Parados en el borde de una ventana del tercer piso, dieron un salto glorioso y envueltos en un saludo cayeron aplastados contra las baldosas del patio. Clodomira, que estaba planchando en el cuarto de al lado, vio el gesto maravillosos y sintió, con una sonrisa, que de todas las ventanas se asomaban millones de gritos y de brazos aplaudiendo, pero siguió planchando. Se acordó de su primera angustia en el circo. Ahora estaba acostumbrada a esas cosas.
* * *
«Rhadamanthos» Las invitadas [1961]
Editorial Losada. Tapa ilustrada por Norah Borges.
188 págs.
La envidiaba por sus pecados con una envidia que la carcomía, una envidia que no la dejaba descansar, y ahora, ahí estaba, muerta. Nada en el mundo podría resucitarla. Ahí estaba, muerta como una piedra preciosa, que no sufre, con todos los honores, con todas las ceremonias. ¡Ni siquiera desfigurada! Y si lo hubiera estado, alguien se hubiera encargado de ver en ella un encanto nuevo, el encanto de sus imperfecciones.
Joven, nada le quitaría la juventud; tranquila, nada le quitaría la tranquilidad; impura, nada le quitaría su aparente pureza. Las iniciales, sobre el paño negro del coche fúnebre, brillaban, y sus retratos ya se repartían entre los amigos de la casa. No había modo de contener las lágrimas que vertían por ella un hijo de ocho años, un marido de treinta y esa corte ridícula de amigos que la admiraban, aún más que antes. En los armarios, aquellos vestidos que olían a perfume, serían sus delegados. Con ellos el recuerdo maquinaría costumbres, ritos en su memoria. Las santas tienen altares, pero ella, que se había suicidado, tendría en cada corazón alguien que suspiraba secretamente por su memoria.
Injusticias de la suerte, pensaba Virginia, mientras subía las escaleras. Yo que he sufrido tanto, yo que soy pura, yo que tengo a veces cara de muerta, yo que no tengo miedo a nadie, yo no me he suicidado. Nadie llora por mí.
Entró en el cuarto donde la velaban. Flores, las flores que le agradaban tanto. la cubrían. En la luz trémula de los cirios brillaban la frente, los pómulos, las mejillas, el cuello y los labios, como si estuviese viva. Ninguno de sus defectos se veía, ni los dedos de los pies, que eran tan insólitos, ni las piernas demasiado fuertes. Se había arreglado, peinado, pintado, para tortutarla.
Para no verle la cara se arrodilló; para no pensar en ella rezó. Un zumbido de voces le llenó los oídos. La gente hablaba, ¿de qué? Solo de ella. Era pura, decían, como la luz. Se puso de pie. Por suerte nadie advierte en las miradas los íntimos sentimientos de un ser.
Virginia se dirigió al dormitorio de la muerta. Buscó el peine, para peinarse, buscó el lápiz de los labios, para pintarse, buscó el perfume, para perfumarse, y se miró en el espejo. Salió de la casa apresuradamente; entró en una tienda donde compró papel de cartas (el papel que tenía en su casa era un papel ordinario). Caminó por la calle mirando la punta de sus zapatos de bruja; subió por un ascensor interminable, abrió una puerta y entro en su cuarto.
Woman Writing, Pierre Bonnard [1867-1947]
Se puso a escribir maravillosas cartas de amor dirigidas a la muerta, revelando en ellas, con toda suerte de subterfugios, la vida monstruosa, impura que le atribuía.
Al pie de las cartas firmaba con el nombre del supuesto amante. En una noche, mientras velaban a la muerta, escribió veinte cartas, cuyas fechas abarcaban todo una vida de amor.
A la mañana siguiente, al alba, hizo un paquete con las cartas, las ató con la cinta rosada de uno de sus camisones, las llevó a la casa mortuoria y las deposió en el armario de la muerta.
*
¿Les gustó?
Dos relatos magníficos. Contados ambos en tercera persona. Aunque en el segundo, en muchos pasajes el narrador toma la voz de Virginia.
Siempre los nombres curiosos: la planchadora Clodomira, los hermanos Valerio y Cipriano, en el cuento «Los funámbulos». Más de un lector ha debido ir al diccionario, estoy segura, para los dos títulos, para estar seguros de no equivocarnos en sus significados y posteriores relaciones. Los temas son muy distintos en una y otra historia. El fervor y la imaginación de dos niños que aman el circo en el primero, el amor y la admiración de una madre [a pesar de la incomprensión], y la envidia irrefrenable en la segunda, junto a la venganza por una ofensa que no existió. Pero, así es la envidia, ciega. Sí podríamos decir, no sé si estarán de acuerdo, que se asemejan en la intensidad. El entusiasmo, la pasión más bien de Cipriano, crece sin cesar en su cuerpo. También crece el sentimiento de disgusto e injusticia en Beatriz. Unos, inventaron traje de saltimbanqui —hecho con lo que tenían a mano: medias de mujer y camisetas viejas—, la otra inventa amantes y cartas —escritas en papel elegante, no como el que ella usaba habitualmente. Y llega el momento final. Los niños dan «el salto glorioso», la madre escucha los aplausos. Beatriz —celosa como Minos que no soportó la popularidad de su hermano— arroja a «su amiga» a un pasado manchado por maravillosos amores ilegítimos. En el principio decía que es una de las cuentistas que más admiro. Ella se adelantó a los temas. Lo vemos en Valerio, quien hacía equiilibrio en una silla rota y escondía cuidadosamente su afición por las muñecas. El mandato de género, construcciones sociales que ella ya ponía sobre el tapete. Espero que hayan disfrutado de estas dos lecturas, que la mística y la fuerza de Silvina Ocampo los haya llevado por lugares más allá de la ficción y carguen «esos lugares comunes» con una significación extra que enriquece la vida. Hasta la próxima lectura.