Falsificaciones, microrrelatos
[1977]
Marco Denevi
[1922-1998, Argentina]
Una reintepretación de la mitología, la Biblia, la historia y la literatura, en un exquisito tono lúdico y calidad literaria.
Personajes conocidos por todos, recreados en la excelente prosa del autor de Ceremonia secreta [1960] y Rosaura a las diez [1955].
Ochenta y cinco microcuentos. Relatos construidos sobre otros relatos.
Una mirada desacralizante a la que vale la pena asomarse... claro que, para su mayor disfrute y obtención de sentido, algunas lecturas o unos pocos conocimientos previos son beneficiosos.
Conozcamos algo de esta obra transtextual tan ingeniosa e inteligentemente creada. ¡Sorprendámosnos!
Ediciones Thule. 160 págs. |
Algunos elegidos:
El maestro traicionado
Se celebraba la última cena.
—Todos te aman, ¡oh Maestro! —dijo uno de los discípulos.
—Todos no —respondió gravemente el Maestro—. Conozco a alguien que me tiene envidia y que en la primera oportunidad que se le presente me venderá por treinta dineros.
—Ya sé quién es —exclamó el discípulo—. También a mí me habló mal de ti.
—Y a mí —añadió otro discípulo.
—Y a mí, y a mí —dijeron todos los demás. Todos menos uno que permanecía silencioso.
—Pero es el único —prosiguió el que había hablado primero—. Y para probártelo diremos a coro su nombre sin habernos puesto previamente, de acuerdo.
Los discípulos, todos, menos aquel que se mantenía mudo, se miraron, contaron hasta tres y gritaron el nombre del traidor.
Las murallas de la ciudad vacilaron con el estrépito, porque los discípulos eran muchos y cada uno había gritado un nombre distinto.
Entonces el que no había hablado salió a la calle, y libre de remordimientos, consumó su traición.
La reina virgen
He sabido que Isabel I de Inglaterra fue un hombre disfrazado de mujer. El travestismo se lo impuso la madre, Ana Bolena, para salvar a su vástago del odio de los otros hijos de Enrique VIII y de las maquinaciones de los políticos. Después ya fue demasiado tarde y demasiado peligroso para descubrir la superchería. Exaltado al trono, cubierto de perlas y de collares, no pudo ocultar su fealdad, su calvicie, su inteligencia y su neurosis. Si fingía amores con Leicester, con Essex, y con sir Walter Raleigh, aunque sin trasponer nunca los límites de un casto flirteo, era para disimular. Y rechaba con obstinación y sin aparente motivo la exhortaciones de su fiel ministro Lord Cecil para que contrajese matrimonio aduciendo que el pueblo era su consorte. En realidad estaba enamorado de María Estuardo. Como no podía hacerla suya recurrió al sucedáneo del amor: a la muerte. Mandó decapitarla, lo que para su pasión desgraciada habrá sido la única manera de poseerla.
Versión bárbara de Tristán e Isolda
Lo que transcribo lo escuché de labios de don Idarcielo Poli, comisario de la Magdalena, una tarde del otoño de 1912. En este relato creo descubrir una última versión (o quizá la primera, la verdadera, la anterior a la leyenda, a la poesía y a la música, a Gerbert de Montreuil y al hiperbólico Wagner) de los amores de Tristán e Isolda. Para facilitar las analogías (es el oficio de los historiadores), al peón lo llamo El Trieste, a la mujer La Rubia (seguramente era morena) y al Marque criollo, don Marcos.
—Hace un par de años —me dijo don Idarcielo—, a ese hombre, así como usted lo ve, le aconteció una cosa fiera. Resulta que descubrió que su mujer, La Rubia, andaba en amoríos con un peón de apelativo El Trieste. Don Marcos le hundió un fierro al sotreta y a la indigna la echó de la estancia. Todos estuvimos de acuerdo en que había procedido como cuadra a un varón de ley. Por eso y porque don Marcos es el jefe político de La Magdalena no le pregunté ni por la salud del Trieste. A la que, por pura formalidad, sometí a interrogatorio fue a La Rubia. ¿Y a que usted no sabe con qué me salió? Con que la culpa no la tenían ni ella ni el Triste sino un brebaje que habían tomado y que contra su voluntad les produjo el enamoramiento. ¿Quién preparó ese brebaje? Le pregunté. «Para mí que mi marido», me contestó. «Andaba queriendo deshacerse de mí y entonces nos hizo tomar a los dos esa bebida para que nos enamorásemos y nos escapáramos juntos. Pero el Trieste, que era un hombre leal, fue y se lo contó todo a mi marido. Así que mi marido no tuvo más remedio que matar a ese infeliz».
Post Coitum Non Omnia Animal Trieste
Penélope Cruz en el papel de Melibea La Celestina [1996], Gerardo Vera Obra homónima de: Fernando de Rojas |
El padre de Melibea: ¡Desdichada, te dejaste seducir por Calixto! ¿No pensaste que después sentirías rabia, vergüenza y hastío?
Melibea: Nosotras las mujeres sentimos la rabia, la vergüenza y el hastío no después sino antes.
La contemporaneidad y la posteridad
Leonardo DiCaprio [Rimbaud] y David Thewli [Verlaine] Total eclipse [Vidas al límite o El fuego y la sombra], una película de Agnieszka Holland, 1995 |
En un hotel de mala muerte, calle Campagne Première, año 1872, un académico espía por el ojo de la cerradura el cuarto contiguo al suyo. Ve, escandalizado, que un hombre y un jovencito están haciendo el amor. Llama a la policía y los gendarmes se llevan a los dos viciosos. Entonces el académico vuelve a su habitación y, más tranquilo, prosigue escribiendo una tesis académica, erudita y laudatoria, sobre la poesía de Paul Verlaine y de Arthur Rimbaud. Mientras tanto, en la comisaría, los dos viciosos interrogados, dicen llamarse Paul Verlaine y Arthur Rimbaud, respectivamente, y ser de profesión poetas. En el bolsillo del hombre es encontrado un poema que se titula Vers pour être calomnié.
Una vida rutinaria
Prisionero de Inglaterra, Napoleón Bonaparte llegó a la isla de Santa Elena el 15 de octubre de 1816. El médico de abordo le diagnosticó cáncer de píloro, pronosticó que no viviría mucho tiempo.
El gobernador de la isla, Sir Hudson Lowe, profesaba a Napoleón un frío aborrecimiento británico. Dispuesto a hacerle pagar caro sus quince años de gloria, razonó así: «Este hombre morirá a corto plazo. Su reclusión en Santa Elena será breve y, aún en mi compañía, no le hará pagar todas sus culpas. No tengo otro recurso que alargar artificialmente la duración de su cautiverio».
Fraguó, pues, un plan. En las habitaciones de Napoleón todos los días eran el mismo día. Los relojes no funcionaban. Los almanaques mostraban una única hoja y la hoja decía: 15 de octubre de 1816, miércoles. Desayunos, almuerzos y cenas no variaban. No variaban las palabras, las pausas, los tonos de voz, los fingidos titubeos, las miradas, los ademanes, las vestimentas y los movimientos de quienes a diario atendían al emperador caído.
Napoleón daba todas las tardes un paseo por las galerías interiores de la fortaleza (había que evitar que las alteraciones del clima lo echasen todo a perder) y en esos paseos encontraba siempre la misma temperatura y la misma luz, veía las mismas caras, oía las mismas voces y recibía los mismos saludos. Por la noche escribía sus memorias. Que escribiese todo lo que quisiera: al día siguiente los papeles estaban en blanco y debía recomenzarlo todo. O que leyese: en la biblioteca había un solo libro multiplicado en cientos de ejemplares iguales.
Todas las mañanas lo visitaba el médico. Los mismos golpecitos en el vientre, la misma recomendación involuntariamente irónica (dieta, reposo, la lectura de la Biblia), la misma hipócrita reverencia. Después lo visitaba Sir Hudson. Todas las veces le preguntaba «¿Alguna queja que formularme?», cualquiera que fuese la contestación añadía: «Lo tendré en cuenta» y se iba sonándose la nariz anabaptista en el mismo pañuelo de hilo irlandés.
Esta farza se repitió durante meses. Sobreviva un día o un año, reflexionaba Lowe, su castigo le parecerá eterno. Pero transcurrieron años y Napoleón no se moría. El médico le informaba al gobernador: «Es increíble, se mantiene en el mismo estado de salud». Lowe gruñía: «Tanto mejor». Pero la rutina los volvía locos a todos. Estaban hartos de comportarse como figuras mecánicas. Hubo protestas, algunos pujos de rebelión. Sir Hudson no cedió. Combinando arengas patrióticas y terribles amenazas consiguió imponerse a sus subordinados. Estos aguantaron cinco años.
Pero el 5 de mayo de 1821 fue Sir Hudson Lowe quien perdió la paciencia. Irrumpió en las habitaciones de Napoleón y empezó a gritar y a maldecir. Inmediatamente el prisionero murió de cáncer de píloro.
En este episodio histórico se inspiraron Edgar Alla Poe para su Mr. Valdemar y Adolfo Bioy Casares para una narración injustamente tildada de original que se titula El perjurio de la nieve.
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Espero que hayan disfrutado de estas lecturas, que les haya despertado una agradable sonrisa, como me sucedió a mí.
Feliz de haberlo descubierto. Son esos libros, que por una razón u otra, quedan olvidados en alguna estantería, personal o de librería pero, ¡aquí está rescatado!
Leer Falsificaciones es un recreo. Ingenioso, lúcido, exquisito, Marco Denevi nos muestra su faceta irreverente.
Sigan leyéndolo, en el link que dejo debajo o en las historias que iré agregando a este post.
Hasta el próximo encuentro.
Hasta el próximo encuentro.
Cecilia Olguin Gianelli
Notas
- Falsificaciones, Marco Denevi:
- Estudio de la obra, por Claudia María Ferro. Universidad Nacional de Cuyo: