Julio Cortázar, el autor que se abre a las nuevas generaciones de lectores y renueva las antiguas.
Siempre ejerciendo su notable influencia y generando tanta admiración.
Julio Cortázar
Julio Cortázar, escritor y traductor argentino que no necesita presentación. Nacido en Bruselas, un poco de casualidad, al ser su padre un funcionario de la embajada argentina. Vivió en muchos lugares a lo largo de su vida.
La infancia la pasó en Argentina, no fue feliz. Su padre lo abandonó cuando solo tenía seis años. Jamás volvió a verlo.
La buena salud no lo acompañó entonces, pero sí la lectura. Julio Verne, Victor Hugo, Edgar Allan Poe fueron sus compañeros, y causantes de muchas pesadillas. Más tarde adoptaría Opio: diario de una desintoxicación [Jean Cocteau] como libro de cabecera. Una lectura que nunca abandonó.
Colaboró en la revista Sur dirigida por Victoria Ocampo. Como traductor, se destaca la de la obra de Edgar Allan Poe, considerada una de las mejores.
Escritor precoz, amante del boxeo —del coraje del boxeador, sobre todo—, del jazz y los gatos. Contrajo matrimonio y formó pareja con mujeres también destacadas en la cultura: Aurora Bernárdez —heredera de su obra—, Ugné Karvelis y Carol Dunlop.
Sus amigos literarios fueron Octavio Paz, Pablo Neruda, Carlos Fuentes y, muy especialmente, Alejandra Pizarnik. Con Borges, se admiraron mutuamente a pesar de las diferencias ideológicas.
Se opuso al peronismo. Renunció a cargos para no exponerse a presiones políticas. Se sintió unido a Cuba —luego se desilucionó— y a la política latinoamericana en general. Luchó por los intelectuales presos, Onetti entre otros. Fue un escritor perseguido, comprometido con su tiempo.
Su obra, traducida a muchísimos idiomas, es leída y venerada en todo el mundo. Recibió numerosos premios, homenajes y el reconocimeinto de sus lectores, que renuevan sus libros y los actualizan con sus interpretaciones y miradas distintas.
Además de su famosa novela Rayuela —el mayor éxito editorial—, obra que le valió ser parte de la época de mayor esplendor de la literatura hispanoamericana, el boom de los 60, es autor de libros de cuentos que ya son clásicos. Algunos de sus libros más nombrados, los de la primera época: Bestiario [1951], Final de juego [1956], Las armas secretas [1959], Historias de cronopios y de famas [1962, microrrelatos], Todos los fuegos el fuego [1966]; y los de la segunda o tercera época: Octaedro [1974], Alguien que anda por ahí [1977], Un tal Lucas [1979], Queremos tanto a Glenda [1980], Deshoras [1982], La otra orilla [1994].
Y de estos libros, los cuentos imprescindibles [pero cada uno tendrá sus propias elecciones]: «Casa tomada», «Carta de una señorita en París», «Cartas de mamá», «Continuidad en los parques», «No se culpe a nadie», «La noche boca arriba», «Axolotl», «El perseguidor», basado en la vida de Charlie Parker, el famoso músico de jazz, «Las armas secretas», «La autopista del sur», «La señorita Cora» y «Las babas del diablo».
Esta lista, totalmente discutible, siempre se puede modificar y agrandar. Hoy, por ejemplo, sumamos este cuento, ¡que lo disfruten!
Final del juego
Narrado en primera persona, desde la perspectiva de una de las tres chicas, con su inocencia y limitación de comprensión. Ella recuerda la historia —y nos la cuenta— donde un ritual de juego con sus primas Leticia y Holanda es el evento principal y muy significativo.
Cada una de ellas tiene una tarea asignada en la casa donde viven, y en esas asignaciones hay diferencias, privilegios y desventajas. Una madre y una tía, los adultos, son las que las marcan.
El juego es el otro lado de la moneda, la libertad. Se lleva a cabo al lado de las vías del ferrocarril, su reino imaginario. A la misma hora, todos los días, esperando que pase el tren.
Lo que allí hacen, seguir las reglas del juego, implica complicidades y decisiones, «¿estatua o actitud?», deben elegir.
¿Lo hacen para ellas o para esas figuras borrosas que aparecen en las ventanillas del tren pasando a todoa velocidad? ¿Algún pasajero les prestará más atención? Fantasías y realidades mezcladas en una gran historia.
Disfruten una vez más si ya lo leyeron o, tengan el gran placer de descubrir cómo Cortázar interpreta la psicología y las emociones de los niños y adolescentes.
¡Buena lectura!
Three Little Girls, Berlín 1845 Carl Gustav Oehme [photographer]
Con Leticia y Holanda íbamos a jugar a las vías del Central Argentino los días de calor, esperando
que mamá y tía Ruth empezaran su siesta para escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tía Ruth
estaban siempre cansadas después de lavar la loza, sobre todo cuando Holanda y yo secábamos
los platos porque entonces había discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo nosotras
entendíamos, y en general un ambiente en donde el olor a grasa, los maullidos de José y la
oscuridad de la cocina acababan en una violentísima pelea y el consiguiente desparramo. Holanda
se especializaba en armar esta clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya lavado en el
tacho del agua sucia, o recordando como al pasar que en la casa de las de Loza había dos
sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, prefería insinuarle a tía Ruth que se le iban
a paspar las manos si seguía fregando cacerolas en vez de dedicarse a las copas o los platos, que
era precisamente lo que le gustaba lavar a mamá, con lo cual las enfrentaba sordamente en una
lucha de ventajeo por la cosa fácil. El recurso heroico, si los consejos y las largas recordaciones
familiares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es una gran
mentira eso del gato escaldado, salvo que haya que tomar al pie de la letra la referencia al agua
fría; porque de la caliente José no se alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, a
que le volcáramos media taza de agua a cien grados o poco menos, bastante menos
probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa es que ardía Troya, y en la confusión
coronada por el espléndido si bemol de tía Ruth y la carrera de mamá en busca del bastón de los
castigos, Holanda y yo nos perdíamos en la galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo
donde Leticia nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable.
Por lo regular mamá nos perseguía un buen trecho, pero las ganas de rompernos la cabeza se le
pasaban con gran rapidez y al final (habíamos trancado la puerta y le pedíamos perdón con
emocionantes partes teatrales) se cansaba y se iba, repitiendo la misma frase:
—Van a acabar en en
la calle, estas mal nacidas.
Donde acabábamos era en las vías del Central Argentino, cuando la casa quedaba en silencio y
veíamos al gato tenderse bajo el limonero para hacer él también su siesta perfumada y zumbante
de avispas. Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una
libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia adelante. Entonces
corríamos buscando impulso para trepar de un envión al breve talud del ferrocarril, encaramadas
sobre el mundo contemplábamos silenciosas nuestro reino.
Nuestro reino era así: una gran curva de las vías acababa su comba justo frente a los fondos de
nuestra casa. No había más que el balasto, los durmientes y la doble vía; pasto ralo y estúpido
entre los pedazos de adoquín donde la mica, el cuarzo y el feldespato —que son los componentes
del granito— brillaban como diamantes legítimos contra el sol de las dos de la tarde. Cuando nos
agachábamos a tocar las vías (sin perder tiempo porque hubiera sido peligroso quedarse mucho
ahí, no tanto por los trenes como por los de casa si nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego
de las piedras, y al pararnos contra el viento del río era un calor mojado pegándose a las mejillas
y las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir, bajar otra vez, entrando en una y otra
zona de calor, estudiándonos las caras para apreciar la transpiración, con lo cual al rato éramos
una sopa. Y siempre calladas, mirando al fondo de las vías, o el río al otro lado, el pedacito de río
color café con leche.
Después de esta primera inspección del reino bajábamos el talud y nos metíamos en la mala
sombra de los sauces pegados a la tapia de nuestra casa, donde se abría la puerta blanca. Ahí
estaba la capital del reino, la ciudad silvestre y la central de nuestro juego.
La primera en iniciar el
juego era Leticia,
la más feliz de las tres y la más privilegiada.
Leticia no tenía que secar los platos
ni hacer las camas, podía pasarse el día leyendo o o pegando figuritas, y de noche la dejaban
quedarse hasta más tarde si lo pedía, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo de hueso y
toda clase de ventajas. Poco a poco se había ido aprovechando de los privilegios, y desde el
verano anterior dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino; por lo menos se adelantaba
a decir las cosas y Holanda y yo aceptábamos sin protestar, casi contentas. Es probable que las
largas conferencias de mamá sobre cómo debíamos portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la queríamos bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. Lástima
que no tenía aspecto para jefa, era la más baja de las tres, y tan flaca. Holanda era flaca, y yo
nunca pesé más de cincuenta kilos, pero Leticia era la más flaca de las tres, y para peor una de
esas flacuras que se ven de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de la
espalda la hacía parecer más flaca, como casi no podía mover la cabeza a los lados daba la
impresión de una tabla de planchar parada, de esas forradas de género blanco como había en la
casa de las de Loza. Una tabla de planchar con la parte más ancha para arriba, parada contra la
pared. Y nos dirigía.
La satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tía Ruth se enteraran un día del juego.
Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar una meresunda increíble. El si bemol y los
desmayos, las inmensas protestas de devoción y sacrificio malamente recompensados, el
amontonamiento de invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el anuncio de
nuestros destinos, que consistían en que las tres terminaríamos en la calle. Esto último siempre
nos había dejado perplejas, porque terminar en la calle nos parecía bastante normal.
Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano, contar hasta veintiuno,
cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más
y las incluíamos en la cuenta para evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del
grupo y sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda y yo
levantábamos la piedra y abríamos la caja de los ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese
ganado, Leticia y yo escogíamos los ornamentos. El juego marcaba dos formas: estatuas y
actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos pero sí mucha expresividad, para la envidia
mostrar los dientes, crispar las manos y arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la
caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos ofrecían
algo —un trapo, una pelota, una rama de sauce— a un pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el
miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los ornamentos
se destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que una estatua
resultara, había que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la elegida
no podía tomar parte en la selección; las dos restantes debatían el asunto y aplicaban luego los
ornamentos. La elegida debía inventar su estatua aprovechando lo que le habían puesto, y el juego
era así mucho más complicado y excitante porque a veces había alianzas contra, y la víctima se
veía ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza dependía entonces que
inventara una buena estatua. Por lo general cuando el juego marcaba actitudes la elegida salía
bien parada pero hubo veces en que las estatuas fueron fracasos horribles.
Lo que cuento empezó
vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren. Por
supuesto que las actitudes y las estatuas no eran para nosotras mismas, porque nos hubiéramos
cansado en seguida. El juego marcaba que la elegida debía colocarse al pie del talud, saliendo de
la sombra de los sauces, y esperar el tren de las dos y ocho que venía del Tigre. A esa altura de
Palermo los trenes pasan bastante rápido, y no nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud.
Casi no veíamos a la gente de las ventanillas, pero con el tiempo llegamos a tener práctica y
sabíamos que algunos pasajeros esperaban vernos. Un señor de pelo blanco y anteojos de carey
sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a la estatua o la actitud con el pañuelo. Los chicos
que volvían del colegio sentados en los estribos gritaban cosas al pasar, pero algunos se
quedaban serios mirándonos. En realidad la estatua o la actitud no veía nada, por el esfuerzo de
mantenerse inmóvil, pero las otras dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o
la indiferencia producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche.
Cayó muy cerca de Holanda, que ese día era la maledicencia, y rebotó hasta mí. Era un papelito
muy doblado y sujeto a una tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decía: "Muy lindas
estatuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche, Ariel B." Nos pareció un poco seco, con
todo ese trabajo de atarle la tuerca y tirarlo, pero nos encantó. Sorteamos para saber quién se lo
quedaría, y me lo gané.. Al otro día ninguna quería jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero
temimos que interpretara mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia. Nos
alegramos mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura. La
parálisis no se notaba estando quieta, y ella era capaz de gestos de una enorme nobleza. Como
actitudes elegía siempre la generosidad, el sacrificio y el renunciamiento. Como estatuas buscaba
el estilo de Venus de la sala que tía Ruth llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos
ornamentos especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos un pedazo de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el pelo. Como andábamos de
manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se ensayó un rato a la sombra, y decidimos que
nosotras nos asomaríamos también y saludaríamos a Ariel con discreción pero muy amables.
Leticia estuvo magnífica, no se le movía ni un dedo cuando llegó el tren. Como no podía girar la
cabeza la echaba para atrás, juntado los brazos al cuerpo casi como si le faltaran; aparte el verde
de la túnica, era como mirar la Venus del Nilo. En la tercera ventanilla vimos a un muchacho de
rulos rubios y ojos claros que nos hizo una gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo saludábamos. El tren se lo llevó en un segundo, pero eran las cuatro y media y todavía discutíamos si
vestía de oscuro, si llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice la actitud del
desaliento, y recibimos otro papelito que decía: "Las tres me gustan mucho. Ariel." Ahora él sacaba
la cabeza y un brazo por la ventanilla y nos saludaba riendo. Le calculamos dieciocho años
(seguras que no tenía más de dieciséis) y convinimos en que volvía diariamente de algún colegio
inglés. Lo más seguro de todo era el colegio inglés, no aceptábamos un incorporado cualquiera.
Se vería que Ariel era muy bien.
Pasó que Holanda tuvo la suerte increíble de ganar tres días
seguidos. Superándose, hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua dificilísima
de bailarina, sosteniéndose en un pie desde que el tren entró en la curva. Al otro día gané yo, y
después de nuevo; cuando estaba haciendo la actitud del horror, recibí casi en la nariz un papelito
de Ariel que al principio no entendimos: "La más linda es la más haragana." Leticia fue la última en
darse cuenta, la vimos que se ponía colorada y se iba a un lado, y Holanda y yo nos miramos con
un poco de rabia. Lo primero que se nos ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no
podíamos decirle eso a Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella
no dijo nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese día volvimos
bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa Leticia estuvo muy alegre,
le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a tía Ruth como poniéndola de testigo de su
propia alegría. En aquellos días estaban ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y
por lo visto era una maravilla lo bien que le sentaba.
Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos
del asunto. No nos molestaba el papelito de Ariel, desde un tren andando las cosas se ven como
se ven, pero nos parecía que Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre
nosotras. Sabía que no le íbamos a decir nada, y que en una casa donde hay alguien con algún
defecto físico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo empezando por el enfermo, o más bien se
hacen los que no saben que el otro sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que
Leticia se había portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era demasiado. Esa
noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de madrugada por enormes playas
ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes, viendo a distancia las luces rojas de
locomotoras que venían, calculando con angustia si el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez
amenazada por la posible llegada de un rápido a mi espalda o —lo que era peor— que a último
momento uno de los trenes tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana
me olvidé porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse. Nos pareció
que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas con ella, diciéndole que esto le
pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo mejor sería que se quedara leyendo en su cuarto.
Ella no dijo nada pero vino a almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya
estaba muy bien y que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba. Esa tarde gané yo,
pero en ese momento me vino un no sé qué y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin
darle a entender por qué. Ya que el otro la prefería, que la mirara hasta cansarse. Como el juego
marcaba estatua, le elegimos cosas sencillas para no complicarle la vida, y ella inventó una
especie de princesa china, con aire vergonzoso, mirando al suelo y juntando las manos como
hacen las princesas chinas. Cuando pasó el tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces
pero yo miré y vi que Ariel no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el tren
se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y no sabía que él acababa de mirarla así. Pero
cuando vino a descansar bajo los sauces vimos que sí sabía, y que le hubiera gustado seguir con
los ornamentos toda la tarde, toda la noche.
El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos dijo que era justo que ella se saliera.
Ganó Holanda con su suerte maldita, pero la carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve
el impulso de dársela a Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era cosa de
complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al otro día iba a bajarse en la
estación vecina y que vendría por el terraplén para charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final era hermosa: "Saludo a las tres estatuas muy atentamente." La firma
parecía un garabato aunque se notaba la personalidad.
Mientras le quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me miró una o dos veces. Yo les había
leído el mensaje y nadie hizo comentarios, lo que resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba
a venir y había que pensar en esa novedad y decidir algo. Si en casa se enteraban, o por
desgracia a alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que eran esas enanas,
seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy raro quedarnos calladas con una
cosa así, sin mirarnos casi mientras guardábamos los ornamentos y volvíamos por la puerta blanca.
Tía Ruth nos pidió a Holanda y a mí que bañáramos a José, se llevó a Leticia para hacerle el
tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas. Nos parecía maravilloso que viniera Ariel,
nunca habíamos tenido un amigo así, a nuestro primo Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba
figuritas y creía en la primera comunión. Estábamos nerviosísimas con la expectativa y José pagó
el pato, pobre ángel. Holanda fue más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabía que pensar,
de un lado me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se
aclararan porque nadie tiene por qué‚ perjudicarse a causa de otro. Lo que yo hubiera querido es
que Leticia no sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora con el nuevo tratamiento y tantas
cosas.
A la noche mamá se extrañó de vernos tan calladas y dijo qué milagro, si nos habían comido la
lengua los ratones, después miró a tía Ruth y las dos pensaron seguro que habíamos hecho
alguna gorda y que nos remordía la conciencia. Leticia comió muy poco y dijo que estaba dolorida,
que la dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio el brazo aunque ella no quería
mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que me viene cuando estoy nerviosa. Dos veces
pensé‚ ir al cuarto de Leticia, no me explicaba qué hacían esas dos ahí solas, pero Holanda volvió
con aire de gran importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth levantaron
la mesa. "Ella no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta mucho, se la demos."
Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta. Después nos llamaron para secar
los platos, y esa noche nos dormimos casi en seguida por todas las emociones y el cansancio de
bañar a José.
Al otro día me tocó a mi salir de compras al mercado y en toda la mañana no vi a Leticia que
seguía en su cuarto. Antes que llamaran a la mesa entré un momento y la encontré al lado de la
ventana, con muchas almohadas y el tomo noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal, pero
se puso a reír y me contó de una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico que
había tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a venir a los sauces, pero me parecía tan
difícil decírselo bien. "Si querés podemos explicarle a Ariel que estabas descompuesta", le
propuse, pero ella decía que no y se quedaba callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al final
me animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño no
conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos aprendido en El Tesoro de la Juventud,
pero era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba la ventana y parecía como si fuera a
ponerse a llorar. Al final me fui diciendo que mamá me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda
se ganó un sopapo de tía Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos
los platos, de repente Estábamos en los sauces y las dos nos abrazábamos llenas de felicidad y
nada celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que teníamos que decir sobre nuestros
estudios para que Ariel se llevara una buena impresión, porque los del secundario desprecian a las
chicas que no han hecho más que la primaria y solamente estudian corte y repujado al aceite. Cuando pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con nuestros
pañuelos estampados le hicimos señas de bienvenida. Unos veinte minutos después lo vimos llegar por
el terraplén, y era más alto de lo que pensábamos y todo de gris.
Bien no me acuerdo de lo que
hablamos al principio, él era bastante tímido a pesar de haber venido y los papelitos, y decía cosas
muy pensadas.
Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las actitudes y preguntó cómo nos llamábamos y
por qué‚ faltaba la tercera. Holanda explicó que Leticia no había podido venir, y él dijo que era una lástima y que Leticia le parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial, que por
desgracia no era un colegio inglés, y quiso saber si le mostraríamos los ornamentos. Holanda
levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él pararecían interesarle mucho, y varias veces tomó alguno de los ornamentos y dijo:"Este lo llevaba Leticia un día", o "Este fue para la estatua oriental", con lo que quería decir la
princesa china. Nos sentamos a la sombra de un sauce y él estaba contento pero distraído, se veía
que sólo se quedaba de bien educado. Holanda me miró dos o tres veces cuando la conversación decaía, y eso nos hizo mucho mal a las dos, nos dio deseos de irnos o que Ariel no hubiese venido
nunca. El preguntó otra vez si Leticia estaba enferma, y Holanda me miró y yo creí que iba a
decirle, pero en cambio contestó que Leticia no había podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba
cuerpos geométricos en la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras
sabíamos lo que estaba pensando, por eso Holanda hizo bien en sacar el sobre violeta y alcanzárselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en la mano, después se puso muy colorado mientras
le explicábamos que eso se lo mandaba Leticia, y se guardó la carta en el bolsillo de adentro del
saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en seguida dijo que había tenido un gran placer y
que estaba encantado de haber venido, pero su mano era blanda y antipática de modo que fue
mejor que la visita se acabara, aunque más tarde no hicimos más que pensar en sus ojos grises y
en esa manera triste que tenía de sonreír. También nos acordamos de cómo se había despedido
diciendo: "Hasta siempre", una forma que nunca habíamos oído en casa y que nos pareció tan
divina y poética. Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando debajo del limonero del
patio, y yo hubiese querido preguntarle qué decía su carta pero me dio no sé‚ qué porque ella había
cerrado el sobre antes de confiárselo a Holanda, así que no le dije nada y solamente le contamos
cómo era Ariel y cuantas veces había preguntado por ella. Esto no era nada fácil de decírselo
porque era una cosa linda y mala a la vez, nos dábamos cuenta que Leticia se sentía muy feliz y al
mismo tiempo estaba casi llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tía Ruth nos precisaba y la
dejamos mirando las avispas del limonero.
Cuando íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: "Vas a ver que mañana se acaba el
juego". Pero se equivocaba aunque no por mucho, y al otro día Leticia nos hizo la seña convenida
en el momento del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante asombradas y con un poco de rabia,
porque eso era una desvergüenza de Leticia y no estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta y
casi nos morimos de miedo cuando al llegar a los sauces vimos que sacaba del bolsillo el collar de
perlas de mamá y todos los anillos, hasta el grande con rubí de tía ruth. Si las de Loza espiaban y
nos veían con las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos mataría, enanas
asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo sucedía ella era la única
responsable. "Quisiera que me dejaran hoy a mí", agregó sin mirarnos. Nosotras sacamos en
seguida los ornamentos, de golpe queríamos ser tan buenas con Leticia, darle todos los gustos y
eso que en el fondo nos quedaba un poco de encono. Como el juego marcaba estatua, le elegimos
cosas preciosas que iban bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para sujetar el pelo,
una piel que de lejos parecía un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un turbante.
La vimos que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció en la
curva fue a ponerse al pie del talud con todas las alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos
como si en vez de una estatua fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló el cielo mientras
echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podía hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta
darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la estatua más regia que había hecho nunca, y...
Thomas Leuthard picture
... entonces
vimos a Ariel que la miraba, salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y
mirándola sin vernos a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No sé‚ porqué‚ las dos corrimos
al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con lo ojos cerrados y grandes lagrimones por toda la
cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a
casa mientras guardábamos por última vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba a
suceder, pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los sauces, después que tía Ruth nos exigió
silencio absoluto para no molestar a Leticia que estaba dolorida y quería dormir. Cuando llegó el
tren vimos sin ninguna sorpresa la tercera ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos entre
aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento,
mirando hacia el río con sus ojos grises.
*
Espero que hayan disfrutado de esta lectura. No es un cuento fantástico, es realista, y es tremendo todo lo que nos suscita.
Una historia escrita con un lenguaje claro y una actitud franca, tiene una tensión muy lograda entre los eventos, y esa deconstrucción de la que habla Derridas.
Obviamente hay detalles que no se cuentan, como el contenido de la carta de Leticia ni su enfermedad. El narrador no es omnisciente, es parte de la historia, por consiguiente no comprende todo lo que está sucediendo. Es la perspectiva narrativa elegida. La de una niña- adolescente que lucha por liberarse de las restricciones adultas y expresar su individualidad. Este es uno de los aspectos que podrían desprenderse del juego. De la ilusión, la competencia y el enamoramiento, el proceso doloroso de crecimiento, el paso a la adultez. A esos 12 años que nos lleva a nuestros propios 12 años.
Es un cuento que tiene muchas interpretaciones literarias y, tan rico y dinámico que, también ha tenido muchas representaciones en teatro. Otros de este libro fueron llevados al cine.
Si les gustó mucho este cuento, este tema, les recomiendo «Deshoras» [1982, el último libro de Cortázar], donde el adolescente es un varón.
Final del juego es uno de los libros emblemáticos de Cortázar. Tiene dos ediciones, la segunda tiene 18 cuentos. Lo tienen debajo para leerlo completo. Les recomiendo «Una flor amarilla» y «Despuez del almuerzo» —muy perturbador. Los más leídos y comentados, excelentes relatos, son «Continuidad de los parques» y «La noche boca arriba». Pero todos, cada uno merece al menos una lectura, y si pueden, más de una.
Hasta la próxima lectura.
Cecilia Olguin Gianelli
Notas
- Final del juego, Julio Cortázar: I: Continuidad en los parques, No se culpe a nadie, El río, Los venenos, La puerta condenada, Las ménades. II: El ídolo de las Cícladas, Una flor amarilla, Sobremesa, La banda, Los amigos, El móvil, Torito; III: Relato con un fondo de agua, Después del almuerzo, Axolotl, La noche boca arriba, Final del juego.
Nikolái Gógol [Watercolor: Vitaly Schukin] Personal collage with his book
El cuento más famoso de Nikolái Gógol.
«El capote» o «El abrigo» es la historia de un hombre que hoy muchos podrían catalogar como «un perdedor», esa clase de hombre que no se distingue en nada, nada lo hace atractivo ni interesante para los demás —y «los demás», ante una personalidad semejante, suelen ser crueles. Es el «little man» de la literatura rusa, personaje característico del realismo. Gógol fue el primer realista, todos salieron de él y, precisamente, de este relato, lo dijo Dostoyevski.
Él es un funcionario de San Petersburgo. Ciudad donde el propio Nikolái Gógol vivió y trabajó como burócrata de la administración zarista. En esta ciudad también conoció al gran Alexandr Pushkin [1799-1837], quien le ayudó en su carrera de escritor y se hizo amigo suyo.
En ella transcurren también los cuentos «La avenida Nevski», «Diario de un loco», «La nariz» y «El inspector» —obra que lo hizo famoso y lo obligó a emigrar a Roma.
Akaki es el nombre del protagonista, porque así se llamaba su padre. Akaki Akakievich, lo van a leer tantas veces que no se preocupen en memorizarlo, ocurrirá solo.
Es un hombre introvertido, que debe soportar los insultos y acoso por parte de sus compañeros. Un abrigo —el capote—, todo un símbolo, es los que cambia su vida, su existencia tan anodina. Es lo que le dará significado y marcará su destino.
Muchos lectores harán asociaciones con otras lecturas, algunos pensarán en pinturas, otros en películas o series donde un abrigo toma un rol casi protagónico. El abrigo que lleva el personaje principal no es un detalle menor. El más reciente, el abrigo largo que lleva Nikole Kidman en The Undoing, caminando por el Central Park.
Pero en este caso, el abrigo tiene otras connotaciones. Es una gran historia para leer más de una vez, sobre todo si lo leíste cuando eras muy joven. La caracterización profunda del personaje y el simbolismo, los detalles, la visión de una intimidad frágil y violenta, lo hacen una lectura imprescindible, plausible de ser compartida. «La obra de Gógol, toda, es un fenómeno del lenguaje, no de las ideas», así se valoriza una obra de arte literaria, dijo Nabokov*.
Y a propósito de Nabokov, no dejen de leer su libro Curso de Literatura Rusa [1980], lo encontrarán al finalizar el cuento, en Notas. También encontrarán el link para leerlo y escucharlo en inglés.
Les adelanto este párrafo de Nabokov: «Gógol era un ser extraño, pero el
genio es extraño siempre; sólo el saludable escritor de segunda fila le
parece al lector agradecido como un
amigo viejo y sabio, que va exponiendo
agradablemente las ideas que el propio
lector tiene sobre la vida. La gran
literatura bordea lo irracional. Hamlet
es el sueño demencial de un erudito
neurótico. «El abrigo», de Gógol, es una
pesadilla implacable y grotesca que
abre agujeros negros en la vaga trama de
la vida. El lector superficial de este
relato no verá en él más que las bromas
pesadas de un bufón extravagante; el
lector solemne dará por sentado que la
intención primordial de Gógol era
denunciar los horrores de la burocracia
rusa. Pero ni el que busca algo que le haga reír ni el que codicia los libros que
«hacen pensar» entenderá de qué trata
realmente El abrigo. Dadme un lector
creador; esta historia está escrita para
él».
¡Buen lectura, sean creadores!!!
Cecilia Olguin Gianelli
Editorial Nordica Libros; 88 págs.
Audiolibro
https://www.youtube.com/watch?v=vMwpd1Sdszw
En el departamento ministerial de..., pero creo que será
preferible no nombrarlo, porque no hay gente más susceptible
que los empleados de esta clase de departamentos, los oficiales,
los cancilleres..., en una palabra, todos los funcionarios que
componen la burocracia. Y ahora, dicho esto, muy bien pudiera
suceder que cualquier ciudadano honorable se sintiera
ofendido al suponer que en su persona se hacía una afrenta a
toda la sociedad de que forma parte. Se dice que hace poco un
capitán de policía, no recuerdo en qué ciudad, presentó un
informe en el que manifestaba claramente que se burlaban los
decretos imperiales y que incluso el honorable título de capitán
de policía se llegaba a pronunciar con desprecio. Y en prueba
de ello mandaba un informe voluminoso de cierta novela
romántica, en la que, a cada diez páginas, aparecía un capitán
de policía, y a veces, y esto es lo grave, en completo estado de
embriaguez. Y por eso, para evitar toda clase de disgustos,
llamaremos sencillamente un departamento al departamento de
que hablemos aquí.
Pues bien: en cierto departamento ministerial trabajaba un
funcionario, de quien apenas si se puede decir que tenía algo de
particular. Era bajo de estatura, algo picado de viruelas, un
tanto pelirrojo y también algo corto de vista, con una pequeña
calvicie en la frente, las mejillas llenas de arrugas y el rostro pálido, como el de las personas que padecen de almorranas...
¡Qué se le va a hacer! La culpa la tenía el clima petersburgués.
En cuanto al grado —ya que entre nosotros es la primera cosa
que sale a colación—, nuestro hombre era lo que llaman un
eterno consejero titular, de los que, como es sabido, se han
mofado y chanceado diversos escritores que tienen la laudable
costumbre de atacar a los que no pueden defenderse. El
apellido del funcionario en cuestión era Bachmachkin, y ya por
el mismo se ve claramente que deriva de la palabra zapato; pero
cómo, cuándo y de qué forma, nadie lo sabe. El padre, el abuelo
y hasta el cuñado de nuestro funcionario y todos los
Bachmachkin llevaron siempre botas, a las que mandaban
poner suelas sólo tres veces al año. Nuestro hombre se llamaba
Akakiy Akakievich. Quizás al lector le parezca este nombre un
tanto raro y rebuscado, pero puedo asegurarle que no lo
buscaron adrede, sino que las circunstancias mismas hicieron
imposible darle otro, pues el hecho ocurrió como sigue:
Akakiy Akakievich nació, si mal no se recuerda, en la noche
del veintidós al veintitrés de marzo. Su difunta madre, buena
mujer y esposa también de otro funcionario, dispuso todo lo
necesario, como era natural, para que el niño fuera bautizado.
La madre guardaba aún cama, la cual estaba situada enfrente
de la puerta, y a la derecha se hallaba el padrino, Iván
Ivanovich Erochkin, hombre excelente, jefe de oficina en el
Senado, y la madrina, Arina Semenovna Belobriuchkova,
esposa de un oficial de la policía y mujer de virtudes
extraordinarias.
Dieron a elegir a la parturienta entre tres nombres:
Mokkia, Sossia y el del mártir Josdasat. "No —dijo para sí la
enferma—. ¡Vaya unos nombres! ¡No!" Para complacerla,
pasaron la hoja del almanaque, en la que se leían otros tres
nombres: Trifiliy, Dula y Varajasiy.
—¡Pero todo esto parece un verdadero castigo! —Exclamó la
madre—. ¡Qué nombres! ¡Jamás he oído cosa semejante! Si por
lo menos fuese Varadat o Varuj; pero ¡Trifiliy o Varajasiy!
Volvieron otra hoja del almanaque y se encontraron los
nombres de Pavsikajiy y Vajticiy.
—Bueno; ya veo —dijo la anciana madre— que éste ha de ser
su destino. Pues bien: entonces, será mejor que se llame como
su padre. Akakiy se llama el padre; que el hijo se llame también
Akakiy.
Y así se formó el nombre de Akakiy Akakievich. El niño fue
bautizado. Durante el acto sacramental lloró e hizo tales
muecas, cual si presintiera que había de ser consejero titular. Y
así fue como sucedieron las cosas. Hemos citado estos hechos
con objeto de que el lector se convenza de que todo tenía que
suceder así y que habría sido imposible darle otro nombre.
Cuándo y en qué época entró en el departamento ministerial
y quién le colocó allí, nadie podría decirlo. Cuantos directores y
jefes pasaron le habían visto siempre en el mismo sitio, en
idéntica postura, con la misma categoría de copista; de modo que se podía creer que había nacido así en este mundo,
completamente formado con uniforme y la serie de calvas sobre
la frente.
En el departamento nadie le demostraba el menor respeto.
Los ordenanzas no sólo no se movían de su sitio cuando él
pasaba, sino que ni siquiera le miraban, como si se tratara sólo
de una mosca que pasara volando por la sala de espera. Sus
superiores le trataban con cierta frialdad despótica. Los
ayudantes del jefe de oficina le ponían los montones de papeles
debajo de las narices, sin decirle siquiera: "copie esto", o "aquí
tiene un asunto bonito e interesante", o algo por el estilo, como
corresponde a empleados con buenos modales. Y él los cogía,
mirando tan sólo a los papeles, sin fijarse en quién los ponía
delante de él, ni si tenía derecho a ello. Los tomaba y se ponía
en el acto a copiarlos.
Leave me alone! Why do you insult me?*
Los empleados jóvenesse mofaban y chanceaban de él con
todo el ingenio de que es capaz un cancillerista —si es que al
referirse a ellos se puede hablar de ingenio—, contando en su
presencia toda clase de historias inventadas sobre él y su
patrona, una anciana de setenta años. Decían que ésta le pegaba
y preguntaban cuándo iba a casarse con ella, y le tiraban sobre
la cabeza papelitos, diciéndole que se trataba de copos de nieve.
Pero a todo esto, Akakiy Akakievich no replicaba nada, como si
se encontrara allí solo. Ni siquiera ejercía influencia en su
ocupación, y a pesar de que le daban la lata de esta manera, no
cometía ni un solo error en su escritura. Sólo cuando la broma
resultaba demasiado insoportable, cuando le daban algún golpe en el brazo, impidiéndole seguir trabajando, pronunciaba estas
palabras:
—¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?
Había algo extraño en estas palabras y en el tono de voz con
que las pronunciaba. En ellas aparecía algo que inclinaba a la
compasión. Y así sucedió en cierta ocasión: un joven que
acababa de conseguir empleo en la oficina y que, siguiendo el
ejemplo de los demás, iba a burlarse de Akakiy, se quedó
cortado, cual si le hubieran dado una puñalada en el corazón, y
desde entonces pareció que todo había cambiado ante él y lo
vio todo bajo otro aspecto. Una fuerza sobrenatural le impulsó a
separarse de sus compañeros, a quienes había tomado por
personas educadas y como es debido. Y aun mucho más tarde,
en los momentos de mayor regocijo, se le aparecía la figura de
aquel diminuto empleado con la calva sobre la frente, y oía sus
palabras insinuantes: "¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?" Y
simultáneamente con estas palabras resonaban otras: "¡Soy tu
hermano!" El pobre infeliz se tapaba la cara con las manos, y
más de una vez, en el curso de su vida, se estremeció al ver
cuánta inhumanidad hay en el hombre y cuánta dureza y
grosería encubren los modales de una supuesta educación,
selecta y esmerada. Y, ¡Dios mío!, hasta en las personas que
pasaban por nobles y honradas...
Difícilmente se encontraría un hombre que viviera
cumpliendo tan celosamente con sus deberes... y, ¡es poco
decir!, que trabajara con tanta afición y esmero. Allí, copiando
documentos, se abría ante él un mundo más pintoresco y placentero. En su cara se reflejaba el gozo que experimentaba.
Algunas letras eran sus favoritas, y cuando daba con ellas
estaba como fuera de sí: sonreía, parpadeaba y se ayudaba con
los labios, de manera que resultaba hasta posible leer en su
rostro cada letra que trazaba su pluma.
Si le hubieran dado una recompensa a su celo, tal vez, con
gran asombro por su parte, hubiera conseguido ser ya consejero
de Estado. Pero, como decían sus compañeros bromistas, en vez
de una condecoración de ojal, tenía hemorroides en los riñones.
Por otra parte, no se puede afirmar que no se le hiciera ningún
caso. En cierta ocasión, un director, hombre bondadoso,
deseando recompensarle por sus largos servicios, ordenó que le
diesen un trabajo de mayor importancia que el suyo, que
consistía en copiar simples documentos. Se le encargó que
redactara, a base de un expediente, un informe que había de ser
elevado a otro departamento. Su trabajo consistía sólo en
cambiar el título y sustituir el pronombre de primera persona
por el de tercera. Esto le dio tanto trabajo, que, todo sudoroso,
no hacía más que pasarse la mano por la frente, hasta que por
fin acabó por exclamar:
—No; será mejor que me dé a copiar algo, como hacía antes.
Y desde entonces le dejaron para siempre de copista. Fuera
de estas copias, parecía que en el mundo no existía nada para
él. Nunca pensaba en su traje. Su uniforme no era verde, sino
que había adquirido un color de harina que tiraba a rojizo.
Llevaba un cuello estrecho y bajo, y a pesar de que tenía el
cuello corto, éste sobresalía mucho y parecía exageradamente largo, como el de los gatos de yeso que mueven la cabeza y que
llevan colgando, por docenas, los artesanos.
Y siempre se le quedaba algo pegado al traje, bien un poco de
heno, o bien un hilo. Además, tenía la mala suerte, la desgracia,
de que al pasar siempre por debajo de las ventanas lo hacía en
el preciso momento en que arrojaban basuras a la calle. Y por
eso, en todo momento, llevaba en el sombrero alguna cáscara
de melón o de sandía o cosa parecida. Ni una sola vez en la
vida prestó atención a lo que ocurría diariamente en las calles,
cosa que no dejaba de advertir su colega, el joven funcionario, a
quien, aguzando de modo especial su mirada, penetrante y
atrevida, no se le escapaba nada de cuanto pasara por la acera
de enfrente, ora fuese alguna persona que llevase los pantalones
de trabillas, pero un poco gastados, ora otra cosa cualquiera,
todo lo cual hacía asomar siempre a su rostro una sonrisa
maliciosa.
Pero Akakiy Akakievich, adondequiera que mirase, siempre
veía los renglones regulares de su letra limpia y correcta. Y sólo
cuando se le ponía sobre el hombro el hocico de algún caballo, y
éste le soplaba en la mejilla con todo vigor, se daba cuenta de
que no estaba en medio de una línea, sino en medio de la calle.
Al llegar a su casa se sentaba en seguida a la mesa, tomaba
rápidamente la sopa de schi [Sopa rusa, hecha de carne y repollo], y
después comía un pedazo de carne de vaca con cebollas,
sin reparar en su sabor. Era capaz de comerlo con moscas
y con todo aquello que Dios añadía por aquel entonces.
Cuando notaba que el estómago empezaba a llenársele, se levantaba de la mesa, cogía un tintero pequeño y
empezaba a copiar los papeles que había llevado a casa.
Cuando no tenía trabajo, hacía alguna copia para él, por
mero placer, sobre todo si se trataba de algún documento
especial, no por la belleza del estilo, sino porque fuese
dirigido a alguna persona nueva de relativa importancia.
Cuando el cielo gris de Petersburgo oscurece totalmente y
toda la población de empleados se ha saciado cenando de
acuerdo con sus sueldos y gustos particulares; cuando todo el
mundo descansa, procurando olvidarse del rasgar de las
plumas en las oficinas, de los vaivenes, de las ocupaciones
propias y ajenas y de todas las molestias que se toman
voluntariamente los hombres inquietos y a menudo sin
necesidad; cuando los empleados gastan el resto del tiempo
divirtiéndose unos, los más animados, asistiendo a algún teatro,
otros saliendo a la calle, para observar ciertos sombreritos y las
modas últimas, quienes acudiendo a alguna reunión en donde
se prodiguen cumplidos a lindas muchachas o a alguna en
especial, que se considera como estrella en este limitado círculo
de empleados, y quienes, los más numerosos, yendo
simplemente a casa de un compañero, que vive en un cuarto o
tercer piso compuesto de dos pequeñas habitaciones y un
vestíbulo o cocina, con objetos modernos, que denotan casi
siempre afectación, una lámpara o cualquier otra cosa
adquirida a costa de muchos sacrificios, renunciamientos y
privaciones a cenas o recreos. En una palabra: a la hora en que
todos los empleados se dispersan por las pequeñas viviendas
de sus amigos para jugar al whist y tomar algún que otro vaso
de té con pan tostado de lo más barato y fumar una larga pipa, tragando grandes bocanadas de humo y, mientras se
distribuían las cartas, contar historias escandalosas del gran
mundo, a lo que un ruso no puede renunciar nunca, sea cual
sea su condición, y cuando no había nada que referir, repetir la
vieja anécdota acerca del comandante a quien vinieron a decir
que habían cortado la cola del caballo de la estatua de Pedro el
Grande, de Falconet...; en suma, a la hora en que todos
procuraban divertirse de alguna forma, Akakiy Akakievich no
se entregaba a diversión alguna.
Nadie podía afirmar haberle visto siquiera una sola vez en
alguna reunión. Después de haber copiado a gusto, se iba a
dormir, sonriendo y pensando de antemano en el día siguiente.
¿Qué le iba a traer Dios para copiar mañana?
Y así transcurría la vida de este hombre apacible, que,
cobrando un sueldo de 400 rublos al año, sabía sentirse
contento con su destino. Tal vez hubiera llegado a muy viejo, a
no ser por las desgracias que sobrevienen en el curso de la vida,
y esto no sólo a los consejeros de Estado, sino también a los
privados e incluso a aquellos que no dan consejos a nadie ni de
nadie los aceptan.
Existe en Petersburgo un enemigo terrible de todos aquellos
que no reciben más de 400 rublos anuales de sueldo. Este
enemigo no es otro que nuestras heladas nórdicas, aunque, por
lo demás, se dice que son muy sanas. Pasadas las ocho, la hora
en que van a la oficina los diferentes empleados del Estado, el
frío punzante e intenso ataca de tal forma las narices sin
elección de ninguna especie, que los pobres empleados no saben cómo resguardarse. A estas horas, cuando a los más altos
dignatarios les duele la cabeza de frío y las lágrimas les saltan
de los ojos, los pobres empleados, los consejeros titulares, se
encuentran a veces indefensos. Su única salvación consiste en
cruzar lo más rápidamente posible las cinco o seis calles,
envueltos en sus ligeros capotes, y luego detenerse en la
conserjería, pateando enérgicamente, hasta que se deshielan
todos los talentos y capacidades de oficinistas que se helaron en
el camino.
Desde hacía algún tiempo, Akakiy Akakievich sentía un
dolor fuerte y punzante en la espalda y en el hombro, a pesar
de que procuraba medir lo más rápidamente posible la
distancia habitual de su casa al departamento. Se le ocurrió al
fin pensar si no tendría la culpa de ello su capote. Lo examinó
minuciosamente en casa y comprobó que precisamente en la
espalda y en los hombros la tela clareaba, pues el paño estaba
tan gastado, que podía verse a través de él. Y el forro se
deshacía de tanto uso.
Conviene saber que el capote de Akakiy Akakievich también
era blanco de las burlas de los funcionarios. Hasta le habían
quitado el nombre noble de capote y le llamaban bata. En
efecto, este capote había ido tomando una forma muy curiosa;
el cuello disminuía cada año más y más, porque servía para
remendar el resto. Los remiendos no denotaban la mano hábil
de un sastre, ni mucho menos, y ofrecían un aspecto tosco y
antiestético. Viendo en qué estado se encontraba su capote,
Akakiy Akakievich decidió llevarlo a Petrovich, un sastre que
vivía en un cuarto piso interior, y que, a pesar de ser bizco y picado de viruelas, revelaba bastante habilidad en remendar
pantalones y fraques de funcionarios y de otros caballeros; claro
está, cuando se encontraba tranquilo y sereno y no tramaba en
su cabeza alguna otra empresa.
Es verdad que no haría falta hablar de este sastre; mas como
es costumbre en cada narración esbozar fielmente el carácter de
cada personaje, no queda otro remedio que presentar aquí a
Petrovich.
Al principio, cuando aún era siervo y hacía de criado, se
llamaba Gregorio a secas. Tomó el nombre de Petrovich al
conseguir la libertad, y al mismo tiempo empezó a
emborracharse los días de fiesta, al principio solamente los
grandes y luego continuó haciéndolo, indistintamente, en todas
las fiestas de la Iglesia, dondequiera que encontrase alguna cruz
en el calendario. Por ese lado permanecía fiel a las costumbres
de sus abuelos, y riñendo con su mujer, la llamaba impía y
alemana.
Ya que hemos mencionado a su mujer, convendría decir
algunas palabras acerca de ella. Desgraciadamente, no se sabía
nada de la misma, a no ser que era esposa de Petrovich y que se
cubría la cabeza con un gorrito y no con un pañuelo. Al parecer,
no podía enorgullecerse de su belleza; a lo sumo, algún que
otro soldado de la guardia es muy posible que si se cruzase con
ella por la calle le echase alguna mirada debajo del gorro,
acompañada de un extraño movimiento de la boca y de los
bigotes con un curioso sonido inarticulado.
Subiendo la escalera que conducía al piso del sastre, que, por
cierto, estaba empapada de agua sucia y de desperdicios,
desprendiendo un olor a aguardiente que hacía daño al olfato y
que, como es sabido, es una característica de todos los pisos
interiores de las casas petersburguesas; subiendo la escalera,
pues, Akakiy Akakievich reflexionaba sobre el precio que iba a
cobrarle Petrovich, y resolvió no darle más de dos rublos.
La puerta estaba abierta, porque la mujer de Petrovich, que
en aquel preciso momento freía pescado, había hecho tal
humareda en la cocina, que ni siquiera se podían ver las
cucarachas. Akakiy Akakievich atravesó la cocina sin ser visto
por la mujer y llegó a la habitación, donde se encontraba
Petrovich sentado en una ancha mesa de madera con las
piernas cruzadas, como un bajá, y descalzo, según costumbre
de los sastres cuando están trabajando. Lo primero que llamaba
la atención era el dedo grande, bien conocido de Akakiy
Akakievich por la uña destrozada, pero fuerte y firme, como la
concha de una tortuga. Llevaba al cuello una madeja de seda y
de hilo y tenía sobre las rodillas una prenda de vestir
destrozada. Desde hacía tres minutos hacía lo imposible por
enhebrar una aguja, sin conseguirlo, y por eso echaba pestes
contra la oscuridad y luego contra el hilo, murmurando entre
dientes:
—¡Te vas a decidir a pasar, bribona! ¡Me estás haciendo
perder la paciencia, granuja!
Akakiy Akakievich estaba disgustado por haber llegado en
aquel preciso momento en que Petrovich se hallaba encolerizado. Prefería darle un encargo cuando el sastre
estuviese algo menos batallador, más tranquilo, pues, como
decía su esposa, ese demonio tuerto se apaciguaba con el
aguardiente ingerido. En semejante estado, Petrovich solía
mostrarse muy complaciente y rebajaba de buena gana, más
aún, daba las gracias y hasta se inclinaba respetuosamente ante
el cliente. Es verdad que luego venía la mujer llorando y decía
que su marido estaba borracho y por eso había aceptado el
trabajo a bajo precio. Entonces se le añadían diez kopeks más, y
el asunto quedaba resuelto. Pero aquel día Petrovich parecía no
estar borracho y por eso se mostraba terco, poco hablador y
dispuesto a pedir precios exorbitantes.
Akakiy Akakievich se dio cuenta de todo esto y quiso, como
quien dice, tomar las de Villadiego; pero ya no era posible.
Petrovich clavó en él su ojo torcido y Akakiy Akakievich dijo
sin querer:
—¡Buenos días, Petrovich!
—¡Muy buenos los tenga usted también! —respondió
Petrovich, mirando de soslayo las manos de Akakiy Akakievich
para ver qué clase de botín traía éste.
—Vengo a verte, Petrovich, pues yo...
Conviene saber que Akakiy Akakievich se expresaba siempre
por medio de preposiciones, adverbios y partículas
gramaticales que no tienen ningún significado. Si el asunto en
cuestión era muy delicado, tenía la costumbre de no terminar la frase, de modo que a menudo empezaba por las palabras: "Es
verdad, justamente eso...", y después no seguía nada y él mismo
se olvidaba, pensando que lo había dicho todo.
—¿Qué quiere, pues? —le preguntó Petrovich,
inspeccionando en aquel instante con su único ojo todo el
uniforme, el cuello, las mangas, la espalda, los faldones y los
ojales, que conocía muy bien, ya que era su propio trabajo.
Ésta es la costumbre de todos los sastres y es lo primero que
hizo Petrovich.
—Verás, Petrovich...; yo quisiera que... este capote...; mira el
paño...; ¿ves?, por todas partes está fuerte..., sólo que está un
poco cubierto de polvo, parece gastado; pero en realidad está
nuevo; sólo una parte está un tanto..., un poquito en la espalda
y también algo gastado en el hombro y un poco en el otro
hombro... Mira, eso es todo... No es mucho trabajo...
Petrovich tomó el capote, lo extendió sobre la mesa y lo
examinó detenidamente. Después meneó la cabeza y extendió
la mano hacia la ventana para coger su tabaquera redonda con
el retrato de un general, cuyo nombre no se podía precisar,
puesto que la parte donde antes se viera la cara estaba
perforada por el dedo y tapada ahora con un pedazo
rectangular de papel. Después de tomar una pulgada de rapé,
Petrovich puso el capote al trasluz y volvió a menear la cabeza.
Luego lo puso al revés con el forro hacia afuera y de nuevo
meneó la cabeza; volvió a levantar la tapa de la tabaquera
adornada con el retrato del general y arreglada con aquel pedazo de papel, e introduciendo el rapé en la nariz, cerró la
tabaquera y se la guardó, diciendo por fin:
—Aquí no se puede arreglar nada. Es una prenda muy
gastada.
Al oír estas palabras, el corazón se le oprimió al pobre Akakiy
Akakievich.
—¿Por qué no es posible, Petrovich? preguntó con voz
suplicante de niño. Sólo esto de los hombros está estropeado y
tú tendrás seguramente algún pedazo...
«Why cant´t it, Petrovich?»,
he said almost in a imploring voice of a child.*
—Sí; en cuanto a los pedazos se podrían encontrar —dijo
Petrovich— sólo que no se pueden poner, pues el paño está
completamente podrido y se deshará en cuanto se toque con la
aguja.
—Pues que se deshaga, tú no tienes más que ponerle un
remiendo.
—No puedo poner el remiendo en ningún sitio, no hay
dónde fijarlo; además, sería un remiendo demasiado grande.
Esto ya no es paño; un golpe de viento basta para arrancarlo.
—No —dijo Petrovich con firmeza; no se puede hacer nada.
Es un asunto muy malo. Será mejor que se haga con él unas onuchkas para cuando llegue el invierno y empiece a hacer frío,
porque las medias no abrigan nada, no son más que un invento
de los alemanes para hacer dinero —Petrovich aprovechaba
gustoso la ocasión para meterse con los alemanes—. En cuanto
al capote, tendrá que hacerse otro nuevo.
Al oír la palabra nuevo, Akakiy Akakievich sintió que se le
nublaba la vista y le pareció que todo lo que había en la
habitación empezaba a dar vueltas. Lo único que pudo ver
claramente era el semblante del general tapado con el papel en
la tabaquera de Petrovich.
—¡Cómo uno nuevo! —Murmuró como en sueño—. Si no
tengo dinero para ello.
—Sí; uno nuevo —repitió Petrovich con brutal tranquilidad.
—...Y de ser nuevo..., ¿cuánto sería...?
—¿Que cuánto costaría?
—Sí.
—Pues unos 150 rublos —contestó Petrovich, y al decir esto
apretó los labios.
Era muy amigo de los efectos fuertes y le gustaba dejar
pasmado al cliente y luego mirar de soslayo para ver qué cara
de susto ponía al oír tales palabras.
—¡150 rublos por el capote! —exclamó el pobre Akakiy
Akakievich.
Quizá por primera vez se le escapaba semejante grito, ya que
siempre se distinguía por su voz muy suave.
—Sí —dijo Petrovich—. Y además, ¡qué capote! Si se le pone
un cuello de marta y se le forra el capuchón con seda, entonces
vendrá a costar hasta 200 rublos.
—¡Por Dios, Petrovich! —Le dijo Akakiy Akakievich con voz
suplicante, sin escuchar, es decir, esforzándose en no prestar
atención a todas sus palabras y efectos—. Arréglalo como sea
para que sirva todavía algún tiempo.
—¡No! Eso sería tirar el trabajo y el dinero... repuso
Petrovich.
Y tras aquellas palabras, Akakiy Akakievich quedó
completamente abatido y se marchó. Mientras tanto, Petrovich
permaneció aún largo rato en pie, con los labios expresivamente
apretados, sin comenzar su trabajo, satisfecho de haber sabido
mantener su propia dignidad y de no haber faltado a su oficio.
Cuando Akakiy Akakievich salió a la calle se hallaba como en
un sueño.
"Qué cosa! —Decía para sí—. Jamás hubiera pensado que iba
a terminar así... ¡Vaya! —Exclamó después de unos minutos de
silencio—. ¡He aquí al extremo que hemos llegado! La verdad es que yo nunca podía suponer que llegara a esto... —y después
de otro largo silencio, terminó diciendo—: ¡Pues así es! ¡Esto sí
que es inesperado!... ¡Qué situación!..."
Dicho esto, en vez de volver a su casa se fue, sin darse cuenta,
en dirección contraria. En el camino tropezó con un
deshollinador, quien rozándole el hombro, se lo manchó de
negro; además, del techo de una casa en construcción le cayó
una respetable cantidad de cal; pero él no se daba cuenta de
nada. Sólo cuando se dio de cara con un guardia, que habiendo
colocado la alabarda junto a él echaba rapé de la tabaquera en
su palma callosa, se dio cuenta porque el guardia le gritó:
—¿Por qué te metes debajo de mis narices? ¿Acaso no tienes
la acera?
Esto le hizo mirar en torno suyo y volver a casa. Solamente
entonces empezó a reconcentrar sus pensamientos y vio
claramente la situación en que se hallaba y comenzó a
monologar consigo mismo, no en forma incoherente, sino con
lógica y franqueza, como si hablase con un amigo inteligente a
quien se puede confiar lo más íntimo de su corazón.
—No —decía Akakiy Akakievich— ahora no se puede hablar
con Petrovich, pues está algo...; su mujer debe de haberle
proporcionado una buena paliza. Será mejor que vaya a verle
un domingo por la mañana; después de la noche del sábado
estará medio dormido, bizqueando, y deseará beber para
reanimarse algo, y como su mujer no le habrá dado dinero, yo le daré una moneda de diez kopeks y él se volverá más tratable
y arreglará el capote...
Y ésta fue la resolución que tomó Akakiy Akakievich. Y
procurando animarse, esperó hasta el domingo. Cuando vio
salir a la mujer de Petrovich, fue directamente a su casa. En
efecto, Petrovich, después de la borrachera de la víspera, estaba
más bizco que nunca, tenía la cabeza inclinada y estaba medio
dormido; pero con todo eso, en cuanto se enteró de lo que se
trataba, exclamó como si le impulsara el propio demonio:
—¡No puede ser! ¡Haga el favor de mandarme hacer otro
capote!
Y entonces fue cuando Akakiy Akakievich le metió en la
mano la moneda de diez kopeks.
—Gracias, señor; ahora podré reanimarme un poco bebiendo
a su salud —dijo Petrovich—. En cuanto al capote, no debe
pensar más en él, no sirve para nada. Yo le haré uno
estupendo..., se lo garantizo.
Akakiy Akakievich volvió a insistir sobre el arreglo; pero
Petrovich no le quiso escuchar y dijo:
Le haré uno nuevo, magnífico... Puede contar conmigo; lo
haré lo mejor que pueda. Incluso podrá abrochar el cuello con
corchetes de plata, según la última moda.
Sólo entonces vio Akakiy Akakievich que no podía pasarse
sin un nuevo capote y perdió el ánimo por completo.
Pero ¿cómo y con qué dinero iba a hacérselo? Claro, podía
contar con un aguinaldo que le darían en las próximas fiestas.
Pero este dinero lo había distribuido ya desde hace tiempo con
un fin determinado. Era preciso encargar unos pantalones
nuevos y pagar al zapatero una vieja deuda por las nuevas
punteras en un par de botas viejas, y, además, necesitaba
encargarse tres camisas y dos prendas de ropa de esas que se
considera poco decoroso nombrarlas por su propio nombre.
Todo el dinero estaba distribuido de antemano, y aunque el
director se mostrara magnánimo y concediese un aguinaldo de
45 a 50 rublos, sería sólo una pequeñez en comparación con el
capital necesario para el capote, era una gota de agua en el
océano. Aunque, claro, sabía que a Petrovich le daba a veces no
sé qué locura, y entonces pedía precios tan exorbitantes, que
incluso su mujer no podía contenerse y exclamaba:
—¡Te has vuelto loco, grandísimo tonto! Unas veces trabajas
casi gratis y ahora tienes la desfachatez de pedir un precio que
tú mismo no vales.
Por otra parte, Akakiy Akakievich sabía que Petrovich
consentiría en hacerle el capote por 80 rublos. Pero, de todas
maneras, ¿dónde hallar esos 80 rublos? La mitad quizá podría
conseguirla, y tal vez un poco más. Pero ¿y la otra mitad?...
Pero antes el lector ha de enterarse de dónde provenía la
primera mitad. Akakiy Akakievich tenía la costumbre de echar un kopek siempre que gastaba un rublo, en un pequeño cajón,
cerrándolo con llave, cajón que tenía una ranura ancha para
hacer pasar el dinero. Al cabo de cada medio año hacía el
recuento de esta pequeña cantidad de monedas de cobre y las
cambiaba por otras de plata. Practicaba este sistema desde hacía
mucho tiempo, y de esta manera, al cabo de unos años, ahorró
una suma superior a 40 rublos. Así, pues, tenía en su poder la
mitad, pero ¿y la otra mitad? ¿Dónde conseguir los 40 rublos
restantes?
Akakiy Akakievich pensaba, pensaba, y finalmente llegó a la
conclusión de que era preciso reducir los gastos ordinarios por
lo menos durante un año, o sea, dejar de tomar té todas las
noches, no encender la vela por la noche, y si tenía que copiar
algo, ir a la habitación de la patrona para trabajar a la luz de su
vela. También sería preciso al andar por la calle pisar lo más
suavemente posible las piedras y baldosas e incluso hasta ir casi
de puntillas para no gastar demasiado rápidamente las suelas,
dar a lavar la ropa a la lavandera también lo menos posible. Y
para que no se gastara, quitársela al volver a casa y ponerse
sólo la bata, que estaba muy vieja, pero que, afortunadamente,
no había sido demasiado maltratada por el tiempo.
Hemos de confesar que al principio le costó bastante
adaptarse a estas privaciones, pero después se acostumbró y
todo fue muy bien. Incluso hasta llegó a dejar de cenar; pero, en
cambio, se alimentaba espiritualmente con la eterna idea de su
futuro capote. Desde aquel momento diríase que su vida había
cobrado mayor plenitud; como si se hubiera casado o como si
otro ser estuviera siempre en su presencia, como si ya no fuera solo, sino que una querida compañera hubiera accedido gustosa
a caminar con él por el sendero de la vida. Y esta compañera no
era otra, sino... el famoso capote, guateado con un forro fuerte e
intacto.
Se volvió más animado y de carácter más enérgico,
como un hombre que se ha propuesto un fin determinado.
La
duda e irresolución desaparecieron en la expresión de su rostro,
y en sus acciones también todos aquellos rasgos de vacilación e
indecisión.
He became, as it were, more alive, even more strong-willed,
like a man who has set before himself a define aim.*
Hasta a veces en sus ojos brillaba algo así como una
llama, y los pensamientos más audaces y temerarios surgían en
su mente: "¿Y si se encargase un cuello de marta?" Con estas
reflexiones por poco se vuelve distraído. Una vez estuvo a
punto de hacer una falta, de modo que exclamó: "¡Ay!", y se
persignó. Por lo menos una vez al mes iba a casa de Petrovich
para hablar del capote y consultarle sobre dónde sería mejor
comprar el paño, y de qué color y de qué precio, y siempre
volvía a casa algo preocupado, pero contento al pensar que al
fin iba a llegar el día en que, después de comprado todo, el
capote estaría listo. El asunto fue más de prisa de lo que había
esperado y supuesto. Contra toda suposición, el director le dio
un aguinaldo, no de 40 o 48 rublos, sino de 60 rublos. Quizá
presintió que Akakiy Akakievich necesitaba un capote o quizá
fue solamente por casualidad; el caso es que Akakiy Akakievich
se enriqueció de repente con 20 rublos más. Esta circunstancia
aceleró el asunto. Después de otros dos o tres meses de
pequeños ayunos consiguió reunir los 80 rublos. Su corazón,
por lo general tan apacible, empezó a latir precipitadamente. Y
ese mismo día fue a las tiendas en compañía de Petrovich.
Compraron un paño muy bueno —¡y no es de extrañar!—
desde hacía más de seis meses pensaban en ello y no dejaban pasar un mes sin ir a las tiendas para cerciorarse de los precios.
Y así es que el mismo Petrovich no dejó de reconocer que era un
paño inmejorable. Eligieron un forro de calidad tan resistente y
fuerte, que según Petrovich era mejor que la seda y le
aventajaba en elegancia y brillo. No compraron marta, porque,
en efecto, era muy cara; pero, en cambio, escogieron la más
hermosa piel de gato que había en toda la tienda y que de lejos
fácilmente se podía tomar por marta.
Petrovich tardó unas dos semanas en hacer el capote, pues
era preciso pespuntear mucho; a no ser por eso lo hubiera
terminado antes. Por su trabajo cobró doce rublos, menos ya no
podía ser. Todo estaba cosido con seda y a dobles costuras, que
el sastre repasaba con sus propios dientes estampando en ellas
variados arabescos.
Por fin, Petrovich le trajo el capote. Esto sucedió..., es difícil
precisar el día; pero de seguro que fue el más solemne en la
vida de Akakiy Akakievich. Se lo trajo por la mañana,
precisamente un poco antes de irse él a la oficina. No habría
podido llegar en un momento más oportuno, pues ya el frío
empezaba a dejarse sentir con intensidad y amenazaba con
volverse aún más punzante. Petrovich apareció con el capote
como conviene a todo buen sastre. Su cara reflejaba una
expresión de dignidad que Akakiy Akakievich jamás le había
visto. Parecía estar plenamente convencido de haber realizado
una gran obra y se le había revelado con toda claridad el
abismo de diferencia que existe entre los sastres que sólo hacen
arreglos y ponen forros y aquellos que confeccionan prendas
nuevas de vestir.
Petrovich helped Akaki Akakievich to put the greatcoat on,
and it appeared that it looked splendid.*
Sacó el capote, que traía envuelto en un pañuelo recién
planchado; sólo después volvió a doblarlo y se lo guardó en el
bolsillo para su uso particular. Una vez descubierto el capote, lo
examinó con orgullo, y cogiéndolo con ambas manos lo echó
con suma habilidad sobre los hombros de Akakiy Akakievich.
Luego, lo arregló, estirándolo un poco hacia abajo. Se lo ajustó
perfectamente, pero sin abrocharlo. Akakiy Akakievich, como
hombre de edad madura, quiso también probar las mangas.
Petrovich le ayudó a hacerlo, y he aquí que aun así el capote le
sentaba estupendamente. En una palabra, estaba hecho a la
perfección. Petrovich aprovechó la ocasión para decirle que si
se lo había hecho a tan bajo precio era sólo porque vivía en un
piso pequeño, sin placa, en una calle lateral y porque conocía a
Akakiy Akakievich desde hacía tantos años. Un sastre de la
perspectiva Nevski sólo por el trabajo le habría cobrado 75
rublos. Akakiy Akakievich no tenía ganas de tratar de ello con
Petrovich, temeroso de las sumas fabulosas de las que el sastre
solía hacer alarde. Le pagó, le dio las gracias y salió con su
nuevo capote camino de la oficina.
Petrovich salió detrás de él y, parándose en plena calle, le
siguió largo rato con la mirada, absorto en la contemplación del
capote. Después, a propósito, pasó corriendo por una callejuela
tortuosa y vino a dar a la misma calle para mirar otra vez el
capote del otro lado, es decir, cara a cara. Mientras tanto,
Akakiy Akakievich seguía caminando con aire de fiesta. A cada
momento sentía que llevaba un capote nuevo en los hombros y
hasta llegó a sonreírse varias veces de íntima satisfacción. En
efecto, tenía dos ventajas: primero, porque el capote abrigaba mucho, y segundo, porque era elegante. El camino se le hizo
cortísimo, ni siquiera se fijó en él y de repente se encontró en la
oficina. Dejó el capote en la conserjería y volvió a mirarlo por
todos los lados, rogando al conserje que tuviera especial
cuidado con él.
No se sabe cómo, pero al momento, en la oficina, todos se
enteraron de que Akakiy Akakievich tenía un capote nuevo y
que el famoso batín había dejado de existir. En el acto todos
salieron a la conserjería para ver el nuevo capote de Akakiy
Akakievich. Empezaron a felicitarle cordialmente de tal modo,
que no pudo por menos que sonreírse; pero luego acabó por
sentirse algo avergonzado. Pero cuando todos se acercaron a él
diciendo que tenía que celebrar el estreno del capote por medio
de un remojón y que, por lo menos, debía darles una fiesta, el
pobre Akakiy Akakievich se turbó por completo y no supo qué
responder ni cómo defenderse. Sólo pasados unos minutos y
poniéndose todo colorado intentó asegurarles, en su
simplicidad, que no era un capote nuevo, sino uno viejo.
Por fin, uno de los funcionarios, ayudante del jefe de oficina,
queriendo demostrar sin duda alguna que no era orgulloso y
sabía tratar con sus inferiores, dijo:
—Está bien, señores; yo daré la fiesta en lugar de Akakiy
Akakievich y les convido a tomar el té esta noche en mi casa.
Precisamente hoy es mi cumpleaños.
Los funcionarios, como hay que suponer, felicitaron al
ayudante del jefe de oficina y aceptaron muy gustosos la invitación. Akakiy Akakievich quiso disculparse, pero todos le
interrumpieron diciendo que era una descortesía, que debería
darle vergüenza y que no podía de ninguna manera rehusar la
invitación.
Aparte de eso, Akakiy Akakievich después se alegró al
pensar que de este modo tendría ocasión de lucir su nuevo
capote también por la noche. Se puede decir que todo aquel día
fue para él una fiesta grande y solemne.
Volvió a casa en un estado de ánimo de lo más feliz, se quitó
el capote y lo colgó cuidadosamente en una percha que había
en la pared, deleitándose una vez más al contemplar el paño y
el forro, y, a propósito, fue a buscar el viejo capote, que estaba a
punto de deshacerse, para compararlo. Lo miró y hasta se echó
a reír. Y aun después, mientras comía, no pudo por menos que
sonreírse al pensar en el estado en que se hallaba el capote.
Comió alegremente y luego, contrariamente a lo acostumbrado,
no copió ningún documento. Por el contrario, se tendió en la
cama, cual verdadero sibarita, hasta el oscurecer. Después, sin
más demora, se vistió, se puso el capote y salió a la calle.
Desgraciadamente, no pudo recordar de momento dónde vivía
el funcionario anfitrión; la memoria empezó a flaquearle, y todo
cuanto había en Petersburgo, sus calles y sus casas se mezclaron
de tal suerte en su cabeza, que resultaba difícil sacar de aquel
caos algo más o menos ordenado. Sea como fuera, lo seguro es
que el funcionario vivía en la parte más elegante de la ciudad, o
sea lejos de la casa de Akakiy Akakievich. Al principio tuvo que
caminar por calles solitarias escasamente alumbradas; pero a
medida que iba acercándose a la casa del funcionario, las calles se veían más animadas y mejor alumbradas. Los transeúntes se
hicieron más numerosos y también las señoras estaban
ataviadas elegantemente. Los hombres llevaban cuellos de
castor y ya no se veían tanto los veñkas [Diminutivo de Iván. Asi se
solía llamar a los cocheros y, por extensión, a los coches de alquiler.] con sus
trineos de madera con rejas guarnecidas de clavos dorados; en
cambio, pasaban con frecuencia elegantes trineos barnizados,
particulares, provistos de pieles de oso y conducidos por
cocheros tocados con gorras de terciopelo color frambuesa, o
bien se veían deslizarse, chirriando sobre la nieve, carrozas con
los pescantes sumamente adornados.
Para Akakiy Akakievich todo esto resultaba completamente
nuevo; hacía varios años que no había salido de noche por la
calle.
Todo curioso, se detuvo delante del escaparate de una tienda
para ver un cuadro que representaba a una hermosa mujer que
se estaba quitando el zapato, por lo que lucía una pierna
escultural: a su espalda, un hombre con patillas y perilla, al
estilo español, asomaba la cabeza por la puerta. Akakiy
Akakievich meneó la cabeza sonriéndose y prosiguió su
camino. ¿Por qué sonreiría? Tal vez porque se encontraba con
algo totalmente desconocido, para lo que, sin embargo, muy
bien pudiéramos asegurar que cada uno de nosotros posee un
sexto sentido. Quizá también pensara lo que la mayoría de los
funcionarios habrían pensado decir: "¡Ah, estos franceses! ¡No
hay otra cosa que decir! Cuando se proponen una cosa, así ha
de ser..." También puede ser que ni siquiera pensara esto, pues
es imposible penetrar en el alma de un hombre y averiguar
todo cuanto piensa.
Por fin, llegó a la casa donde vivía el ayudante del jefe de
oficina. Éste llevaba un gran tren de vida; en la escalera había
un farol encendido, y él ocupaba un cuarto en el segundo piso.
Al entrar en el vestíbulo, Akakiy Akakievich vio en el suelo
toda una fila de chanclos. En medio de ellos, en el centro de la
habitación, hervía a borbotones el agua de un samovar
esparciendo columnas de vapor. En las paredes colgaban
capotes y capas, muchas de las cuales tenían cuellos de castor y
vueltas de terciopelo. En la habitación contigua se oían voces
confusas, que de repente se tornaron claras y sonoras al abrirse
la puerta para dar paso a un lacayo que llevaba una bandeja con
vasos vacíos, un tarro de nata y una cesta de bizcochos. Por lo
visto los funciónanos debían de estar reunidos desde hacía
mucho tiempo y ya habían tomado el primer vaso de té. Akakiy
Akakievich colgó él mismo su capote y entró en la habitación.
Ante sus ojos desfilaron al mismo tiempo las velas, los
funcionarios, las pipas y mesas de juego, mientras que el rumor
de las conversaciones que se oían por doquier y el ruido de las
sillas sorprendían sus oídos.
Se detuvo en el centro de la habitación todo confuso,
reflexionando sobre lo que tenía que hacer. Pero ya le habían
visto sus colegas; le saludaron con calurosas exclamaciones y
todos fueron en el acto al vestíbulo para admirar nuevamente
su capote. Akakiy Akakievich se quedó un tanto desconcertado;
pero como era una persona sincera y leal no pudo por menos
que alegrarse al ver cómo todos ensalzaban su capote.
Después, como hay que suponer, le dejaron a él y al capote y
volvieron a las mesas de wisht: Todo ello, el ruido, las conversaciones y la muchedumbre... le pareció un milagro. No
sabía cómo comportarse ni qué hacer con sus manos, pies y
toda su figura; por fin, acabó sentándose junto a los que
jugaban; miraba tan pronto las cartas como los rostros de los
presentes; pero al poco rato empezó a bostezar y a aburrirse,
tanto más cuanto que había pasado la hora en la que
acostumbraba acostarse.
Intentó despedirse del dueño de la casa; pero no le dejaron
marcharse, alegando que tenía que beber una copa de
champaña para celebrar el estreno del capote. Una hora
después servían la cena: ensaladilla, ternera asada fría,
empanadas, pasteles y champaña. A Akakiy Akakievich le
hicieron tomar dos copas, con lo cual todo cuanto había en la
habitación se le apareció bajo un aspecto mucho más risueño.
Sin embargo, no consiguió olvidar que era media noche pasada
y que era hora de volver a casa. Al fin, y para que al dueño de
la casa no se le ocurriera retenerle otro rato, salió de la
habitación sin ser visto y buscó su capote en el vestíbulo,
encontrándolo, con gran dolor, tirado en el suelo. Lo sacudió, le
quitó las pelusas, se lo puso y, por último, bajó las escaleras.
Las calles estaban todavía alumbradas. Algunas tiendas de
comestibles, eternos clubs de las servidumbres y otra gente,
estaban aún abiertas; las demás estaban ya cerradas, pero la luz
que se filtraba por entre las rendijas atestiguaba claramente que
los parroquianos aún permanecían allí. Eran éstos, sirvientes y
criados que seguían con sus chismorreos, dejando a sus amos
en la absoluta ignorancia de donde se encontraban.
Akakiy Akakievich caminaba en un estado de ánimo de lo
más alegre. Hasta corrió, sin saber por qué, detrás de una dama
que pasó con la velocidad de un rayo, moviendo todas las
partes del cuerpo. Pero se detuvo en el acto y prosiguió su
camino lentamente, admirándose él mismo de aquel arranque
tan inesperado que había tenido.
Pronto se extendieron ante él las calles desiertas, siendo
notables de día por lo poco animadas y cuanto más de noche.
Ahora parecían todavía mucho más silenciosas y solitarias.
Escaseaban los faroles, ya que por lo visto se destinaba poco
aceite para el alumbrado; a lo largo de la calle, en que se veían
casas de madera y verjas, no había un alma. Tan sólo la nieve
centelleaba tristemente en las calles, y las cabañas bajas, con sus
postigos cerrados, parecían destacarse aún más sombrías y
negras. Akakiy Akakievich se acercaba a un punto donde la
calle desembocaba en una plaza muy grande, en la que apenas
si se podían ver las cosas del otro extremo y daba la sensación
de un inmenso y desolado desierto.
A lo lejos, Dios sabe dónde, se vislumbraba la luz de una
garita que parecía hallarse al fin del mundo. Al llegar allí, la
alegría de Akakiy Akakievich se desvaneció por completo.
Entró en la plaza no sin temor, como si presintiera algún
peligro. Miró hacia atrás y en torno suyo: diríase que alrededor
se extendía un inmenso océano. "¡No! ¡Será mejor que no mire!",
pensó para sí y siguió caminando con los ojos cerrados. Cuando
los abrió para ver cuánto le quedaba aún para llegar al extremo
opuesto de la plaza, se encontró casi ante sus propias narices
con unos hombres bigotudos, pero no tuvo tiempo de averiguar más acerca de aquellas gentes. Se le nublaron los ojos y el
corazón empezó a latirle precipitadamente.
—¡Pero si este capote es mío! dijo uno de ellos con voz de
trueno, cogiéndole por el cuello.
Akakiy Akakievich quiso gritar pidiendo auxilio, pero el otro
le tapó la boca con el puño, que era del tamaño de la cabeza de
un empleado, diciéndole: "¡Ay de ti si gritas!"
«Help!»,
Akakai Akakievich felt only that they took the overcoat off. *
Akakiy Akakievich sólo se dio cuenta de cómo le quitaban el
capote y le daban un golpe con la rodilla que le hizo caer de
espaldas en la nieve, en donde quedó tendido sin sentido.
Al poco rato volvió en sí y se levantó, pero ya no había nadie.
Sintió que hacía mucho frío y que le faltaba el capote. Empezó a
gritar, pero su voz no parecía llegar hasta el extremo de la
plaza. Desesperado, sin dejar de gritar, echó a correr a través de
la plaza directamente a la garita, junto a la cual había un
guarda, que, apoyado en la alabarda, miraba con curiosidad,
tratando de averiguar qué clase de hombre se le acercaba dando
gritos.
Al llegar cerca de él, Akakiy Akakievich le gritó todo
jadeante que no hacía más que dormir y que no vigilaba, ni se
daba cuenta de cómo robaban a la gente. El guarda le contestó
que él no había visto nada: sólo había observado cómo dos
individuos le habían parado en medio de la plaza, pero creyó
que eran amigos suyos. Añadió que haría mejor, en vez de
enfurecerse en vano, en ir a ver a la mañana siguiente al inspector de policía, y que éste averiguaría sin duda alguna
quién le había robado el capote.
Akakiy Akakievich volvió a casa en un estado terrible. Los
cabellos que aún le quedaban en pequeña cantidad sobre las
sienes y la nuca estaban completamente desordenados. Tenía
uno de los costados, el pecho y los pantalones, cubiertos de
nieve. Su vieja patrona, al oír cómo alguien golpeaba
fuertemente en la puerta, saltó fuera de la cama, calzándose
sólo una zapatilla, y fue corriendo a abrir la puerta, cubriéndose
pudorosamente con una mano el pecho, sobre el cual no llevaba
más que una camisa. Pero al ver a Akakiy Akakievich
retrocedió de espanto. Cuando él le contó lo que le había
sucedido, ella alzó los brazos al cielo y dijo que debía dirigirse
directamente al comisario del distrito y no al inspector, porque
éste no hacía más que prometerle muchas cosas y dar largas al
asunto. Lo mejor era ir al momento con el comisario del distrito,
a quien ella conocía, porque Ana, la finlandesa que tuvo antes
de cocinera, servía ahora de niñera en su casa, y que ella misma
le veía a menudo, cuando pasaba delante de la casa. Además,
todos los domingos, en la iglesia, pudo observar que rezaba y al
mismo tiempo miraba alegremente a todos, y todo en él
denotaba que era un hombre de bien.
Después de oír semejante consejo se fue, todo triste, a su
habitación. Cómo pasó la noche..., sólo se lo imaginarían
quienes tengan la capacidad suficiente de ponerse en la
situación de otro.
A la mañana siguiente, muy temprano, fue a ver al comisario
del distrito, pero le dijeron que aún dormía. Volvió a las diez y
aún seguía durmiendo. Fue a las once, pero el comisario había
salido. Se presentó a la hora de la comida, pero los escribientes
que estaban en la antesala no quisieron dejarle pasar e
insistieron en saber qué deseaba, por qué venía y qué había
sucedido. De modo que, en vista de los entorpecimientos,
Akakiy Akakievich quiso, por primera vez en su vida,
mostrarse enérgico, y dijo, en tono que no admitía réplicas, que
tenía que hablar personalmente con el comisario, que venía del
Departamento del Ministerio para un asunto oficial y que, por
tanto, debían dejarle pasar, y si no lo hacían, se quejaría de ello
y les saldría cara la cosa. Los escribientes no se atrevieron a
replicar y uno de ellos fue a anunciarle al comisario.
Éste interpretó de un modo muy extraño el relato sobre el
robo del capote. En vez de interesarse por el punto esencial
empezó a preguntar a Akakiy Akakievich por qué volvía a casa
a tan altas horas de la noche y si no habría estado en una casa
sospechosa. De tal suerte, que el pobre Akakiy Akakievich se
quedó todo confuso. Se fue sin saber si el asunto estaba bien
encomendado. En todo el día no fue a la oficina (hecho sin
precedente en su vida). Al día siguiente se presentó todo pálido
y vestido con su viejo capote, que tenía un aspecto aún más
lamentable. El relato del robo del capote —aparte de que no
faltaron algunos funcionarios que aprovecharon la ocasión para
burlarse— conmovió a muchos. Decidieron en seguida abrir
una suscripción en beneficio suyo, pero el resultado fue muy
exiguo, debido a que los funcionarios habían tenido que gastar mucho dinero en la suscripción para el retrato del director y
para un libro que compraron a indicación del jefe de sección,
que era amigo del autor. Así, pues, sólo consiguieron reunir
una suma insignificante. Uno de ellos, movido por la
compasión y deseos de darle por lo menos un buen consejo, le
dijo que no se dirigiera al comisario, pues suponiendo aún que
deseara granjearse la simpatía de su superior y encontrase el
capote, éste permanecería en manos de la policía hasta que
lograse probar que era su legítimo propietario. Lo mejor sería,
pues, que se dirigiera a una "alta personalidad", cuya mediación
podría dar un rumbo favorable al asunto. Como no quedaba
otro remedio, Akakiy Akakievich se decidió a acudir a la "alta
personalidad".
¿Quién era aquella "alta personalidad" y qué cargo
desempeñaba? Eso es lo que nadie sabría decir. Conviene saber
que dicha "alta personalidad" había llegado a ser tan sólo esto
desde hacía algún tiempo, por lo que hasta entonces era por
completo desconocido. Además, su posición tampoco ahora se
consideraba como muy importante en comparación con otras
de mayor categoría. Pero siempre habrá personas que
consideran como muy importante lo que los demás califican de
insignificante. Además, recurría a todos los medios para realzar
su importancia. Decretó que los empleados subalternos le
esperasen en la escalera hasta que llegase él y que nadie se
presentara directamente a él, sino que las cosas se realizaran
con un orden de lo más riguroso. El registrador tenía que
presentar la solicitud de audiencia al secretario del gobierno,
quien a su vez la transmitía al consejero titular o a quien se encontrase de categoría superior. Y de esta forma llegaba el
asunto a sus manos. Así, en nuestra santa Rusia, todo está
contagiado de la manía de imitar y cada cual se afana en imitar
a su superior. Hasta cuentan que cierto consejero titular,
cuando le ascendieron a director de una cancillería pequeña, en
seguida se hizo separar su cuarto por medio de un tabique de lo
que él llamaba "sala de reuniones". A la puerta de dicha sala
colocó a unos conserjes con cuellos rojos y galones que siempre
tenían la mano puesta sobre el picaporte para abrir la puerta a
los visitantes, aunque en la "sala de reuniones" apenas sí cabía
un escritorio de tamaño regular.
El modo de recibir y las costumbres de la "alta personalidad"
eran majestuosos e imponentes, pero un tanto complicados. La
base principal de su sistema era la severidad. "Severidad,
severidad, y... severidad", solía decir, y al repetir por tercera vez
esta palabra dirigía una mirada significativa a la persona con
quien estaba hablando, aunque no hubiera ningún motivo para
ello, pues los diez empleados que formaban todo el mecanismo
gubernamental, ya sin eso estaban constantemente
atemorizados. Al verle de lejos, interrumpían ya el trabajo y
esperaban en actitud militar a que pasase el jefe. Su
conversación con los subalternos era siempre severa y consistía
sólo en las siguientes frases: "¿Cómo se atreve? ¿Sabe usted con
quién habla? ¿Se da usted cuenta? ¿Sabe a quién tiene delante?"
«I haven´t time now!»,
said the Persone of Concecuence.*
Por lo demás, en el fondo era un hombre bondadoso, servicial
y se comportaba bien con sus compañeros, sólo que el grado de
general [En Rusia los funcionarios también podían recibír grados] le había
hecho perder la cabeza. Desde el día en que le ascendieron a general se hallaba todo confundido, andaba descarriado y no
sabía cómo comportarse. Si trataba con personas de su misma
categoría se mostraba muy correcto y formal y en muchos
aspectos hasta inteligente. Pero en cuanto asistía a alguna
reunión donde el anfitrión era tan sólo de un grado inferior al
suyo, entonces parecía hallarse completamente descentrado.
Permanecía callado y su situación era digna de compasión,
tanto más cuanto él mismo se daba cuenta de que hubiera
podido pasar el tiempo de una manera mucho más agradable.
En sus ojos se leía a menudo el ardiente deseo de tomar parte
en alguna conversación interesante o de juntarse a otro grupo,
pero se retenía al pensar que aquello podía parecer excesivo por
su parte o demasiado familiar, y que con ello rebajaría su
dignidad. Y por eso permanecía eternamente solo en la misma
actitud silenciosa, emitiendo de cuando en cuando un sonido
monótono, con lo cual llegó a pasar por un hombre de lo más
aburrido.
Tal era la "alta personalidad" a quien acudió Akakiy
Akakievich, y el momento que eligió para ello no podía ser más
inoportuno para él; sin embargo, resultó muy oportuno para la
"alta personalidad". Esta se hallaba en su gabinete conversando
muy alegremente con su antiguo amigo de la infancia, a quien
no veía desde hacía muchos años, cuando le anunciaron que
deseaba hablarle un tal Bachmachkin.
—¿Quién es? —preguntó bruscamente.
—Un empleado.
—¡Ah! ¡Que espere! Ahora no tengo tiempo —dijo la "alta
personalidad". Es preciso decir que la "alta personalidad" mentía con descaro; tenía tiempo; los dos amigos ya habían
terminado de hablar sobre todos los temas posibles, y la
conversación había quedado interrumpida ya más de una vez
por largas pausas, durante las cuales se propinaban cariñosas
palmaditas, diciendo:
—Así es, Iván Abramovich.
—En efecto, Esteban Varlamovich.
Sin embargo, cuando recibió el aviso de que tenía visita,
mandó que esperase el funcionario para demostrar a su amigo,
que hacía mucho que estaba retirado y vivía en una casa de
campo, cuánto tiempo hacía esperar a los empleados en la
antesala. Por fin, después de haber hablado cuanto quisieron o,
mejor dicho, de haber callado lo suficiente, acabaron de fumar
sus cigarros cómodamente recostados en unos mullidos
butacones, y entonces su excelencia pareció acordarse de
repente de que alguien le esperaba, y dijo al secretario, que se
hallaba en pie, junto a la puerta, con unos papeles para su
informe:
—Creo que me está esperando un empleado. Dígale que
puede pasar.
Al ver el aspecto humilde y el viejo uniforme de Akakiy
Akakievich, se volvió hacia él con brusquedad y le dijo:
—¿Qué desea?
Pero todo esto con voz áspera y dura, que sin duda alguna
había ensayado delante del espejo, a solas en su habitación, una
semana antes de que le nombraran para el nuevo cargo.
Akakiy Akakievich, que ya de antemano se sentía todo
tímido, se azoró por completo. Sin embargo, trató de explicar
como pudo o, mejor dicho, con toda la fluidez de que era capaz
su lengua, que tenía un capote nuevo y que se lo habían robado
de un modo inhumano, añadiendo, claro está, más
particularidades y más palabras innecesarias. Rogaba a su
excelencia que intercediera por escrito..., o así..., como
quisiera..., con el jefe de la policía u otra persona para que
buscasen el capote y se lo restituyesen. Al general le pareció, sin
embargo, que aquél era un procedimiento demasiado familiar,
y por eso dijo bruscamente:
Pero, ¡señor!, ¿no conoce usted el reglamento? ¿Cómo es que
se presenta así? ¿Acaso ignora cómo se procede en estos asuntos?
Primero debería usted haber hecho una instancia en la
cancillería, que habría sido remitida al jefe del departamento, el
cual le transmitiría al secretario, y éste me la hubiera
presentado a mí.
—Pero, excelencia...—dijo Akakiy Akakievich, recurriendo a
la poca serenidad que aún quedaba en él y sintiendo que
sudaba de una manera horrible—. Yo, excelencia, me he
atrevido a molestarle con este asunto porque los secretarios...,
los secretarios.., son gente de poca confianza..
—¡Cómo! ¿Qué? ¿Qué dice usted? —exclamó la "alta
personalidad". ¿Cómo se atreve a decir semejante cosa? ¿De
dónde ha sacado usted esas ideas? ¡Qué audacia tienen los
jóvenes con sus superiores y con las autoridades!
Era evidente que la "alta personalidad" no había reparado en
que Akakiy Akakievich había pasado de los cincuenta años, de
suerte que la palabra "joven" sólo podía aplicársele
relativamente, es decir, en comparación con un septuagenario.
—¿Sabe usted con quién habla? ¿Se da cuenta de quien tiene
delante? ¿Se da usted cuenta, se da usted cuenta? ¡Le pregunto
yo a usted!
Y dio una fuerte patada en el suelo y su voz se tornó tan
cortante, que aun otro que no fuera Akakiy Akakievich se
habría asustado también.
Akakiy Akakievich se quedó helado, se tambaleó, un
estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, y apenas si se pudo
tener en pie. De no ser porque un guardia acudió a sostenerle,
se hubiera desplomado. Le sacaron fuera casi desmayado.
Pero aquella "alta personalidad", satisfecha del efecto que
causaron sus palabras, y que habían superado en mucho sus
esperanzas, no cabía en sí de contento, al pensar que una
palabra suya causaba tal impresión, que podía hacer perder el
sentido a uno. Miró de reojo a su amigo, para ver lo que
opinaba de todo aquello, y pudo comprobar, no sin gran placer, que su amigo se hallaba en una situación indefinible, muy
próxima al terror.
Cómo bajó las escaleras Akakiy Akakievich y cómo salió a la
calle, esto son cosas que ni él mismo podía recordar, pues
apenas si sentía las manos y los pies. En su vida le habían
tratado con tanta grosería, y precisamente un general y además
un extraño. Caminaba en medio de la nevasca que bramaba en
las calles, con la boca abierta, haciendo caso omiso de las aceras.
El viento, como de costumbre en San Petersburgo, soplaba
sobre él de todos los lados, es decir, de los cuatro puntos
cardinales y desde todas las callejuelas. En un instante se resfrió
la garganta y contrajo una angina. Llegó a casa sin poder
proferir ni una sola palabra: tenía el cuerpo todo hinchado y se
metió en la cama. ¡Tal es el efecto que puede producir a veces
una reprimenda!
Al día siguiente amaneció con una fiebre muy alta. Gracias a
la generosa ayuda del clima petersburgués, el curso de la
enfermedad fue más rápido de lo que hubiera podido
esperarse, y cuando llegó el médico y le cogió el pulso,
únicamente pudo prescribirle fomentos, sólo con el fin de que el
enfermo no muriera sin el benéfico auxilio de la medicina. Y sin
más ni más, le declaró en el acto que le quedaban sólo un día y
medio de vida. Luego se volvió hacia la patrona, diciendo:
—Y usted, madrecita, no pierda el tiempo: encargue en
seguida un ataúd de madera de pino, pues uno de roble sería
demasiado caro para él.
Ignoramos si Akakiy Akakíevich oyó estas palabras
pronunciadas acerca de su muerte, y en el caso de que las
oyera, si llegaron a conmoverle profundamente y le hicieron
quejarse de su destino, ya que todo el tiempo permanecía en el
delirio de la fiebre.
Visiones extrañas a cuál más curiosas se le aparecían sin
cesar. Veía a Petrovich y le encargaba que le hiciese un capote
con alguna trampa para los ladrones, que siempre creía tener
debajo de la cama, y a cada instante llamaba a la patrona y le
suplicaba que sacara un ladrón que se había escondido debajo
de la manta; luego preguntaba por qué el capote viejo estaba
colgado delante de él, cuando tenía uno nuevo. Otras veces
creía estar delante del general, escuchando sus insultos y
diciendo: "Perdón, excelencia". Por último, se puso a maldecir y
profería palabras tan terribles, que la vieja patrona se persignó,
ya que jamás en la vida le había oído decir nada semejante;
además, estas palabras siguieron inmediatamente al título de
excelencia. Después sólo murmuraba frases sin sentido, de
manera que era imposible comprender nada. Sólo se podía
deducir realmente que aquellas palabras e ideas incoherentes se
referían siempre a la misma cosa: el capote. Finalmente, el
pobre Akakiy Akakievich exhaló el último suspiro.
Ni la habitación ni sus cosas fueron selladas, por la sencilla
razón de que no tenía herederos y que sólo dejaba un pequeño
paquete con plumas de ganso, un cuaderno de papel blanco
oficial, tres pares de calcetines, dos o tres botones desprendidos
de un pantalón y el capote que ya conoce el lector. ¡Dios sabe
para quién quedó todo esto!
Reconozco que el autor de esta narración no se interesó por el
particular. Se llevaron a Akakiy Akakievich y lo enterraron; San
Petersburgo se quedó sin él como si jamás hubiera existido.
Así desapareció un ser humano que nunca tuvo quién le
amparara, a quien nadie había querido y que jamás interesó a
nadie. Ni siquiera llamó la atención del naturalista, quien no
desprecia de poner en el alfiler una mosca común y examinarla
en el microscopio. Fue un ser que sufrió con paciencia las burlas
de sus colegas de oficina y que bajó a la tumba sin haber
realizado ningún acto extraordinario; sin embargo, divisó,
aunque sólo fuera al fin de su vida, el espíritu de la luz en
forma de capote, el cual reanimó por un momento su miserable
existencia, y sobre quien cayó la desgracia, como también cae a
veces sobre los privilegiados de la tierra...
Pocos días después de su muerte mandaron a un ordenanza
de la oficina con orden de que Akakiy Akakievich se presentase
inmediatamente, porque el jefe lo exigía. Pero el ordenanza
tuvo que volver sin haber conseguido su propósito y declaró
que Akakiy Akakievich ya no podía presentarse. Le
preguntaron:
—¿Y por qué?
—¡Pues porque no! Ha muerto; hace cuatro días que lo
enterraron.
Y de este modo se enteraron en la oficina de la muerte de
Akakiy Akakievich. Al día siguiente su sitio se hallaba ya ocupado por un nuevo empleado. Era mucho más alto y no
trazaba las letras tan derechas al copiar los documentos, sino
mucho más torcidas y contrahechas. Pero ¿quién iba a
imaginarse que con ello termina la historia de Akakiy
Akakievich, ya que estaba destinado a vivir ruidosamente aún
muchos días después de muerto, como recompensa a su vida
que pasó inadvertido? Y, sin embargo, así sucedió, y nuestro
sencillo relato va a tener de repente un final fantástico e
inesperado.
En San Petersburgo se esparció el rumor de que en el puente
de Kalenik, y a poca distancia de él, se aparecía de noche un
fantasma con figura de empleado que buscaba un capote
robado y que con tal pretexto arrancaba a todos los hombres,
sin distinción de rango ni profesión, sus capotes, forrados con
pieles de gato, de castor, de zorro, de oso, o simplemente
guateados; en una palabra: todas las pieles auténticas o de
imitación que el hombre ha inventado para protegerse.
Rumors were suddenly floating about Petersburg, that in the neighborhood
of the Kalinkin Bridge and for a little distance beyond,
a corpse had taken to appearing at night in a form of a clerk looking for
a stolen overcoat.*
Uno de los empleados del Ministerio vio con sus propios ojos
al fantasma y reconoció en él a Akakiy Akakievich. Se llevó un
susto tal, que huyó a todo correr, y por eso no pudo observar
bien al espectro. Sólo vio que aquél le amenazaba desde lejos
con el dedo. En todas partes había quejas de que las espaldas y
los hombros de los consejeros, y no sólo de consejeros titulares,
sino también de los áulicos, quedaban expuestos a fuertes
resfriados al ser despojados de sus capotes.
Se comprende que la policía tomara sus medidas para
capturar de la forma que fuese al fantasma, vivo o muerto y castigarlo duramente, para escarmiento de otros, y por poco lo
logró. Precisamente una noche un guarda en una sección de la
calleja Kiriuchkin casi tuvo la suerte de coger al fantasma en el
lugar del hecho, al ir aquél a quitar el capote de paño corriente
a un músico retirado que en otros tiempos había tocado la
flauta. El guarda, que lo tenía cogido por el cuello, gritó para
que vinieran a ayudarle dos compañeros, y les entregó al
detenido, mientras él introducía sólo por un momento la mano
en la bota en busca de su tabaquera para reanimar un poco su
nariz, que se le había quedado helada ya seis veces. Pero el rapé
debía de ser de tal calidad que ni siquiera un muerto podía
aguantarlo. Apenas el guarda hubo aspirado un puñado de
tabaco por la fosa nasal izquierda, tapándose la derecha,
cuando el fantasma estornudó con tal violencia, que empezó a
salpicar por todos lados. Mientras se frotaba los ojos con los
puños, desapareció el difunto sin dejar rastros, de modo que
ellos no supieron si lo habían tenido realmente en sus manos.
Desde entonces los guardas cogieron un miedo tal a los
fantasmas, que ni siquiera se atrevían a detener a una persona
viva, y se limitaban sólo a gritarle desde lejos: "¡Oye, tú! ¡Vete
por tu camino!" El espectro del empleado empezó a esparcirse
también más allá del puente de Kalenik, sembrando un miedo
horrible entre la gente tímida.
Pero hemos abandonado por completo a la "alta
personalidad", quien, a decir verdad, fue el culpable del giro
fantástico que tomó nuestra historia, por lo demás muy
verídica. Pero hagamos justicia a la verdad y confesemos que la
"alta personalidad" sintió algo así como lástima, poco después de haber salido el pobre Akakiy Akakievich completamente
deshecho. La compasión no era para él realmente ajena: su
corazón era capaz de nobles sentimientos, aunque a menudo su
alta posición le impidiera expresarlos. Apenas marchó de su
gabinete el amigo que había venido de fuera, se quedó
pensando en el pobre Akakiy Akakievich. Desde entonces se le
presentaba todos los días, pálido e incapaz de resistir la
reprimenda de que él le había hecho objeto. El pensar en él le
inquietó tanto, que pasada una semana se decidió incluso a
enviar un empleado a su casa para preguntar por su salud y
averiguar si se podía hacer algo por él. Al enterarse de que
Akakiy Akakievich había muerto de fiebre repentina, se quedó
aterrado, escuchó los reproches de su conciencia y todo el día
estuvo de mal humor. Para distraerse un poco y olvidar la
impresión desagradable, fue por la noche a casa de un amigo,
donde encontró bastante gente y, lo que es mejor, personas de
su mismo rango, de modo que en nada podía sentirse atado.
Esto ejerció una influencia admirable en su estado de ánimo. Se
tornó vivaz, amable; tomó parte en las conversaciones de un
modo agradable, en una palabra, pasó muy bien la velada.
Durante la cena tomó unas dos copas de champaña, que, como
se sabe; es un medio excelente para comunicar alegría. La
champaña despertó en él deseos de hacer algo fuera de lo
corriente; así es que resolvió no volver directamente a casa, sino
ir a ver a Carolina Ivanovna, dama de origen alemán al parecer,
con quien mantenía relaciones de íntima amistad. Es preciso
que digamos que la "alta personalidad" ya no era un hombre
joven. Era marido sin tacha, buen padre de familia, y sus dos
hijos, uno de los cuales trabajaba ya en una cancillería, y una linda hija de dieciséis años, con la nariz un poco encorvada sin
dejar de ser bonita, venían todas las mañanas a besarle la mano,
diciendo: "Bonjour, papa". Su esposa, que era joven aún y no sin
encantos, le alargaba la mano para que él se la besara, y luego,
volviéndola hacia afuera, tomaba la de él y se la besaba a su
vez. Pero la "alta personalidad", aunque estaba plenamente
satisfecho con las ternuras y el cariño de su familia, juzgaba
conveniente tener una amiga en otra parte de la ciudad y
mantener relaciones amistosas con ella. Esta amiga no era más
joven ni más hermosa que su esposa; pero tales problemas
existen en el mundo y no es asunto nuestro juzgarlos.
Así, pues, la "alta personalidad" bajó las escaleras, subió al
trineo y ordenó al cochero:
—¡A casa de Carolina Ivanovna!
Envolviéndose en su magnífico y abrigado capote
permaneció en este estado, el más agradable para un ruso, en
que no se piensa en nada y entre tanto se agitan por sí solas las
ideas en la cabeza, a cual más gratas, sin molestarse en
perseguirlas ni buscarlas. Lleno de contento, rememoró los
momentos felices de aquella velada y todas sus palabras que
habían hecho reír a carcajadas a aquel grupo, algunas de las
cuales repitió a media voz. Le parecieron tan chistosas como
antes, y por eso no es de extrañar que se riera con todas sus
ganas.
De cuando en cuando le molestaba en sus pensamientos un
viento fortísimo que se levantó de pronto Dios sabe dónde, y le daba en pleno rostro, arrojándole además, montones de nieve.
Y como si ello fuera poco, desplegaba el cuello del capote como
una vela, o de repente se lo lanzaba con fuerza sobrehumana en
la cabeza, ocasionándole toda clase de molestias, lo que le
obligaba a realizar continuos esfuerzos para librarse de él.
De repente sintió como si alguien le agarrara fuertemente por
el cuello: volvió la cabeza y vio a un hombre de pequeña
estatura, con un uniforme viejo muy gastado, y no sin espanto
reconoció en él a Akakiy Akakievich. El rostro del funcionario
estaba pálido como la nieve, y su mirada era totalmente la de
un difunto. Pero el terror de la "alta personalidad" llegó a su
paroxismo cuando vio que la boca del muerto se contraía
convulsivamente exhalando un olor de tumba y le dirigía las
siguientes palabras:
—¡Ah! ¡Por fin te tengo!... ¡Por fin te he cogido por el cuello!
¡Quiero tu capote! No quisiste preocuparte por el mío y hasta
me insultaste. ¡Pues bien, dame ahora el tuyo!
La pobre "alta personalidad" por poco se muere. Aunque era
firme de carácter en la cancillería y en general para con los
subalternos, y a pesar de que al ver su aspecto viril y su
gallarda figura, no se podía por menos que exclamar: "¡Vaya un
carácter!", nuestro hombre, lo mismo que mucha gente de
figura gigantesca, se asustó tanto, que no sin razón temió de
que le diese un ataque. Él mismo se quitó rápidamente el capote
y gritó al cochero, con una voz que parecía la de un extraño:
—¡A casa, a toda prisa!
El cochero, al oír esta voz que se dirigía a él generalmente en
momentos decisivos, y que solía ser acompañado de algo más
efectivo, encogió la cabeza entre los hombros para mayor
seguridad, agitó el látigo y lanzó los caballos a toda velocidad.
A los seis minutos escasos la "alta personalidad" ya estaba
delante del portal de su casa.
Pálido, asustado y sin capote había vuelto a su casa, en vez
de haber ido a la de Carolina Ivanovna. A duras penas
consiguió llegar hasta su habitación y pasó una noche tan
intranquila, que a la mañana siguiente, a la hora del té, le dijo
su hija:
—¡Qué pálido estás, papá!
Pero papá guardaba silencio y a nadie dijo una palabra de lo
que le había sucedido, ni en dónde había estado, ni adónde se
había dirigido en coche.
Sin embargo, este episodio le
impresionó fuertemente, y ya rara vez decía a los subalternos:
"¿Se da usted cuenta de quién tiene delante?" Y si así sucedía,
nunca era sin haber oído antes de lo que se trataba. Pero lo más
curioso es que a partir de aquel día ya no se apareció el
fantasma del difunto empleado. Por lo visto, el capote del
general le había venido justo a la medida. De todas formas, no
se oyó hablar más de capotes arrancados de los hombros de los
transeúntes.
Sin embargo, hubo unas personas exaltadas e inquietas que
no quisieron tranquilizarse y contaban que el espectro del
difunto empleado seguía apareciéndose en los barrios apartados de la ciudad. Y, en efecto, un guardia del barrio de
Kolomna vio con sus propios ojos asomarse el fantasma por
detrás de su casa. Pero como era algo débil desde su nacimiento
—en cierta ocasión un cerdo ordinario, ya completamente
desarrollado, que se había escapado de una casa particular, le
derribó, provocando así las risas de los cocheros que le
rodeaban y a quienes pidió después, como compensación por la
burla de que fue objeto, unos centavos para tabaco—, como
decimos, pues, era muy débil y no se atrevió a detenerlo. Se
contentó con seguirlo en la obscuridad, hasta que volvió de
repente la cabeza y le preguntó:
—¿Qué deseas? —y le enseñó un puño de esos que no se dan
entre las personas vivas.
—Nada —replicó el guardia, y no tardó en dar media vuelta.
«Gógol era un ser extraño, pero el
genio es extraño siempre;
sólo el saludable escritor de segunda fila le
parece al lector agradecido como un
amigo viejo y sabio, que va exponiendo
agradablemente las ideas que el propio
lector tiene sobre la vida. La gran
literatura bordea lo irracional.
Hamlet
es el sueño demencial de un erudito
neurótico. El abrigo, de Gógol, es una
pesadilla implacable y grotesca que
abre agujeros negros en la vaga trama de
la vida. El lector superficial de este
relato no verá en él más que las bromas
pesadas de un bufón extravagante; el
lector solemne dará por sentado que la
intención primordial de Gógol era
denunciar los horrores de la burocracia
rusa. Pero ni el que busca algo que le haga reír ni el que codicia los libros que
«hacen pensar» entenderá de qué trata
realmente El abrigo.
Dadme un lector
creador; esta historia está escrita para
él.
El firme Pushkin, el práctico Tolstoi,
el comedido Chéjov han tenido, todos
ellos, sus momentos de penetración
irracional que simultáneamente
desenfocaban la frase y desvelaban un
sentido secreto que justificaba el súbito
cambio de foco. Pero en Gógol ese
cambio es la base misma del arte, de tal
manera que siempre que se proponía
escribir con la letra redondilla de la
tradición literaria y tratar ideas
racionales de un modo lógico perdía
todo vestigio de talento.
Cuando, como en su inmortal El abrigo, realmente se
dejaba ir y haraganeaba feliz al borde de
su abismo particular, se convertía en el
artista más grande que ha dado Rusia
hasta el momento.
Ese súbito ladeo del plano racional
de la vida se puede obtener, claro está,
de muchas maneras, y cada gran escritor
tiene su sistema. El de Gógol era una
combinación de dos movimientos: una
sacudida y un deslizamiento. Imagínense
ustedes una trampilla que se abriera
bajo sus pies de repente, absurdamente,
y una ráfaga lírica que les alzara en
volandas y luego les dejara caer de
golpe en la trampilla siguiente. Lo
absurdo era la musa predilecta de Gógol; pero al decir «lo absurdo» no me
refiero a lo chocante ni a lo cómico. Lo
absurdo tiene tantos matices y grados
como lo trágico, y además, en el caso de
Gógol, linda con esto último. Sería
equivocado afirmar que Gógol colocaba
a sus personajes en situaciones
absurdas. No se puede colocar a un
hombre en una situación absurda si el
mundo entero en el que habita es
absurdo; no se puede, si por «absurdo»
se entiende aquello que mueve a risa o a
encogerse de hombros. Pero si lo que se
entiende es lo patético, la condición
humana; si lo que se entiende son todas
esas cosas que en mundos menos
estrafalarios van unidas a las aspiraciones más altas, a los
sufrimientos más hondos, a las pasiones
más fuertes, entonces sí que existe el
hueco necesario, y un ser humano
patético, perdido en el mundo de
pesadilla, irresponsable, de Gógol, sería
«absurdo» por una especie de contraste
secundario.
En la tapa de la caja de rapé del
sastre había «un retrato de un general; no
sé de qué general, porque el dedo gordo
del sastre había hecho un boquete en la
cara del general, y sobre el boquete se
había pegado un cuadradito de papel».
Así sucede con el absurdo de Akaki
Akákievich Bashmachkin. No
esperábamos que, en medio de ese remolino de máscaras, una máscara
resultara ser un rostro de verdad, o
cuando menos el sitio donde ese rostro
debería estar. Del caos de fraudes que
componen el mundo de Gógol se deriva
irracionalmente la esencia de la
humanidad. Akaki Akákievich, el
protagonista de El abrigo, es absurdo
porque es patético, porque es humano y
porque ha sido engendrado por esas
mismas fuerzas que parecen formar tan
fuerte contraste con él.
No es sólo humano y patético. Es
algo más, lo mismo que el telón de
fondo no es sólo burlesco. Por detrás
del contraste obvio hay un sutil enlace
genérico. El ser de Akaki revela los mismos temblores y parpadeos que el
mundo de ensueño al que pertenece. Las
alusiones a otra cosa que existe por
detrás de los biombos toscamente
pintados se combinan de manera tan
artística con la textura superficial de la
narración que los rusos de mentalidad
cívica las han pasado por alto
totalmente.
Pero una lectura creadora
del relato de Gógol descubre que aquí y
allá, en el pasaje descriptivo más
inocente, tal o cual palabra, por
ejemplo, la palabra «incluso» o la
palabra «casi», está inserta de tal modo
que hace explotar la frase inofensiva con
el despliegue incontrolado de una
pirotecnia de pesadilla; o bien el pasaje que había comenzado a manera de
divagación familiar descarrila de buenas
a primeras y tuerce hacia lo irracional,
que es donde verdaderamente tiene su
sitio; o puede ser que, con la misma
brusquedad, se abra una puerta de golpe
y por ella irrumpa una ola incontenible
de espumeante poesía, únicamente para
disolverse en bathos, o para
transformarse en su propia parodia, o
para detenerse en la frase que se quiebra
y queda en parloteo de prestidigitador,
en ese parloteo que es tan típico del
estilo de Gógol. Da la sensación de algo
grotesco y al mismo tiempo estelar, que
acechara constantemente a la vuelta de
la esquina; y uno recuerda que la diferencia entre el lado cómico de las
cosas y su lado cósmico depende de una
única sibilante.
¿Qué es, pues, ese mundo extraño
del que continuamente nos están
llegando atisbos por los resquicios de
esas frases de aspecto inofensivo? Es,
en cierto modo, el mundo real; pero a
nosotros nos parece completamente
absurdo, acostumbrados como estamos a
la escenografía que lo oculta. De esos
atisbos se compone el personaje
principal de El abrigo, el sumiso
empleadillo, y en su persona se encarna
el espíritu de ese mundo secreto pero real que irrumpe a través del estilo de
Gógol. Ese sumiso empleadillo es un
espectro, un visitante venido de otros
ámbitos profundos y trágicos, que por
casualidad ha tomado la apariencia de
un funcionario modesto. Los críticos
rusos progresistas creyeron ver en él la
imagen del oprimido, y la historia entera
les impresionó como protesta social.
Pero la cosa va mucho más allá. Los
resquicios y los agujeros negros
inherentes a la textura del estilo de
Gógol implican fallos en la textura de la
propia vida.
Algo hay que funciona muy
mal, y todos los hombres son lunáticos
leves entregados a ocupaciones que a
ellos les parecen muy importantes, mientras una fuerza absurdamente lógica
les mantiene atados a sus inútiles
trabajos:
ese es el verdadero «mensaje»
del cuento.
En este mundo de total
inutilidad, de humildad inútil y
dominación inútil, el grado más alto que
la pasión, el deseo, la urgencia creadora
pueden alcanzar es un abrigo nuevo que
tanto sastres como parroquianos adoren
postrados de rodillas. No estoy
hablando de la moraleja ni de la lección
moral. En un mundo así no puede haber
lección moral, porque no hay ni
discípulos ni maestros; este mundo es y
excluye cuanto pudiera destruirlo, de
suerte que toda mejora, toda lucha, todo
propósito o empeño moral, son tan absolutamente imposibles como cambiar
el curso de un astro. Es el mundo de
Gógol, y, en cuanto tal, completamente
distinto del mundo de Tolstoi, del de
Pushkin, del de Chéjov o del mío.
Pero después de leer a Gógol puede ocurrir
que se nos gogolice la vista, y tendamos
a ver retazos de su mundo en los lugares
más inesperados.
Yo he visitado muchos
países, y algo parecido al abrigo de
Akaki Akákievich ha sido el sueño
apasionado de tal o cual conocido
casual que jamás había oído nombrar a
Gógol.
El argumento de «El abrigo» es muy simple. Un pobre empleadillo toma una
gran decisión y se encarga un abrigo
nuevo. Mientras se lo están haciendo,
ese abrigo se convierte en la ilusión de
su vida. La misma noche en que lo
estrena se lo roban en una calle oscura.
Él se muere de pena, y su espíritu vaga
por la ciudad. Esto es todo en cuanto al
argumento; pero, naturalmente, el
argumento de verdad, como siempre
sucede en Gógol, está en el estilo, en la
estructura interna de esa anécdota
trascendental. Para apreciarlo en su
justo valor, nuestra mente tiene que dar
una especie de salto mortal que permita
olvidarse de los valores literarios
convencionales y seguir al autor por la senda onírica de su imaginación
sobrehumana. El mundo de Gógol tiene
un cierto parecido con algunas
concepciones de la física moderna, el
«universo concertina», el «universo
explosión»; está muy lejos de aquellos
mundos de relojería del siglo pasado,
que giraban acompasadamente. Hay una
curvatura en el estilo literario como la
hay en el espacio, pero son pocos los
lectores rusos que se animan a
zambullirse de cabeza, sin reservas ni
pesar en el mágico caos de Gógol. El
ruso que piensa que Turguéniev era un
gran escritor, y fundamenta su idea de
Pushkin en los viles libretos de
Chaikovski, no pasará de chapotear en las olitas más suaves del mar misterioso
de Gógol y limitar su reacción al
disfrute de lo que él toma por humor
caprichoso y chistes pintorescos.
Pero el
buceador, el buscador de perlas negras,
el que prefiere los monstruos del abismo
a las sombrillas de la playa, ése
encontrará en «El abrigo» unas sombras
que enlazan nuestro estado de existencia
con esos otros estados y modos que
aprehendemos vagamente en nuestros
raros momentos de percepción
irracional.
La prosa de Pushkin es
tridimensional; la de Gógol es
tetradimensional, por lo menos. Se le
podría comparar con su contemporáneo
el matemático Lobachevski, que hizo trizas a Euclides y descubrió hace un
siglo muchas de las teorías que Einstein
desarrolló después. Si las líneas
paralelas no se encuentran no es porque
encontrarse no puedan, sino porque
tienen otras cosas que hacer. El arte de
Gógol tal y como se manifiesta en El
abrigo sugiere que las paralelas no sólo
pueden encontrarse, sino hasta
retorcerse y enredarse de la manera más
extravagante, del mismo modo que dos
columnas reflejadas en el agua se
entregan a las más bamboleantes
contorsiones si se produce la necesaria
ondulación. El genio de Gógol es
exactamente esa ondulación: dos y dos
son cinco, si no la raíz cuadrada de cinco, y todo ello sucede con entera
naturalidad en el mundo de Gógol,
donde no se puede afirmar seriamente
que existan ni la matemática racional ni,
de hecho, ninguno de nuestros acuerdos
pseudofísicos con nosotros mismos.
El proceso que sigue Akaki
Akákievich para vestirse, la fabricación
del abrigo y su estreno, es en realidad un
desvestirse y una reversión gradual a la
desnudez completa de su espectro. Ya
desde los comienzos de la narración está
entrenándose para su salto de altura
sobrenatural; y detalles de aspecto tan
inocente como que vaya andando de puntillas por las calles para no gastar
los zapatos o que no sepa a ciencia
cierta si está en mitad de la calle o en
mitad de la frase, estos detalles van
disolviendo gradualmente al empleado
Akaki Akákievich, de tal suerte que al
final de la historia su fantasma parece
ser lo más tangible y real de su ser. La
descripción de cómo merodea su
espectro por las calles de San
Petersburgo en busca del abrigo que le
robaron, y cómo finalmente se apodera
del de un funcionario de alto cargo que
se había negado a ayudarle en su
desgracia, esa descripción, que para los
espíritus simples puede parecer una
historia de fantasmas normal, al final se transforma en algo que yo no sabría
calificar con el adjetivo preciso. Es a la
vez una apoteosis y una caída en picado.
Helo aquí:
«La Persona Importante casi se
muere de miedo. En el despacho, y
generalmente en presencia de
subordinados, era un hombre de
carácter firme, y todo el que veía su
aspecto viril y su gallarda figura se
imaginaba el temperamento que debía
de tener con algo así como un
escalofrío; pero en aquel momento,
como suele suceder a muchas
personas de figura robustísima, se
asustó tanto, que no sin razón temió incluso que le diese un ataque. Él
mismo tiró incluso el abrigo y ordenó
al cochero, con la voz muy alterada,
que le llevara a casa a toda prisa. El
cochero, al oír unos tonos que se
solían emplear en momentos críticos y
que incluso [nótese el uso reiterado
de esta palabra] se acompañaban de
algo más efectivo, encogió la cabeza
entre los hombros para mayor
seguridad; azuzó a los caballos con el
látigo, y el coche voló como una
flecha. Seis minutos más tarde, o un
poco más [según el reloj particular de
Gógol], la Persona Importante estaba
ya en el portal de su casa. Pálido,
asustado y sin abrigo, había vuelto a su casa, en vez de ir a la de Carolina
Ivánovna [su entretenida]; con paso
vacilante se fue a su habitación y pasó
una noche tan intranquila, que a la
mañana siguiente, en el desayuno, su
hija le dijo a bocajarro: “Estás muy
pálido hoy, papá.” Pero papá guardó
silencio y [¡aquí viene la parodia de
una parábola bíblica!] a nadie dijo lo
que le había acaecido, ni dónde había
estado, ni adónde había querido ir.
Aquel episodio le dejó una impresión
muy fuerte [aquí empieza la cuesta
abajo, ese bathos espectacular que
Gógol utiliza para sus particulares
objetivos]. Mucho menos, incluso,
espetaba a sus subordinados las palabras “¿Cómo se atreve? ¿Sabe
usted con quién está hablando?”; o, si
las espetaba, al menos era después de
haber escuchado lo que tenían que
decirle. Pero aún más curioso es que
a partir de aquel día ya no se apareció
el fantasma del difunto empleado; por
lo visto el abrigo de la Persona
Importante le estaba bien; al menos no
se oyó hablar más de abrigos
arrancados de los hombros de los
transeúntes. Sin embargo, muchas
personas activas y vigilantes no
quisieron tranquilizarse y siguieron
afirmando que el espectro del
empleado se aparecía aún en barrios
apartados de la ciudad. Y, en efecto, un guardia de un barrio periférico vio
con sus propios ojos [el descenso de
la nota moralista a la grotesca es ya
una caída] que un fantasma salía de
detrás de una casa. Pero como era
algo débil desde su nacimiento —en
cierta ocasión un cerdo común, joven
y ya bien desarrollado, que se había
escapado de una casa particular, le
derribó, con gran hilaridad de un
grupo de cocheros, de los cuales el
guardia demandó y obtuvo, en
concepto de multa por aquella mofa,
diez monedas de cobre por cabeza,
para comprarse rapé—, no se atrevió
a detener al fantasma, sino que se
contentó con seguirle en la oscuridad, hasta que aquél se volvió de repente,
se detuvo y preguntó: “¿Qué
quieres?”, y le enseñó un puño de
unas dimensiones que raramente se
ven incluso entre los vivos. “Nada”,
respondió el vigilante, e
inmediatamente volvió sobre sus
pasos. Aquel fantasma, sin embargo,
era mucho más alto y tenía unos
bigotes enormes. Al parecer se dirigía
al puente Obúkov, y en seguida
desapareció por completo en las
tinieblas de la noche.»
El torrente de detalles «gratuitos»,
como es la tranquila suposición de que
suele haber «cerdos jóvenes y bien desarrollados» en las casas particulares,
produce tal efecto hipnótico que casi
pasamos por alto una cosa muy sencilla
(y en esto reside lo hermoso de la
pincelada final). Aquí, Gógol nos ha
ocultado deliberadamente (pues toda
realidad es una máscara) un dato de
suma importancia, la idea estructural
más decisiva del cuento.
El hombre a
quien se ha tomado por el espectro sin
abrigo de Akaki Akákievich es en
realidad el que le robó el abrigo.
El
fantasma de Akaki Akákievich existía
únicamente en virtud de su carencia de
abrigo, mientras que ahora el guardia,
incurriendo en la paradoja más extraña
del relato, toma equivocadamente por ese fantasma justo a la persona que es su
antítesis, al hombre que había robado el
abrigo. Con lo cual la historia describe
un círculo completo: un círculo vicioso,
como son todos los círculos, aunque se
hagan pasar por manzanas, planetas o
rostros humanos.
Resumiendo, pues, la historia se
desarrolla así: bla, bla, bla, oleada
lírica, bla, bla, oleada lírica, bla, bla,
oleada lírica, bla, bla, clímax fantástico,
bla, bla, bla y vuelta al caos de donde
todo ello había salido. En este nivel
altísimo del arte, la literatura no
consiste, huelga decirlo, en apiadarse
del oprimido ni en maldecir al opresor.
Es una apelación a ese fondo secreto del alma humana donde las sombras de otros
mundos pasan como sombras de naves
silenciosas y sin nombre.
Como a estas alturas acaso hayan
colegido dos o tres lectores pacientes,
esa apelación es verdaderamente lo
único que a mí me interesa. Mi
propósito al redactar estas notas sobre
Gógol habrá quedado, espero,
totalmente claro. Dicho en términos
groseros, equivale a lo siguiente: el que
espere descubrir algo sobre Rusia, el
que desee saber por qué a los
fastidiados alemanes les salió mal el
blitz, el que busque «ideas», «datos» y «mensajes», que no se acerque a Gógol.
El espantoso trabajo de aprender ruso
para leerle no se verá retribuido en esa
clase de dinero contante y sonante. Que
no se acerque, que no se acerque. Gógol
no tiene nada que decirle. Prohibido
cruzar las vías. Alta tensión. Cerrado
por tiempo indefinido. Evítese, alto,
atrás. Me gustaría tener aquí una lista
completa de todas las prohibiciones,
vetos y amenazas posibles. Tampoco
sería necesario, porque ciertamente el
lector no apto no llegará jamás hasta ahí.
Pero sí doy la bienvenida a los lectores
aptos, a mis hermanos, mis dobles. Mi
hermano está tocando el órgano. Mi
hermana está leyendo. Ella es mi tía. Lo primero será aprender el alfabeto, las
labiales, las linguales, las dentales, las
letras que zumban, el zángano y el
abejorro, y la mosca tsé-tsé. Una de las
vocales les hará decir «¡Aeg!». Se
sentirán mentalmente entumecidos y
magullados después de su primera
declinación de pronombres personales.
Pero yo no veo otra manera de llegar a
Gógol (ni a ningún otro escritor ruso, si
vamos a eso). Su obra, como todos los
grandes logros literarios, es un
fenómeno del lenguaje, no de las ideas.
«Gó-gol», no «Go-gól». La ele final es
una ele blanda, semidisuelta, que no
existe en inglés. No se puede aspirar a
comprender a un autor cuando ni siquiera se sabe pronunciar su nombre.
Mis traducciones de diversos pasajes
son lo mejor que he podido conseguir
con mi escaso vocabulario, pero ni
siquiera si hubieran sido tan perfectas
como esas que oigo con mi oído más
interior, sin ser capaz de reproducir su
entonación, ni siquiera entonces valdrían
como sustituto de Gógol. Mientras
intentaba comunicar mi actitud hacia su
arte no he presentado ni una sola prueba
tangible de su peculiar existencia. Lo
único que puedo hacer es poner la mano
sobre el corazón y declarar que Gógol
no es una imaginación mía. Es verdad
que escribió, es verdad que vivió.
Gógol nació el 1 de abril de 1809 Según su madre (que, por supuesto, fue
la inventora de esta triste anécdota), un
poema que había escrito a la edad de
cinco años llegó a manos de Kapnist,
que era un escritor conocido. Kapnist
abrazó al solemne mocoso y dijo a sus
complacidos padres: «Llegará a ser un
escritor genial si el destino le da un
buen cristiano por maestro y guía.» Pero
lo otro, el haber nacido el 1 de abril,
eso es verdad.