En la colonia penitenciaria
[Novela corta, 1914]
Franz Kafka
[1883-1924]
Se justo
Editorial Alianza |
–Es un aparato singular –dijo el oficial al
explorador, y contempló con cierta
admiración el aparato, que le era tan
conocido. El explorador parecía haber
aceptado sólo por cortesía la invitación del
comandante para presenciar la ejecución de un soldado condenado por desobediencia e
insulto hacia sus superiores. En la colonia
penitenciaria no era tampoco muy grande el
interés suscitado por esta ejecución. Por lo
menos, en ese pequeño valle, profundo y
arenoso, rodeado totalmente por riscos
desnudos, sólo se encontraban, además del
oficial y el explorador, el condenado, un
hombre de boca grande y aspecto estúpido,
de cabello y rostro descuidados, y un
soldado, que sostenía la pesada cadena
donde convergían las cadenitas que retenían
al condenado por los tobillos y las muñecas,
así como por el cuello, y que estaban unidas
entre sí mediante cadenas secundarias. De
todos modos, el condenado tenía un aspecto
tan caninamente sumiso, que al parecer
hubieran podido permitirle correr en libertad
por los riscos circundantes, para llamarlo con
un simple silbido cuando llegara el momento
de la ejecución.
El explorador no se interesaba mucho por
el aparato y, se paseaba detrás del
condenado con visible indiferencia, mientras el oficial daba fin a los últimos preparativos,
arrastrándose de pronto bajo el aparato,
profundamente hundido en la tierra, o
trepando de pronto por una escalera para
examinar las partes superiores. Fácilmente
hubiera podido ocuparse de estas labores un
mecánico, pero el oficial las desempeñaba
con gran celo, tal vez porque admiraba el
aparato, o tal vez porque por diversos
motivos no se podía confiar ese trabajo a otra
persona.
–¡Ya está todo listo! –exclamó finalmente,
y descendió de la escalera. Parecía
extraordinariamente fatigado, respiraba por
la boca muy abierta, y se había metido dos
finos pañuelos de mujer bajo el cuello del
uniforme.
–Estos uniformes son demasiado pesados
para el trópico –comentó el explorador, en
vez de hacer alguna pregunta sobre el
aparato, como hubiese deseado el oficial.
–En efecto –dijo éste, y se lavó las manos
sucias de aceite y de grasa en un balde que
allí había–; pero para nosotros son símbolos de la patria; no queremos olvidarnos de
nuestra patria.
Y ahora fíjese en este aparato
–prosiguió inmediatamente, secándose las
manos con una toalla y mostrando aquél al
mismo tiempo.
Robert Crumb |
–Naturalmente, a veces hay inconvenientes; espero que no los haya hoy, pero siempre se debe contar con esa posibilidad. El aparato debería funcionar ininterrumpidamente durante doce horas. Pero cuando hay entorpecimientos, son sin embargo desdeñables, y se los soluciona rápidamente.
"¿No quiere sentarse? –preguntó luego, sacando una silla de mimbre entre un montón de sillas semejantes, y ofreciéndosela al explorador; éste no podía rechazarla. Se sentó entonces, al borde de un hoyo estaba la tierra removida, dispuesta en forma de parapeto; del otro lado estaba el aparato.
–No sé –dijo el oficial– si el comandante le ha explicado ya el aparato.
El explorador hizo un ademán incierto; el oficial no deseaba nada mejor, porque así podía explicarle personalmente el funcionamiento.
–Este aparato –dijo, tomándose de una manivela, y apoyándose en ella– es un invento de nuestro antiguo comandante. Yo asistí a los primerísimos experimentos, y tomé parte en todos los trabajos, hasta su terminación. Pero el mérito del descubrimiento sólo le corresponde a él. ¿No ha oído hablar usted de nuestro antiguo comandante? ¿No? Bueno, no exagero si le digo que casi toda la organización de la colonia penitenciaria es obra suya. Nosotros, sus amigos, sabíamos aun antes de su muerte que la organización de la colonia era un todo tan perfecto, que su sucesor, aunque tuviera mil nuevos proyectos en la cabeza, por lo menos durante muchos años no podría cambiar nada. Y nuestra profecía se cumplió; el nuevo comandante se vio obligado a admitirlo. Lástima que usted no haya conocido a nuestro antiguo comandante. Pero –el oficial se interrumpió– estoy divagando, y aquí está el aparato. Como usted ve, consta de tres partes. Con el correr del tiempo se generalizó la costumbre de designar a cada una, de estas partes mediante una especie de sobrenombre popular. La inferior se llama la Cama, la de arriba el Diseñador, y esta del medio, la Rastra.
–¿La Rastra? –preguntó el explorador.
—The harrow?
Robert Crumb |
–Sí, la Rastra –dijo el oficial–, un nombre bien educado. Las agujas están colocadas en ellas como los dientes de una rastra, y el conjunto funciona además como una rastra, aunque sólo en un lugar determinado, y con mucho más arte. De todos modos, ya lo comprenderá mejor cuando se lo explique. Aquí, sobre la Cama, se coloca al condenado. Primero le describiré el aparato, y después lo pondré en movimiento. Así podrá entenderlo mejor. Además, uno de los engranajes del Diseñador está muy gastado; chirría mucho cuando funciona, y apenas se entiende lo que uno habla; por desgracia, aquí es muy difícil conseguir piezas de repuesto. Bueno, esta es la Cama, como decíamos. Está totalmente cubierta con una capa de algodón en rama; pronto sabrá usted por qué. Sobre este algodón se coloca al condenado, boca abajo, naturalmente desnudo; aquí hay correas para sujetarle las manos, aquí para los pies, y aquí para el cuello. Aquí, en la cabecera de la Cama (donde el individuo, como ya le dije, es colocado primeramente boca abajo), esta pequeña mordaza de fieltro, que puede ser fácilmente regulada, de modo que entre directamente en la boca del hombre. Tiene la finalidad de impedir que grite o se muerda la lengua. Naturalmente, el hombre no puede alejar la boca del fieltro, porque si no la correa del cuello le quebraría las vértebras.
–¿Esto es algodón? –preguntó el explorador, y se agachó.
–Sí, claro –dijo el oficial riendo–; tóquelo usted mismo. Cogió la mano del explorador, y se la hizo pasar por la Cama.
–Es un algodón especialmente preparado, por eso resulta tan irreconocible; ya le hablaré de su finalidad.
El explorador comenzaba a interesarse un poco por el aparato; protegiéndose los ojos con la mano, a causa del sol, contempló el conjunto. Era una construcción elevada. La Cama y el Diseñador tenían igual tamaño, y parecían dos oscuros cajones de madera. El Diseñador se elevaba unos dos metros sobre la Cama; los dos estaban unidos entre sí, en los ángulos, por cuatro barras de bronce, que casi resplandecían al sol. Entre los cajones, oscilaba sobre una cinta de acero la Rastra.
El oficial no había advertido la anterior indiferencia del explorador, pero sí notó su interés naciente; por lo tanto interrumpió las explicaciones para que su interlocutor pudiera dedicarse sin inconvenientes al examen de los dispositivos. El condenado imitó al explorador; como no podía cubrirse los ojos con la mano, miraba hacia arriba, parpadeando.
–Entonces, aquí se coloca al hombre –dijo el explorador, echándose hacia atrás en su silla, y cruzando las piernas.
–Sí –dijo el oficial, corriéndose la gorra un poco hacia atrás, y pasándose la mano por el rostro acalorado–, y ahora escuche. Tanto la Cama como el Diseñador tienen baterías eléctricas propias; la Cama la requiere para sí, el Diseñador para la Rastra. En cuanto el hombre está bien asegurado con las correas, la Cama es puesta en movimiento. Oscila con vibraciones diminutas y muy rápidas, tanto lateralmente como verticalmente. Usted habrá visto aparatos similares en los hospitales; pero en nuestra Cama todos los movimientos están exactamente calculados; en efecto, deben estar minuciosamente sincronizados con los movimientos de la Rastra. Sin embargo, la verdadera ejecución de la sentencia corresponde a la Rastra.
–¿Cómo es la sentencia? –preguntó el explorador.
–¿Tampoco sabe eso? –dijo el oficial, asombrado, y se mordió los labios–. Perdóneme si mis explicaciones son tal vez un poco desordenadas: le ruego realmente que me disculpe. En otros tiempos, correspondía en realidad al comandante dar las explicaciones, pero el nuevo comandante rehuye ese honroso deber; de todos modos, el hecho de que a una visita de semejante importancia –y aquí el explorador trató de restar importancia al elogio, con un ademán de las manos, pero el oficial insistió–, a una visita de semejante importancia ni siquiera se la ponga en conocimiento del carácter de nuestras sentencias, constituye también una insólita novedad, que... –Y con una maldición al borde de los labios se contuvo y prosiguió– ...Yo no sabía nada, la culpa no es mía. De todos modos, yo soy la persona más capacitada para explicar nuestros procedimientos, ya que tengo en mi poder –y se palmeó el bolsillo superior– los respectivos diseños preparados por la propia mano de nuestro antiguo comandante.
–¿Los diseños del comandante mismo? – preguntó el explorador–. ¿Reunía entonces todas las cualidades? ¿Era soldado, juez, constructor, químico y dibujante?
–Efectivamente –dijo el oficial, asintiendo con una mirada impenetrable y lejana. Luego se examinó las manos; no le parecían suficientemente limpias para tocar los diseños; por lo tanto, se dirigió hacia el balde, y se las lavó nuevamente. Luego sacó un pequeño portafolio de cuero, y dijo:
–Nuestra sentencia no es aparentemente severa. Consiste en escribir sobre el cuerpo del condenado, mediante la Rastra, la disposición que él mismo ha violado. Por ejemplo, las palabras inscritas sobre el cuerpo de este condenado –y el oficial señaló al individuo– serán:
HONRA A TUS SUPERIORES.
El explorador miró rápidamente al hombre;
en el momento en que el oficial lo señalaba,
estaba cabizbajo y parecía prestar toda la
atención de que sus oídos eran capaces, para
tratar de entender algo. Pero los movimientos
de sus labios gruesos y apretados
demostraban evidentemente que no entendía
nada. El explorador hubiera querido formular
diversas preguntas, pero al ver al individuo
sólo inquirió:
–¿Conoce él su sentencia?
–No –dijo el oficial, tratando de proseguir
inmediatamente con sus explicaciones, pero
el explorador lo interrumpió.
–¿No conoce su sentencia?
—Does he know his sentence?
—There would be no point in telling him...
Robert Crumb |
–No –replicó el oficial, callando un instante
como para permitir que el explorador
ampliara su pregunta–. Sería inútil
anunciársela. Ya la sabrá en carne propia.
El explorador no quería preguntar más;
pero sentía la mirada del condenado fija en
él, como inquiriéndole si aprobaba el
procedimiento descrito. En consecuencia, aunque se había repantigado en la silla,
volvió a inclinarse hacia adelante y siguió
preguntando:
–Pero por lo menos ¿sabe que ha sido
condenado?
–Tampoco –dijo el oficial, sonriendo como
si esperara que le hiciera otra pregunta
extraordinaria.
–¿No? –dijo el explorador, y se pasó la
mano por la frente–, entonces ¿el individuo
tampoco sabe cómo fue conducida su
defensa?
–No se le dio ninguna oportunidad de
defenderse –dijo el oficial, y volvió la mirada,
como hablando consigo mismo, para evitar al
explorador la vergüenza de oír una
explicación de cosas tan evidentes.
–Pero debe de haber tenido alguna
oportunidad de defenderse –insistió el
explorador, y se levantó de su asiento.
El oficial comprendió que corría el peligro
de ver demorada indefinidamente la
descripción del aparato; por lo tanto, se acercó al explorador, lo tomó por el brazo, y
señaló con la mano al condenado, que al ver
tan evidentemente que toda la atención se
dirigía hacia él, se puso en posición de firme,
mientras el soldado daba un tirón a la
cadena.
–Le explicaré cómo se desarrolla el
proceso –dijo el oficial–. Yo he sido
designado juez de la colonia penitenciaria. A
pesar de mi juventud. Porque yo era el
consejero del antiguo comandante en todas
las cuestiones penales, y además conozco el
aparato mejor que nadie. Mi principio
fundamental es éste: la culpa es siempre
indudable. Tal vez otros juzgados no siguen
este principio fundamental, pero son
multipersonales, y además dependen de otras
cámaras superiores. Este no es nuestro caso,
o por lo menos no lo era en la época de
nuestro antiguo comandante. El nuevo ha
demostrado, sin embargo, cierto deseo de
inmiscuirse en mis juicios, pero hasta ahora
he logrado mantenerlo a cierta distancia, y
espero seguir lográndolo. Usted desea que le explique este caso particular; es muy simple,
como todos los demás. Un capitán presentó
esta mañana la acusación de que este
individuo, que ha sido designado criado suyo,
y que duerme frente a su puerta, se había
dormido durante la guardia. En efecto, tiene
la obligación de levantarse al sonar cada
hora, y hacer la venia ante la puerta del
capitán. Como se ve, no es una obligación
excesiva, y sí muy necesaria, porque así se
mantiene alerta en sus funciones, tanto de
centinela como de criado. Anoche el capitán
quiso comprobar si su criado cumplía con
su deber. Abrió la puerta –exactamente a las
dos, y lo encontró dormido en el suelo. Cogió
la fusta, y le cruzó la cara. En vez de
levantarse y suplicar perdón, el individuo
aferró a su superior por las piernas, lo
sacudió y exclamó: "Arroja ese látigo, o te
como vivo".
The captain took his riding whip and lashed him across the face.
The man who sleeps before his door, instead of begging pardon...
Robert Crumb |
Estas son las pruebas. El capitán
vino a verme hace una hora, tomé nota de su
declaración y dicté inmediatamente la
sentencia. Luego hice encadenar al culpable. Todo esto fue muy simple. Si
primeramente lo hubiera hecho llamar, y
lo hubiera interrogado, sólo habrían surgido
confusiones. Habría mentido, y si yo hubiera
querido desmentirlo, habría reforzado
sus mentiras con nuevas mentiras, y así
sucesivamente. En cambio, así lo tengo en
mi poder, y no se escapará. ¿Está todo
aclarado?
Pero el tiempo pasa, ya debería
comenzar la ejecución, y todavía no terminé
de explicarle el aparato.
Obligó al explorador a que se sentara
nuevamente, se acercó otra vez al aparato, y
comenzó:
–Como usted ve, la forma de la Rastra
corresponde a la forma del cuerpo humano;
aquí está la parte del torso, aquí están las
rastras para las piernas. Para la cabeza, sólo
hay esta agujita. ¿Le resulta claro?
Se inclinó amistosamente ante el
explorador, dispuesto a dar las más amplias
explicaciones.
El explorador, con el ceño fruncido,
consideró la Rastra. La descripción de los procedimientos judiciales no lo había
satisfecho. Constantemente debía hacer un
esfuerzo para no olvidar que se trataba de
una colonia penitenciaria, que requería
medidas extraordinarias de seguridad, y
donde la disciplina debía ser exagerada hasta
el extremo. Pero por otra parte fundaba
ciertas esperanzas en el nuevo comandante,
que evidentemente proyectaba introducir,
aunque poco a poco, un nuevo sistema de
procedimientos; procedimientos que la
estrecha mentalidad de este oficial no podía
comprender. Estos pensamientos le hicieron
preguntar:
–¿El comandante asistirá a la ejecución?
–No es seguro –dijo el oficial,
dolorosamente impresionado por una
pregunta tan directa, mientras su expresión
amistosa se desvanecía–. Por eso mismo
debemos darnos prisa. En consecuencia,
aunque lo siento muchísimo, me veré
obligado a simplificar mis explicaciones. Pero
mañana, cuando hayan limpiado nuevamente
el aparato (su única falla consiste en que se ensucia mucho), podré seguir explayándome
con más detalles. Reduzcámonos entonces
por ahora a lo más indispensable. Una vez
que el hombre está acostado en la Cama, y
ésta comienza a vibrar, la Rastra desciende
sobre su cuerpo. Se regula automáticamente,
de modo que apenas roza el cuerpo con la
punta de las agujas; en cuanto se establece
el contacto, la cinta de acero se convierte
inmediatamente en una barra rígida. Y
entonces empieza la función. Una persona
que no esté al tanto, no advierte ninguna
diferencia entre un castigo y otro. La Rastra
parece trabajar uniformemente. Al vibrar,
rasga con la punta de las agujas la superficie
del cuerpo, estremecido a su vez por la
Cama. Para permitir la observación del
desarrollo de la sentencia, la Rastra ha sido
construida de vidrio. La fijación de las agujas
en el vidrio originó algunas dificultades
técnicas, pero después de diversos
experimentos solucionamos el problema. Le
diré que no hemos escatimado esfuerzos. Y
ahora cualquiera puede observar, a través del
vidrio, cómo va tomando forma la inscripción sobre el cuerpo. ¿No quiere acercarse a ver
las agujas?
El explorador se levantó lentamente, se
acercó, y se inclinó sobre la Rastra.
–Como usted ve –dijo el oficial–, hay dos
clases de agujas, dispuestas de diferente
modo. Cada aguja larga va acompañada por
una más corta. La larga se reduce a escribir,
y la corta arroja agua, para lavar la sangre y
mantener legible la inscripción. La mezcla de
agua y sangre corre luego por pequeños
canalículos, y finalmente desemboca en este
canal principal, para verterse en el hoyo, a
través de un caño de desagüe.
El oficial mostraba con el dedo el camino
exacto que seguía la mezcla de agua y
sangre. Mientras él, para hacer lo más gráfica
posible la imagen, formaba un cuenco con
ambas manos en la desembocadura del caño
de salida, el explorador alzó la cabeza y trató
de volver a su asiento, tanteando detrás de sí
con la mano. Vio entonces con horror que
también el condenado había obedecido la
invitación del oficial para ver más de cerca la disposición de la Rastra. Con la cadena había
arrastrado un poco al soldado adormecido, y
ahora se inclinaba sobre el vidrio. Se veía
cómo su mirada insegura trataba de percibir
lo que los dos señores acababan de observar,
y cómo, faltándole la explicación, no
comprendía nada. Se agachaba aquí y allá.
Sin cesar, su mirada recorría el vidrio. El
explorador trató de alejarlo, porque lo que
hacía era probablemente punible. Pero el
oficial lo retuvo con una mano, con la otra
cogió del parapeto un terrón, y lo arrojó al
soldado. Este se sobresaltó, abrió los ojos,
comprobó el atrevimiento del hombre, dejó
caer el rifle, hundió los talones en el suelo,
arrastró de un tirón al condenado, que
inmediatamente cayó al suelo, y luego se
quedó mirando cómo se debatía y hacía sonar
las cadenas.
–¡Póngalo de pie! –gritó el oficial, porque
advirtió que el condenado distraía demasiado
al explorador. En efecto, éste se había
inclinado sobre la Rastra, sin
preocuparse mayormente por su
funcionamiento, y sólo quería saber qué
ocurría con el condenado.
–¡Trátelo con cuidado! –volvió a gritar el
oficial.
Luego corrió en torno del aparato,
cogió personalmente al condenado bajo las
axilas, y aunque éste se resbalaba
constantemente, con la ayuda del soldado lo
puso de pie.
–Ya estoy al tanto de todo –dijo el
explorador, cuando el oficial volvió a su lado.
–Menos de lo más importante –dijo éste,
tomándolo por un brazo y señalando hacia lo
alto–. Allá arriba, en el Diseñador, está el
engranaje que pone en movimiento la Rastra;
dicho engranaje es regulado de acuerdo a la
inscripción que corresponde a la sentencia.
Todavía utilizo los diseños del antiguo
comandante. Aquí están –y sacó algunas
hojas del portafolio de cuero–, pero por
desgracia no puedo dárselos para que los
examine; son mi más preciosa posesión.
Siéntese, yo se los mostraré desde aquí, y
usted podrá ver todo perfectamente.
Mostró la primera hoja. El explorador
hubiera querido hacer alguna observación
pertinente, pero sólo vio líneas que se
cruzaban repetida y laberínticamente, y que
cubrían en tal forma el papel, que apenas
podían verse los espacios en blanco que las
separaban.
–Lea –dijo el oficial.
–No puedo –dijo el explorador.
–Sin embargo está claro –dijo el oficial.
–Es muy ingenioso –dijo el explorador
evasivamente–, pero no puedo descifrarlo.
–Sí –dijo el oficial, riendo y guardando
nuevamente el plano–, no es justamente
caligrafía para escolares. Hay que estudiarlo
largamente. También usted terminaría por
entenderlo, estoy seguro. Naturalmente, no
puede ser una inscripción simple; su fin no es
provocar directamente la muerte, sino
después de un lapso de doce horas, término
medio; se calcula que el momento crítico
tiene lugar a la sexta hora. Por lo tanto,
muchos, muchísimos adornos rodean la verdadera inscripción; ésta sólo ocupa una
estrecha faja en torno del cuerpo; el resto se
reserva a los embellecimientos. ¿Está ahora
en condiciones de apreciar la labor de la
Rastra, y de todo el aparato? ¡Fíjese! –y
subió de un salto la escalera, e hizo girar una
rueda–. ¡Atención, hágase a un lado!
El conjunto comenzó a funcionar. Si la
rueda no hubiera chirriado, habría sido
maravilloso. Como si el ruido de la rueda lo
hubiera sorprendido, el oficial la amenazó con
el puño, luego abrió los brazos, como
disculpándose ante el explorador, y descendió
rápidamente, para observar desde abajo el
funcionamiento del aparato. Todavía había
algo que no andaba, y que sólo él percibía;
volvió a subir, buscó algo con ambas manos
en el interior del Diseñador, se dejó deslizar
por una de las barras, en vez de utilizar la
escalera, para bajar más rápidamente, y
exclamó con toda su voz en el oído del
explorador, para hacerse oír en medio del
estrépito:
–¿Comprende el funcionamiento? La
Rastra comienza a escribir; cuando termina el
primer borrador de la inscripción en el dorso
del individuo, la capa de algodón gira y hace
girar el cuerpo lentamente sobre un costado,
para dar más lugar a la Rastra. Al mismo
tiempo, las partes ya escritas apoyan sobre el
algodón, que gracias a su preparación
especial contiene la emisión de sangre y
prepara la superficie para seguir
profundizando la inscripción. Luego, a medida
que el cuerpo sigue girando, estos dientes del
borde de la Rastra arrancan el algodón de las
heridas, lo arrojan al hoyo, y la Rastra puede
proseguir su labor. Así sigue inscribiendo,
cada vez más hondo, las doce horas. Durante
las primeras seis horas, el condenado se
mantiene casi tan vivo como al principio, sólo
sufre dolores. Después de dos horas, se le
quita la mordaza de fieltro, porque ya no
tiene fuerzas para gritar. Aquí, en este
recipiente calentado eléctricamente, junto a
la cabecera de la Cama, se vierte pulpa
caliente de arroz, para que el hombre se
alimente, si así lo desea, lamiéndola con la lengua. Ninguno desdeña esta oportunidad.
No sé de ninguno, y mi experiencia es vasta.
Sólo después de seis horas desaparece todo
deseo de comer. Generalmente me arrodillo
aquí, en ese momento, y observo el
fenómeno. El hombre, no traga casi nunca el
último bocado, sólo lo hace girar en la boca, y
lo escupe en el hoyo. Entonces tengo que
agacharme, porque si no me escupiría en la
cara. ¡Qué tranquilo se queda el hombre
después de la sexta hora! Hasta el más
estólido comienza a comprender. La
comprensión se inicia en torno de los ojos.
Desde allí se expande. En ese momento uno
desearía colocarse con él bajo la Rastra. Ya
no ocurre más nada; el hombre comienza
solamente a descifrar la inscripción, estira los
labios hacia afuera, como si escuchara. Usted
ya ha visto que no es fácil descifrar la
inscripción con los ojos; pero nuestro hombre
la descifra con sus heridas. Realmente,
cuesta mucho trabajo; necesita seis horas
por lo menos. Pero ya la Rastra lo ha
atravesado completamente y lo arroja en el
hoyo, donde cae en medio de la sangre y el agua y el algodón. La sentencia se ha
cumplido, y nosotros, yo y el soldado, lo
enterramos.
El explorador había inclinado el oído hacia
el oficial, y con las manos en los bolsillos de
la chaqueta contemplaba el funcionamiento
de la máquina. También el condenado lo
contemplaba, pero sin comprender. Un poco
agachado, seguía el movimiento de las agujas
oscilantes; mientras tanto el soldado, ante
una señal del oficial, le cortó con un cuchillo
la camisa y los pantalones, por la parte de
atrás de modo que estos últimos cayeron al
suelo; el individuo trató de retener las ropas
que se le caían, para cubrir su desnudez,
pero el soldado lo alzó en el aire y
sacudiéndolo hizo caer los últimos jirones de
vestimenta. El oficial detuvo la máquina, y en
medio del repentino silencio el condenado fue
colocado bajo la Rastra. Le desataron las
cadenas, y en su lugar lo sujetaron con las
correas; en el primer instante, esto pareció
significar casi un alivio para el condenado. Luego hicieron descender un poco más la
Rastra, porque era un hombre delgado.
Cuando las puntas lo rozaron, un
estremecimiento recorrió su piel; mientras el
soldado le ligaba la mano derecha, el
condenado lanzó hacia afuera la izquierda, sin
saber hacia dónde, pero en dirección del
explorador. El oficial observaba
constantemente a este último, de reojo,
como si quisiera leer en su cara la impresión
que le causaba la ejecución que por lo menos
superficialmente acababa de explicarle.
La correa destinada a la mano izquierda se
rompió; probablemente, el soldado la había
estirado demasiado. El oficial tuvo que
intervenir, y el soldado le mostró el trozo roto
de correa. Entonces el oficial se le acercó, y
con el rostro vuelto hacia el explorador dijo:
–Esta máquina es muy compleja, a cada
momento se rompe o se descompone alguna
cosa; pero uno no debe permitir que estas
circunstancias influyan en el juicio de
conjunto. De todos modos, las correas son
fácilmente sustituibles; usaré una cadena; es claro que la delicadeza de las vibraciones del
brazo derecho sufrirá un poco.
Y mientras sujetaba la cadena, agregó:
–Los recursos destinados "a la
conservación de la máquina son ahora
sumamente reducidos. Cuando estaba el
antiguo comandante, yo tenía a mi
disposición una suma de dinero con esa única
finalidad. Había aquí un depósito, donde se
guardaban piezas de repuesto de todas
clases. Confieso que he sido bastante pródigo
con ellas, me refiero a antes, no ahora, como
insinúa el nuevo comandante, para quien
todo es un motivo de ataque contra el
antiguo orden. Ahora se ha hecho cargo
personalmente del dinero destinado a la
máquina, y si le mando pedir una nueva
correa, me pide, como prueba, la correa rota;
la nueva llega por lo menos diez días
después, y además es de mala calidad, y no
sirve de mucho. Cómo puede funcionar
mientras tanto la máquina sin correas, eso no
le preocupa a nadie.
El explorador pensó: Siempre hay que
reflexionar un poco antes de intervenir
decisivamente en los asuntos de los demás.
El no era ni miembro de la colonia
penitenciaria, ni ciudadano del país al que
ésta pertenecía. Si pretendía emitir juicios
sobre la ejecución o trataba directamente de
obstaculizarla, podían decirle: "Eres un
extranjero, no te metas." Ante esto no podía
contestar nada, sólo agregar que realmente
no comprendía su propia actitud, y de ningún
modo pretendía modificar los métodos
judiciales de los demás. Pero aquí se
encontraba con cosas que realmente lo
tentaban a quebrar su resolución, de no
inmiscuirse. La injusticia del procedimiento y
la inhumanidad de la ejecución eran
indudables. Nadie podía suponer que el
explorador tenía algún interés personal en el
asunto, porque el condenado era para él un
desconocido, no era compatriota suyo, y ni
siquiera era capaz de inspirar compasión. El
explorador había sido recomendado por
personas muy importantes, había sido
recibido con gran cortesía, y el hecho de que lo hubieran invitado a la ejecución podía
justamente significar que se deseaba conocer
su opinión sobre el asunto. Esto parecía
bastante probable, porque el comandante,
como bien claramente acababan de
expresarle, no era partidario de estos
procedimientos, y su actitud ante el oficial
era casi hostil.
En ese momento oyó el explorador un
grito airado del oficial. Acababa de colocar,
no sin gran esfuerzo, la mordaza de fieltro
dentro de la boca del condenado, cuando este
último, con una náusea irresistible, cerró los
ojos y vomitó. Rápidamente el oficial le alzó
la cabeza, alejándola de la mordaza y
tratando de dirigirla hacia el hoyo; pero era
demasiado tarde, y el vómito se derramó
sobre la máquina.
–¡Todo esto es culpa del comandante! –
gritó el oficial, sacudiendo insensatamente la
barra de cobre que tenía enfrente–. Me
dejarán la máquina más sucia que una
pocilga –y con manos temblorosas mostró al
explorador lo que había ocurrido–. Durante horas he tratado de hacerle comprender al
comandante que el condenado debe ayunar
un día entero antes de la ejecución. Pero
nuestra nueva doctrina compasiva no lo
quiere así. Las señoras del comandante
visitan al condenado y le atiborran la
garganta de dulces. Durante toda la vida se
alimentó de peces hediondos, y ahora
necesita comer dulces. Pero en fin, podríamos
pasarlo por alto, yo no protestaría, pero ¿por
qué no quieren conseguirme una nueva
mordaza de fieltro, ya que hace tres meses
que la pido: ¿Quién podría meterse en la
boca, sin asco, una mordaza que más de cien
moribundos han chupado y mordido?
El condenado había dejado caer la cabeza
y parecía tranquilo; mientras tanto, el
soldado limpiaba la máquina con la camisa
del otro. El oficial se dirigió hacia él
explorador, que tal vez por un presentimiento
retrocedió un paso, pero el oficial lo cogió por
la mano y lo llevó aparte.
–Quisiera hablar confidencialmente
algunas palabras con usted –dijo este
último–. ¿Me lo permite?
–Naturalmente –dijo el explorador, y
escuchó con la mirada baja.
–Este procedimiento judicial, y este
método de castigo, que usted tiene ahora
oportunidad de admirar, no goza actualmente
en nuestra colonia de ningún abierto
partidario. Soy su único sostenedor, y al
mismo tiempo el único sostenedor de la
tradición del antiguo comandante. Ya ni
podría pensar en la menor ampliación del
procedimiento, y necesito emplear todas mis
fuerzas para mantenerlo tal como es
actualmente. En vida de nuestro antiguo
comandante, la colonia estaba llena de
partidarios; yo poseo en parte la fuerza de
convicción del antiguo comandante, pero
carezco totalmente de su poder; en
consecuencia, los partidarios se ocultan;
todavía hay muchos, pero ninguno lo
confiesa. Si usted entra hoy, que es día de
ejecución, en la confitería, y escucha las conversaciones, tal vez sólo oiga frases de
sentido ambiguo. Esos son todos partidarios,
pero bajo el comandante actual, y con sus
doctrinas actuales, no me sirven
absolutamente de nada. Y ahora le pregunto:
¿le parece bien que por culpa de este
comandante y sus señoras, que influyen
sobre él, semejante obra de toda una vida –y
señaló la maquinaria– desaparezca?
¿Podemos permitirlo? Aun cuando uno sea un
extranjero, y sólo haya venido a pasar un par
de días en nuestra isla. Pero no podemos
perder tiempo, porque también se prepara
algo contra mis funciones judiciales; ya
tienen lugar conferencias en la oficina del
comandante, de las que me veo excluido;
hasta su visita de hoy, señor, me parece
formar parte de un plan; por cobardía lo
utilizan a usted, un extranjero, como
pantalla. ¡Qué diferente era en otros tiempos
la ejecución! Ya un día antes de la ceremonia,
el valle estaba completamente lleno de
gente; todos venían sólo para ver; por la
mañana temprano aparecía el comandante
con sus señoras; las fanfarrias despertaban a todo el campamento; yo presentaba un
informe de que todo estaba preparado; todo
el estado mayor –ningún alto oficial se
atrevía a faltar– se ubicaba en torno de la
máquina; este montón de sillas de mimbre es
un mísero resto de aquellos tiempos. La
máquina resplandecía, recién limpiada; antes
de cada ejecución me entregaban piezas
nuevas de repuesto. Ante cientos de ojos –
todos los asistentes en puntas de pie, hasta
en la cima de esas colinas– el condenado era
colocado por el mismo comandante debajo de
la Rastra. Lo que hoy corresponde a un
simple soldado, era en esa época tarea mía,
tarea del juez presidente del juzgado, y un
gran honor para mí. Y entonces empezaba la
ejecución. Ningún ruido discordante afeaba el
funcionamiento de la máquina. Muchos ya no
miraban; permanecían con los ojos cerrados,
en la arena; todos sabían: ahora se hace
justicia. En ese silencio, sólo se oían los
suspiros del condenado, apenas apagados por
el fieltro. Hoy la máquina ya no es capaz de
arrancar al condenado un suspiro tan fuerte
que el fieltro no pueda apagarlo totalmente; pero en ese entonces las agujas inscriptoras
vertían un líquido ácido, que hoy ya no nos
permiten emplear. ¡Y llegaba la sexta hora!
Era imposible satisfacer todos los pedidos
formulados para contemplarla desde cerca. El
comandante, muy sabiamente, había
ordenado que los niños tendrían preferencia
sobre todo el mundo; yo, por supuesto,
gracias a mi cargo, tenía el privilegio de
permanecer junto a la máquina; a menudo
estaba en cuclillas, con un niñito en cada
brazo, a derecha e izquierda. ¡Cómo
absorbíamos todos esa expresión de
transfiguración que aparecía en el rostro
martirizado, cómo nos bañábamos las
mejillas en el resplandor de esa justicia, por
fin lograda y que tan pronto desaparecería!
¡Qué tiempos, camarada!
And the the execution began!
No discordant noise spoiled the working of the machine...
Robert Crumb |
El oficial había evidentemente olvidado
quién era su interlocutor; lo había abrazado,
y apoyaba la cabeza sobre su hombro. El
explorador se sentía grandemente
desconcertado; inquieto, miraba hacia la lejanía. El soldado había terminado su
limpieza, y ahora vertía pulpa de arroz en el
recipiente. Apenas la advirtió el condenado,
que parecía haberse mejorado
completamente, comenzó a lamer la papilla
con la lengua. El soldado trataba de alejarlo,
porque la papilla era para más tarde, pero de
todos modos también era incorrecto que el
soldado metiera en el recipiente sus sucias
manos, y se dedicara a comer ante el ávido
condenado.
El oficial recobró rápidamente el dominio
de sí mismo.
–No quise emocionarlo –dijo–, ya sé que
actualmente es imposible dar una idea de lo
que eran esos tiempos. De todos modos, la
máquina todavía funciona, y se basta a sí
misma. Se basta a sí misma, aunque se
encuentra muy solitaria en este valle. Y al
terminar, el cadáver cae como antaño dentro
del hoyo, con un movimiento
incomprensiblemente suave, aunque ya no se
apiñan las muchedumbres como moscas en
torno de la sepultura, como en otros tiempos. Antaño teníamos que colocar una sólida
baranda en torno de la sepultura, pero hace
mucho que la arrancamos.
El explorador quería ocultar su rostro al
oficial, y miraba en torno, al azar. El oficial
creía que contemplaba la desolación del valle;
le cogió por lo tanto las manos, se colocó
frente a él, para mirarlo en los ojos, y le
preguntó:.
–¿Se da cuenta, qué vergüenza?
Pero el explorador calló.
El oficial lo dejó
un momento entregado a sus pensamientos;
con las manos en las caderas, las piernas
abiertas, permaneció callado, cabizbajo.
Luego sonrió alentadoramente al explorador,
y dijo:
–Yo estaba ayer cerca de usted cuando el
comandante lo invitó. Oí la invitación.
Conozco al comandante. Inmediatamente
comprendía su propósito. Aunque su poder es
suficientemente grande para tomar medidas
contra mí, todavía no se atreve, pero
ciertamente tiene la intención de oponerme
su veredicto de usted, el veredicto de un ilustre extranjero. Lo ha calculado
perfectamente: hace dos días que usted está
en la isla, no conoció al antiguo comandante,
ni su manera de pensar, está habituado a los
puntos de vista europeos, tal vez se opone
fundamentalmente a la pena capital en
general y a estos tipos de castigo mecánico
en particular; además comprueba que la
ejecución tiene lugar sin ningún apoyo
popular, tristemente, mediante una máquina
ya un poco arruinada; considerando todo esto
(así piensa el comandante), ¿no sería
entonces muy probable que desaprobara mis
métodos? Y si los desaprobara, no ocultaría
su desaprobación (hablo siempre en nombre
del comandante), porque confía
ampliamente en sus bien probadas
conclusiones. Es verdad que usted ha visto
las numerosas peculiaridades de numerosos
pueblos, y ha aprendido a apreciarlas, y por
lo tanto es probable que no se exprese con
excesivo rigor contra el procedimiento, como
lo haría en su propio país. Pero el
comandante no necesita tanto. Una palabra
cualquiera, hasta una observación un poco
imprudente le bastaría. No hace ni siquiera
falta que esa observación exprese su opinión,
basta que aparentemente corrobore la
intención del comandante. Que él tratará de
sonsacarlo con preguntas astutas, de eso
estoy seguro. Y sus señoras estarán sentadas
en torno, y alzarán las orejas; tal vez usted
diga: "En mi país el procedimiento judicial es
distinto", o "En mi país se permite al acusado
defenderse antes de la sentencia", o "En mi
país hay otros castigos, además de la pena
de muerte", o "En mi país sólo existió la
tortura en la Edad Media". Todas éstas son
observaciones correctas y que a usted le
parecen evidentes, observaciones inocentes,
que no pretenden juzgar mis procedimientos.
Pero ¿cómo las tomará el comandante? Ya lo
veo al buen comandante, veo cómo aparta su
silla y sale rápidamente al balcón, veo a sus
señoras, que se precipitan tras él como un
torrente, oigo su voz (las señoras la llaman
una voz de trueno) que dice: "Un famoso
investigador europeo, enviado para estudiar
el procedimiento judicial en todos los países
del mundo, acaba de decir que nuestra antigua manera de administrar justicia es
inhumana. Después de oír el juicio de
semejante personalidad, ya no me es posible
seguir permitiendo este procedimiento. Por lo
tanto, ordeno que desde el día de hoy..." y
así sucesivamente. Usted trata de interrumpirlo para explicar que no dijo lo que
él pretende, que no llamó nunca inhumano mi
procedimiento, que en cambio su profunda
experiencia le demuestra que es el
procedimiento más humano y acorde con la
dignidad humana, que admira esta
maquinaria... pero ya es demasiado tarde;
usted no puede asomarse al balcón, que está
lleno de damas; trata de llamar la atención;
trata de gritar; pero una mano de señora le
tapa la boca... y tanto yo como la obra del
antiguo comandante estamos
irremediablemente perdidos.
El explorador tuvo que contener una
sonrisa; tan fácil era entonces la tarea que le
había parecido tan difícil. Dijo evasivamente:
–Usted exagera mi influencia...
—You overestimate my influence!
—You can help me agains the commandant! I have a plan...
Robert Crumb |
... el
comandante leyó mis cartas de recomendación, y sabe que no soy ningún
entendido en procedimientos judiciales. Si yo
expresara una opinión, sería la opinión de un
particular, en nada más significativa que la
opinión de cualquier otra persona, y en todo
caso mucho menos significativa que la
opinión del comandante, que según creo
posee en esta colonia penitenciaria
prerrogativas extensísimas. Si la opinión de él
sobre este procedimiento es tan hostil como
usted dice, entonces, me temo que haya
llegado la hora decisiva para el mismo, sin
que se requiera mi humilde ayuda.
¿Lo había comprendido ya el oficial? No,
todavía no lo comprendía. Meneó
enfáticamente la cabeza, volvió brevemente
la mirada hacia el condenado y el soldado,
que se alejaron por instinto del arroz, se
acercó bastante al explorador, lo miró no en
los ojos, sino en algún sitio de la chaqueta, y
le dijo más despacio que antes:
–Usted no conoce al comandante; usted
cree (perdone la expresión) que es una
especie de extraño para él y para nosotros; sin embargo, créame, su influjo no podría ser
subestimado. Fue una verdadera felicidad
para mí saber que usted asistiría solo a la
ejecución. Esa orden del comandante debía
perjudicarme, pero yo sabré sacar ventaja de
ella. Sin distracciones provocadas por falsos
murmullos y por miradas desdeñosas
(imposibles de evitar si una gran multitud
hubiera asistido a la ejecución), usted ha oído
mis explicaciones, ha visto la máquina, y está
ahora a punto de contemplar la ejecución. Ya
se ha formado indudablemente un juicio; si
todavía no está seguro de algún pequeño
detalle, el desarrollo de la ejecución disipará
sus últimas dudas. Y ahora elevo ante usted
esta súplica: Ayúdeme contra el comandante.
El explorador no le permitió proseguir.
–¡Cómo me pide usted eso –exclamó–, es
totalmente imposible! No puedo ayudarlo en
lo más mínimo, así como tampoco puedo
perjudicarlo.
–Puede –dijo el oficial; con cierto temor,
el explorador vio que el oficial contraía los
puños–. Puede –repitió el oficial con más insistencia todavía–. Tengo un plan, que no
fallará. Usted cree que su influencia no es
suficiente. Yo sé que es suficiente. Pero
suponiendo que usted tuviera razón, ¿no
sería de todos modos necesario tratar de
utilizar toda clase de recursos, aunque
dudemos de su eficacia, con tal de conservar
el antiguo procedimiento? Por lo tanto,
escuche usted mi plan. Ante todo es
necesario para su éxito que hoy, cuando se
encuentre usted en la colonia, sea lo más
reticente posible en sus juicios sobre el
procedimiento. A menos que le formulen una
pregunta directa, no debe decir una palabra
sobre el asunto; si lo hace, que sea con
frases breves y ambiguas; debe dar a
entender que no le agrada discutir ese tema,
que ya está harto de él, que si tuviera que
decir algo, prorrumpiría francamente en
maldiciones. No le pido que mienta; de
ningún modo; sólo debe contestar
lacónicamente, por ejemplo: "Sí, asistí a la
ejecución", o "Sí, escuché todas las
explicaciones". Sólo eso, nada más. En
cuanto al fastidio que usted pueda dar a entender, tiene motivos suficientes, aunque
no sean tan evidentes para el comandante.
Naturalmente, éste comprenderá todo mal, y
lo interpretará a su manera. En eso se basa
justamente mi plan. Mañana se realizará en
la oficina del comandante, presidida por éste,
una gran asamblea de todos los altos oficiales
administrativos. El comandante, por
supuesto, ha logrado convertir esas
asambleas en un espectáculo público. Hizo
construir una galería, que está siempre llena
de espectadores. Estoy obligado a tomar
parte en las asambleas, pero me enferman de
asco. Ahora bien, pase lo que pase, es seguro
que a usted lo invitarán; si se atiene hoy a mi
plan, la invitación se convertirá en una
insistente súplica. Pero si por cualquier
motivo imprevisible no fuera invitado, debe
usted de todos modos pedir que lo inviten; es
indudable que así lo harán. Por lo tanto,
mañana estará usted sentado con las señoras
en el palco del comandante. El mira a
menudo hacia arriba, para asegurarse de su
presencia. Después de varias órdenes del día,
triviales y ridículas, calculadas para impresionar al auditorio –en su mayoría son
obras portuarias, ¡eternamente obras
portuarias!–, se pasa a discutir nuestro
procedimiento judicial. Si eso no ocurre, o no
ocurre bastante pronto, por desidia del
comandante, me encargaré yo de introducir
el tema. Me pondré de pie y mencionaré que
la ejecución de hoy tuvo lugar. Muy breve,
una simple mención. Semejante mención no
es en realidad usual, pero no importa. El
comandante me da las gracias, como
siempre, con una sonrisa amistosa, y ya sin
poder contenerse aprovecha la excelente
oportunidad. "Acaban de anunciar –más o
menos así dirá– que ha tenido lugar la
ejecución. Sólo quisiera agregar a este
anuncio que dicha ejecución ha sido
presenciada por el gran investigador que
como ustedes saben honra
extraordinariamente nuestra colonia con su
visita. También nuestra asamblea de hoy
adquiere singular significado gracias a su
presencia. ¿No convendría ahora preguntar a
este famoso investigador qué juicio le merece
nuestra forma tradicional de administrar la pena capital, y el procedimiento judicial que
la precede?" Naturalmente, aplauso general,
acuerdo unánime, y mío más que de nadie. El
comandante se inclina ante usted, y dice:
"Por lo tanto, le formulo en nombre de todos
dicha pregunta". Y entonces usted se
adelanta hacia la baranda del palco. Apoya
las manos donde todos pueden verlas, porque
si no, se las cogerán las señoras y jugarán
con sus dedos. Y por fin se escucharán sus
palabras. No sé cómo podré soportar la
tensión de la espera hasta ese instante. En su
discurso no debe haber ninguna reticencia,
diga la verdad a pleno pulmón, inclínese
sobre el borde del balcón, grite, sí, grite al
comandante su opinión, su inconmovible
opinión.
Pero tal vez no le guste a usted esto, no
corresponde a su carácter, o quizás en su
país uno se comporta diferentemente en esas
ocasiones; bueno, está bien, también así será
suficientemente eficaz, no hace falta que se
ponga de pie, diga solamente un par de
palabras, susúrrelas, que sólo los oficiales que están debajo de usted las oigan, es
suficiente, no necesita mencionar siquiera la
falta de apoyo popular a la ejecución, ni la
rueda que chirría, ni las correas rotas, ni el
nauseabundo fieltro, no, yo me encargo de
todo eso, y le aseguro que si mi discurso no
obliga al comandante a abandonar el salón, lo
obligará a arrodillarse y reconocer: "Antiguo
comandante, ante ti me inclino."
Este es mi plan; ¿quiere ayudarme a
realizarlo? Pero, naturalmente, usted quiere,
aún más, debe ayudarme.
El oficial cogió al explorador por ambos
brazos, y lo miró en los ojos, respirando
agitadamente. Había gritado con tal fuerza
las últimas frases, que hasta el soldado y el
condenado se habían puesto a escuchar;
aunque no podían entender nada, habían
dejado de comer, y dirigían la mirada hacia el
explorador, masticando todavía.
Desde el primer momento el explorador no
había dudado de cuál debía ser su respuesta.
Durante su vida había reunido demasiada experiencia, para dudar en este caso; era una
persona fundamentalmente honrada, y no
conocía el temor. Sin embargo contemplando
al soldado y el condenado, vaciló un instante.
Por fin dijo lo que debía decir:
–No.
El oficial parpadeó varias veces, pero no
desvió la mirada.
–¿Desea usted una explicación? –preguntó
el explorador.
El oficial asintió, sin hablar.
–Desapruebo este procedimiento –dijo
entonces el explorador–, aun desde antes
que usted me hiciera estas confidencias (por
supuesto que bajo ninguna circunstancia
traicionaré la confianza que ha puesto en
mi); ya me había preguntado si sería mi
deber intervenir, y si mi intervención tendría
después de todo alguna posibilidad de éxito.
Pero sabía perfectamente a quién debía
dirigirme en primera instancia; naturalmente
al comandante. Usted lo ha hecho más
indudable aún, aunque confieso que no sólo no ha fortalecido mi decisión, sino que su
honrada convicción ha llegado a conmoverme
mucho, por más que no logre modificar mi
opinión.
El oficial callaba; se volvió hacia la
máquina, se tomó de una de las barras de
bronce, y contempló, un poco echado hacia
atrás, el Diseñador, como para comprobar
que todo estaba en orden. El soldado y el
condenado parecían haberse hecho amigos;
el condenado hacía señales al soldado,
aunque sus sólidas ligaduras dificultaban
notablemente la operación; el soldado se
inclinó hacia él; el condenado le susurró algo,
y el soldado asintió.
El explorador se acercó al oficial, y dijo:
–Todavía no sabe usted lo que pienso
hacer. Comunicaré al comandante, en efecto,
lo que opino del procedimiento, pero no en
una asamblea, sino en privado; además, no
me quedaré aquí lo suficiente para asistir a
ninguna conferencia; mañana por la mañana
me voy, o por lo menos me embarco.
No parecía que el oficial lo hubiera
escuchado.
–Así que el procedimiento no lo convence
–dijo éste para sí, y sonrió, como un anciano
que se ríe de la insensatez de un niño, y a
pesar de la sonrisa prosigue sus propias
meditaciones–. Entonces, llegó el momento
–dijo por fin, y miró de pronto al explorador
con clara mirada, en la que se veía cierto
desafío, cierto vago pedido de cooperación.
–¿Cuál momento? –preguntó inquieto el
explorador, sin obtener respuesta.
–Eres libre –dijo el oficial al condenado,
en su idioma; el hombre no podía creerlo–.
Vamos, eres libre –repitió el oficial.
—You are free.
Robert Crumb |
Por primera vez, el rostro del condenado
pareció realmente animarse. ¿Sería verdad?
¿No sería un simple capricho del oficial, que
no duraría ni un instante? ¿Tal vez el
explorador extranjero había suplicado que lo
perdonaran? ¿Qué ocurría? Su cara parecía
formular estas preguntas. Pero por poco
tiempo. Fuera lo que fuese, deseaba ante
todo sentirse realmente libre, y comenzó a debatirse en la medida que la Rastra se lo
permitía.
–Me romperás las correas –gritó el oficial–,
quédate quieto. Ya te desataremos.
Y después de hacer una señal al soldado,
pusieron manos a la obra. El condenado
sonreía sin hablar, para sí mismo, volviendo
la cabeza ora hacia la izquierda, hacia el
oficial, ora hacia el soldado, a la derecha; y
tampoco olvidó al explorador.
–Sácalo de allí –ordenó el oficial al
soldado.
A causa de la Rastra, esta operación exigía
cierto cuidado. Ya el condenado, por culpa de
su impaciencia, se había provocado una
pequeña herida desgarrante en la espalda.
Desde este momento, el oficial no le
prestó la menor atención. Se acercó al
explorador, volvió a sacar el pequeño
portafolio de cuero, buscó en él un papel,
encontró por fin la hoja que buscaba, y la
mostró al explorador.
–Lea esto –dijo.
–No puedo –dijo el explorador–, ya le dije
que no puedo leer esos planos.
–Mírelo con más atención, entonces –
insistió el oficial, y se acercó más al
explorador, para que leyeran juntos.
Como tampoco esto resultó de ninguna
utilidad, el oficial trató de ayudarlo, siguiendo
la inscripción con el dedo meñique, a gran
altura, como si en ningún caso debiera tocar
el plano. El explorador hizo un esfuerzo para
mostrarse amable con el oficial, por lo menos
en algo, pero sin éxito. Entonces el oficial
comenzó a deletrear la inscripción, y luego la
leyó entera.
–"Sé justo", dice –explicó–; ahora puede
leerla.
El explorador se agachó sobre el papel,
que el oficial, temiendo que lo tocara, alejó
un poco; el explorador no dijo absolutamente
nada, pero era evidente que todavía no había
conseguido leer una letra.
–"Sé justo", dice –repitió el oficial.
–Puede ser –dijo el explorador–, estoy
dispuesto a creer que así es.
–Muy bien –dijo el oficial, por lo menos en
parte satisfecho–, y trepó la escalera con el
papel en la mano; con gran cuidado lo colocó
dentro del Diseñador, y pareció cambiar toda
la disposición de los engranajes; era una
labor muy difícil, seguramente había que
manejar rueditas muy diminutas; a menudo
la cabeza del oficial desaparecía
completamente dentro del Diseñador, tanta
exactitud requería el montaje de los
engranajes.
Desde abajo, el explorador contemplaba
incesantemente su labor, con el cuello
endurecido, y los ojos doloridos por el reflejo
del sol sobre el cielo. El soldado y el
condenado estaban ahora muy ocupados. Con
la punta de la bayoneta, el soldado pescó del
fondo del hoyo la camisa y los pantalones del
condenado. La camisa estaba
espantosamente sucia, y el condenado la lavó
en el balde de agua. Cuando se puso la
camisa y los pantalones, tanto el soldado como el condenado se rieron
estrepitosamente, porque las ropas estaban
rasgadas por detrás. Tal vez el condenado se
creía en la obligación de entretener al
soldado, y con sus ropas desgarradas giraba
delante de él; el soldado se había puesto en
cuclillas y a causa de la risa se golpeaba las
rodillas. Pero trataban de contenerse, por
respeto hacia los presentes.
Cuando el oficial terminó arriba con su
trabajo, revisó nuevamente todos los detalles
de la maquinaria, sonriendo, pero esta vez
cerró la tapa del Diseñador, que hasta ahora
había estado abierta; descendió, miró el
hoyo, luego al condenado, advirtió satisfecho
que éste había recuperado sus ropas, luego
se dirigió al balde, para lavarse las manos,
descubrió demasiado tarde que estaba
repugnantemente sucio, se entristeció porque
ya no podía lavarse las manos, finalmente las
hundió en la arena –este sustituto no le
agradaba mucho, pero tuvo que conformarse
–, luego se puso de pie y comenzó a
desabotonarse el uniforme. Se le cayeron entonces en la mano dos pañuelos de mujer
que tenía metidos debajo del cuello.
–Aquí tienes tus pañuelos –dijo, y se los
arrojó al condenado.
Y explicó al explorador:
–Regalo de las señoras.
A pesar de la evidente prisa con que se
quitaba la chaqueta del uniforme, para luego
desvestirse, totalmente, trataba cada prenda
de vestir con sumo cuidado; acarició
ligeramente con los dedos los adornos
plateados de su chaqueta, y colocó una borla
en su lugar. Este cuidado parecía, sin
embargo, innecesario, porque apenas
terminaba de acomodar una prenda,
inmediatamente con una especie de
estremecimiento de desagrado, la arrojaba
dentro del hoyo. Lo último que le quedó fue
su espadín, y el cinturón que lo sostenía.
Sacó el espadín de la vaina, lo rompió, luego
reunió todo, los trozos de espada, la vaina y
el cinturón, y lo arrojó con tanta violencia que
los fragmentos resonaron al caer en el fondo.
Ya estaba desnudo. El explorador se
mordió los labios, y no dijo nada. Sabía muy
bien lo que iba a ocurrir, pero no tenía ningún
derecho de inmiscuirse. Si el procedimiento
judicial, que tanto significaba para el oficial,
estaba realmente tan próximo a su
desaparición –posiblemente como
consecuencia de la intervención del
explorador, lo que para éste era una
ineludible obligación–, entonces, el oficial
hacía lo que debía hacer; en su lugar el
explorador no habría procedido de otro modo.
Al principio, el soldado y el condenado no
comprendían; para empezar, ni siquiera
miraban. El condenado estaba muy contento
de haber recuperado los pañuelos, pero esta
alegría no le duró mucho porque el soldado
se los arrancó, con un ademán rápido e
inesperado. Ahora el condenado trataba de
arrancarle a su vez los pañuelos al soldado;
éste se los había metido debajo del cinturón,
y se mantenía alerta. Así luchaban, medio en
broma. Sólo cuando el oficial apareció
completamente desnudo, prestaron atención.
Sobre todo el condenado pareció
impresionado por la idea de este asombroso
trueque de la suerte. Lo que le había
sucedido a él, ahora le sucedía al oficial. Tal
vez hasta el final. Aparentemente, el
explorador extranjero había dado la orden.
Por lo tanto, esto era la venganza. Sin haber
sufrido hasta el fin, ahora sería vengado
hasta el fin. Una amplia y silenciosa sonrisa
apareció entonces en su rostro, y no
desapareció más. Mientras tanto, el oficial se
dirigió hacia la máquina. Aunque ya había
demostrado con largueza, que la comprendía,
era sin embargo casi alucinante ver cómo la
manejaba, y cómo ella le respondía. Apenas
acercaba una mano a la Rastra, ésta se
levantaba y bajaba varias veces, hasta
adoptar la posición correcta para recibirlo;
tocó apenas el borde de la Cama, y ésta
comenzó inmediatamente a vibrar; la
mordaza de fieltro se aproximó a su boca; se
veía que el oficial hubiera preferido no
ponérsela, pero su vacilación sólo duró un
instante, luego se sometió y aceptó la
mordaza en la boca. Todo estaba preparado, sólo las correas pendían a los costados, pero
eran evidentemente innecesarias, no hacía
falta sujetar al oficial. Pero el condenado
advirtió las correas sueltas; como según su
opinión la ejecución era incompleta si no se
sujetaban las correas, hizo un gesto ansioso
al soldado, y ambos se acercaron para atar al
oficial. Este había extendido ya un pie, para
empujar la manivela que hacía funcionar el
Diseñador; pero vio que los dos se
acercaban, y retiró el pie, dejándose atar con
las correas. Pero ahora ya no podía alcanzar
la manivela; ni el soldado ni –el condenado
sabrían encontrarla, y el explorador estaba
decidido a no moverse. No hacía falta;
apenas se cerraron las correas, la máquina
comenzó a funcionar; la Cama vibraba, las
agujas bailaban sobre la piel, la Rastra subía
y bajaba. El explorador miró fijamente,
durante un rato; de pronto recordó que una
rueda del Diseñador hubiera debido chirriar;
pero no se oía ningún ruido, ni siquiera el
más leve zumbido.
Trabajando casi silenciosamente, la
máquina pasaba casi inadvertida. El
explorador miró hacia el soldado y el
condenado. El condenado mostraba más
animación, todo en la máquina le interesaba,
de pronto se agachaba, de pronto se
estiraba, y todo el tiempo mostraba algo al
soldado con el índice extendido. Para el
explorador, esto era penoso. Estaba decidido
a permanecer allí hasta el final, pero la vista
de esos dos hombres le resultaba
insoportable.
–Volved a casa –dijo.
El soldado estaba dispuesto a obedecerle,
pero el condenado consideró la orden como
un castigo. Con las manos juntas imploró
lastimeramente que le permitieran quedarse,
y como el explorador meneaba la cabeza, y
no quería ceder, terminó por arrodillarse. El
explorador comprendió que las órdenes eran
inútiles, y decidió acercarse y sacarlos a
empujones. Pero oyó un ruido arriba, en el
Diseñador. Alzó la mirada. ¿Finamente habría
decidido andar mal la famosa rueda? Pero era otra cosa. Lentamente, la tapa del Diseñador
se levantó, y de pronto se abrió del todo. Los
dientes de una rueda emergieron y subieron;
pronto apareció toda la rueda, como si alguna
enorme fuerza en el interior del Diseñador
comprimiera las ruedas, de modo que ya no
hubiera lugar para ésta; la rueda se desplazó
hasta el borde del Diseñador, cayó, rodó un
momento sobre el canto por la arena, y luego
quedó inmóvil. Pero pronto subió otra, y otras
la siguieron, grandes, pequeñas,
imperceptiblemente diminutas; con todas
ocurría lo mismo, siempre parecía que el
Diseñador ya debía de estar totalmente vacío,
pero aparecía un nuevo grupo,
extraordinariamente numeroso, subía, caía,
rodaba por la arena y se detenía. Ante este
fenómeno, el condenado olvidó por completo
la orden del explorador, las ruedas dentadas
lo fascinaban, siempre quería coger alguna, y
al mismo tiempo pedía al soldado que lo
ayudara, pero siempre retiraba la mano con
temor, porque en ese momento caía otra
rueda que por lo menos en el primer instante
lo atemorizaba.
El explorador, en cambio, se sentía muy
inquieto; la máquina estaba evidentemente
haciéndose trizas; su andar silencioso ya era
una mera ilusión. El extranjero tenía la
sensación de que ahora debía ocuparse del
oficial, ya que el oficial no podía ocuparse
más de sí mismo. Pero mientras la caída de
los engranajes absorbía toda su atención, se
olvidó del resto de la máquina; cuando cayó
la última rueda del Diseñador, el explorador
se volvió hacia la Rastra, y recibió una nueva
y más desagradable sorpresa. La Rastra no
escribía, sólo pinchaba, y la Cama no hacía
girar el cuerpo, sino que lo levantaba
temblando hacia las agujas. El explorador
quiso hacer algo que pudiera detener el
conjunto de la máquina, porque esto no era
la tortura que el oficial había buscado sino
una franca matanza.
Extendió las manos. En
ese momento la Rastra se elevó hacia un
costado con el cuerpo atravesado en ella,
como solía hacer después de la duodécima
hora. La sangre corría por un centenar de
heridas, no ya mezclada con agua, porque
también los canalículos del agua se habían descompuesto. Y ahora falló también la
última función; el cuerpo no se desprendió de
las largas agujas; manando sangre, pendía
sobre el hoyo de la sepultura, sin caer. La
Rastra quiso volver entonces a su anterior
posición, pero como si ella misma advirtiera
que no se había librado todavía de su carga,
permaneció suspendida sobre el hoyo.
–Ayudadme –gritó el explorador al soldado
y al condenado, y cogió los pies del oficial.
Quería empujar los pies, mientras los otros
dos sostenían del otro lado la cabeza del
oficial, para desengancharlo lentamente de
las agujas. Pero ninguno de los dos se decidía
a acercarse; el condenado terminó por
alejarse; el explorador tuvo que ir a buscarlos
y empujarlos a la fuerza hasta la cabeza del
oficial. En ese momento, casi contra su
voluntad, vio el rostro del cadáver. Era como
había sido en vida; no se descubría en él
ninguna señal de la prometida redención; lo
que todos hallaban, el oficial no lo había
hallado; tenía los labios apretados, los ojos
abiertos, con la misma expresión de siempre, la mirada tranquila y convencida; y
atravesada en medio de la frente la punta de
la gran aguja de hierro.
Cuando el explorador llegó a las primeras
casas de la colonia, seguido por el condenado
y el soldado, éste le mostró uno de los
edificios y le dijo:
–Esa es la confitería.
En la planta baja de una casa había un
espacio profundo, de techo bajo, cavernoso,
de paredes y cielo raso ennegrecidos por el
humo. Todo el frente que daba a la calle
estaba abierto. Aunque esta confitería no se
distinguía mucho de las demás casas de la
colonia, todas en notable mal estado de
conservación (aun el palacio donde se alojaba
el comandante), no dejó de causar en el
explorador una sensación como de evocación
histórica, al permitirle vislumbrar la grandeza
de los tiempos idos. Se acercó y entró,
seguido por sus acompañantes, entre las
mesitas vacías, dispuestas en la calle frente al edificio, y respiró el aire fresco y cargado
que provenía del interior.
–El viejo está enterrado aquí –dijo el
soldado–, porque el cura le negó un lugar en
el camposanto. Dudaron un tiempo dónde lo
enterrarían, finalmente lo enterraron aquí. El
oficial no le contó a usted nada,
seguramente, porque ésta era, por supuesto,
su mayor vergüenza. Hasta trató varias veces
de desenterrar al viejo, de noche, pero
siempre lo echaban.
–¿Dónde está la tumba? –preguntó el
explorador, que no podía creer lo que oía.
Inmediatamente, el soldado y el
condenado le mostraron con la mano dónde
debía de encontrarse la tumba. Condujeron al
explorador hasta la pared; en torno de
algunas mesitas estaban sentados varios
clientes. Aparentemente eran obreros del
puerto, hombres fornidos, de barba corta,
negra y reluciente. Todos estaban sin
chaqueta, tenían las camisas rotas, era gente
pobre y humilde. Cuando el explorador se acercó, algunos se levantaron, se ubicaron
junto a la pared, y lo miraron.
–Es un extranjero –murmuraban en torno
de él–, quiere ver la tumba.
Corrieron hacia un lado una de las
mesitas, debajo de la cual se encontraba
realmente la lápida de una sepultura. Era una
lápida simple, bastante baja, de modo que
una mesa podía cubrirla. Mostraba una
inscripción de letras diminutas; para leerlas,
el explorador tuvo que arrodillarse. Decía así:
"Aquí yace el antiguo comandante. Sus
partidarios, que ya deben de ser incontables,
cavaron esta tumba y colocaron esta lápida.
Una profecía dice que después de
determinado número de años el comandante
resurgirá, desde esta casa conducirá a sus
partidarios para reconquistar la colonia.
¡Creed y esperad!"
Cuando el explorador terminó de leer y se
levantó, vio que los hombres se reían, como
si hubieran leído con él la inscripción, y ésta
les hubiera parecido risible, y esperaban que
él compartiera esa opinión. El explorador simuló no advertirlo, les repartió algunas
monedas, esperó hasta que volvieran a correr
la mesita sobre la tumba, salió de la
confitería y se encaminó hacia el puerto.
El soldado y el condenado habían
encontrado algunos conocidos en la
confitería, y se quedaron conversando. Pero
pronto se desligaron de ello, porque cuando
el explorador se encontraba por la mitad de
la larga escalera que descendía hacia la orilla,
lo alcanzaron corriendo. Probablemente
querían pedirle a último momento que los
llevara consigo. Mientras el explorador
discutía abajo con un barquero el precio del
transporte hasta el vapor, se precipitaron
ambos por la escalera, en silencio, porque no
se atrevían a gritar. Pero cuando llegaron
abajo, el explorador ya estaba en el bote, y el
barquero acababa de desatarlo de la costa.
Todavía podían saltar dentro del bote, pero el
explorador alzó del fondo del barco una
pesada soga anudada, los amenazó con ella y
evitó que saltaran.
* * *
¿Les gustó?
Seguramente no es la pregunta adecuada, aunque es la primera que se pregunta cuando uno termina de leer un libro.
Este tipo de lecturas, decidirse a leer a Kafka, demanda una predisposición distinta. Escuchar de cerca —si son de los lectores que se meten en la trama— al oficial, describiendo con deleite el funcionamiento de «su máquina» para ejecutar a los condenados, minuciosidad no apta para impresionables, es una experiencia fuerte, desagradable.
No es fácil tampoco presenciar las reacciones del resto de los personajes. Desde su interlocutor, el explorador, hasta las del condenado y el soldado.
Nuestra mirada y expectativa se centrarán en el explorador, ese extranjero que llega a la colonia penitenciaria para emitir su veredicto acerca de cómo allí ejercen la justicia.
La cruenta resolución que toma el oficial, una vez que conoce la opinión del explorador, cerrará la historia.
Leer a Franz Kafka no es una elección «divertida», para usar un término que ha cobrado gran importancia en la vida diaria actual. Ya que es un autor que nos muestra como fuimos, si lo ubicamos en tiempo y situación geográfica e histórica, y como seguimos siendo en muchos casos. Sus historias, cambiando escenarios, podrían trasladarse a nuestros días. Porque más que la parte física, me gusta encontrar, para comprender, el comportamiento del ser humano, su mezquindad e idiotez en distintas situaciones.
Una de las situaciones que Kafka aborda es el castigo y la arbitrariedad, tema principal en esta novela. Y el castigo se ejerce acá a través de una máquina donde se coloca a un condenado que todo lo ignora, con agujas y tinta que irán marcando, durante horas hasta causar la muerte, el texto de la sentencia. Dicha máquina ha sido creada por un antiguo comandante ya fallecido, a quien el oficial recuerda con devoción y lealtad. Sobre todo, porque su situación ha cambiado notablemente con la llegada de quien lo ha reemplazado, contrario a este método aberrante.
Seguramente, en una segunda lectura, irán surgiendo nuevos temas, como la liviandad con la que se puede tomar el dolor y la muerte. Acá, lo importante es el absurdo orgullo y afán del oficial por hacer entender el mecanismo «perfecto». Que, por otro lado, al final se rompe, y en eso también, Kafka, magistral como siempre, nos dice algo, el oficial se muere sin leer la sentencia. Sentencias que estaban ya escritas de antemano y guardadas celosamente por el oficial, ilegibles para cualquier ojo normal: «no es fácil descifrar la inscripción con los ojos, pero nuestro hombre la descifra con sus heridas».
Heridas que son escrituras infligidas en un cuerpo en blanco.
Heridas que son escrituras infligidas en un cuerpo en blanco.
Franz Kafka por Robert Crumb Introducing Kafka, biografía ilustrada, David Zane Mairowitz y Robert Crumb 1993 |
Cuando Franz Kafka termina de escribir esta novela corta, comienza con El proceso, famosa junto a La metamorfosis, Carta al padre, El castillo, y muchos relatos, correspondencia y escritos.
Definir, explicar, entender la irracionalidad del ser humano no es fácil, tampoco es algo en lo que muchos deseen sumergirse.
Franz Kafka, una lectura para reflexionar, una literatura para admirar y un camino para recorrer más de una vez.
Hasta la próxima lectura,
Definir, explicar, entender la irracionalidad del ser humano no es fácil, tampoco es algo en lo que muchos deseen sumergirse.
Franz Kafka, una lectura para reflexionar, una literatura para admirar y un camino para recorrer más de una vez.
Hasta la próxima lectura,
C. G.
Notas
- En la colonia penitenciaria, Franz Kafka:
http://www.biblioteca.org.ar/libros/11395.pdf
- Audiolibro: https://www.youtube.com/watch?v=ESEkxVabDJg
- Franz Kafka, Obras Completas:
https://labibliotecadelaescuela.files.wordpress.com/2015/05/kafka-franz-obras-completas.pdf
- Monografía de Irene Jones, U.N.L.P., Facultad de Humanidades, Literatura Alemana:
https://literaturaalemanaunlp.files.wordpress.com/2011/05/en-la-colonia-penitenciaria-de-franz-kafka.pdf
- «La máquina Kafka: Una ruptura con el inconsciente», Aarón Betancourt:
http://web.uaemex.mx/plin/colmena/Colmena%2051/Aguijon/Aaron.html
- Kafka: por una literatura menor, Gilles Deleuze y Félix Guattari:
http://medicinayarte.com/img/deleuze_guattari_%20kafka_por_una_%20_literatura_menor.pdf
- Robert Crumb [EE. UU., 1943]: El célebre dibujante crea a un Franz Kafka en cómic:
- Kafka: por una literatura menor, Gilles Deleuze y Félix Guattari:
http://medicinayarte.com/img/deleuze_guattari_%20kafka_por_una_%20_literatura_menor.pdf
- Robert Crumb [EE. UU., 1943]: El célebre dibujante crea a un Franz Kafka en cómic:
https://www.rcrumb.com/
https://elpais.com/diario/2010/03/21/cultura/1269126004_850215.html
https://elpais.com/diario/2010/03/21/cultura/1269126004_850215.html
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Conversar de libros, y de los caminos a donde ellos nos llevan, dar una opinión, contar impresiones, describir una escena, personaje favorito, nunca contarlo todo, aunque a veces, elijamos ir un poco más allá, y no está mal, no a todos les molesta.
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