miércoles, 26 de abril de 2017

Luisa Valenzuela en «Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, 2017

Luisa Valenzuela en la 

Feria Internacional del Libro

Buenos Aires, 2017





          Luisa Valenzuela, la reconocida escritora y periodista argentina, será la encargada del discurso inaugural en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.
Nació un 26 de noviembre en Buenos Aires, pero vivió en muchos otros lugares de Argentina y del mundo.
Hija de la también famosa escritora Luisa Mercedes Levinson [A la sombra del búho, 1932], su casa era frecuentada por Borges, Bioy Casares y Sábato.
De larguísima y reconocida trayectoria, admirada por Susan Sontag, Cortázar y Carlos Fuentes, es autora de excelentes novelas como El mañana [2010], donde combina suspenso, aventura, humor y un muy inteligente y original argumento.


Luisa Valenzuela

     También se destacan sus cuentos, aquí traigo uno de mis elegidos entre los muchos que he ido seleccionando a lo largo de estos años de lectura. En este momento lo reelijo por lo oportuno del título y su vigencia. Ahora seguramente con otras lecturas, otras miradas diferentes de las que tuvieron en aquellos años de tragedia y persecución.
Al releerlo noto que me sigue gustando, su humor... amargo, su ironía en la nostalgia y la paranoia de esos dos personajes: Mario y Pedro. Ellos hoy me dicen muchísimo. Con sus maneras de llamar las cosas, en inocentes diminutivos contrastando con las excesivas contingencias de la ciudad, reales o imaginarias.
Disfruto de sus largas frases, verborragia con pocas pausas o en un tempo propio y original. Me sumerjo en un clima familiar, de amenaza urbana y situación de peligro inminente. Hasta sospechamos del pobre hombre que llora por falta de trabajo, y él a su vez sospecha de los que se le acercan —y son tan miserables como él.
Alusiones, personificaciones, una voz narradora que a veces se dirige directamente a nosotros, frases que nos inquietan, en un tono porteño, sin embargo todo esto crea un clima de intranquilidad que trasciende Buenos Aires, aunque es ahí donde tiene lugar la historia.
Sorprende. Espero que lo disfruten tanto como yo, ¡buena lectura, o relectura!!!


«Aquí pasan cosas raras»

[1975]

Luisa Valenzuela


En su camino florecieron un portafolios (fea palabra) y un saco sport...
A man with a briefcase, Jonathan Borofsky

     En el café de la esquina —todo café que se precie está en esquina, todo sitio de encuentro es un cruce entre dos vías (dos vidas)— Mario y Pedro piden sendos cortados y les ponen mucha azúcar porque el azúcar es gratis y alimenta. Mario y Pedro están sin un mango desde hace rato y no es que se quejen demasiado pero bueno, ya es hora de tener un poco de suerte, y de golpe ven el portafolios abandonado y tan solo mirándose se dicen que quizá el momento haya llegado. Propio ahí, muchachos, en el café de la esquina, uno de tantos.
Está solito el portafolios sobre la silla arrimada a la mesa y nadie viene a buscarlo.

Entran y salen los chochamus del barrio, comentan cosas que Mario y Pedro no escuchan: Cada vez hay más y tienen tonadita, vienen de tierra adentro... me pregunto qué hacen, para qué han venido. Mario y Pedro se preguntan en cambio si alguien va a sentarse a la mesa del fondo, va a descorrer esa silla y encontrar ese portafolios, que ya casi aman, casi acarician y huelen y lamen y besan. Uno por fin llega y se sienta, solitario (y pensar que el portafolios estará repleto de billetes y el otro lo va a ligar al módico precio de un batido de Gancia que es lo que finalmente pide después de dudar un rato). Le traen el batido con buena tanda de ingredientes. ¿Al llevarse a la boca qué aceituna, qué pedacito de queso va a notar el portafolios esperándolo sobre la silla al lado de la suya? Pedro y Mario no quieren ni pensarlo y no piensan otra cosa... Al fin y al cabo el tipo tiene tanto o tan poco derecho al portafolios como ellos, al fin y al cabo es solo cuestión de azar, una mesa mejor elegida y listo. El tipo sorbe su bebida con desgano, traga uno que otro ingrediente; ellos ni pueden pedir otro café porque están en la mala, como puede ocurrirle a usted o a mí, más quizá a mí que a usted, pero eso no viene a cuento ahora que Pedro y Mario viven supeditados a un tipo que se saca pedacitos de salame de entre los dientes con la uña mientras termina de tomar su trago y no ve nada, no oye los comentarios de la muchachada: Se los ve en las esquinas. Hasta Elba el otro día me lo comentaba, fijate, ella que es tan chicata. Ni qué ciencia ficción, aterrizados de otro planeta aunque parecen tipos del interior pero tan peinaditos, atildaditos te digo y yo a uno le pedí la hora pero minga, claro, no tienen reloj. Para qué van a querer reloj, me podés decir, si viven en un tiempo que no es el de nosotros. No. Yo también los vi, salen de debajo de los adoquines en esas calles donde todavía quedan y ahora vaya uno a saber qué buscan, aunque sabemos que dejan agujeros en las calles, esos baches enormes por donde salieron y que no se pueden cerrar más.

Ni el tipo del batido de Gancia los escucha ni los escuchan Mario y Pedro pendientes de un portafolios olvidado sobre una silla que seguro contiene algo de valor porque si no no hubiera sido olvidado así para ellos, tan solo para ellos, si el tipo del batido no. El tipo del batido de Gancia, copa terminada, dientes escarbados, platitos casi sin tocar, se levanta de la mesa, paga de pie, mozo retira todo mete propina en bolsa pasa el trapo húmedo sobre la mesa se aleja y listo, ha llegado el momento porque el café está animado en la otra punta y aquí vacío y Mario y Pedro saben que si no es ahora es nunca.

Portafolios bajo el brazo, Mario sale primero y por eso mismo es el primero en ver el saco de hombre abandonado sobre un coche, contra la vereda. Contra la vereda el coche, y por ende el saco abandonado sobre el techo del mismo. Un saco espléndido de estupenda calidad. También Pedro lo ve, a Pedro le tiemblan las piernas por demasiada coincidencia, con lo bien que a él le vendría un saco nuevo y además con los bolsillos llenos de guita. Mario no se anima a agarrarlo. Pedro sí aunque con cierto remordimiento que crece, casi estalla al ver acercarse a dos canas que vienen hacia ellos con intenciones de

—Encontramos este coche sobre un saco. Este saco sobre un coche. No sabemos qué hacer con él. El saco, digo.

—Entonces déjelo donde lo encontró. No nos moleste con menudencias, estamos para cosas más importantes. Cosas más trascendentes. Persecución del hombre por el hombre si me está permitido el eufemismo. Gracias a lo cual el célebre saco queda en las manos azoradas de Pedro que lo ha tomado con tanto cariño. Cuánta falta le hacía un saco como este, sport y seguro bien forradito, ya dijimos, forrado de guita no de seda qué importa la seda. Con el botín bien sujeto enfilan a pie hacia su casa. No se deciden a sacar uno de esos billetes crocantitos que Mario creyó vislumbrar al abrir apenas el portafolios, plata para tomar un taxi o un mísero colectivo.

Por las calles prestan atención por si las cosas raras que están pasando, esas que oyeron de refilón en el café, tienen algo que ver con los hallazgos. Los extraños personajes o no aparecen por esas zonas o han sido reemplazados: dos vigilantes por esquina son muchos vigilantes porque hay muchas esquinas. Esta no es una tarde gris como cualquiera y pensándolo bien quizá tampoco sea una tarde de suerte como parece. Son las caras sin expresión de un día de semana, tan distintas de las caras sin expresión de los domingos. Pedro y Mario ahora tienen color, tienen máscara y se sienten existir porque en su camino florecieron un portafolios (fea palabra) y un saco sport. (Un saco no tan nuevo como parecía mas bien algo raído y con los bordes gastados pero digno.) Como tarde no es una tarde fácil, esta. Algo se desplaza en el aire con el aullido de las sirenas y ellos empiezan a sentirse señalados. Ven policías por todos los rincones, policías en los vestíbulos sombríos, de a pares en todas las esquinas, cubriendo el área ciudadana, policías trepidantes en sus motocicletas circulando a contramano como si la marcha del país dependiera de ellos y quizá dependa, sí, por eso están las cosas como están y Mario no se arriesga a decirlo en voz alta porque el portafolios lo tiene trabado, ni que ocultara un micrófono, pero qué paranoia, si nadie lo obliga a cargarlo.

Podría deshacerse de él en cualquier rincón y no, ¿cómo largar la fortuna que ha llegado sin pedirla a manos de uno, aunque la fortuna tenga carga de dinamita? Toma el portafolios con más naturalidad, con más cariño, no como si estuviera a punto de estallar. En ese mismo momento Pedro decide ponerse el saco que le queda un poco grande pero no ridículo ni nada de eso. Holgado, si, pero no ridículo; cómodo, abrigado, cariñoso, gastadito en los bordes, sobado. Pedro mete las manos en los bolsillos del saco (sus bolsillos) y encuentra unos cuantos boletos de colectivo, un pañuelo usado, unos billetes y monedas. No le puede decir nada a Mario y se da vuelta de golpe para ver si los han estado siguiendo. Quizá hayan caído en algún tipo de trampa indefinible, y Mario debe estar sintiendo algo parecido porque tampoco dice palabra. Chifla entre dientes con cara de tipo que toda su vida ha estado cargando un ridículo portafolios negro como ese. La situación no tiene aire tan brillante como en un principio. Parece que nadie los ha seguido, pero vaya uno a saber: gente viene tras ellos y quizá alguno dejó el portafolios y el saco con oscuros designios. Mario se decide por fin y le dice a Pedro en un murmullo: No entremos a casa, sigamos como si nada, quiero ver si nos siguen. Pedro está de acuerdo.

Mario rememora con nostalgia los tiempos (una hora atrás) cuando podían hablarse en voz alta y hasta reír. El portafolios se le está haciendo demasiado pesado y de nuevo tiene la tentación de abandonarlo a su suerte.
¿Abandonarlo sin antes haber revisado el contenido? Cobardía pura.
Siguen caminando sin rumbo fijo para despistar a algún posible aunque improbable perseguidor. No son ya Pedro y Mario los que caminan, son un saco y un portafolio convertidos en personajes. Avanzan y por fin el saco decide: Entremos en un bar a tomar algo, me muero de sed.


Quizá hayan caído en algún tipo de trampa indefinible...
Jonathan Borofsky, 1982 [No title]


—¿Con todo esto? ¿Sin siquiera saber de qué se trata?

—Y, si. Tengo unos pesos en el bolsillo.
Saca la mano azorada con dos billetes. Mil y mil de los viejos, no se anima a volver a hurgar, pero cree —huele— que hay más. Buena falta les hacen unos sandwiches, pueden pedirlos en ese café que parece tranquilo.
Un tipo dice y la otra se llama los sábados no hay pan; cualquier cosa, me pregunto cuál es el lavado de cerebro... En épocas turbulentas no hay como parar la oreja aunque lo malo de los cafés es el ruido de voces que tapa las voces. Lo bueno de los cafés son los tostados mixtos.
Escuha bien, vos que sos inteligente.

Ellos se dejan distraer por un ratito, también se preguntan cuál será el lavado de cerebro, y si el que fue llamado inteligente se lo cree. Creer por creer, los hay dispuestos hasta a creerse lo de los sábados sin pan, como si alguien pudiera ignorar que los sábados se necesita pan para fabricar las hostias del domingo y el domingo se necesita vino para poder atravesar el páramo feroz de los días hábiles.

Cuando se anda por el mundo —los cafés— con las antenas aguzadas se pescan todo tipo de confesiones y se hacen los razonamientos más abstrusos (absurdos), absolutamente necesarios por necesidad de alerta y por culpa de esos dos elementos tan ajenos a ellos que los poseen a ellos, los envuelven sobre todo ahora que esos muchachos entran jadeantes al café y se sientan a una mesa con cara de aquí no ha pasado nada y sacan carpetas, abren libros pero ya es tarde: traen a la policía pegada a los talones y como se sabe los libros no engañan a los sagaces guardianes de la ley, más bien los estimulan. Han llegado tras los estudiantes para poner orden y lo ponen, a empujones: documentos, vamos, vamos, derechito al celular que espera afuera con la boca abierta, Pedro y Mario no saben cómo salir de allí, cómo abrirse paso entre la masa humana que va abandonando el café a su tranquilidad inicial, convaleciente ahora. Al salir, uno de los muchachos deja caer un paquetito a los pies de Mario que, en un gesto irreflexivo, atrae el paquete con el pie y lo oculta tras el célebre portafolios apoyado contra la silla. De golpe se asusta: cree haber entrado en la locura apropiatoria de todo lo que cae a su alcance. Después se asusta más aún: sabe que lo ha hecho para proteger al pibe pero ¿y si a la cana se le diera por registrarlo a él? Le encontrarín un portafolios que vaya uno a saber qué tiene adentro, un paquete inexplicable (de golpe le da risa, alucina que el paquete es una bomba y ve su pierna volando por los aires simpáticamente acompañada por el portafolios, ya despanzurrado y escupiendo billetes de los gordos, falsos). Todo esto en brevísimo instante de disimular el paquetito y después nada. Más vale dejar la mente en blanco, guarda con los canas telépatas y esas cosas.


—Más vale dejar la mente en blanco, guarda con...
Pinting with Light Bulb Eyes, 1980, Jonathan Borofsky

¿Y qué estaba diciendo hace mil años cuando reinaba la calma?: un lavado de cerebro; necesario sería un autolavado de cerebro para no delatar lo que hay dentro de esa cabecita loca —la procesión va por dentro, muchachos. Los muchachos se alejan, llevados un poquito a las patadas por los azules, el paquete queda allí a los pies de estos dos señores dignos, señores de sacos y portafolios (uno de cada para cada). Dignos señores o muy solos en el calmo café, señores a los que ni un tostado mixto podrá ya consolar.

Se ponen de pie. Mario sabe que si deja el paquetito el mozo lo va a llamar y todo puede ser descubierto. Se lo lleva, sumándolo así al botín del día pero por poco rato; lo abandona en una calle solitaria dentro de un tacho de basura como quien no quiere la cosa y temblando. Pedro a su lado no entiende nada pero por suerte no logra reunir las fuerzas para preguntar.

En épocas de claridad puede hacerse todo tipo de preguntas, pero en momentos como este el solo hecho de seguir vivo ya condensa todo lo preguntable y lo desvirtúa. Solo se puede caminar, con uno que otro alto en el camino, eso sí, para ver por ejemplo por qué llora este hombre. Y el hombre llora de manera tan mansa, tan incontrolada, que es casi sacrílego no detenerse a su lado y hasta preocuparse. Es la hora de cierre de las tiendas y las vendedoras que enfilan a sus casas quieren saber de qué se trata: el instinto maternal siempre está al acecho en ellas, y el hombre llora sin desconsuelo. Por fin logra articular Ya no puedo más, y el corrillo de gente que se ha formado a su alrededor pone cara de entender pero no entiende. Cuando sacude el diario y grita No puedo más, algunos creen que ha leído las noticias y el peso del mundo le resulta excesivo. Ya están por irse y dejarlo abandonado a su flojera. Por fin entre hipos logra explicar que busca trabajo desde hace meses y ya no le queda un peso para el colectivo ni un gramo de fuerza para seguir buscando.


No puedo más, 
algunos creen que ha leído las noticias y el peso del mundo le resulta excesivo.

Man in a Trilby, 1960, L. S. Lowry

—Trabajo, le dice Pedro a Mario. Vamos, no tenemos nada que hacer acá.

—Al menos, no tenemos nada que ofrecerle. Ojalá tuviéramos.

Trabajo, trabajo, corean los otros y se conmueven porque esa sí es palabra inteligible y no las lágrimas. Las lágrimas del hombre siguen horadando el asfalto y vaya uno a saber que encuentran pero nadie se lo pregunta aunque quizá él sí, quizá él se esté diciendo mis lágrimas están perforando la tierra y el llanto puede descubrir petróleo. Si me muero acá mismo quizá pueda colarme por los agujeritos que hacen las lágrimas en el asfalto y al cabo de mil años convertirme en petróleo para que otro como yo, en estas mismas circunstancias...
Una idea bonita pero el corrillo no lo deja sumirse en sus pensamientos que de alguna manera —intuye— son pensamientos de muerte (el corrillo se espanta: pensar en muerte así en plena calle, qué atentado contra la paz del ciudadano medio a quien solo le llega la muerte por los diarios). Falta de trabajo sí, todos entienden la falta de trabajo y están dispuestos a ayudarlo. Es mejor que la muerte. Y las buenas vendedoras de las casas de artefactos electrodomésticos abren sus carteras y sacan algunos billetes por demás estrujados, de inmediato se organiza la colecta, las más decididas toman el dinero de los otros y los instan a aflojar más. Mario está tentado de abrir el portafolios ¿qué tesoros habrá ahí dentro para compartir con ese tipo? Pedro piensa que debería haber recuperado el paquete que Mario abandonó en un tacho de basura. Quizá eran herramientas de trabajo, pinturas en aerosol, o el perfecto equipito para armar una bomba, cualquier cosa para darle a este tipo y que la inactividad no lo liquide.

Las chicas están ahora pujando para que el tipo acepte el dinero juntado. El tipo chilla y chilla que no quiere limosnas. Alguna le explica que solo se trata de una contribución espontánea para sacar del paso a su familia mientras él sigue buscando trabajo con más ánimo y el estómago lleno. El cocodrilo llora ahora de emoción. Las vendedoras se sienten buenas, redimidas, y pedro y Mario deciden que este es un tipo de suerte.
Quizá junto a este tipo Mario se decida a abrir el portafolios, Pedro pueda revisar a fondo el secreto contenido de los bolsillos del saco.

Entonces cuando el tipo queda solo, lo toman del brazo y lo invitan a comer con ellos. El tipo al principio se resiste, tiene miedo de estos dos: pueden querer sacarle la guita que acaba de recibir. Ya no se sabe si es cierto o si es mentira que no encuentra trabajo o si ese es su trabajo, simular la desesperación para que la gente de los barrios se conmueva. Reflexiona rápidamente: Si es cierto que soy un desesperado y todos fueron tan buenos conmigo no hay motivo para que estos dos no lo sean. Si he simulado la desesperación quiere decir que mal actor no soy y voy a poder sacarles algo a estos dos también. Decide que tienen una mirada extraña pero parecen honestos, y juntos se van a un boliche para darse el lujo de unos buenos chorizos y bastante vino.
Tres, piensa alguno de ellos, es un número de suerte. Vamos a ver si de acá sale algo bueno.

¿Por qué se les ha hecho tan tarde contándose sus vidas que quizá sean ciertas? Los tres se descubren una idéntica necesidad de poner orden y relatan minuciosamente desde que eran chicos hasta estos días aciagos en que tantas cosas raras están pasando. El boliche queda cerca del Once y ellos por momentos sueñan con irse o con descarrilar un tren o algo con tal de aflojar la tensión que los infla por dentro. Ya es la hora de las imaginaciones y ninguno de los tres quiere pedir la cuenta. Ni Pedro ni Mario han hablado de sus sorpresivos hallazgos. Y el tipo ni sueña con pagarles la comida a estos dos vagos que para colmo lo han invitado.

La tensión se vuelve insoportable y solo hay que decidirse. Han pasado horas. Alrededor de ellos los mozos van apilando las sillas sobre las mesas, como un andamiaje que poco a poco se va cerrando, amenaza con engullirlos porque los mozos en un insensible ardor de construcción siguen apilando sillas sobre sillas, mesas sobre mesas y sillas y más sillas. Van a quedar aprisionados en una red de patas de madera, tumbas de silla y una que otra mesa. Buen final para estos tres cobardes que no se animaron a pedir la cuenta. Aquí yacen: pagaron con sus vidas siete sandwiches de chorizo y dos jarras de vino de la casa. Fue un precio equitativo.

Pedro por fin —el arrojado Pedro— pide la cuenta y reza para que la plata de los bolsillos exteriores alcance. Los bolsillos internos son un mundo inescrutable aun allí, escudado por las sillas; los bolsillos internos conforman un laberinto demasiado intrincado para él. Tendría que recorrer vidas ajenas al meterse en los bolsillos interiores del saco, meterse en lo que no le pertenece, perderse de sí mismo entrando a paso firme en la locura.
La plata alcanza. Y los tres salen del restaurant aliviados y amigos. Como quien se olvida, Mario ha dejado el portafolios —demasiado pesado, ya— entre la intrincada construcción de sillas y mesas encimadas, seguro de que no lo van a encontrar hasta el día siguiente. A las pocas cuadras se despiden del tipo y siguen camino al departamento que comparten.

Cuando están por llegar, Pedro se da cuenta de que Mario ya no tiene el portafolios. Entonces se quita el saco, lo estira con cariño y lo deja sobre un auto estacionado, su lugar de origen. Por fin abren la puerta del departamento sin miedo, y se acuestan sin miedo, sin plata y sin ilusiones. Duermen profundamente, hasta el punto que Mario, en un sobresalto, no logra saber si el estruendo que lo acaba de despertar ha sido real o soñado.

*     *     *

Notas

- Aquí pasan cosas raras, Luisa Valenzuela:
file:///Users/Cecilia/Downloads/Dialnet-LiteraturaYRepresion-2577586.pdf




- Luisa Valenzuela, sitio oficial: [Buenos Aires, 1938] Escritora y periodista argentina. De larguísima y reconocida trayectoria, admirada por Susan Sontag, Cortázar y Carlos Fuentes. Hija de la escritora Luisa Mercedes Levinson. Frecuentaban la casa de su niñez Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato, entre otros importantes escritores y artistas. Comenzó a publicar a los 17 años. A los 20 años se radica en París; se relaciona con el grupo Tel Quel [publicación literaria] y con el «Nouveau Roman». Escribe su primera novela Hay que sonreír [1966-2004] con Clara como protagonista.

De vuelta en Argentina, se desempeña como periodista de La Nación y de la revista Crisis. En 1969 va becada a la Universidad de Iowa, y allí escribe El gato eficaz [1972-1991-2001]. Desde 1972 a 1974 vive en México, París y Barcelona, y una breve temporada en Nueva York, donde estudia la literatura marginal estadounidense.

Escribe Como en la guerra [1977-2001, censurada], y a partir de 1979 vive diez años en Estados Unidos. Allí publica el libro de cuentos Cambio de armas y la novela Cola de lagartija [1983-1992-1998] y dicta clases y talleres de escritura en universidades de Nueva York y Columbia.
Obtuvo la beca Guggenheim en 1983 y en 1989 vuelve definitivamente a Buenos Aires, donde termina sus novelas Realidad nacional desde la cama [1990-1993] y Novela negra con argentinos [1990-1991].

Además de las obras mencionadas, agrego las novelas: La travesía [1967], El mañana [2010], Cuidado con el tigre [2011] y La máscara sarda, el profundo secreto de Perón [2012].

Los libros de cuentos y relatos: Los heréticos [1967], Aquí pasan cosas raras [1975-1991], Libro que no muerde [1980], Donde viven las águilas [1983], Simetrías [1993-1997], Antología personal [1998], Cuentos completos y uno más [1999-2001], El placer rebelde [2003], BREVS. Microrrelatos completos hasta hoy [2004], Acerca de Dios (o aleja), [2007], Generosos inconvenientes [escritos entre 1967-1993], Tres por cinco [2010] y Juego de villanos [2008].

Y los ensayos: Peligrosas palabras [2002], Escritura y secreto [2003], Los deseos oscuros y los otros [2002] y Taller de escritura breve [2007].

Recibió numerosos premios y reconocimientos tanto en Argentina como en países extranjeros y su obra ha sido traducida a otros idiomas.

Su página oficial: https://www.luisavalenzuela.com/

- Imágenes de elección personal para ilustrar este relato:

  1. Jonathan Borofsky [Boston 1942], pintor y escultor estadounidense. Su primera exposición individual fue en 1973 en el Artistics Space de Nueva York, seguida por la de la galería de Paula Cooper, con quien trabaja hasta la actualidad.

En 1975 empieza con las grandes instalaciones que lo hicieron famoso en todo el mundo. Influido por las pinturas all-over de Pollock, por la escultura minimalista de Carl Andre, por Sol LeWitt y en general por las ideas anticomerciales del Arte Conceptual.
Sus grandes instalaciones incluye vídeos, sonido y proyecciones, en combinación con dibujos y esculturas. Se lo asocia con el Neo-expresionismo. Sus fuentes de inspiración son sus sueños, fotografías y anuncios publicitarios.
Una de sus esculturas más conocidas y populares son Los hombres martilleo, que se han instalado en varias ciudades del mundo.
  • A man with a briefcase, 1980
  • No title, 1982 [Hombres desarticulados]
  • Pinting with Light Bulb Eyes, 1980
     2. L. S. Lowry [1887-1976] Artista plástico inglés, famoso por pintar escenas de la vida en los distritos industriales del Noroeste de Inglaterra a mediados del siglo XX. Desarrolló un estilo distintivo de la pintura, donde destacan los paisajes urbanos y despoblados al mismo tiempo, y figuras humanas estilizadas y melancólicas. Como si el paso del tiempo no existiera, muchas de sus obras tienen un aire de tiempo detenido.
  • Man in a Trilby, 1960
- Feria Internacional del Libro, Buenos Aires, 2017:
https://www.el-libro.org.ar/

martes, 18 de abril de 2017

«Arte poética», J. L. Borges

«Arte poética»

[El hacedor, 1960]

Jorge Luis Borges

[1899-1986]



Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río 
y que los rostros pasan como el agua.




Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,

ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en la tarde una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.

*     *     *

Mi comentario de lectora:

       «Arte poética» tiene, como su título lo anuncia, por objeto la poesía. Y el arte en general. El devenir constante que es la realidad —que es la misma y es otra—. En la reiteración de palabras y significado, veo la fuente para el autoconocimiento y la transformación. 
Toda explicación de sentido es otra cosa, lo que el poema nos transmite es algo íntimo y profundo, es en su ámbito poético donde lo aprecio.

Heráclito, el Oscuro, [535-484 a.C.] afirma, a diferencia de Parménides, que el fundamento de todo está en el cambio incesante; que el ente deviene, que todo se transforma, en un proceso de continuo nacimiento y destrucción al que nada escapa.

Todo fluye, todo pasa y nada permanece. Heráclito compara la realidad con el curso de un río —símbolo del cambio continuo de todas las cosas—. Es famosa su frase: «no podemos bañarnos dos veces en el mismo río». Si volvemos a él, sus aguas, sus riberas, su lecho, ya no son los mismos.
El poema —catorce versos endecasílabos— comienza y termina nombrando a ese río.

Encuentro la significación en su totalidad poética, con las antítesis y los oximoron, y me conmuevo ante: los rostros en el espejo, y la cara que nos mira; el tiempo y los años que deterioran, convertidos en música, rumor y símbolo; la vigilia como un sueño y la muerte; los ríos de cristal, el arte que nos revela y el significado de volver a la verde y humilde Itaca, dejando atrás los prodigios.

Espero que hayan disfrutado de esta lectura, y que haya despertado miradas diferentes,

C. G. 


Notas

- «Arte poética» en la voz de su autor:




- Imagen elegida: «Enchanted Pool», John Henry Twachtman, American impressionist painter [1853-1902]

- El hacedor, Jorge Luis Borges:


http://www.itvalledelguadiana.edu.mx/librosdigitales/Jorge%20Luis%20Borges%20-%20El%20hacedor.pdf

- Análisis del poema:
http://www.revistaliteratura.uchile.cl/index.php/RCL/article/viewFile/41695/43199

- Fundación J. L. Borges:
http://www.fundacionborges.com.ar/


lunes, 10 de abril de 2017

«La loca y el relato del crimen», Ricardo Piglia

«La loca y el relato del crimen»

Prisión perpetua, 1988

Ricardo Piglia

[1941-2017]


Anagrama, Barcelona, 2007

Un cuento perfecto, un policial sin sangre ni detective, una historia resuelta por el lector.

«La loca y el relato del crimen»

I

     Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento.
Las calles se aquietaban ya; oscuras y lustrosas bajaban con un suave declive y lo hacían avanzar plácidamente, sosteniendo el ala del sombrero cuando el viento del río le tocaba la cara. En ese momento las coperas entraban en el primer turno. A cualquier hora hay hombres buscando una mujer, andan por la ciudad bajo el sol pálido, cruzan furtivamente hacia los dancings que en el atardecer dejan caer sobre la ciudad una música dulce. Almada se sentía perdido, lleno de miedo y de desprecio. Con el desaliento regresaba el recuerdo de Larry: el cuerpo distante de la mujer, blando sobre la banqueta de cuero, las rodillas abiertas, el pelo rojo contra las lámparas celestes del New Deal. Verla de lejos, a pleno día, la piel gastada, las ojeras, vacilando contra la luz malva que bajaba del cielo: altiva, borracha, indiferente, como si él fuera una planta o un bicho.











«Poder humillarla una vez», pensó. «Quebrarla en dos para hacerla gemir y entregarse».


En la esquina, el local del New Deal era una mancha ocre, corroída, más pervertida aún bajo la neblina de las seis de la tarde. Parado enfrente, retacón, ensimismado, Almada encendió un cigarrillo y levantó la cara como buscando en el aire el perfume maligno de Larry. Se sentía fuerte ahora, capaz de todo, capaz de entrar al cabaret y sacarla de un brazo y cachetearla hasta que obedeciera. «Años que quiero levantar vuelo», pensó de pronto. «Ponerme por mi cuenta en Panamá, Quito, Ecuador». En un costado, tendida en un zaguán, vio el bulto sucio de una mujer que dormía envuelta en trapos. Almada la empujó con un pie.
—Che, vos —dijo.
La mujer se sentó tanteando el aire y levantó la cara como enceguecida. 
—¿Cómo te llamás? —dijo él.
—¿Quién?
—Vos, ¿o no me oís?
—Echevarne Angélica Inés —dijo ella, rígida—. Echevarne Angélica Inés, que me dicen Anahí.
—¿Y qué hacés acá?
—Nada —dijo ella—. ¿Me das plata?
—Ahá, ¿querés plata?
La mujer se apretaba contra el cuerpo un viejo sobretodo de varón que la envolvía como una túnica.
—Bueno —dijo él—. Si te arrodillás y me besás los pies te doy mil pesos.
—¿Eh?
—¿Ves? Mirá —dijo Almada agitando el billete entre sus deditos mochos—. Te arrodillás y te lo doy.
—Yo soy ella, soy Anahí. La pecadora, la gitana.
—¿Escuchaste? —dijo Almada—. ¿O estás borracha?
—La macarena, ay macarena, llena de tules —cantó la mujer y empezó a arrodillarse contra los trapos que le cubrían la piel hasta hundir su cara entre las piernas de Almada. ÉL la miró desde lo alto, majestuoso, un brillo húmedo en sus ojitos de gato.
—Ahí tenés. Yo soy Almada —dijo, y le alcanzó el billete—. Comprate perfume.
—La pecadora. Reina y madre —dijo ella—. No hubo nunca en todo este país un hombre más hermoso que Juan Bautista Bairoletto, el jinete.
Por el tragaluz del dancing se oía sonar un piano débilmente, indeciso. Almada cerró las manos en los bolsillos y enfiló hacia la música, hacia los cortinados color sangre de la entrada. 
—La macarena, ay macarena —cantaba la loca—. Llena de tules y sedas, la macarena, ay, llena de tules —cantó la loca. 

Antúnez entró en el pasillo amarillento de la pensión de Viamonte y Reconquista, sosegado, manso ya, agradecido a esa sutil combinación de los hechos de la vida que él llamaba su destino. Hacía una semana que vivía con Larry. Antes se encontraban cada vez que él se demoraba en el New Deal sin elegir o querer admitir que iba por ella; después, en la cama, los dos se usaban con frialdad y eficacia, lentos, perversamente. Antúnez se despertaba pasado el mediodía y bajaba a la calle, olvidado ya del resplandor agrio de la luz en las persianas entornadas. Hasta que al fin una mañana, sin nada que lo hiciera prever, ella se paró desnuda en medio del cuarto y como si hablara sola le pidió que no se fuera. Antúnez se largó a reír: «¿Para qué?», dijo. «¿Quedarme?», dijo él, un hombre pesado, envejecido. «¿Para qué?», le había dicho, pero ya estaba decidido, porque en ese momento empezaba a ser consciente de su inexorable decadencia, de los signos de ese fracaso que él había elegido llamar su destino.







Entonces se dejó estar en esa pieza, sin nada que hacer salvo asomarse al balconcito de fierro para mirar la bajada de Viamonte y verla venir, lerda, envuelta en la neblina del amanecer. Se acostumbró al modo que tenía ella de entrar trayendo el cansancio de los hombres que le habían pagado copas y arrimarse, como encandilada, para dejar la plata sobre la mesa de luz. Se acostumbró también al pacto, a la secreta y querida decisión de no hablar del dinero, como si los dos supieran que la mujer pagaba de esa forma el modo que tenía él de protegerla de los miedos que de golpe le daban de morirse o de volverse loca. 

«Nos quedaba poco de juego, a ella y a mí», pensó llegando al recodo del pasillo, y en ese momento, antes de abrir la puerta de la pieza supo que la mujer se le había ido y que todo empezaba a perderse. Lo que no pudo imaginar fue que del otro lado encontraría la desdicha y la lástima, los signos de la muerte en los cajones abiertos y los muebles vacíos, en los frascos, perfumes y polvos de Larry tirados por el suelo: la despedida o el adiós escrito con rouge en el espejo del ropero, como un anuncio que hubiera querido dejarle la mujer antes de irse.
Vino él vino Almada vino a llevarme sabe todo lo nuestro vino al cabaret y es como un bicho una basura oh dios mío andate por favor te lo pido salvate vos Juan vino a buscarme esta tarde es una rata olvídame te lo pido olvídame como si nunca hubiera estado en tu vida yo Larry por lo que más quieras no me busques porque él te va a matar.
Antúnez leyó las letras temblorosas, dibujadas como una red en su cara reflejada en la luna del espejo.



                      II

A Emilio Renzi le interesaba la lingüística pero se ganaba la vida haciendo bibliográficas en el diario El Mundo: haber pasado cinco años en la facultad especializándose en la fonología de Trubetzkoi y terminar escribiendo reseñas de media página sobre el desolado panorama literario nacional era sin duda la causa de su melancolía, de ese aspecto concentrado y un poco metafísico que lo acercaba a los personajes de Roberto Arlt.
El tipo que hacía policiales estaba enfermo la tarde en que la noticia del asesinato de Larry llegó al diario. El viejo Luna decidió mandar a Renzi a cubrir la información porque pensó que obligarlo a mezclarse en esa historia de putas baratas y cafishios le iba a hacer bien. Habían encontrado a la mujer cosida a puñaladas a la vuelta del New Deal; el único testigo del crimen era una pordiosera medio loca que decía llamarse Angélica Echevarne. Cuando la encontraron acunaba el cadáver como si fuera una muñeca y repetía una historia incomprensible. La policía detuvo esa misma mañana a Juan Antúnez, el tipo que vivía con la copera, y el asunto parecía resuelto.
—Tratá de ver si podés inventar algo que sirva —le dijo el viejo Luna—. Andate hasta el Departamento que a las seis dejan entrar al periodismo.

En el departamento de Policía, Renzi encontró a un solo periodista, un tal Rinaldi, que hacía crímenes en el diario La Prensa. El tipo era alto y tenía la piel esponjosa, como si recién hubiera salido del agua. Los hicieron pasar a una salita pintada de celeste que parecía un cine: cuatro lámparas alumbraban con una luz violenta una especie de escenario de madera. Por allí sacaron a un hombre altivo que se tapaba la cara con las manos esposadas: enseguida el lugar se llenó de fotógrafos que le tomaron instantáneas desde todos los ángulos. El tipo parecía flotar en una niebla y cuando bajó las manos miró a Renzi con ojos suaves.
—Yo no he sido —dijo—. Ha sido el gordo Almada, pero a ese lo protegen de arriba.
Incómodo, Renzi sintió que el hombre le hablaba sólo a él y le exigía ayuda. 
—Seguro fue este —dijo Rinaldi cuando se lo llevaron—. Soy capaz de olfatear un criminal a cien metros: todos tienen la misma cara de gato meado, todos dicen que no fueron y hablan como si estuvieran soñando.
—Me pareció que decía la verdad. 
—Siempre parecen decir la verdad. Ahí está la loca. La vieja entró mirando la luz y se movió por la tarima con un leve balanceo, como si caminara atada. En cuanto empezó a oírla, Renzi encendió su grabador. 
—Yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que pertenece que perteneció y va a pertenecer a Juan Bautista Bairoletto el jinete por ese hombre le estoy diciendo váyase de aquí enemigo mala entraña o no ve que quiere sacarme la piel a lonjas y hacer visos encajes ropa de tul trenzando el pelo de la Anahí gitana la macarena, ay macarena una arrastrada sos no tenés alma y brillo en esa mano un pedernal tomo ácido te juro si te acercás tomo ácido pecadora loca de envidia porque estoy limpia yo de todo mal soy una santa Echevarne Angélica Inés que me dicen Anahí tenía razón Hitler cuando dijo hay que matar a todos los entrerrianos soy bruja y soy gitana y soy la reina que teje un tul hay que tapar el brillo de esa mano un pedernal, el brillo que la hizo morir por qué te sacás el antifaz mascarita que me vio o no me vio y le habló de ese dinero Madre María Madre María en el zaguán Anahí fue gitana y fue reina y fue amiga de Evita Perón y dónde está el purgatorio si no estuviera en Lanús donde llevaron a la virgen con careta en esa máquina con un moño de tul para taparle la cara que la he tenido blanca por la inocencia.
—Parece una parodia de Macbeth —susurró, erudito, Rinaldi—. Se acuerda, ¿no? El cuento contado por un loco que nada significa.
—Por un idiota, no por un loco —rectificó Renzi—. Por un idiota. ¿Y quién le dijo que no significa nada?
La mujer seguía hablando de cara a la luz.
—Por qué me dicen traidora sabe por qué le voy a decir porque a mí me amaba el hombre más hermoso en esta tierra Juan Bautista.

Bairoletto jinete de poncho inflado en el aire es un globo un globo gordo que nota bajo la luz amarilla no te acerqués si te acercás te digo no me toqués con la espada porque en la luz es donde yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que perteneció que pertenece y que va a pertenecer.
—Vuelve a empezar —dijo Rinaldi.
—Tal vez está tratando de hacerse entender.
—¿Quién? ¿Esa? Pero no ve lo rayada que está —dijo mientras se levantaba de la butaca—. ¿Viene?
—No. Me quedo.
—Oiga, viejo. ¿No se dio cuenta que repite siempre lo mismo desde que la encontraron?
—Por eso —dijo Renzi controlando la cinta del grabador—. Por eso quiero escuchar: porque repite siempre lo mismo.
Tres horas más tarde Emilio Renzi desplegaba sobre el sorprendido escritorio del viejo Luna una transcripción literal del monólogo de la loca, subrayando con lápices de distintos colores y cruzado de marcas y de números. 
—Tengo la prueba de que Antúnez no mató a la mujer. Fue otro, un tipo que él nombró, un tal Almada, el gordo Almada.
—¿Qué me contás? —dijo Luna, sarcástico—. Así que Antúnez dice que fue Almada y vos le creés.



—No. Es la loca que lo dice; la loca que hace diez horas repite siempre lo mismo sin decir nada. Pero precisamente porque repite lo mismo se la puede entender. Hay una serie de reglas en lingüística, un código que se usa para analizar el lenguaje psicótico.
—Decime, pibe —dijo Luna lentamente—. ¿Me estás cargando?
—Espere, déjeme hablar un minuto. En un delirio el loco repite, o mejor, está obligado a repetir ciertas estructuras verbales que son fijas, como un molde, ¿se da cuenta?, un molde que va llenando con palabras. Para analizar esa estructura hay treinta y seis categorías verbales que se llaman operadores lógicos. Son como un mapa, usted los pone sobre lo que dicen y se da cuenta que el delirio está ordenado, que repite esas fórmulas. Lo que no entra en ese orden, lo que no se puede clasificar, lo que sobra, el desperdicio, es lo nuevo: es lo que el loco trata de decir a pesar de la compulsión repetitiva. Yo analicé con ese método el delirio de esa mujer. Si usted mira va a ver que ella repite una cantidad de fórmulas, pero hay una serie de frases, de palabras que no se pueden clasificar, que quedan fuera de esa estructura. Yo hice eso y separé esas palabras y ¿qué quedó? —dijo Renzi levantando la cara para mirar al viejo Luna—. ¿Sabe qué queda? Esta frase: El hombre gordo la esperaba en el zaguán y no me vio y le habló de dinero y brilló esa mano que la hizo morir. ¿Se da cuenta? —remató Renzi, triunfal—. El asesino es el gordo Almada.

El viejo Luna lo miró impresionado y se inclinó sobre el papel.

—¿Ve? —insistió Renzi—. Fíjese que ella va diciendo esas palabras, las subrayadas en rojo, las va diciendo entre los agujeros que se pueden hacer en medio de lo que está obligada a repetir, la historia de Bairoletto, la virgen y todo el delirio. Si se fija en las diferentes versiones va a ver que las únicas palabras que cambian de lugar son esas con que ella trata de contar lo que vio.
—Che, pero qué bárbaro. ¿Eso lo aprendiste en la facultad?
—No me joda.
—No te jodo, en serio te digo. ¿Y ahora qué vas a hacer con todos esos papeles? ¿La tesis?
—¿Cómo que voy a hacer? Lo vamos a publicar en el diario.

El viejo Luna sonrió como si le doliera algo.
—Tranquilizate, pibe. ¿O te pensás que este diario se dedica a la lingüística?
—Hay que publicarlo, ¿no se da cuenta? Así lo pueden usar los abogados de Antúnez. ¿No ve que ese tipo es inocente?
—Oíme, el tipo ese está cocinado, no tiene abogados, es un cafishio, la mató porque a la larga siempre terminan así las locas esas. Me parece fenómeno el jueguito de palabras, pero paramos acá. Hacé una nota de cincuenta líneas contando que a la mina la mataron a puñaladas. 

—Escuche, señor Luna —lo cortó Renzi—. Ese tipo se va a pasar lo que le queda de vida metido en cana. 
—Ya sé. Pero yo hace treinta años que estoy metido en este negocio y sé una cosa: no hay que buscarse problemas con la policía. Si ellos te dicen que lo mató la Virgen María, vos escribís que lo mató la Virgen María.
—Está bien —dijo Renzi juntando los papeles—. En ese caso voy a mandarle los papeles al juez.
—Decime, ¿vos te querés arruinar la vida? ¿Una loca de testigo para salvar a un cafishio? ¿Por qué te querés mezclar? —en la cara le brillaban un dulce sosiego, una calma que nunca le había visto—. Mirá, tomate el día franco, andá al cine, hacé lo que quieras, pero no armés lío. Si te enredás con la policía te echo del diario.

Renzi se sentó frente a la máquina y puso un papel en blanco. Iba a redactar su renuncia; iba a escribir una carta al juez. Por las ventanas, las luces de la ciudad parecían grietas en la oscuridad. Prendió un cigarrillo y estuvo quieto, pensando en Almada, en Larry, oyendo a la loca que hablaba de Bairoletto. Después bajó la cara y se largó a escribir casi sin pensar, como si alguien le dictara:
Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo —empezó a escribir Renzi—, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento.

*     *     *
¿Les gustó?

Es un cuento corto, muy entretenido, donde tema y lenguaje se combinan a la perfección y ello hace que nos metamos de lleno en la historia y no perdamos detalle. Sujeta nuestra atención desde el principio, y sin embargo, una vez terminado notamos que nos quedaron zonas que necesitamos aclarar, todavía no sabemos si esto obedece a un posible estado de malestar frente a un tema social que nos revela algo que no nos gusta ver.

Los personajes por orden de aparición son: el gordo Almada y Larry la prostituta; y Echevarne Angélica Inés, Anahí o la loca y el envejecido Antúnez. Todo sucede dentro de una estructura de dos partes: I y II, sin nombre. En la primera parte se plantea la situación: Almada que va a buscar a Larry y se topa con «la loca»; y Antúnez que no encuentra a Larry en la pensión, ella ha desaparecido, pero antes alcanzó a dejarle un mensaje escrito donde le pide que no la busque y que se cuide.
El conflicto y el enigma están planteados.

En la segunda parte aparece un Emilio Renzi —alter ego de Piglia que ya conocemos— algo contrariado por estar haciendo un trabajo de menor jerarquía de acuerdo a su preparación académica. «Casi como si fuera un personaje de Roberto Arlt», dice el narrador en tercera persona [explícito homenaje del autor al precursor del género], trabaja en el diario El Mundo haciendo bibliográficas, pero ese día debe cubrir un policial: la muerte de Larry. El viejo Luna, su jefe, cree que mezclarse un poco en ese ambiente de putas y cafishios le hará bien, no le resultará difícil «inventar» una buena historia. A todo esto, Antúnez ha sido detenido, único acusado del crimen. 

Renzi, amante y conocedor de la lingüística, abandona su melancolía y, entusiasmado, elabora una teoría aplicando patrones del discurso psicótico: teniendo en cuenta las palabras inconexas de la loca, resuelve que el verdadero asesino no es Antúnez sino Almada. Su jefe no le permite escribir ni publicar esa historia que encuentra disparatada y comprometida [no quiere problemas], y lo amenaza con perder su trabajo si persiste en su idea.

Entonces, ¿qué hace Renzi? ¿Se siente defraudado, desanimado frente a la actitud irónica de su jefe? Pues se sienta frente a su máquina, coloca el papel, enciende su cigarrillo y... ¿renuncia? ¿Escribe al juez como había anticipado y esperamos? No, no, ni una cosa ni la otra. Frente a una sociedad que se engaña, solo comienza a escribir la primera frase del relato que acabamos de leer.  
Sencillamente genial Piglia, perspicaz, ficción dentro de la ficción. 

Hasta la próxima buena lectura, preguntándonos si la historia no empezó quizá en la parte II y
¿cuándo vamos a aprender a no creer en todo lo que leemos?
Otros pensarán que, ante la imposibilidad de cambiar no solo a su jefe sino a una sociedad toda, Renzi decide ficcionar la historia real, es decir realizar su propio «engaño». 
Tantas lecturas como lectores, son las múltiples posibilidades de la lectura.

C. G. 

Mis notas

- Prisión perpetua, Ricardo Piglia: Contiene las nouvelles «Prisión perpetua» y «Encuentro en Saint-Nazaire»; a la edición española le agregó «El fin del viaje» y «La loca y el relato del crimen».
En esta versión encontrarán las dos primeras:
http://assets.espapdf.com/b/Ricardo%20Piglia/Prision%20perpetua%20(6953)/Prision%20perpetua%20-%20Ricardo%20Piglia.pdf

- «Piglia sobre el policial»:
https://www.youtube.com/watch?v=QbClWo2_Hg0 

- El extraño caso del señor Renzi:
https://www.youtube.com/watch?v=uX3tKsUfssQ

- «Breve historia de una apropiación». Apuntes para una aproximación al género policial en la Argentina, Manuel Rud. Departamento de Letras. Facultada de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires: [...] Pero quien más definitivamente parece hacer una reescritura sagaz y original del «crimen altiano» es Ricardo Piglia. Explícito reconocimiento al «precursor», su «Homenaje a Roberto Arlt» parece usar el método policial como modo de rastrear el origen de la materialidad ficcional... También es muy fluido el diálogo con el género policial en «La loca y el relato del crimen», donde se delinea un marco narrativo tipológico a la manera dura: las «lámparas celestes del New Deal», la ambientación jazzística, el motivo de la caracterización del periodista investigador [al uso «La aventura de las pruebas de imprenta», del Walsh de Variaciones en rojo] para dar paso, otra vez, a un cruce de espacios y registros como recurso central: El saber es lingüístico, ajeno a cualquier variedad del género, el que permite a Emilio Renzi descifrar el mensaje de la loca, prueba de la culpabilidad de Almada. El método, otra vez, es una metáfora de las posibilidades de la variedad y la combinatoria de tradiciones...
https://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero17/apropia.html

- «Emilio Renzi entre ilusión y desengaño: Optimismo intelectual y constricciones sociales en "La loca y el relato del crimen" de Ricardo Piglia:
file:///Users/Cecilia/Downloads/Dialnet-EmilioRenziEntreIlusionYDesengano-3144467.pdf

- Imágenes elegidas:
  • Fabián Pérez [Argentina, 1967]: http://fabianperez.com/
  • Otto Dix [1891-1969]: German Expressionist Painter, «Another Veil, Ladies of the Night»http://www.ottodix.org/

- Ricardo Piglia: [1941-2017] Nacido en Adrogué, el 24 de noviembre. Profesor emérito de Priceton University, considerado un clásico de la literatura argentina y valorado en el mundo. Entre los mejores de la literatura contemporánea en cualquier lengua.
Autor de cuentos, novelas, nouvelles, guiones cinematográficos, ensayos y trabajos académicos,... Toda una vida dedicada a estos dos aspectos de la literatura: narrar y descifrar el acto de narrar. Una experiencia estética e intelectual para ser aprovechada por cualquier lector.  

Algo de su obra. Sus cinco novelas:
  • Respiración artificial [1980]
  • La ciudad ausente [1992]
  • Plata quemada [1997]
  • Blanco nocturno [2010]
  • El camino de Ida [2013]
Los cuentos:
  • «La invasión» [1967]
  • «Nombre falso» [1975]
  • «Prisión perpetua» [1988]
Textos de crítica y ficción:
  • Crítica y ficción [1986]
  • Formas breves [1999]
  • El último lector [2005]

lunes, 3 de abril de 2017

«La madre de Ernesto», Abelardo Castillo

«La madre de Ernesto» [1961], 

Del mundo que conocimos [2016]

Abelardo Castillo

Buenos Aires, 27 de marzo de 1935


Alfaguara, diciembre 2016

     Abelardo Castillo [1935] elige quince relatos de su rica producción narrativa, lo hace como quien delinea un mapa personal. Elijo de ellos el ya clásico e inolvidable para muchos, «La madre de Ernesto», que ya había sido publicado en su primer libro de cuentos, Las otras puertas [1961].
Dijo el autor acerca de esta selección:

Estos relatos son, por así decirlo, mis preferencias. 
Dibujan a su modo una especie de autobiografía, que no debe buscarse en las anécdotas, 
sino en lo «indecible», en lo que cada historia significó para mí en el momento de escribirla».

Con este cuento, Abelardo Castillo rinde tributo a la adolescencia y a la amistad.
Hay una cierta crueldad en los personajes, hay una cierta crueldad en nosotros que combina simétricamente con la piedad.
¡Que lo disfruten!

«La madre de Ernesto» 




     Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (como había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza —porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia —nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.

Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de media noche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.

—¡No!

—Sí. Una mujer.

—¿De dónde la sacó?

Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos —porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como un módico Brummel de provincias—, y luego, en voz baja, preguntó:

—¿Por dónde anda Ernesto?

En el campo, dije yo. En el verano Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y eso venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:

—¿Qué tiene que ver Ernesto?

Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.

—¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?

Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto.
Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer muy linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.




—¿Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.

—Si no fuera la madre...

No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.

—Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.

—Pero es la madre.

—La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.

—Y se los come.

—Claro que se los come. ¿Y entonces?

—Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.

Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:

—Se acuerdan cómo era.

Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.

—Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.

Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo —quién sabe— que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.

—No digas porquerías, querés —me dijo Aníbal.

Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.

—No se lo deben de haber prestado.

—A lo mejor se echó atrás.

Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:

—No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.

—¿Cómo será ahora?

—Quién... ¿la tipa?

Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.

—Esto es una asquerosidad, che.

—Tenés miedo – dije yo.

—Miedo no; otra cosa.

Me encogí de hombros:

—Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.

—No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.

Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos: Preguntó:

—¿Y si nos echa?

Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.

—Es Julio —dijimos a dúo.

El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.

—Se la robé a mi viejo.

Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.

—Fumaba, ¿te acordás?

Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.

—¿Cuánto falta?

—Diez minutos.

Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.

—Al fin de cuentas, es un castigo —tu voz, Aníbal, no era convincente—: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.

—¡Qué castigo ni castigo!

Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.

—¿Y si nos hace echar?

—¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!

A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:

—Llevalos arriba.

La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:

—A ver si nos sacan una muela.

Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.

—Como en misa —dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:

—¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!

Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio pregunto:

—¿Quién pasa?

Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados —eso: separados— delante de ella. Me encogí de hombros.

—Qué sé yo. Cualquiera.

Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.

—¿Bueno?

Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió «bueno», y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.

—Voy yo —murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.

Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con que caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. 








Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.













*     *     *


¿Les gustó? 
La crueldad de los adolescentes, seguramente no tanto. Aunque los miramos con cierta condescendencia y lejanía, eran otros tiempos. Aunque bien sabemos que cuando están en grupo se potencian y ciertas cosas no cambian. Y esas risas nerviosas y los chistes y la ansiedad ante lo que vendrá...¿qué varón adolescente de una época no tan lejana no habrá ido a algún cabaret, o piringundín, o prostíbulo, o como lo llame? Muchos tendrán algo para contar de ese despertar sexual y recordarán su propio rito iniciático al leer el relato. Casi siempre era así, ¿no? con un buen apoyo grupal que los envalentonaba y hacía que se riesen de cualquier pavada. Pero no nos quedemos con esta anécdota. Hay algo aún más «sinuoso», algo inconfesablemente atractivo en ese «detalle» de que la mujer es la madre de uno de ellos. Hasta dónde son capaces de llegar es la cuestión, y cuándo se rompe la fidelidad a un amigo.

El narrador lo cuenta con la distancia de un hombre adulto que recuerda su adolescencia, entonces no nos resulta difícil este mirar nuestro, de lector, con la lejanía expresada anteriormente. Y el diálogo en segunda persona nos acerca a los personajes, a lo que ellos fueron viviendo e indagando en la propia conciencia, el sentimiento de culpa y todo el proceso hasta hacerse cargo: «La idea había sido de Julio, él nos la había metido en la cabeza, esa idea sucia...».
Finalmente «la mirada del otro» [Sartre], la mirada de la madre tan difícil de sostener. Paradójicamente es la que desnuda a los tres jóvenes y da fin al cuento.
Hasta la próxima lectura,

C. G.


Notas

- La madre de Ernesto, película: [2008] Cortometraje dirigido por Hernán Belón y guión de Marcelo Pitrola y Natalia Moret, sobre el cuento «La madre de Ernesto», de Abelardo Castillo.






- Abelardo Castillo: [Buenos Aires, 1935] Fundador de las revistas El Grillo de papel, continuada por El escarabajo de Oro y el ornitorrinco. Estereotipado con la etiqueta «escritor de los 60», unido en época a otros grandes escritores argentinos, como Borges, Cortázar, Marechal y Arlt, ocupa Castillo, sin duda, el lugar del gran cuentista, dicho por grandes escritores, estudiosos y admiradores de su obra.

Abelardo Castillo

Ha escrito teatro:
  • El otro Judas [1961]
  • Israfel [1964]
  • Tres dramas [1968, incluye El otro Judas, A partir de las 7 y Sobre las piedras de Jericó]
  • Teatro completo [1995, incluye El otro JudasA partir de las 7 y Sobre las piedras de Jericó, El señor Brecht en el Salón Dorado, Salomé]
Novelas:
  • La casa de ceniza [1968]
  • El que tiene sed [1985]
  • Crónica de un iniciado [1991]
  • El evangelio según Van Hutten [1999]
Relatos: 
  • Las otras puertas [1961]
  • Cuentos crueles [1966]
  • Las panteras y el templo [1976]
  • El cruce del Aqueronte [1982]
  • Las maquinarias de la noche [1992]
  • los mundos reales [1997]
  • El espejo que tiembla [2005]
  • De mundo que conocimos [2017]
Ensayos:
  • Discusión crítica a «La "crisis" del marxismo»
  • Las palabras y los días [1989]
  • Ser escritor [2005]
  • Desconsideraciones [2010]
En los diversos géneros, el autor multipremiado, combina de manera inteligente y amena, con gran conocimiento literario, la fantasía con ribetes psicológicos, la crueldad más cotidiana, la que se anima a traspasar los límites y vuelve atrás, la fatalidad en los destinos, los fracasos enmascarados, la teología e intriga policial [El evangelio...]... todo con un lenguaje coloquial y familiar, en temas y términos.

- Del mundo que conocimos, Abelardo Castillo: Editorial Alfaguara, diciembre 2016.
http://www.telam.com.ar/notas/201612/173203-abelardo-castillo-publica-una-selección-de-sus-cuentos.html

- Biblioteca Virtual Cervantes:
http://www.cervantesvirtual.com/buscador/?q=Abelardo+Castillo

- Imágenes de: Catherine Abel: Artista australiana, estilo figurativo. En sus pinturas encontramos belleza y sensualidad femenina, remontándonos quizá a los años veinte y reconociendo sus influencias: Pablo Picasso [época cubista], George Brake, Salvador Dalí, André Lhote y, sobre todo, Tamara Lempicka.
http://trianarts.com/mujeres-pintoras-catherine-abel-belleza-sensualidad-y-anos-20/#sthash.QDxIgtlv.dpuf

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