jueves, 5 de septiembre de 2019

«Una casa para siempre», Enrique Vila-Matas

Narrativa contemporánea

«Una casa para siempre»

Una casa para siempre, 1988

Enrique Vila-Matas

[Barcelona, 31 de marzo de 1948]


Cuando el verdadero protagonista es la genuina pasión por contar historias.




          De mi madre siempre supe poco. Alguien la mató en la casa de Bérgamo, dos días después de que yo naciera. El crimen fue todo un misterio que creí dar por resuelto el día en que cumplí 20 años, y mi padre, desde su lecho de muerte, reclamó mi presencia y me dijo que, por desconfianza a los adjetivos, estaba aproximándose al momento en que enmudecería radicalmente, pero que antes deseaba contarme algo que juzgaba importante que yo supiera. 
          —Incluso las palabras nos abandonan —recuerdo que dijo—, y con eso está dicho todo, pero antes debes saber que tu madre murió porque yo así lo dispuse.
          Pensé de inmediato en un asesino a sueldo y, pasados los primeros instantes de perplejidad, comencé a dar por cierto lo que mi padre estaba confesando. Cada vez que pensaba en el hacha ensangrentada sentía que el mundo se hundía a mis pies y que atrás quedaban, patéticamente dibujadas para siempre, las escenas [de alegría y plenitud que me habían hecho idealizar la figura paterna y forjar la imagen mítica de un hombre siempre levantado antes de la aurora, en pijama, con los hombros cubiertos por un chal, el cigarrillo entre los dedos, los ojos fijos en la veleta de una chimenea, mirando nacer el día, entregándose con implacable regularidad y con monstruosa perseverancia al rito solitario de crear su propio lenguaje a través de la escritura de un libro de memorias o inventario de nostalgias que siempre pensé que, a su muerte, pasaría a formar parte de mi tierna aunque pavorosa herencia.


Lake Garda, by Becky Samuelson


          Pero aquel día de aniversario, en Desenzano del Garda*, se fugó de esa herencia todo instinto de ternura y tan solo conocí el pavor, el terror infinito de pensar que, junto al inventario, mi padre me legaba el sorprendente relato de un crimen cuyo origen más remoto, dijo él, debía situarse en los primeros días de abril de 1905, un año antes de que yo naciera, cuando, sintiéndose él todavía joven y con ánimos de emprender, tras dos rotundos fracasos, una tercera aventura matrimonial, escribió una carta de amor a una joven toscana que había conocido casualmente en Volterra* y que le había parecido que reunía todas las condiciones para hacerla feliz, pues no sólo era pobre y huérfana, lo que a él le facilitaba las cosas, ya que podía protegerla y ofrecerle una notable fortuna económica, sino que, además, era hermosa, muy dulce, tenía el labio inferior más sensual del universo y, sobre todo, era extraordinariamente ingenua y servil, es decir, que poseía un gran sentido de la subordinación al hombre, algo que él, a causa de sus dos anteriores infiernos conyugantes, valoraba muy especialmente.

DESDICHA MATRIMONIAL


Bergamo Alta, Città alta [Lupia Srl.]

          Había que tener en cuenta que su primera esposa, por ejemplo, le había mutilado, en un insólito ataque de furia, un oreja. Mi padre había sido tan enormemente desdichado, en sus anteriores matrimonios que a nadie debe sorprenderle que, a la hora de buscar una tercera mujer, quisiera que esta fuera dulce y servil. 
          Mi madre reunía esas condiciones y él sabía que una simple carta, cuidadosamente redactada, podía atraparla. La carta era tan apasionada y estaba tan hábilmente escrita que mi madre no tardó en presentarse en Bérgamo*. En el centro del laberinto de callejuelas de la Città Alta*, llamó a la puerta del empinado, estrecho y ennegrecido palacio de mi padre, quien, al parecer, no pudo ni quiso disimular su gran emoción al verla allí en el portal, sosteniendo bajo la lluvia un maletín azul que dejó caer sobre la alfombra al tiempo que, con humilde y temblorosa voz de huérfana, preguntaba si podía pasar. 

          —Que aquel día llovía sobre Bérgamo* —me dijo mi padre desde su lecho de muerte—, es algo que nunca pude olvidar, porque cuando la vi a ella cruzar el umbral me pareció que la lluvia era salvaje en sus caderas y me sentí dominado por el impulso erótico más intenso de mi vida.

          Ese impulso parecía no tener ya límites cuando ella le dijo que era una experta en el arte de bailar la tirana, una danza medieval española en desuso. Seducido por ese ligero anacronismo, mi padre ordenó que de inmediato se ejecutara aquel arte, lo que mi madre, ansiosa de complacerle en todo y con creces, realizó encantada y hasta la extenuación, acabando rendida en los brazos de quien, sin el menor asomo de cualquier duda, le ordenó cariñosamente que se casara cuanto antes con él.

          Y aquella misma noche durmieron juntos, y mi padre, dominado por esa suprema cursilería que acompaña a ciertos enamoramientos, tuvo la impresión de que, tal como había imaginado, acostarse con ella era como hacerlo con un pájaro, pues gorjeaba y cantaba en la almohada, y le pareció que ninguna voz cantaba como la de ella y que incluso sus huesos, como su labio inferior y sus cantos, eran frágiles como los de un pájaro.

          —Y esa misma noche, bajo el rumor de la lluvia bergamasca, te engendramos —me dijo de repente mi padre con los ojos muy desorbitados.

          Un lento suspiro, siempre tan inquietante en un moribundo, precedió a la exigencia de un vaso de vodka. Me negué a dárselo, pero, al amenazar con no proseguir su relato, por pura precaución ante el posible cumplimiento de esto, fui casi corriendo a la cocina y, procurando que tía Silvana no lo viera, llené de vodka dos vasos. Hoy sé que todas mis precauciones eran absurdas porque en aquellos momentos tía Silvana* solo vivía para alimentar su intriga ante un cuadro oscuro del salón que representaba la coquetería celestial de unos ángeles al hacer uso de una escalera; solo vivía para ese cuadro, y muy probablemente esa obsesión de distraía de otra: la constante angustia de saber que su hermano, acosado por aquella suave pero implacable enfermedad, se estaba muriendo. En cuanto a este, en aquellos momentos solo vivía para alimentar la ilusión de su relato.

LUNA DE MIEL


Estambul, by Aida Rivas


          Cuando hubo saciado su sed, mi padre pasó a contar que el viaje de luna de miel tuvo dos escenarios, Estambul y El Cairo, y que fue en la ciudad turca donde advirtió la primera anomalía en la conducta de su dulce y servil esposa. Yo, por mi parte, advertí la primera anomalía en el relato de mi padre, ya que estaba confundiendo esas dos ciudades con París y Londres, pero preferí no interrumpirle cuando oí que me decía que la anomalía de mi madre no era exactamente un defecto, sino algo así como una peculiar manía. A ella le gustaba coleccionar panes.

          En Estambul, ya desde el primer momento, entrar en las panaderías se convirtió en un extraño deporte. Compraban panes que eran perfectamente inútiles, pues no estaban destinados a ser devorados sino más bien a elevar el peso de la gran bolsa en la que reposaba la colección de mi madre. Muy pronto él protestó, preguntando con inocultable crispación a qué obedecía aquella rara adoración al pan.

          —Algo tiene que comer la tropa —respondió escuetamente mi madre, sonriéndole como quien le sigue la corriente a un loco. 
          —Pero Diana, ¿qué clase de broma es esta? —balbució desconcertado mi padre. 
          —¿No te parece que eres tú quien está bromeando con esas preguntas tan absurdas que haces? —contestó ella con cierto aire de ausencia y esbozando la suave y soñadora mirada de las miopes.


Strassen scene in Cairo, by Prosper Marilhat

          Siete días estuvieron, según mi padre, en Estambul, y eran unos cuarenta los panes que mi madre llevaba en su gran bolsa cuando llegaron a El Cairo. Como era una hora avanzada de la noche, él marchaba feliz sabiéndome a salvo de las panaderías cairotas, e incluso se ofreció a llevar la bolsa. No sabía que aquellas iban a ser sus últimas horas de felicidad conyugal.

          Cenaron en un barco anclado en el Nilo y acabaron bailando, entre copas de champaña rosado y a la luz de la luna, en la terraza de la habitación del hotel. Pero unas horas después mi padre despertó en mitad de la noche cairota y descubrió con gran sorpresa que mi madre era sonámbula y estaba bailando frenéticas tiranas sobre el sofá. Trató de no perder la calma y aguardó pacientemente a que ella, totalmente extenuada, regresara al lecho y se sumergiera en el sueño más profundo. Pero cuando esto ocurrió, nuevos motivos de alarma se añadieron a los anteriores. De repente, mi madre, hablando dormida, se giró hacia él y le dijo algo que, a todas luces, sonó como una tajante e implacable orden: 
          —A formar. 
          Mi padre aun no había salido de su asombro cuando oyó: 
          —Media vuelta. Rom-pan filas.

          No pudo dormir en toda la noche y llegó a sospechar que su mujer, en sueños, le engañaba con un regimiento entero. A la mañana siguiente, afrontar la realidad significaba, por parte de mi padre, aceptar que, en el transcurso de las últimas horas, ella había bailado tiranas y se había comportado como un perturbado general al que solo parecía interesarle dar órdenes y repartir panes entre la tropa. Quedaba el consuelo de que, durante el día, su esposa seguía siendo tan dulce y servil como de costumbre. Pero ese no era un gran consuelo, pues, si bien en las noches cairotas que siguieron no reapareció el tiránico sonambulismo, lo cierto es que fueron en aumento, y de forma cada vez más enérgica, las órdenes. 
          —Y el toque de diana —me dijo mi padre— comenzó a convertirse en un auténtico calvario, pues cada día, minutos antes de despertarse, los resoplidos que seguían a los ronquidos de tu madre parecían imitar el sonido inconfundible de una trompeta al amanecer.

          ¿Deliraba ya mi padre? Todo lo contrario. Era muy consciente de lo que estaba narrando y además resultaba impresionante ver cómo, a las puertas de la muerte, mantenía íntegro su habitual sentido del humor. ¿Inventaba? Tal vez, y por ello probé a mirarle con ojos incrédulos, pero no pareció nada afectado y siguió, serio e inmutable, con su relato.

UN RASGO OCULTO


Anesidora III, by Aliza Razell [edited]
[My Modern Met, Painting and
Photography]. Contemporary artists.


          Contó que cuando ella despertaba volvía a ser la esposa dulce y servil, aunque de vez en cuando, cerca de una panadería o simplemente paseando por la calle, se le escapaban extrañas miradas melancólicas dirigidas a los militares que, en aquel El Cairo en pie de guerra, hacían guardia tras las barricadas levantadas junto al Nilo. Una mañana incluso ensayó algunos pasos de tirana frente a los soldados, de modo que lentamente las cosas también iban complicándose de día. Más de una vez él se sintió tentado de encarar directamente el problema hablando con ella y diciéndole, por ejemplo:
         —Tienes como mínimo una doble personalidad. Eres sonámbula y, además de bailar tiranas sobre los sofás, conviertes el lecho conyugal en un campo de instrucción militar. 
          Pero no le dijo nada, porque temió que si hablaba con ella de todo, esto tal vez fuera perjudicial y lo único que lograra sería ponerla en la pista de un rasgo oculto de su personalidad: ciertas dotes de mando. Pero un día, mientras subían a un camello, junto a las pirámides, mi padre cometió el error de sugerirle el argumento de un relato breve que proyectaba escribir: 
          —Mira, Diana. Es la historia de un matrimonio muy bien avenido, me atrevería a decir que ejemplar. Como todas las historias felices, no tendría demasiado interés de no ser porque ella, todas las noches, se transformaba, en sueños, en un militar.
          Aun no había acabado la frase cuando mi madre bajó del camello y, tras mirarle desafiante, le ordenó que llevara la bolsa de los panes turcos y egipcios. Mi padre quedó aterrado porque comprendió que a partir de aquel momento no solo estaba condenado a cargar con la pesadilla del trigo extranjero, sino que además recibiría orden tras orden.

          En el viaje de regreso a Bérgamo mi madre mandaba ya con tanta autoridad que él acabó confundiéndola con un general de la Legión Extranjera, y lo más curioso fue que ella pareció desde el primer momento identificarse plenamente con ese papel, pues se quedó como ausente y dijo que veía camellos y que se sentía perdida en un universo adornado con pesados tapetes argelinos, con filtros, para templar el pastís y el ajenjo y el narguilés para el kif, escudriñando el horizonte del desierto desde la noche luminosa de la aldea enclavada en el oasis.

          Y a su llegada a Bérgamo, ya instalados en el viejo palacio de la Città Alta, los amigos que fueron a visitarles se llevaron una gran sorpresa al verla a ella fumando como un hombre, con el cigarrillo llameante y pendiente de la comisura de los labios, al verle a él con las facciones embotadas y tersas como los guijarros pulidos por la marejada medio ciego por el sol del desierto y convertirlo en un viejo legionario que repasaba trasnochados diarios coloniales.
          —Tu madre era un general —concluyó mi padre—, y no tuve más remedio que ganar la batalla contratando a alguien para que la matara. Pero eso sí, aguardé a que nacieras, porque deseaba tener un descendiente. Siempre confié en que, el día en que te contara todo esto, tú sabrías comprenderme.

INVENTAR HISTORIAS


Untitled, by Nuestra [My Modern Met, Painting and
Photography]. Contemporary artists.


          Lo único que yo, a esas alturas del relato, lo que comprendía perfectamente era que mi padre, en una actitud admirable en quien está al borde de la muerte, estaba inventando sin cesar, fiel a su constante necesidad de fabular. Ni la proximidad de la muerte le retraía de su gusto por inventar historias. Y tuve la impresión de que deseaba legarme la casa de la ficción y la gracia de habitar en ella para siempre. Por eso, subiéndome en marcha a su carruaje de palabras, le dije de repente: 
          —Sin duda, me confunde usted con otra persona. Yo no soy su hijo. Y en cuanto a tía Silvana, no es más que un personaje inventado por mí.

          Me miró con cierta desazón hasta que por fin reaccionó. Vivamente emocionado, me apretó la mano y me dedicó una sonrisa feliz, la de quien está convencido de que su mensaje ha llegado a buen puerto. Junto al inventario de nostalgias, acababa de legarme la casa de las sombras eternas.

          Mi padre, que en otros tiempos había creído en tantas y tantas cosas para acabar desconfiando de todas ellas, me dejaba una única y definitiva de: la de creer en una ficción que se sabe como ficción, saber que no existe nada más y que la exquisita verdad consiste en ser consciente de que se trata de una ficción y, sabiéndolo, creer en ella.

*
La alegría de conseguir un libro
El encanto de una pequeña librería atendido por su dueña
Marbella

Mi libro: Una casa para siempre, de Enrique Vila-Matas
Novela en cuentos 


          ¿Les gustó? ¡Qué buen relato!, a mi parecer. Lo disfruté enormemente, y espero que también ustedes hayan disfrutado de esta narrativa contemporánea. Una estética que viene cambiando en lo que va de este siglo XXI. Siempre mirando a las grandes obras del precedente, sí, pero dando un salto hacia un futuro diferente, «una idílica unidad familiar», dice Vila-Matas. 
          Uno no puede más que quedarse encantada-o cuando descubre, al finalizar esta lectura y querer comentarla, que el genuino protagonista es la genuina pasión por contar historias: la ficción. Y, desde ya, nuestra disposición de creer en esa ficción desde el mismo momento en que la abordamos —a plena consciencia. 
          Otro aspecto a resaltar, es que la literatura y las huellas intertextuales siempre están presentes en Vila-Matas, —situaciones narrativas ya utilizadas por otros escritores y recreadas. Una literatura que se nutre en sí misma, donde los principales teóricos son los propios autores de ficción*.
          Enrique Vila-Matas [Barcelona, 1948], escritor catalán con un estilo preciso y una capacidad creadora reconocida, es un cuentista solvente. Habrán leído [y si no lo han hecho, háganlo] de sus conceptos novedosos acerca de la creación de la novela y del cuento, de la técnica renovada. 
          En este relato, lo primero que nos llama la atención, si no somos asiduos lectores de su obra, es quizá, el narrador inquieto que genera Vila-Matas y la temática de lo insólito. 
          Está contado en primera persona y el comienzo es in media res: «De mi madre siempre supe poco». Con claves, al principio ocultas, que se van revelando a medida que avanzamos.

Me habían hecho idealizar la figura paterna y forjar la imagen mítica de un hombre siempre levantado antes de la aurora, en pijama, con los hombros cubiertos por un chal, el cigarrillo entre los dedos, los ojos fijos en la veleta de una chimenea, mirando nacer el día...

          La admiración del hijo, de veinte años, hacia el padre. Es él quien nos cuenta la historia.

... entregándose con implacable regularidad y con monstruosa perseverancia 
al rito solitario de crear su propio lenguaje a través de la escritura de un libro de memorias o inventario de nostalgias...

          La escritura y un libro de memorias. Ese rito solitario, íntimo, libre del escritor, que no dejará de habitar nunca «en la casa de las sombras eternas». Y la confesión dentro de este marco: sabemos que su madre ha muerto [¿misteriosamente?] dos días después de su nacimiento. Su padre, al que él admira, en su lecho de muerte, tiene la intención de revelarle el secreto que rodea esos hechos lejanos. Secreto «aparentemente» revelado, y muy sorpresivo para el hijo... hasta que, perplejo, comprende la intención del padre —aficionado a la literatura y queriendo incluir en ella a su hijo.
          Muchos recordarán a otro hijo, a otro padre y a otra ficción. Lo habrán asociado con la novela [y excelente película de Tim Burton] El gran pez, de Daniel Wallace.
          El hijo de «Una casa...» termina diciendo: 

 ... siempre pensé que, a su muerte, pasaría a formar parte de mi tierna aunque pavorosa herencia.

          Pavorosamente tierna herencia [otro oxímoron*]... Pero más allá de las figuras literarias, ¿qué le heredaría el padre al hijo? Además de su ejemplo, creo que el transitar por los laberintos de la ficción, con su propia razón y lógica. 

          A esas alturas del relato, cuando ya llegamos al final, lo que reconoce el hijo es la actitud admirable de su padre. Es alguien que está al borde de la muerte y, sin embargo, inventa sin cesar, fiel a su constante necesidad de fabular
          El hijo así sabe que desea legarle la casa de la ficción y la gracia de habitar en ella para siempre, acepta la herencia intelectual y se sube a su carruaje de palabras.
         Luego, y muy importante, el proceso lógico de una vida: «en otros tiempos había creído en tantas y tantas cosas para acabar desconfiando de todas ellas». La fe [no hablo de religión], fe en el conocimiento de la vida, y luego las desilusiones, las decepciones hasta llegar al escepticismo.
          Pero curiosamente le deja la posibilidad de creer en aquello que no correspondería creer, dice Quintana Tejera en su análisis: la ficción, esa casa en la que podrá habitar para siempre, como dice el título del relato.

          Espero que hayan disfrutado de este original relato. Que le encuentren el final o los posibles finales, con la lógica e imaginación propias, o prefieran dejarlo abierto. 
          Enrique Vila-Matas, uno de los escritores más destacados de la actualidad, nos enseña el universo infinito que es la literatura. Un lugar que pide a gritos ser habitado por mentes abiertas a la irrealidad y al ensueño. 
Hasta la próxima lectura.
        
Cecilia Olguin Gianelli
       

Notas


- Una casa para siempre, Enrique Vila-Matas: Novela en cuentos o novela mosaico: Yo tenía un enemigo, Otro monstruo, La despedida, Mar de fondo, Dos viejos cónyuges, Cómo me gustaría morirme, Carmen, La Torre del Mirador, El efecto de un cuento, La visita al maestro, La fuga en camisa y Una casa para siempre.

- Enrique Vila-Matas: Página Web:

. English Page:

- Huellas intertextuales: Finnegans Wake, Joyce; La prometida del señor Hire, Georges Simenon; La confesión de San Ciappelletto, Bocaccio; Carta al padre, Kafka.

- El cuento en la frontera de lo insólito: Enrique Vila-Matas: Luis María Quintana Tejera, Universidad Autónoma del Estado de México.

- Algunos cambios en el cuento aquí publicado [y publicado de manera aislada], diferencias con la versión publicada en el libro:
  • Desenzano del Garda [Italia] en lugar de Port de la Selva [Pcia. de Gerona, Cataluña], en el libro
  • Volterra [Italia] en lugar de Figueras, en el libro 
  • Bérgamo    "      en lugar de Barcelona, en el libro
  • Città Alta   "      en lugar de Barrio Gótico, en el libro   
  • Tía Silvana en lugar de tía Consuelo, en el libro                                                              

- *Oxímoron: Es una intensificación de la catacresis, y consiste en unir dos ideas que en realidad se excluyen: la amarga dulzura.

- Imágenes: My Modern Met. Artists blurring the line between painting and photography. 

- «A Permanent Home», by Enrique Vila-Matas:

I never knew much about my mother. She was killed in our house in Barcelona, two days after I was born. The murder remained a mystery, until I thought I had solved it on my twentieth birthday, when my father, on his deathbed, demanded to see me and told me that, now the moment was fast approaching when he would be permanently silenced, he wanted to tell me something before that happened, something he felt it was important I should know.
          ‘Eventually even words abandon us,’ I remember him saying, ‘and that’s all there is to it really, but, first, you should know that your mother died because I arranged it.’ 
          I immediately imagined a hired killer and, once I’d recovered from the initial shock, I began to believe my father’s confession. The image of a bloodstained axe was enough for me to feel as if the ground were swallowing me up, leaving behind, like so many pathetic doodles, all the scenes of joy and plenitude that had made me idealize my father and create the mythical figure of a man always up before dawn, still in his pyjamas, a shawl around his shoulders, a cigarette between his fingers, eyes fixed on the weathervane on some distant chimney, watching the day begin, and devoting himself with implacable regularity and monstrous perseverance to the solitary ritual of creating his own language through the writing of a book of memories or an inventory of nostalgias, which I always assumed would, when he died, become part of my tender, albeit terrifying, inheritance.
          However, on my twentieth birthday, in Port de la Selva, any tender feelings that had previously attached to said inheritance vanished, and I felt only the terror, the infinite horror, of thinking that, along with that inventory, my father was bequeathing me the surprising tale of a murder, whose origins, according to him, could be found in early April 1945, a year before I was born, when, despite having already experienced two resounding matrimonial failures, he nevertheless felt he was still young and emotionally strong enough to embark on a third such adventure. He therefore wrote a letter to a young woman from the province of Ampurdán in Catalonia, whom he had met by chance in Figueras and who, he felt, had all the necessary qualities to make him happy, for not only was she a poor orphan – which made things easier for him, since he could offer her security and a not inconsiderable fortune – she was also beautiful, gentle and had the most sensual lower lip in the entire universe; above all, she was extraordinarily naive and docile, which is to say that she had a proper sense of woman as man’s subordinate, a quality he particularly valued, given his two previous hellish conjugal experiences.
          You have to bear in mind, for example, that my father’s first wife, in a freak attack of rage, had bitten of part of his ear. He had been so very unhappy in his two earlier marriages that it should come as no surprise to anyone that, when he considered finding a third wife, he wanted someone who was both gentle and docile.
          My mother possessed both those qualities, and he knew that all it would take to entrap her was a carefully drafted letter. And so it proved. So passionate and so skilfully written was his letter that, shortly afterwards, my mother turned up in Barcelona, in the Barrio Gótico’s labyrinth of narrow streets, where she knocked on the door of the old, soot-begrimed mansion owned by my father, who, it seems, either could not or chose not to disguise his emotion when he saw her standing there in the rain, clutching a small blue suitcase, which she put down on the carpet before asking, in a tremulous, humble orphan’s voice, if she could come in.
          ‘I could never forget that rain,’ my father said from his deathbed, ‘because when I saw her cross the threshold, it seemed to me that the savage rain was actually there in her hips, and I was filled by the most intensely erotic impulse I have ever felt.’
          That impulse seemed to know no bounds when she told him that she was an expert at dancing the tirana, a long forgotten medieval Spanish dance. Beguiled by this slightly anachronistic hobby, my father ordered her to perform the dance immediately, and, eager to please him in every way possible, my mother danced until she dropped, ending up, exhausted, in the arms of a man who, without a moment’s hesitation, affectionately ordered her to marry him at once.
          That night, they slept together for the first time, and my father, afflicted by the sentimentality that accompanies certain infatuations, had a sense that, just as he had imagined, making love with her was like making love with a bird, for in bed she trilled and sang, and it seemed to him that no other voice could possibly match hers, and that even her bones, like her lower lip and her songs, were as delicate as those of a bird.
          ‘And you were conceived that very night, beneath the murmuring Barcelona rain,’ my father said suddenly, his eyes very wide.
          A long, slow sigh, always so troubling in a dying man, preceded a brusque demand for a glass of vodka. I refused to give it to him, but when he threatened not to continue his story, I was so afraid he might carry out his threat that I raced into the kitchen and, making sure Aunt Consuelo wasn’t looking, filled two glasses with vodka. I realized now that I need not have taken these absurd precautions because, at that moment, Aunt Consuelo was entirely absorbed by her desire for a particular painting in the living room, a dark picture representing some angels flirting celestially as they climbed a ladder; she lived only for that painting, and her obsession doubtless distracted her from another: the constant anguish of knowing that her brother was dying, laid low by a gentle, but implacable illness. And he, at that moment, was entirely absorbed in feeding the illusion of his story.
          Once he had slaked his thirst, my father went on to explain that they had honeymooned in two cities, Istanbul and Cairo, and that it was in Istanbul where he noticed the first anomaly in the behavior of his sweet, docile wife. For my part, I noticed the first anomaly in my father’s story, in that he was confusing those two cities with Paris and London, but I preferred not to interrupt when I heard him explain that my mother’s anomalous behavior wasn’t exactly a defect, but more of a strange obsession. She collected bread rolls.
          Right from the start, visiting Istanbul’s bakeries became a kind of strange sport. They sampled various bread rolls, quite needlessly as it turned out, because they weren’t destined to be eaten, but only to add to the weight of the large bag in which my mother kept her collection. My father protested and asked rather irritably why she was so enamored with bread. 
          ‘The troops have to eat something,’ she replied succinctly, smiling at him like someone humoring a madman. 
          ‘What do you mean, Diana? Is this some kind of joke?’ my bewildered father asked. 
          ‘I think you’re the one who must be joking by asking such absurd questions,’ she replied absent-mindedly, adopting the gentle, dreamy look of the myopic. 
          According to my father, they spent a week in Istanbul and by the time they arrived in Cairo, my mother had about forty bread rolls in her bag. Since it was late at night, he knew he was safe from the bakeries of Cairo, and walked happily along, even offering to carry her bag. He did not know that those would be his last moments of conjugal bliss. 
          My father and mother dined on a boat anchored in the Nile and ended up dancing and sipping pink champagne by the light of the moon on the balcony of their hotel room. A few hours later, however, my father woke in the middle of the Cairo night and discovered, to his great surprise, that my mother was a sleepwalker and was standing on the sofa frenziedly dancing the tirana. He tried to remain calm and waited patiently until, utterly exhausted, she came back to bed and fell into the deepest of sleeps. Once asleep, however, she gave him still more reason to feel alarmed, for my mother began talking in her sleep and, turning to him, said something that sounded for all the world like a categorical, implacable command: 
          ‘Fall in!’ 
          My father still hadn’t recovered from the shock of that first command, when he heard her say: 
          ‘Right turn. Break ranks.’ 
          He didn’t sleep for the rest of the night and began to suspect that, in her dreams, his wife was deceiving him with an entire regiment. The following morning, my father had to face reality, which, as far as he was concerned, meant accepting that in those last few hours, she had danced the tirana and behaved like a deranged general, whose sole concern seemed to be issuing orders and handing out bread rolls to the troops. He took consolation from the fact that, during the day, his wife reverted to her usual gentle, docile self. Not that this was much of a consolation, though, because, while on their remaining nights in Cairo there was no repeat of the sleep-dancing episode, the issuing of orders only increased in regularity and in vigor. 
          ‘And reveille,’ my father told me, ‘became a real torment, because every day, minutes before your mother woke, her snoring appeared to be imitating the unmistakable sound of a bugle at dawn.’            Was my father delirious? No, on the contrary, he was perfectly aware of what he was saying, indeed, it was impressive to see how, at the very gates of death, he still retained his usual sense of humor. Was he making it up? Possibly, which is why I tried fixing him with an incredulous stare, but this didn’t seem to put him of in the least. Grave-faced and impassive, he continued his story. 
          He described how, on waking, my mother would instantly become her usual gentle, docile self, except, occasionally, near a bakery, or when she was simply strolling down the street, she would shoot strange, melancholy glances at the soldiers standing guard behind barricades erected on the banks of the Nile (at the time, of course, Cairo was on a war footing). One morning, she even tried out a few dance steps in front of the soldiers. 
          More than once, my father was tempted to confront the problem directly and speak to her, saying, for example: 
          ‘You appear to have at the very least a dual personality. You’re a sleepwalker and, quite apart from standing on sofas and dancing the tirana, you’ve turned the marital bed into a military parade ground.’ 
          He said nothing, however, because he feared that if he did broach the subject, it might work to his disadvantage and he would succeed only in revealing to her a hidden aspect of her character: a certain talent for giving orders. But one day, while they were out riding camels near the pyramids, my father made the mistake of telling her the plot of a short story he was planning to write: 
          ‘It’s the story of a very well-matched, even exemplary couple. However, like all happy stories, this would be of no interest at all, if not for the fact that, at night, in her dreams, the woman turns into a soldier.’ 
          He had hardly finished speaking when my mother asked to be helped down from the camel and then, shooting him a defiant glance, ordered him to carry the bag full of Turkish and Egyptian bread rolls. My father was absolutely terrified, because he realized that, from that moment on, not only would he be condemned to carrying around that nightmarish collection of foreign baked goods, he would continue to receive order after order. 
          On their return to Barcelona, my mother was already issuing orders with such authority that he began to think of her as a general in the Foreign Legion, and the oddest thing of all was that, right from that very moment, she appeared to identify totally with that position, for she would go into a kind of trance and say that she felt she was lost in a universe adorned with heavy Algerian rugs, with strainers for making pastis and absinthe and hookahs for marijuana, and she was scanning the desert horizon from an oasis village in the luminous night. 
          When they arrived in Barcelona, back in my father’s mansion in the Barrio Gótico, any friends who visited were astonished to see my mother smoking like a man, with a lit cigarette hanging from one corner of her mouth, and to see my father, his features hard and blunt as pebbles polished by the waves, half-blinded as if by the desert sun, and transformed into an old legionnaire flicking through ancient colonial newspapers. 
          At this point in the story, the only thing I understood completely was that – quite astonishingly for someone on the verge of dying – my father, true to his constant need to tell tales, was continuing ceaselessly to invent. Not even the proximity of death could take from him his taste for making up stories. And I had the impression that he wanted to bequeath to me the house of fiction and the pleasure of taking up permanent residence there. And that is why, springing onto the running-board of his carriage of words, I said: 
          ‘You are clearly confusing me with someone else. I am not your son. And as for Aunt Consuelo, she is merely a character I invented.’ 
          Before responding, he looked at me with a degree of unease. Then, deeply moved, he squeezed my hand and gave me a broad smile, that of someone who knows his message has reached safe harbor. Along with the inventory of nostalgias, he had just bequeathed to me the house of eternal shadows.
          My father, who had once believed in many, many things only to end up distrusting all of them, was leaving me with a unique, definitive faith: that of believing in a fiction that one knows to be fiction, aware that this is all that exists, and that the exquisite truth consists in knowing that it is a fiction and that, nevertheless, one should believe in it.