Primo Levi
31 de julio de 1919, Turín- 11 de abril de 1987, ibídim
Un testimonio
Primo Levi |
El recuerdo de un escritor como Primo Levi va mucho más allá de la literatura, aunque éste sea también un aspecto inmensamente rico. Nadie ignora su experiencia como superviviente del Holacausto ni cómo lo cuenta. Entonces, podríamos decir: Lo vivió, lo contó.
«Levi siempre quiso enfrentar al lector del Holocausto con toda crudeza, sin proporcionarle nunca un refugio en una zona de confort», dijo Tim Parks en una de sus reseñas.
Vivimos una época, un tiempo donde son pocos los supervivientes y verdugos vivos. Para que la voz de Levi, como la de otros, no desaparezca, no palidezca frente a acontecimientos que también hoy nos llenan de horror y tristeza, nos avergüenzan, simplemente leamos y reflexionemos.
Una de las mejores obras del siglo XX
Traducción de Pilar Gómez Bedate |
El viaje
Me había capturado la Milicia fascista el 13 de diciembre de
1943. Tenía veinticuatro años, poco juicio, ninguna experiencia,
y una inclinación decidida, favorecida por el régimen de
segregación al que estaba reducido desde hacía cuatro años
por las leyes raciales, a vivir en un mundo poco real, poblado
por educados fantasmas cartesianos, sinceras amistades masculinas
y lánguidas amistades femeninas. Cultivaba un sentido
de la rebelión moderado y abstracto.
No me había sido fácil elegir el camino del monte y contribuir
a poner en pie todo lo que, en mi opinión y en la de
otros amigos no mucho más expertos, habría podido convertirse
en una banda de partisanos afiliada a «Justicia y Libertad».
No teníamos contactos, armas, dinero ni experiencia
para procurárnoslos; nos faltaban hombres capaces y estábamos
agobiados por un montón de gente que no servía para el
caso, de buena fe o de mala, que subía de la llanura en busca
de una organización inexistente, de jefes, de armas o también
únicamente de protección, de un escondrijo, de una hoguera,
de un par de zapatos.
En aquel tiempo todavía no me había sido predicada la
doctrina que tendría que aprender más tarde y rápidamente
en el Lager*, según la cual el primer oficio de un hombre es
perseguir sus propios fines por medios adecuados, y quien se
equivoca lo paga, por lo que no puedo sino considerar justo el
sucesivo desarrollo de los acontecimientos.Tres centurias de la Milicia que habían salido en plena noche para sorprender a
otra banda, mucho más potente y peligrosa que nosotros, que
se ocultaba en el valle contiguo, irrumpieron, en una espectral
alba de nieve, en nuestro refugio y me llevaron al valle como
sospechoso.
En los interrogatorios que siguieron preferí declarar mi
condición de «ciudadano italiano de raza judía» porque pensaba
que no habría podido justificar de otra manera mi presencia
en aquellos lugares, demasiado apartados incluso para
un «fugitivo», y juzgué [mal, como se vio después] que admitir
mi actividad política habría supuesto la tortura y una muerte
cierta. Como judío me enviaron a Fossoli, cerca de Módena,
donde en un vasto campo de concentración, antes destinado a
los prisioneros de guerra ingleses y americanos, se estaba recogiendo
a los pertenecientes a las numerosas categorías de personas
no gratas al reciente gobierno fascista republicano.
En el momento de mi llegada, es decir a finales de enero de
1944, los judíos italianos en el campo eran unos ciento cincuenta
pero, pocas semanas más tarde, su número llegaba a
más de seiscientos. En la mayor parte de los casos se trataba
de familias enteras, capturadas por los fascistas o por los nazis
por su imprudencia o como consecuencia de una delación.
Unos pocos se habían entregado espontáneamente, bien porque
estaban desesperados de la vida de prófugos, bien porque
no tenían medios de subsistencia o bien por no separarse de
algún pariente capturado; o también, absurdamente, para «legalizarse».
Había, además, un centenar de militares yugoslavos
internados, y algunos otros extranjeros considerados políticamente
sospechosos.
La llegada de una pequeña sección de las SS alemanas habría
debido levantar sospechas incluso a los más optimistas,
pero se llegó a interpretar de maneras diversas aquella novedad
sin extraer la consecuencia más obvia, de manera que, a
pesar de todo, el anuncio de la deportación encontró los ánimos
desprevenidos.
El día 20 de febrero los alemanes habían inspeccionado el campo con cuidado, habían hecho reconvenciones públicas y
vehementes al comisario italiano por la defectuosa organización
del servicio de cocina y por la escasa cantidad de leña distribuida
para la calefacción; habían incluso dicho que pronto
iba a empezar a funcionar una enfermería. Pero la mañana del
21 se supo que al día siguiente los judíos iban a irse de allí.
Todos, sin excepción. También los niños, también los viejos,
también los enfermos. A dónde iban, no se sabía. Había que
prepararse para quince días de viaje. Por cada uno que dejase
de presentarse se fusilaría a diez.
Sólo una minoría de ingenuos y de ilusos se obstinó en la
esperanza: nosotros habíamos hablado largamente con los
prófugos polacos y croatas, y sabíamos lo que quería decir salir
de allí.
Para los condenados a muerte la tradición prescribe un ceremonial
austero, apto para poner en evidencia cómo toda pasión
y toda cólera están apaciguadas ya, cómo el acto de justicia
no representa sino un triste deber hacia la sociedad, tal que
puede ser acompañado por compasión hacia la víctima de parte
del mismo ajusticiador. Por ello se le evita al condenado
cualquier preocupación exterior, se le concede la soledad y, si
lo desea, todo consuelo espiritual; se procura, en resumen, que
no sienta a su alrededor odio ni arbitrariedad sino la necesidad
y la justicia y, junto con el castigo, el perdón.
Pero a nosotros esto no se nos concedió, porque éramos
demasiados, y había poco tiempo, y además ¿de qué teníamos
que arrepentirnos y de qué ser perdonados? El comisario italiano
dispuso, en fin, que todos los servicios siguieran cumpliéndose
hasta el aviso definitivo; así, la cocina siguió funcionando,
los encargados de la limpieza trabajaron como de
costumbre, y hasta los maestros y profesores de la pequeña escuela
dieron por la tarde su clase como todos los días. Pero
aquella tarde a los niños no se les puso ninguna tarea.
Y llegó la noche, y fue una noche tal que se sabía que los
ojos humanos no habrían podido contemplarla y sobrevivir.
Todos se dieron cuenta de ello, ninguno de los guardianes, ni italianos ni alemanes, tuvo el ánimo de venir a ver lo que hacen
los hombres cuando saben que tienen que morir.
Cada uno se despidió de la vida del modo que le era más
propio. Unos rezaron, otros bebieron desmesuradamente,
otros se embriagaron con su última pasión nefanda. Pero las
madres velaron para preparar con amoroso cuidado la comida
para el viaje, y lavaron a los niños, e hicieron el equipaje, y al
amanecer las alambradas espinosas estaban llenas de ropa interior
infantil puesta a secar; y no se olvidaron de los pañales,
los juguetes, las almohadas, ni de ninguna de las cien pequeñas
cosas que conocen tan bien y de las que los niños tienen siempre
necesidad. ¿No haríais igual vosotras? Si fuesen a mataros
mañana con vuestro hijo, ¿no le daríais de comer hoy?
En la barraca 6 A vivía el viejo Gattegno, con su mujer y
sus numerosos hijos y los nietos y los yernos y sus industriosas
nueras. Todos los hombres eran leñadores; venían de Trípoli, después de muchos y largos desplazamientos, y siempre
se habían llevado consigo los instrumentos de su oficio, y la
batería de cocina, y las filarmónicas y el violín para tocar y
bailar después de la jornada de trabajo, porque eran gente alegre
y piadosa. Sus mujeres fueron las primeras en despachar
los preparativos del viaje, silenciosas y rápidas para que quedase
tiempo para el duelo; y cuando todo estuvo preparado, el
pan cocido, los hatos hechos, entonces se descalzaron, se soltaron
los cabellos y pusieron en el suelo las velas fúnebres, y
las encendieron siguiendo la costumbre de sus padres; y se
sentaron en el suelo en corro para lamentarse, y durante toda
la noche lloraron y rezaron. Muchos de nosotros nos paramos
a su puerta y sentimos que descendía en nuestras almas, fresco
en nosotros, el dolor antiguo del pueblo que no tiene tierra,
el dolor sin esperanza del éxodo que se renueva cada siglo.
El amanecer nos atacó a traición; como si el sol naciente se
aliase con los hombres en el deseo de destruirnos. Los distintos
sentimientos que nos agitaban, de aceptación consciente, de rebelión sin frenos, de abandono religioso, de miedo, de
desesperación, desembocaban, después de la noche de insomnio,
en una incontrolable locura colectiva. El tiempo de meditar,
el tiempo de asumir las cosas se había terminado, y cualquier
intento de razonar se disolvía en un tumulto sin vínculos
del cual, dolorosos como tajos de una espada, emergían en relámpagos,
tan cercanos todavía en el tiempo y el espacio, los
buenos recuerdos de nuestras casas.
Muchas cosas dijimos e hicimos entonces de las cuales es
mejor que no quede el recuerdo.
Con la absurda exactitud a que más adelante tendríamos que
acostumbrarnos, los alemanes tocaron diana. Al terminar,
Wieviel Stück?, preguntó el alférez; y el cabo saludó dando el
taconazo, y le contestó que las «piezas» eran seiscientos cincuenta,
y que todo estaba en orden; entonces nos cargaron en
las camionetas y nos llevaron a la estación de Carpi. Allí nos
esperaba el tren y la escolta para el viaje. Allí recibimos los
primeros golpes: y la cosa fue tan inesperada e insensata que
no sentimos ningún dolor, ni en el cuerpo ni en el alma. Sólo
un estupor profundo:
¿cómo es posible golpear sin cólera a un
hombre?
Los vagones eran doce, y nosotros seiscientos cincuenta;
en mi vagón éramos sólo cuarenta y cinco, pero era un vagón
pequeño. Aquí estaba, ante nuestros ojos, bajo nuestros pies,
uno de los famosos trenes de guerra alemanes, los que no
vuelven, aquellos de los cuales, temblando y siempre un poco
incrédulos, habíamos oído hablar con tanta frecuencia. Exactamente
así, punto por punto: vagones de mercancías, cerrados
desde el exterior, y dentro hombres, mujeres, niños, comprimidos
sin piedad, como mercancías en docenas, en un viaje
hacia la nada, en un viaje hacia allá abajo, hacia el fondo.
Esta vez, dentro íbamos nosotros.
Todo el mundo descubre, tarde o temprano, que la felicidad
perfecta no es posible, pero pocos hay que se detengan en la
consideración opuesta de que lo mismo ocurre con la infelicidad
perfecta. Los momentos que se oponen a la realización de
uno y otro estado límite son de la misma naturaleza: se derivan
de nuestra condición humana, que es enemiga de cualquier
infinitud. Se opone a ello nuestro eternamente insuficiente
conocimiento del futuro; y ello se llama, en un caso,
esperanza y en el otro, incertidumbre del mañana. Se opone a
ello la seguridad de la muerte, que pone límite a cualquier
gozo, pero también a cualquier dolor. Se oponen a ello las inevitables
preocupaciones materiales que, así como emponzoñan cualquier felicidad duradera, de la misma manera apartan
nuestra atención continuamente de la desgracia que nos
oprime y convierten en fragmentaria, y por lo mismo en soportable,
su conciencia.
Fueron las incomodidades, los golpes, el frío, la sed, lo que
nos mantuvo a flote sobre una desesperación sin fondo, durante
el viaje y después. No el deseo de vivir, ni una resignación
consciente: porque son pocos los hombres capaces de
ello y nosotros no éramos sino una muestra de la humanidad
más común.
Habían cerrado las puertas en seguida pero el tren no se
puso en marcha hasta por la tarde. Nos habíamos enterado
con alivio de nuestro destino. Auschwitz: un nombre carente
de cualquier significado entonces para nosotros pero que tenía
que corresponder a un lugar de este mundo.
El tren iba lentamente, con largas paradas enervantes.
Desde la mirilla veíamos desfilar las altas rocas pálidas del valle
del Ádige, los últimos nombres de las ciudades italianas.
Pasamos el Breno a las doce del segundo día y todos se pusieron
en pie pero nadie dijo una palabra. Yo tenía en el corazón
el pensamiento de la vuelta, y se me representaba cruelmente
cuál debería ser la sobrehumana alegría de pasar por allí otra
vez, con unas puertas abiertas por donde ninguno desearía
huir, y los primeros nombres italianos... y mirando a mi alrededor pensaba en cuántos, de todo aquel triste polvo humano,
podrían estar señalados por el destino.
Entre las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan sólo
cuatro han vuelto a ver su hogar; y fue con mucho el vagón
más afortunado.
Sufríamos de sed y de frío: a cada parada pedíamos agua a
grandes voces, o por lo menos un puñado de nieve, pero en
pocas ocasiones nos hicieron caso; los soldados de la escolta
alejaban a quienes trataban de acercarse al convoy. Dos jóvenes
madres, con sus hijos todavía colgados del pecho, gemían
noche y día pidiendo agua. Menos terrible era para todos el
hambre, el cansancio y el insomnio que la tensión y los nervios
hacían menos penosos: pero las noches eran una pesadilla
interminable.
Pocos son los hombres que saben caminar a la muerte con
dignidad, y muchas veces no aquellos de quienes lo esperaríamos.
Pocos son los que saben callar y respetar el silencio ajeno.
Nuestro sueño inquieto era interrumpido frecuentemente
por riñas ruidosas y fútiles, por imprecaciones, patadas y puñetazos lanzados a ciegas para defenderse contra cualquier
contacto molesto e inevitable. Entonces alguien encendía la
lúgubre llama de una velita y ponía en evidencia, tendido en el
suelo, un revoltijo oscuro, una masa humana confusa y continua,
torpe y dolorosa, que se elevaba acá y allá en convulsiones
imprevistas súbitamente sofocadas por el cansancio.
Desde la mirilla, nombres conocidos y desconocidos de
ciudades austriacas, Salzburgo, Viena; luego checas, al final,
polacas. La noche del cuarto día el frío se hizo intenso: el tren
recorría interminables pinares negros, subiendo de modo perceptible.
Había nieve alta. Debía de ser una vía secundaria, las
estaciones eran pequeñas y estaban casi desiertas. Nadie trataba
ya, durante las paradas, de comunicarse con el mundo exterior:
nos sentíamos ya «del otro lado». Hubo entonces una
larga parada en campo abierto, después continuó la marcha
con extrema lentitud, y el convoy se paró definitivamente, de
noche cerrada, en mitad de una llanura oscura y silenciosa.
Se veían, a los dos lados de la vía, filas de luces blancas y
rojas que se perdían a lo lejos; pero nada de ese rumor confuso
que anuncia de lejos los lugares habitados. A la luz mísera de
la última vela, extinguido el ritmo de las ruedas, extinguido
todo rumor humano, esperábamos que sucediese algo.
Junto a mí había ido durante todo el viaje, aprisionada
como yo entre un cuerpo y otro, una mujer. Nos conocíamos
hacía muchos años y la desgracia nos había golpeado a la vez
pero poco sabíamos el uno del otro. Nos contamos entonces,
en aquel momento decisivo, cosas que entre vivientes no se dicen.
Nos despedimos, y fue breve; los dos al hacerlo, nos despedíamos
de la vida. Ya no teníamos miedo.
Nos soltaron de repente. Abrieron el portón con estrépito, la
oscuridad resonó con órdenes extranjeras, con esos bárbaros
ladridos de los alemanes cuando mandan, que parecen dar salida
a una rabia secular. Vimos un vasto andén iluminado por
reflectores. Un poco más allá, una fila de autocares. Luego,
todo quedó de nuevo en silencio. Alguien tradujo: había que
bajar con el equipaje, dejarlo junto al tren. En un momento el
andén estuvo hormigueante de sombras: pero teníamos miedo
de romper el silencio, todos se agitaban en torno a los equipajes,
se buscaban, se llamaban unos a otros, pero tímidamente,
a media voz.
Una decena de SS estaban a un lado, con aire indiferente,
con las piernas abiertas. En determinado momento empezaron
a andar entre nosotros y, en voz baja, con rostros de piedra empezaron
a interrogarnos rápidamente, uno a uno, en mal italiano.
No interrogaban a todos, sólo a algunos. «¿Cuántos años?
¿Sano o enfermo?» y según la respuesta nos señalaban dos direcciones
diferentes.
Todo estaba silencioso como en un acuario, y como en algunas
escenas de los sueños. Esperábamos algo más apocalíptico
y aparecían unos simples guardias. Era desconcertante y
desarmante. Hubo alguien que se atrevió a preguntar por las maletas: contestaron: «maletas después»; otro no quería separarse
de su mujer: dijeron «después otra vez juntos»; muchas
madres no querían separarse de sus hijos: dijeron «bien,
bien, quedarse con hijo». Siempre con la tranquila seguridad
de quien no hace más que su oficio de todos los días; pero
Renzo se entretuvo un instante de más al despedirse de Francesca,
que era su novia, y con un solo golpe en mitad de la
cara lo tumbaron en tierra; era su oficio de cada día.
En menos de diez minutos todos los que éramos hombres
útiles estuvimos reunidos en un grupo. Lo que fue de los demás,
de las mujeres, de los niños, de los viejos, no pudimos saberlo
ni entonces ni después: la noche se los tragó, pura y simplemente.
Hoy sabemos que con aquella selección rápida y
sumaria se había decidido de todos y cada uno de nosotros si
podía o no trabajar útilmente para el Reich; sabemos que en
los campos de Buna-Monowitz y Birkenau no entraron, de
nuestro convoy, más que noventa y siete hombres y veintinueve
mujeres y que de todos los demás, que eran más de quinientos,
ninguno estaba vivo dos días más tarde. Sabemos
también que por tenue que fuese no siempre se siguió este sistema
de discriminación entre útiles e improductivos y que más
tarde se adoptó con frecuencia el sistema más simple de abrir
los dos portones de los vagones, sin avisos ni instrucciones a
los recién llegados. Entraban en el campo los que el azar hacía
bajar por un lado del convoy; los otros iban a las cámaras
de gas.
Así murió Emilia, que tenía tres años; ya que a los alemanes
les parecía clara la necesidad histórica de mandar a la
muerte a los niños de los judíos. Emilia, hija del ingeniero
Aldo Levi de Milán, que era una niña curiosa, ambiciosa, alegre
e inteligente a la cual, durante el viaje en el vagón atestado,
su padre y su madre habían conseguido bañar en un cubo
de zinc, en un agua tibia que el degenerado maquinista alemán
había consentido en sacar de la locomotora que nos
arrastraba a todos a la muerte.
Desaparecieron así en un instante, a traición, nuestras mujeres, nuestros padres, nuestros hijos. Casi nadie pudo despedirse
de ellos. Los vimos un poco de tiempo como una masa
oscura en el otro extremo del andén, luego ya no vimos nada.
Emergieron, en su lugar, a la luz de los faroles, dos pelotones
de extraños individuos. Andaban en formación de tres
en tres, con extraño paso embarazado, la cabeza inclinada hacia
adelante y los brazos rígidos. Llevaban en la cabeza una
gorra cómica e iban vestidos con un largo balandrán a rayas
que aun de noche y de lejos se adivinaba sucio y desgarrado.
Describieron un amplio círculo alrededor de nosotros, sin
acercársenos y, en silencio, empezaron a afanarse con nuestros
equipajes y a subir y a bajar de los vagones vacíos.
Nosotros nos mirábamos sin decir palabra. Todo era incomprensible
y loco, pero habíamos comprendido algo. Ésta
era la metamorfosis que nos esperaba. Mañana mismo seríamos
nosotros una cosa así.
Sin saber cómo, me encontré subido a un autocar con
unos treinta más; el autocar arrancó en la noche a toda velocidad;
iba cubierto y no se podía ver nada afuera pero por las
sacudidas se veía que la carretera tenía muchas curvas y cunetas.
¿No llevábamos escolta? ¿... tirarse afuera? Demasiado
tarde, demasiado tarde, todos vamos hacia «abajo». Por otra
parte, nos habíamos dado cuenta de que no íbamos sin escolta:
teníamos una extraña escolta. Era un soldado alemán erizado
de armas; no lo vemos porque hay una oscuridad total,
pero sentimos su contacto duro cada vez que una sacudida del
vehículo nos arroja a todos en un montón a la derecha o a la
izquierda. Enciende una linterna de bolsillo y en lugar de gritarnos
«Ay de vosotras, almas depravadas» nos pregunta cortésmente
a uno por uno, en alemán y en lengua franca, si tenemos
dinero o relojes para dárselos: total, no nos van a hacer
falta para nada. No es una orden, esto no está en el reglamento:
bien se ve que es una pequeña iniciativa privada de
nuestro caronte. El asunto nos suscita cólera y risa, y una extraña
sensación de alivio.
* * *
En su propia voz:
Primo Levi, Back to Auschwitz [parte 1 y 2]
* * *
Finalizo y me despido con una referencia que hace Levi en su libro Los hundidos y los salvados [1986], donde se refiere precisamente a ese mirar atrás del que hablaba al principio. Él habla de mirar «las aguas peligrosas», reflexionando con esperanza. Nos cuenta de la fuerza de la resistencia y nos contagia valor. Habla de la vergüenza, con una sobriedad que impresiona.
Todos —y son tantos, demasiados— a los que les ha tocado vivir experiencias tan crueles, pueden callar o decir en voz alta lo que vivieron. Todos merecen respeto, pero Levi pertenece al segundo grupo, no lo dejemos pasar.
Hasta la próxima lectura,
C. G.
Mis notas, lecturas, links y sitios de interés para leer de su vida y obra:
- Primo Levi: [Turín, 31 de julio de 1919 - ibídem, 11 de abril de 1987] Escritor italiano de origen judío sefardí, autor de memorias, relatos, poemas y novelas. Resistente antifascista. Superviviente del Holacausto, sobre el que dio testimonio, particularmente el relato de los diez meses que estuvo prisionero en el campo de concentración de Monowice [Monowitz], subalterno de Auschwitz.
Su obra ha logrado, y lo seguirá haciendo, un gran impacto. Nunca ha dejado de ser traducido, reeditado y, sobre todo, leído. Sus obras completas fueron publicadas hace pocos meses en inglés, con un prólogo de Toni Morrison.
- Centro Internacional de Estudios Primo Levi:
http://www.primolevi.it/Web/English
- Lager: campo de concentración nazi. Durante la Segunda Guerra Mundial fueron construidos centros de exterminio en una fase posterior del programa de aniquilación. Los cuerpos de las víctimas eran cremados o enterrados en fosas comunes. Se estiman doce campos de exterminio en los países ocupados por la Alemania nazi, sin incluir a los pequeños campos de exterminio creados para la población local.
El término «campo de concentración» [lugar de maltrato, inanición, asesinato]fue utilizado por primera vez para describir a los campos operados por el Reino Unido en Sudáfrica durante la Segunda Guerra de los Bóeres.
- Regreso a Auschwitz. Primo Levi: en español.
https://pitbox.wordpress.com/2010/05/26/regreso-a-auschwitz-primo-levi/
- Primo Levi. Back to Auschwitz: [parte 1 y 2].
https://www.youtube.com/watch?v=lA7Xa2ANx2c
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