sábado, 28 de julio de 2018

«Elefantes», Federico Falco

«Elefantes»

un cuento de

Federico Falco [Córdoba, Argentina, 1977]

del libro

La hora de los monos [2010]




          Llegó el circo y armó su carpa en los terrenos del ferrocarril, a un costado de la estación. Tardaron tres días enteros en armarla. Enseguida trazaron un gran círculo sobre la tierra y alisaron el piso, esa sería la pista. Después acomodaron las casillas y los carromatos y las jaulas con los leones y los tigres alrededor de ese círculo. Bastante alejadas. El segundo día clavaron estacas durante toda la mañana; el pueblo se llenó de ruido a martillazos. Durante la tarde levantaron los mástiles. Muchos hombres asieron una soga gruesa y tiraron, gritando acompasados. Los dirigía un viejo en camiseta. El poste central se alzó hasta quedar perpendicular al suelo.
          El último día cubrieron los mástiles con las lonas y la carpa tomó forma.
          Mientras tanto, las mujeres escuálidas que en la función volarían por los aires leían revistas junto a sus casas rodantes y tendían ropa sobre las ramas de los árboles. Desde lejos podía verse al hombre de goma acostado sobre el techo de su casilla, tomando sol vestido solo con un slip diminuto, y al mago puliendo una inmensa caja de cristal.
          La gente del pueblo encerró a sus perros y a sus gatos, porque se decía que los del circo eran capaces de robarlos para alimentar a sus animales. Las madres tampoco dejaban acercarse a sus hijos al baldío por miedo a que los raptaran o se los llevaran al partir, convertidos en saltimbanquis o en malabaristas. Igual, muchos se escapaban de la escuela para ver cómo les daban de comer a los leones y se quedaban mirando desde la calle las cosas del circo. Habían monos que se rascaban las pulgas. Había perros saltarines que corrían desesperados tras un señor que les tiraba galletas. Había dos caballos blancos, uno con una cola larga hasta el piso. Y había un elefante. Gris. Perfecto. Alto. Un poco triste.
          La primera función fue un lleno total. La gente del pueblo hablaba de las maravillas que había visto: el hombre bala, la pirámide humana, la mujer que galopaba sobre los caballos y lanzaba fuego por la boca, el domador y los leones, un tigrecito al que le habían puesto un sombrero y actuaba con los payasos. Los que no habían asistido esperaban ansiosos el siguiente fin de semana. Los que sí fueron, caminaban inflados de orgullo.
          El dueño del circo tenía un hijo y lo mandó a la escuela para que tomara clases mientras el circo estuviera en el pueblo. Iba a sexto grado. Sus compañeros lo rodearon esperando que contara miles de aventuras porque pensaba que la vida en el circo debía ser extraordinaria, pero el chico se negó a hablar de eso. Era un chico huraño y de ojos duros, impiadosos. Odiaban que lo vieran como a un fenómeno. No salía en los recreos y se quedaba en su banco, mirando por la ventana hacia fuera, a la calle. A la salida lo venían a buscar en un Rastrojero cargado con dos parlantes que anunciaban las próximas funciones. A medida que la voz grabada del payaso se acercaba gritando la publicidad, el chico del circo se ponía más y más colorado. Después, solo quedaba formar y arriar la bandera.
          Una tarde, una de las compañeras del chico del circo entró corriendo al aula antes de que sonara la campana y le dio un rápido beso en los labios. Después la chica intentó escaparse, pero el chico del circo la sostuvo por el pelo y la obligó a darle otro beso. Abrió grande la boca, como si se la fuera a tragar, y empujó con la lengua hasta que los labios de la chica cedieron. El chico del circo metió entonces la lengua dentro y dejó allí depositado, en la concavidad rosa, un chicle de menta ya desabrido y sin color. Cuando el resto del curso entró al aula, la chica lloraba sentada en su banco, con las dos piernas muy juntas y el delantal estirado sobre las rodillas. El chico del circo seguía mirando por la ventana.
          Al poco tiempo corrió un rumor entre los cursos más bajos. Decían que el chico del circo había arrastrado a una de sus compañeritas hacia el hueco que se formaba debajo de las enredaderas del patio y la había obligado a desnudarse. Aseguraban que habían hecho caca juntos.
          La directora desestimó lo cuchicheos, pero igual llamó al chico del circo a su oficina y mantuvieron una extensa entrevista en la que lo interrogó acerca de cómo se sentía en su nueva escuela y si creía que se estaba integrando bien al resto del grupo.
          El chico del circo habló poco y nada.




          Un día, sin previo aviso, y después de dos exitosos fines de semana, el circo se fue y el chico no volvió a la escuela. El baldío en el que se había asentado la carpa amaneció liso y vacío. Solo quedaba, en una esquina, el elefante parado, alto y triste, con su grillete en la pierna y una cadena que lo ataba a su estaca.
          La policía hizo averiguaciones. Dijeron que los del circo no tenían los papeles del animal en regla y que por eso lo habían dejado. Vino el veterinario y revisó al elefante.
          Este animal está muy enfermo, dijo. Está a un pie de la muerte, dijo. 
          Todos se pusieron muy tristes. ¿No se puede hacer nada?, ¿no hay modo de salvarlo?, preguntaron.
          El veterinario respondió que no, que solo era cuestión de horas.
          ¿Y qué vamos a hacer con un elefante muerto?, preguntaron.




          No tengo ni idea, dijo el veterinario.
          Los chicos, mientras tanto, rodeaban al elefante y corrían entre sus piernas. El desafío era pasar bajo la panza del animal sin que este lo advirtiera. Más tarde se colgaron de su cola y también uno, el maás sabandija de todos, se le subió al lomo. Después de un rato de saludar desde allí, bajó sin pena ni gloria. El elefante, parado en medio de los terrenos del ferrocarril, apenas si movía las orejas para espantar las moscas. No comía. La trompa le caía derecha y arrastraba por el suelo. Tenía los ojos lagañosos y entrecerrados.
          Dos días más tarde, se murió.
          Nadie sabía qué hacer con el elefante muerto. Cortaron el candado que ataba el grillete a la pata y, con una pala excavadora y la ayuda de muchos hombres, lo subieron al camión de la municipalidad y lo llevaron al basural. Allí lo dejaron.
          Algunos chicos todavía fueron un tiempo más a jugar sobre el elefante. Un día dejaron de ir. Había olor.
          Cuando ya era una montaña reseca e informe, el intendente recordó al elefante muerto y comenzó a hacer gestiones. Logró venderle el esqueleto a un Museo de Ciencias Naturales de Formosa. Fue un buen ingreso para las arcas municipales. Vinieron tres técnicos y se pasaron dos días blanqueando huesos y embalándolos en cajas de cartón. Al terminar la tarea cargaron todo en una furgoneta destartalada y partieron. El museo tenía un gran hall de ingreso, un poco oscuro pero majestuoso, y el elefante sería toda una atracción puesto allí, en el centro.
          Tardaron un año y medio en armarlo. Día tras días engarzaban huesos en un firme y secreto soporte de hierro. Consultaban, para hacerlo, una vieja enciclopedia de zoología y observaban en detalle cada parte, cada articulación, cada pequeñez. Lentamente, el elefante tomaba forma. Ya estaba casi completo cuando advirtieron que faltaba una diminuta vértebra de la cola. Según el libro debía haber diecinueve y en la caja de las vértebras había solo dieciocho.
          Durante un tiempo la buscaron en las otras cajas, hasta que se dieron por vencidos. Se dijeron a sí mismos que seguramente el huesito había quedado olvidado en el pueblo, perdido entre cáscaras de papas, bolsas de nylon y botellas rotas.
          Pero no era así. Lo tenía, en realidad, la chica aquella que había besado al hijo del dueño del circo. Caminó entre sombras una noche de verano para robar la vértebra, en medio del basural crujiente y tembloroso, sin que nadie lo advirtiera.
          La escondió en un cajón secreto, en el fondo de su cómoda, junto al diario íntimo y al lado del chicle reseco y desvaído, envuelta con una cinta rosa.
          Era su souvenir.

*     *     *

¿Les gustó?
Un muy buen cuento de Federico Falco, escritor y video artista argentino nacido el 1 de enero de 1977, en la provincia de Córdoba, Argentina. Licenciado en Ciencias de la Comunicación con orientación en TV. Autor de libros de cuentos, como Un cementerio perfecto [2002], 222 patitos [2004], 00 [2004], El pelo de la Virgen [2007], La hora de los monos [2010], el que incluye «Elefantes» y otros ocho cuentos, y Un cementerio perfecto [2016]; una nouvelle: Cielos de Córdoba [2011]; poesía: Aeropuertos, aviones [2006] y Made in China [2008]; y una obra de teatro: Diosa de barrio [2008]. Fundador, junto a Luciano Lamberti e Inés Rial, de la revista literaria digital Fe de Rata. Recibió numerosos premios, entre los que se destaca la distinción como el creador joven destacado en el área de Literatura, otorgado por el Centro Cultural España Córdoba; dos becas, una del Fondo Nacional de las Artes y otra de la New York University y el Banco de Santander. Participó en diversas antologías de cuentos y relatos. En 2010 fue seleccionado por la revista Granta para integrar su número dedicado a los mejores narradores jóvenes en español.
Federico Falco admira a los cuentistas, a Antonio di Benedetto [Zama], Juan José Saer [Nadie nada nunca], Rodolfo Fogwill [Muchacha Punk], Hebe Uhart, la gran preferida de Faulkner, [«En la peluquería», «Mi tío de Lima»], Daniel Moyano [«Artista de variedades»], en cuanto a los argentinos, después agrega a: Flannery O´Connor [«El tren», «La cosecha»], John Cheever [«Reunión», «La monstruosa radio»], Lydia Davis [«Lo que aprendes sobre el niño»], todos virtuosos del relato.

«Me defino como cuentista»

Federico Falco

«Elefantes» es un relato corto, como habrán visto, contado por un narrador en tercera persona. Alguien que se interna en los acontecimientos de ese pueblo con la gran aventura de la llegada de un circo —cuántos de ustedes la habrán vivido o se lo habrán contado—, y también se interna en los personajes, niños-adolescentes con sus cuotas de inocencia y malicia y descubrimientos. Conductas que pueden ser terribles o banales y no tienen mucha explicación. ¿O acaso la tiene el beso espontáneo o el beso obligado?, ¿o el extraño souvenir que elige la niña? 
El relator es alguien que ha vivido la historia, y nos la cuenta con un tono entre melancólico y nostálgico, con un narrar minimalista dejándonos un espacio, en un estado contemplativo de ese pasado que se ha ido para siempre, que ha levantado vuelo, como el circo y con él, el hijo del dueño del circo. Como todo lo que llega a un pueblo.
Es un relato, a mi entender, que nos muestra al otro, sin juzgar, y eso para mí, como para muchos, es muy atrayente.

Espero que hayan disfrutado de este cuento aparentemente simple, y si no conocían a su autor que puedan leer más de su obra y de él. Debajo, en Notas, dejos los links de dos cuentos y tres entrevistas, para seguir disfrutando.
Hasta el próximo encuentro, leyendo desde una linda playa o desde el calor de un hogar,

C. G. 






Notas

- «El hombre de los gatos», Federico Falco:
https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-160766-2011-01-20.html

- «Cuento de Navidad», Federico Falco:
http://www.piedepagina.com/redux/14/06/2008/cuento-de-navidad/

- Entrevista de Juan Terranova, «Hablando del asunto 3.0»:
https://web.archive.org/web/20110706081440/http://www.hablandodelasunto.com.ar/2010/06/la-cordoba-que-aparece-en-mis-cuentos-tiene-poco-que-ver-con-la-cordoba-real/

- Entrevista de Rogelio Demarchi, «Mundos ambulantes»:
http://vos.lavoz.com.ar/content/mundos-ambulantes-0

_ Entrevista de Cristina Mucci «Los siete locos»:





https://www.youtube.com/watch?v=YSS9bL6YAQM

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Conversar de libros, y de los caminos a donde ellos nos llevan, dar una opinión, contar impresiones, describir una escena, personaje favorito, nunca contarlo todo, aunque a veces, elijamos ir un poco más allá, y no está mal, no a todos les molesta.
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