lunes, 6 de abril de 2020

«Los funámbulos» y «Rhadamanthos», dos cuentos de Silvina Ocampo

«Los funámbulos» y «Rhadamanthos»

Viaje olvidado [1937] y Las invitadas [1961]

Dos cuentos, dos libros, una autora:

Silvina Ocampo

[1903-1993, Buenos Aires, Argentina]


No soy sociable, soy íntima.
Soy apenas yo misma. Soy Silvina.
Fui y soy la espectadora de mí misma.
Prisionera, perdida, siempre esclava de tu felicidad.
S.O.

Editorial Emecé.  184 págs.

Editorial Losada.  184 págs.

          Vamos a leer dos relatos de una de las cuentitas que más disfruto y admiro: Silvina Ocampo, la más inquietante las Ocampo, y la menor de seis hermanas.

«Pongo mi vida en lo que escribo», S. O.
Silvina Ocampo

          Narradora y poeta argentina, hermana de Victoria Ocampo [1890-1979], esposa de Adolfo Bioy Casares [1914-1999] y amiga de Jorge Luis Borges [1899-1986]. Tres figuras tan grandes de la literatura argentina la rodearon, sin embargo, no opacaron su calidad de escritora. Supo hacerse un espacio en ese inmenso mundo literario, y encontró su lugar con un estilo muy propio, «Silvina escribía como nadie», dijo su esposo.
          En muchos de sus temas y argumentos, con personajes excéntricos o borders, aparece la infancia y la fantasía, el amor y la locura, situados en unos universos ficticios e inquietantes, misteriosos, donde también podemos encontrar huellas de sus primeros amores: el dibujo y la pintura.
          En este sentido, se relacionó con grandes nombres de las artes plásticas, como Petorutti, Xul Solar, Horacio Butler, Norah Borges y otros integrantes del Grupo de París —artistas argentinos unidos por su amistad y concepción del arte moderno. Y justamente en París, tomó clases nada menos que con Georgio De Chirico y Fernand Léger.
          Su obra, junto con la de Borges, Cortázar, Arlt y Sábato, se encuentra en lo más alto de la literatura argentina y es una referencia clave en la literatura fantástica. Aunque, hay que decirlo, al principio fue ignorada por la crítica. Es notable la poca difusión y el escaso conocimiento que se tuvo de su obra, tanto en el ámbito editorial como en el académico. Claro que su carácter, tímido e introvertido, pudo haber ayudado a esta situación injusta.
          Entre sus libros de cuentos más conocidos figuran Autobiografía de Irene [1948], La furia [1959], Las invitadas [1961] —uno de los más elogiados—, Antología esencial [cuentos y poemas] y Cornelia frente al espejo [1988].
          Ahora sí, después de recordar algunos aspectos de su vida y obra, leamos estos dos cuentos muy cortos y potentes, valoremos la riqueza de su narrativa una vez más. Al finalizar, mi comentario.
          Empecemos por «Los funámbulos», de su primer libro publicado Viaje olvidado [1937]así titulado a partir de un cuento homónimo. Y admiremos la obra del pintor Paul Klee [1879-1940], El equilibrista [1923].


«Los funámbulos»


El equilibrista [Der Seiltänzer, 1923]. Lithografie.

Vivían en la oscuridad de corredores fríos donde se establecen corrientes de aire, producidas por las plantas de los patios. tenían almas de funámbulos jugando con los arcos en los patios consecutivos de la casa. No sentían esa pasión desesperada de todos los chicos por tirar piedras y por recoger huevos celestes de urraca en los árboles. Cipriano y Valerio —Cipriano y Valerio los llamaba sin oírlos la planchadora sorda, que rompía la mesa de planchar con sus golpes—. Cipriano y Valerio eran sus hijos, y cada vez se volvían más desconocidos para ella; tenían designios oscuros que habían nacido en un libro de cuentos de saltimbaquis, regalado por los dueños de casa.
Cipriano saltaba a través de los arcos con galope de caballo blanco, y Valerio de vez en cuando hacía equilibrio sobre una silla rota y escondía cuidadosamente su afición por las muñecas. No comprendía por qué los varones no tenían que jugar con las muñecas. No había sabido que era una cosa prohibida hasta el día en que se había abrazado de una muñeca rota en el borde de la vereda y la había recogido y cuidado en sus brazos con un movimiento de canción. En ese momento lo atravesaron cinco risas de chicas que pasaban —y su madre lo llamó, con el mismo gesto de tirar la basura le arrancó la muñeca. Cipriano había aumentado ampliamente su vergüenza con sus lágrimas.
La planchadora Clodomira rociaba la ropa blanca con su mano en flor de regadera y de vez en cuando se asomaba sobre el patio para ver jugar a los muchachos que ostentaban posturas extraordinarias en los marcos de las ventanas. Nunca sabían de qué estaban hablando y cuando interrogaba los labios una inmovilidad de cera se implantaba en las bocas movibles de sus hijos. Era una admirable planchadora; los plegados de las camisas se abrían como grandes flores blancas en las canastas de ropa recién planchada, y planchaba sin mirar la ropa, mirando las bocas de sus hijos. Detrás de las cabezas se elaboraba algún extraño proyecto que largamante trató de adivinar en el movimiento de los labios, hasta que acabó por acostumbrarse un poco a esa puerta cerrada que había entre ella y sus hijos. Por la mañana los dos chicos iban al colegio, pero las tardes estaban llenas de juegos en el patio, de lecturas en rincones del cuarto de plancha, de pruebas en imaginarios trapecios que la madre empezaba a admirar.
Cipriano había ido al circo un día con su madre. Durante el entreacto fueron a visitar los animales. Cuando volvieron, al cruzar delante de la pista, Cipriano sintió el vértigo de altura que había sentido en la azotea de la casa adnde raras veces lo habían dejado subir. Soltó la mano de su madre y corrió hacia adentro del picadero, dio vueltas de caballo furioso, dio vueltas de carnero de pruebista, se colgó de un alambre de trapecista, se dio golpes de clown. Y todo eso con una rapidez vertiginosa en medio de una lluvia de aplausos. Todo el público lo aplaudía. Cipriano, deslumbrado en las estrellas de sus golpes, era el caballo blanco de la bailarina, el pruebista de saltos mortales con diez pruebistas encima de su cabeza, el trapecista de puros brazos con alas que atraviesan el aire para luego caer en la red elástica sobre un colchón enorme, donde duermen los trapecistas. Su madre lo llamaba por entre el tumulto de aplausos: ¡Cipriano, Cipriano! y se creyó muda, con su hijo perdido para siempre. Hasta que un acomodador se lo trajo lleno de moretones y bañado en sudor. El público sonreía por todas partes y Clodomira sintió su terror furioso transformarse súbitamente en admiración que la hizo temer un poco a su hijo como a un ser desconocido y privilegiado.
Cuando llegaron de vuelta a la casa, Valerio, que estaba enfermo con la cabeza tapada dentro de las sábanas, asomó los ojos y vio todo el espectáculo glorioso del circo desarrollarse como una alfombra en los cuentos de Cipriano. Cipriano llevaba un nimbo alrededor de su cara del color de la arena de la pista, sus moretones adquirían formas extrañas de tatuajes sobre sus brazos.
Cipriano vivió desde ese día para volver al circo, Valerio para que Cipriano volviera al circo. Era a través de su hermano que Valerio gozaba todas las cosas, salvo su afición por las muñecas.
El fervor acrobático sin cesar crecía en el cuerpo de Cipriano; llegaron a inventar un traje de saltimbanqui hecho con medias de mujer y camisetas viejas del portero. 
Un día no sentían ya el frío de la tarde sobre los brazos desnudos. Parados en el borde de una ventana del tercer piso, dieron un salto glorioso y envueltos en un saludo cayeron aplastados contra las baldosas del patio. Clodomira, que estaba planchando en el cuarto de al lado, vio el gesto maravillosos y sintió, con una sonrisa, que de todas las ventanas se asomaban millones de gritos y de brazos aplaudiendo, pero siguió planchando. Se acordó de su primera angustia en el circo. Ahora estaba acostumbrada a esas cosas.

*     *     *

«Rhadamanthos»
Las invitadas [1961]


Editorial Losada. Tapa ilustrada por Norah Borges.
188 págs.

          La envidiaba por sus pecados con una envidia que la carcomía, una envidia que no la dejaba descansar, y ahora, ahí estaba, muerta. Nada en el mundo podría resucitarla. Ahí estaba, muerta como una piedra preciosa, que no sufre, con todos los honores, con todas las ceremonias. ¡Ni siquiera desfigurada! Y si lo hubiera estado, alguien se hubiera encargado de ver en ella un encanto nuevo, el encanto de sus imperfecciones. 
          Joven, nada le quitaría la juventud; tranquila, nada le quitaría la tranquilidad; impura, nada le quitaría su aparente pureza. Las iniciales, sobre el paño negro del coche fúnebre, brillaban, y sus retratos ya se repartían entre los amigos de la casa. No había modo de contener las lágrimas que vertían por ella un hijo de ocho años, un marido de treinta y esa corte ridícula de amigos que la admiraban, aún más que antes. En los armarios, aquellos vestidos que olían a perfume, serían sus delegados. Con ellos el recuerdo maquinaría costumbres, ritos en su memoria. Las santas tienen altares, pero ella, que se había suicidado, tendría en cada corazón alguien que suspiraba secretamente por su memoria.
          Injusticias de la suerte, pensaba Virginia, mientras subía las escaleras. Yo que he sufrido tanto, yo que soy pura, yo que tengo a veces cara de muerta, yo que no tengo miedo a nadie, yo no me he suicidado. Nadie llora por mí. 
          Entró en el cuarto donde la velaban. Flores, las flores que le agradaban tanto. la cubrían. En la luz trémula de los cirios brillaban la frente, los pómulos, las mejillas, el cuello y los labios, como si estuviese viva. Ninguno de sus defectos se veía, ni los dedos de los pies, que eran tan insólitos, ni las piernas demasiado fuertes. Se había arreglado, peinado, pintado, para tortutarla. 
          Para no verle la cara se arrodilló; para no pensar en ella rezó. Un zumbido de voces le llenó los oídos. La gente hablaba, ¿de qué? Solo de ella. Era pura, decían, como la luz. Se puso de pie. Por suerte nadie advierte en las miradas los íntimos sentimientos de un ser.
          Virginia se dirigió al dormitorio de la muerta. Buscó el peine, para peinarse, buscó el lápiz de los labios, para pintarse, buscó el perfume, para perfumarse, y se miró en el espejo. Salió de la casa apresuradamente; entró en una tienda donde compró papel de cartas (el papel que tenía en su casa era un papel ordinario). Caminó por la calle mirando la punta de sus zapatos de bruja; subió por un ascensor interminable, abrió una puerta y entro en su cuarto. 


Woman Writing, Pierre Bonnard [1867-1947]

Se puso a escribir maravillosas cartas de amor dirigidas a la muerta, revelando en ellas, con toda suerte de subterfugios, la vida monstruosa, impura que le atribuía. 
          Al pie de las cartas firmaba con el nombre del supuesto amante. En una noche, mientras velaban a la muerta, escribió veinte cartas, cuyas fechas abarcaban todo una vida de amor.
          A la mañana siguiente, al alba, hizo un paquete con las cartas, las ató con la cinta rosada de uno de sus camisones, las llevó a la casa mortuoria y las deposió en el armario de la muerta.

*

¿Les gustó?
Dos relatos magníficos. Contados ambos en tercera persona. Aunque en el segundo, en muchos pasajes el narrador toma la voz de Virginia.
Siempre los nombres curiosos: la planchadora Clodomira, los hermanos Valerio y Cipriano, en el cuento «Los funámbulos». Más de un lector ha debido ir al diccionario, estoy segura, para los dos títulos, para estar seguros de no equivocarnos en sus significados y posteriores relaciones
Los temas son muy distintos en una y otra historia. El fervor y la imaginación de dos niños que aman el circo en el primero, el amor y la admiración de una madre [a pesar de la incomprensión], y la envidia irrefrenable en la segunda, junto a la venganza por una ofensa que no existió. Pero, así es la envidia, ciega. Sí podríamos decir, no sé si estarán de acuerdo, que se asemejan en la intensidad.
El entusiasmo, la pasión más bien de Cipriano, crece sin cesar en su cuerpo. También crece el sentimiento de disgusto e injusticia en Beatriz. Unos, inventaron traje de saltimbanqui —hecho con lo que tenían a mano: medias de mujer y camisetas viejas—, la otra inventa amantes y cartas —escritas en papel elegante, no como el que ella usaba habitualmente.
Y llega el momento final. Los niños dan «el salto glorioso», la madre escucha los aplausos. Beatriz —celosa como Minos que no soportó la popularidad de su hermano— arroja a «su amiga» a un pasado manchado por maravillosos amores ilegítimos.
En el principio decía que es una de las cuentistas que más admiro. Ella se adelantó a los temas. Lo vemos en Valerio, quien hacía equiilibrio en una silla rota y escondía cuidadosamente su afición por las muñecas. El mandato de género, construcciones sociales que ella ya ponía sobre el tapete.
Espero que hayan disfrutado de estas dos lecturas, que la mística y la fuerza de Silvina Ocampo los haya llevado por lugares más allá de la ficción y carguen «esos lugares comunes» con una significación extra que enriquece la vida. 
Hasta la próxima lectura.

Cecilia Olguin Gianelli

Notas

- Cuentos Completos I, Silvina Ocampo:
file:///Users/Cecilia/Downloads/Silvina_Ocampo_cuentos_completos_EMECE_E%20(1).pdf

- Cuentos Completos II, Silvina Ocampo:
https://airenuestro.files.wordpress.com/2015/01/cuentos_2.pdf

- El tratamiento subversivo de los estereotipos de género y edad en la obra de Silvina Ocampo. Universidad Complutense de Madrid. Carolina Suárez Hernán:
https://revistas.ucm.es/index.php/ALHI/article/view/43672/41279

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Conversar de libros, y de los caminos a donde ellos nos llevan, dar una opinión, contar impresiones, describir una escena, personaje favorito, nunca contarlo todo, aunque a veces, elijamos ir un poco más allá, y no está mal, no a todos les molesta.
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