lunes, 7 de junio de 2021

«Un secuestro en la familia», John Fante

 «Un secuestro en la familia»

El vino de la juventud

[1940]

John Fante

[Colorado, 1909-1983, California] 


          Vamos a leer o / y escuchar un relato de John Fante [1909-1983]. Es el primero del libro El vino de la juventud [A Wine of Youth], publicado en 1940. Tiene veinte relatos en total, los primeros trece habían sido publicados en el libro Dago Red. Luego se añadieron los otros siete con este nuevo nombre.            
          El título es muy sugerente: «Un secuestro en la familia» [A Kidnapping in the Family].
          Con una prosa muy dinámica, el autor, nos sumerge en la historia de un niño-adolescente que idealiza a su madre a través de una fotografía que encuentra de ella cuando era joven y, así recrea la situación pasada y la actual. Como todas sus ficciones, esta también está teñida de nostalgia y sensiblidad, especialmente de la vida familiar que el mismo Fante vivió: su ascendencia italiana, la religión católica y los vínculos con los amigos y con los padres.
          Su estilo ha sido comparado con el de William Saroyan —premio Pulitzer por El momento de tu vida—, y con Sherwood Anderson, maestro del relato corto. También con Hemingway, Twain y Henry Miller en su primera etapa.
          Pero John Fante, autor de muy buenas novelas como Pregúntale al polvo y Espera a la primavera, Bandini, tiene un estilo único e inigualable. Es tan coloquial y libre de adornos, que nos hace vivir cada trama sin esfuerzo, con un gran deleite. 
          Redescubierto por Charles Bukowski, quien escribe el prólogo de este libro, se lo considera el precursor del realismo sucio. 



Audiolibro


          En la habitación de mi madre había un viejo baúl. Era el baúl más viejo que había visto en mi vida. Era uno de esos baúles de tapa abovedada que parece la barriga de un gordo. Dentro del baúl, debajo de un vestido de novia que nunca se usaba porque era un vestido de novia, y de una cubertería de plata que tampoco se usó nunca porque era un regalo de boda, y debajo de toda clase de cintas de colores, botones y partidas de nacimiento, debajo de todo esto había una caja con fotos de familia. Mi madre no permitía que nadie abriera aquel baúl y tenía la llave escondida. Pero un día encontré la llave. La encontré debajo de una esquina de la alfombra. 
          La primavera de aquel año, cuando llegaba del colegio por la tarde me encontraba a mi madre trajinando en la cocina. De tanto trabajar tenía los brazos fláccidos y blancos como el yeso seco, el cabello ralo y pegado a la cabeza, y los ojos, grandes y tristes, hundidos en las cuencas. 
          ¡La foto!, pensaba yo. ¡Ah, aquella foto del baúl! 
          Cuando mi madre no miraba, entraba a hurtadillas en su dormitorio, cerraba la puerta y abría el baúl. Allí había muchas fotografías y a mí me gustaban todas, pero había una en especial que mis dedos anhelaban tocar y mis ojos ansiaban ver desde que vi a mi madre de aquella manera: era una foto suya y se la habían hecho una semana antes de que se casara con mi padre. 
          ¡Qué foto! 
          Aparecía sentada en el brazo de un lujoso sillón, con un vestido blanco que le llegaba hasta los pies. Las mangas eran amplias y vaporosas, unas mangas muy elegantes. El vestido apenas tenía escote y en el cuello lucía un camafeo colgado de una fina cadena de oro. Llevaba el sombrero más grande que había visto en mi vida. Le tapaba completamente los hombros como si fuera una sombrilla blanca, tenía el ala levemente inclinada y le cubría todo el cabello menos los prietos bucles oscuros que le caían por detrás. Pero distinguía sus melancólicos ojos verdes, tan grandes que ni siquiera aquel sombrero los podía ocultar. 
          Yo me quedaba mirando aquella extraña fotografía, la besaba, lloraba sobre ella, feliz porque aquella imagen había sido realidad en otro tiempo. Y recuerdo una tarde en que me la llevé a la orilla del arroyo, la puse encima de una piedra y le recé. Y en la cocina estaba mi madre, prisionera entre cazos y sartenes: una mujer que ya no era la encantadora mujer de la fotografía. 
          Y lo mismo pasaba conmigo, un muchacho que volvía a casa de la escuela. 
          Otros días hacía otras cosas. Me ponía delante del espejo del armario con la foto a la altura de la oreja, de cara al espejo redondo. Un sensación turbadora se apoderaba de mí entonces y sentía un escalofrío de placer. ¡Qué increíble aquella gran señora, aquella reina! Y recuerdo que me quedaba sin palabras. 
          La madre que estaba en la cocina en aquellos momentos no era mi madre. No lo habría aceptado. Mi madre era aquella otra, la señora de la pamela. ¿Por qué no podía recordar nada de ella? ¿Por qué tenía yo que ser tan pequeño cuando nací? ¿Por qué no pude nacer con catorce años? No podía recordar nada. ¿Cuándo había cambiado mi madre? ¿Qué causó el cambio? ¿Cómo había envejecido? Acabé convenciéndome de que si alguna vez hubiera visto a mi madre tan hermosa como en la fotografía, le habría pedido inmediatamente que se casara conmigo. Nunca me había negado nada y creía que no me rechazaría como marido. Me regodeé en aquella decisión, descubriendo incluso la manera de deshacerme de mi padre: mi madre podía divorciarse de él. Si la Iglesia no accedía al divorcio, podríamos esperar y casarnos en cuanto mi padre muriera. Hojeé mi catecismo y el libro de oraciones en busca de alguna ley que prohibiera que las madres se casaran con los hijos. Me satisfizo no encontrar nada sobre el tema. 
          Una noche me guardé la fotografía dentro del cinturón y se la llevé a mi padre. Él estaba sentado en el porche delantero leyendo el periódico. 
          —Mira —dije—. ¿Sabes quién es? 
          Mi padre la miró a través de una nube de humo de cigarro. Su indiferencia me indignó. La examinó como si fuera un bicho o algo así; un trozo de pastel duro o algo semejante. Miró la fotografía tres veces de arriba abajo, luego otras tres veces de un lado a otro. La volvió y la examinó por detrás. La composición le interesaba más que el sujeto, mientras yo esperaba que abriera los ojos de par en par y gritara lleno de emoción. 
          —¡Es mamá! —dije—. ¿No la reconoces? 
          Me miró con cansancio. 
          —Déjala donde la has encontrado —dijo, recogiendo el periódico. 
          —¡Pero es mamá! 
          —¡Dios Santo! —dijo—. ¡Ya sé quién es! Me casé con ella. 
          —¡Pero mira! 
          —Vete —dijo. 
          —¡Pero, papá! ¡Mira! 
          —Vete. Estoy leyendo. 
          Sentí ganas de pegarle. Me sentía avergonzado y triste. Algo pasó en aquel momento y la fotografía ya no volvió a parecerme tan maravillosa. Se convirtió en otra fotografía más, en una simple fotografía. Apenas volví a mirarla y después de aquella noche no volví a abrir el baúl de mi madre en busca de los tesoros del fondo. 




          Antes de casarse, mi madre se llamaba Maria Scarpi. Era hija de Giuseppe y Stella Scarpi. Los dos eran de Nápoles, de familia campesina. Emigraron a Estados Unidos, a Denver, y Giuseppe se hizo zapatero. Mi madre, Maria Scarpi, nació allí, en Denver. Fue la cuarta criatura de los Scarpi. Junto con sus hermanas y hermanos asistió a una escuela de monjas. Luego fue a un instituto público durante tres años. Pero aquel instituto no era como la escuela de monjas y a mi madre no le gustó. Sus dos hermanos y sus cuatro hermanas se casaron después de terminar el bachillerato. 
          Pero Maria Scarpi no se casó. Les dijo a los suyos que el matrimonio no la atraía. Ella quería ser monja. Aquello dejó atónita a toda la familia. Sus hermanos y hermanas opinaban que su ambición no tenía sentido. ¿Y los hijos? ¿Y el hogar, y un buen marido, un buen hombre como Paul Carnati? A todas aquellas preguntas, la mujer que sería mi madre levantaba la nariz y seguía insistiendo en sus ambiciones conventuales. Era una rebelde y sus hermanos y hermanas llevaron a casa toda suerte de posibles pretendientes en un esfuerzo por persuadirla de que olvidara aquella locura. Pero Maria Scarpi era fría e insociable; incluso llegó a negarse a hablar con ellos. Si oía voces en la planta baja, se encerraba en su habitación y se quedaba allí hasta que los visitantes se iban. 
          Paul Carnati era dueño de una panadería. Ganaba mucho dinero, tenía muy buenas ideas y estaba loco por mi madre. Un día llegó a casa de los Scarpi empuñando las riendas de una calesa recién estrenada; tenía llantas de caucho en las ruedas y un bonito caballo tiraba de ella. Aquel Carnati tenía tanto dinero que iba a darle a mi madre el caballo y la calesa a cambio de nada. Mi madre no quiso ni mirarlo; ni siquiera bajó de su habitación, y Paul Carnati se fue tan furioso y ofendido que no volvió nunca más. Llevó su indignación hasta el punto de cobrar el doble por el pan a los Scarpi, hasta que la familia tuvo que ir a comprarlo a otra panadería; y, para colmo, enfadado, se casó con otra. Los italianos llamaban a esto matrimonio por despecho. 
          Mi madre me contó cómo fue su primer encuentro con mi padre. Ocurrió en 1910, en el mes de agosto de aquel año. Era el día de San Roque, el poderoso santo patrón de todos los italianos. En un día tan importante, los italianos se agolpaban en las calles del North Side y por el centro de la calle marchaba un vistoso desfile, con tres bandas de música completas y los Hijos de San Roque con sus uniformes rojos y plumas blancas en los sombreros. Los Caballeros de Colón también estaban allí, desfilaban con su propia banda, y los Hijos de Little Italy estaban también presentes con la suya. De hecho, todas las personas con alguna importancia estaban allí, incluidos muchos americanos que no tenían ninguna pero que iban a mirar y a reírse, porque opinaban que los días festivos en el North Side eran divertidos. 
          El desfile bajó por Osage Street hasta Belmont, luego dobló al este por Belmont hasta la iglesia de San Esteban. Mi madre estaba en el cruce de Osage y Belmont, delante del drugstore, que aún sigue allí, contemplando el desfile. 
          Estaba sola, rodeada de jóvenes italianos que habían salido corriendo desde las mesas de billar del Star Hall, con el taco en la mano y el sombrero caído sobre la nuca. Conocían a mi madre, aquellos jóvenes la conocían, lo sabían todo de ella. Todos los vecinos del North Side conocían a Maria Scarpi, que prefería ser monja a ser esposa. Ella les daba la espalda, los despreciaba; eran matones, la primera camada de gángsters que más tarde manchó la reputación de los italianos de Denver. 
          Fingían estar interesados en el desfile, pero no lo estaban. Era mentira. En lo que estaban interesados era en mi madre. Era una situación curiosa, insólita para los matones. ¿Qué podía decirle un hombre a una mujer que iba a ser monja? No dijeron nada, ni una palabra. Se limitaron a quedarse allí, aplaudiendo el desfile. 
          Hubo un alboroto en la parte de atrás. Alguien empujaba, propinando codazos a diestro y siniestro, dando gruñidos de prepotencia (no era un hombre corpulento y en consecuencia gruñía dos veces más fuerte de lo necesario) y abriéndose paso entre la multitud hasta que, oh cielos, ¿quién estaba delante de él? ¿La muchacha de la pamela verde? Guido Toscana había abusado del vino blanco y estaba alegre, pero en aquel estado veía la belleza con más claridad. Dando chupadas a su tagarnina, se detuvo. Los demás no le hicieron caso. ¿Quién diantres se creía que era? No lo habían visto nunca, aunque estaban seguros de que era italiano como ellos. 
          Mi madre notó su cercanía, el borde de su pamela le rozaba el hombro. Se adelantó. Pero no fue muy lejos. La alcantarilla estaba a un centímetro de sus pies. 
          —¡Buenos días! —dijo Guido Toscana. 
          —No lo conozco a usted —respondió ella. 
          —¡Ejem! —exclamó—. ¡Ejem, ejem! Me llamo Guido Toscana. ¿Cómo se llama usted? 
          Dio media vuelta y guiñó el ojo a los jóvenes, que se quedaron paralizados. Los ojos de mi madre recorrieron los rostros que flanqueaban la calle en busca de alguno de sus hermanos. Un borracho. ¡Y ella una muchacha que quería ser monja! ¡Oh, Dios bendito, rezó, ayúdame, te lo pido por favor! Pero Dios no creyó oportuno intervenir; o se estaba divirtiendo con aquello o estaba demasiado ocupado viendo el desfile en honor de San Roque, porque permitió a Guido Toscana otras libertades. Mi futuro padre se llenó la boca de humo de la tagarnina, se inclinó y puuuuuuuffffff, expulsó el humo bajo el ala de la pamela de mi futura madre. Aquel humo blanco picaba. Mi madre se atragantó, tosió con la boca pegada a un pequeño pañuelo. Toscana lanzó una carcajada estentórea y se volvió hacia los jóvenes buscando su complicidad. Los jóvenes fingieron no haber visto nada. Ah, pensó Guido Toscana, conque ésas tenemos: ¡macarronis! 
          Mi madre ya había tenido bastante. Sujetándose la pamela, lo empujó para apartarlo, se abrió paso entre la multitud de italianos y anduvo rápidamente calle arriba. La casa de los Scarpi estaba a tres manzanas. Cuando llegó al final de la primera, dobló la esquina mirando por encima del hombro. 
          Se quedó sin aliento. ¡El hombre la seguía! Se había quitado el sombrero y, esquivando a la multitud, le hacía señas con la mano, indicándole que volviera. Mi futura madre recorrió a paso vivo las dos manzanas que quedaban. Él también corrió. 
          —Mamma! —gritó Maria Scarpi—. Mamma! Mamma! 
          Subió los seis peldaños del porche de un salto. Mamá Scarpi, corpulenta y tan ancha como tres madres normales, abrió la puerta y Maria entró a toda velocidad. La puerta se cerró de golpe y se oyó correrse el cerrojo. Guido Toscana apareció resoplando por la calle. Todo era paz y tranquilidad cuando llegó a la casa. Las persianas estaban bajadas y no salía humo por la chimenea. El lugar parecía vacío. Pero él se quedó merodeando cerca. No pensaba marcharse. Anduvo arriba y abajo, frente a la casa de los Scarpi, como un centinela. Arriba y abajo. Tras una cortina de la planta de arriba asomó la cabeza de Maria Scarpi. Arriba y abajo, Guido Toscana paseaba. Arriba y abajo. 
          La intrépida mamá Scarpi abrió la puerta y se quedó tras el cancel de tela metálica. En un italiano agudo, chilló: 
          —¿Qué quieres, vagabundo borracho? ¡Vete de aquí! ¡Largo! 
          —Me gustaría hablar con la señorita —dijo Guido Toscana. 
          —¡Fuera de aquí, cerdo borracho! 
          —No estoy borracho. Me gustaría hablar con la señorita. 
          —¡Lárgate de aquí si no quieres que llame a la policía, cerdo borracho! 
          Toscana trató de sonreír para disimular su miedo a la policía. 
          —Unas palabras con la señorita y me voy. 
          —Polizia! —gritó mamá Scarpi—. Polizia! 
          Guido Toscana se estremeció, cerró los ojos y se puso a hacer muecas. Levantó las manos y se las puso delante de la cara, como si los gritos de mamá Scarpi fuera botellas lanzadas contra su cabeza. 
          —Polizia! Polizia! Polizia! 
          Hubo un movimiento en la ventana de la planta de arriba. La persiana subió con un chirrido y una sucesión de sacudidas. Se alzó la ventana de guillotina y apareció la cabeza de Maria Scarpi. 
          —Mamma! —gritó—. Por favor, no chilles. ¡La gente va a pensar que estamos locos!              Para Guido Toscana, aquella voz era la niña que tenía Enrico Caruso en la garganta. 
          —¡No chilles, mamma! Averigüemos qué quiere. 
          —Eso —dijo la corpulenta mamma—. ¿Qué quieres, cerdo borracho? 
          Guido se plantó bajo la ventana, alzó los ojos y habló en italiano. 
          —¿Cómo se llama usted? Un suspiro. 
          —Me llamo Maria Scarpi. 
          —¿Quiere casarse conmigo? Mamá Scarpi estaba a punto de vomitar. 
          —¡Fuera de este corral! —chilló—. ¡Vuelve con los cerdos borrachos, cerdo borracho!              Guido no la escuchaba. Abrió la boca y empezó a cantar. No hubo forma de impedírselo. La gente que volvía del desfile lo miraba boquiabierta de asombro. Mamá Scarpi cerró la puerta de golpe y se digirió al interior de la casa. Mi madre, no muy inteligente, una muchacha de corazón blando que quería ser monja y rezar por los pecados del mundo, estaba pasmada en la ventana. 
          Y sigue pasmada. Y sigue llena de asombro. Y eso a mí, un chico que volvía a casa de la escuela, me molestaba. 
          —No supe qué hacer —contaba—. Con toda aquella gente allí…, sentí lástima por él.              —¿Qué cantaba? 
          —Esa canción absurda, la que canta cuando se afeita. 
          Conocía esa canción. Todos los vecinos de las manzanas más próximas la conocían. Siempre que estaba delante de un espejo enjabonándose la cara, lo imaginaba debajo de una ventana en Denver un año antes de mi nacimiento. La canción era «Menami!» («¡Llévame!»):           
          Ay, nena, me has herido dolorosamente. Ah, dolorosamente. 
          Mi corazón sangra profusamente. Sí, profusamente. 
          Mi sangre y mi vida se van lentamente y no puedo contener la sangría. 
          ¡Llévame contigo! ¡Devuélveme la vida! 
          Dame un beso. Un beso. Dame sólo eso. 
          Un besito no es ningún delito. 
          Por favor, no seas coqueta, 
          ¿qué es un beso para ti? 
          Mira en qué estado me has puesto. 
          ¡Ten compasión de mí! 

          —¿Qué pasó después, mamma? 
          Estaba barriendo el suelo de la cocina, encorvándose para alcanzar los restos de carbón que había detrás de las patas cóncavas de la estufa. Oí el crujido de sus articulaciones al agacharse. 
          —Mi hermano Joe llegó a casa y vio a tu padre. 
          —¿Y qué dijo el tío Joe? 
          —No sé. No me acuerdo. 
          —Sí te acuerdas. ¿Qué hizo el tío Joe? 
          —Se rió. 
          —¿No se enfadó? 
          —No, en absoluto. 
          —Apostaría a que tenía miedo de papá, ¿verdad que sí? 
          —En absoluto. —Es igual. Apostaría a que estaba muerto de miedo. 
          —Lo que tú digas. 
          —¿Y qué hizo el tío Joe, si no estaba enfadado? 
          —Invitó a tu padre a entrar. 
          —¿No se pelearon ni nada? ¿No le dio papá una paliza o algo así? 
          —No, nada de eso. 
          —¿Y papá entró? 
          —Sí. 
          —¿Y tú qué hiciste? 
          —No me acuerdo. 
          —Sí, sí que te acuerdas. 
          —Hace mucho tiempo…, lo he olvidado. 
          —No, no lo has olvidado. Lo que ocurre es que no quieres decírmelo. 
          Mi madre se puso en pie, jadeando en busca de aire. 
          —Me quedé un rato arriba, en mi habitación, y luego el tío Joe subió y me dijo que bajara. Y yo bajé. 
          —¿Y qué pasó? 
          —Nada. 
          —¡Algo tuvo que pasar! ¿Qué fue? 
          —¡No pasó nada! —dijo medio irritada ya—. Tu tío me explicó quién era tu padre y nos dimos la mano. ¡Y eso es todo! 
          —¿Eso es todo? 
          —Eso es todo. 
          —¿No pasó nada más? 
          —Tu padre me cortejó y al cabo de unos meses nos casamos. Eso es todo. 
          Pero a mí no me gustaba de esa forma. Lo detestaba. No lo quería así. No me lo creía. No podía creérmelo. 
          —¡No, señor! —dije—. No pasó así. 
         —¡Pues claro que sí! ¿Por qué iba a mentirte? No hay nada que ocultar. 
          —¿No te hizo nada? ¿No te secuestró ni nada de eso? 
          —No recuerdo haber sido secuestrada. 
          —¡Pero es que fuiste secuestrada! 
          Se sentó con la escoba entre las rodillas, sujetándola con ambas manos y con la frente apoyada en las muñecas. A pesar de lo cansada que estaba, la expresión de fatiga se desvaneció y dejó paso a una vaga sonrisa, la sonrisa fugaz de la mujer de la fotografía. 
          —¡Sí! —dijo—. ¡Me secuestró! Vino una noche mientras yo dormía y me raptó. 
          —¡Sí! —exclamé—. ¡Sí! 
          —¡Me llevó a las montañas, a una cabaña de bandoleros! 
          —¡Claro! Y llevaba una pistola, ¿verdad que sí? 
          —¡Sí! ¡Una pistola grande! Con cachas de nácar. 
          —Y montaba un caballo negro. 
          —Es verdad —dijo—. Nunca olvidaré aquel caballo. ¡Qué hermoso era! 
          —Y tú estarías muerta de miedo, ¿verdad? 
          —Petrificada —dijo—. Sencillamente petrificada. 
          —Gritaste pidiendo ayuda, ¿no? 
          —Grité una y otra vez. 
          —Pero él consiguió huir, ¿verdad? 
          —Sí, consiguió huir. 
          —Te llevó a la cabaña de bandoleros. 
          —Exacto, allí me llevó. 
          —Estabas asustada, pero te gustaba, ¿verdad? 
          —Me encantaba. 
          —Te tuvo prisionera, ¿no es cierto? 
          —Sí, pero fue bueno conmigo. 
          —¿Llevabas aquel vestido blanco? ¿El de la fotografía? —Por supuesto que sí, ¿por qué? 
          —Sólo quería saberlo —dije—. ¿Cuánto tiempo te tuvo prisionera? 
          —Tres días y tres noches. 
          —Y la tercera noche te propuso matrimonio, ¿verdad? Cerró los ojos con expresión de quien recuerda. 
          —Nunca lo olvidaré —dijo—. Se puso de rodillas y me suplicó que me casara con él. 
          —Al principio tú no querías casarte con él, ¿verdad? 
          —Al principio no. ¡Le dije que no! Pasó mucho tiempo hasta que dije que sí. 
          —Pero al final lo dijiste, ¿eh? 
          —Sí —respondió—. Al final. 
          Aquello era demasiado para mí. Demasiado. La rodeé con los brazos y le di un beso, y en los labios me quedó el penetrante sabor de sus lágrimas.

*

          Espero que hayan disfrutado de este hermoso relato. Contado en primera persona desde el recuerdo de un niño-adolescente, Jimmy. Una foto de su madre, tomada una semana antes del casamiento con su padre, y hallada en un baúl, es el disparador de la tierna y terrible historia. Terrible porque él puede ver la vida de sumisión y sacrificio de su madre. El contraste con su padre. Los cambios que hay en ella. Desde una muchacha rebelde y segura de sí, plantada en sus convicciones, a una ama de casa resignada.
          Con gran sencillez narrativa, Fante nos sumerge con maestría en una gran complejidad psicológica. Su naturalidad es admirable.
          John Fante nació en Denver, Colorado en una familia italoamericana, y sabemos que sus historias se nutrían de su vida. Este es su universo literario. 
          Quizá explique, en parte, la facilidad con que nos sumergimos en esta trama, donde flota la nostalgia y la perplejidad de un hijo. Quizá sea, según las palabras del propio autor, que puso el corazón y las entrañas cuando la escribía.
          Hasta el próximo encuentro.

Cecilia Olguin Gianelli

Notas


- John Fante. Official Website:
https://www.johnfante.org/en/john-fante/

- Lee Friedlander [1934]: Maria, New York City [1959]: Imagen elegida del gran fotógrafo estadounidense, famo por sus portadas de discos de jazz y su arte de hacer magia con lo cotidiano.