miércoles, 25 de marzo de 2020

Flannery O'Connor, dos cuentos: «El tren» y «La cosecha»

Flannery O´Connor,

la buena literatura sureña

 

          Flannery O´Connor, la inquietante escritora sureña, nacía un 25 de marzo de 1925 en la hermosa Savannah, Georgia, Estados Unidos.

Portrait illustrated by June Glasson*

 

          Flannery O'Connor [1925-1964]. Una de las mejores escritoras estadounidenses, autora de dos novelas y más de treinta y cinco relatos; ensayos —reunidos en Misterio y maneras y excelentes reseñas, como The Presence of Grace and Other Book Reviews*, una rica y abarcadora colección. 

Hija única de una familia orgullosa del Sur Profundo [Deep South]. Nacía un día como hoy, un 25 de marzo, y fallecía muy joven, a los 39 años, de una enfermedad autoinmune, congénita, llamada lupus.

Fue en la señorial Midelgville, a dos horas de Atlanta, donde vivió casi la mitad de su vida. La granja familiar se llamaba «Andalusia» [pronunciá «andaluchia»], invito a visitarla, a conocer sus interiores —con sus rincones donde escribía y leía ávidamente—, y los exteriores —con sus jardines y pavos reales:


Flannery O´Connor. Andalusia Foundation*


Y a pesar de tan corta vida —enferma más de la mitad—, produjo una obra rica en cantidad y calidad. Brindó charlas y conferencias hasta último momento, la recuerdan sus amigos «colgada» de sus muletas. Heredera de la tradición literaria de William Faulkner [1897-1962], el otro gran sureño, uno de los más innovadores del siglo XX.

El sur de Estados Unidos con su rica tradición literaria, Edgard Alla PoeMark TwainTennessee WilliamsTruman Capote con su A sangre fría —cásico sureño de 1966,... todos ellos expresan, de diversa forma, una sociedad rural, conservadora, con valores propios.

Conocer su obra, releerla será un placer para cualquier lector. Para el que le guste las novelas, podría empezar por Sangre sabia / Wise Blood [1952]. También está la película de culto, dirigida por John Huston [1979]. La historia gira alrededor del joven Hazel Motes y su ambición de crear su propia iglesia, con una particularidad, sería una una iglesia sin Cristo.

Seguir con su segunda novela es una opción, Los violentos lo arrebatan / The Violent Bear It Away [1960], una historia donde Tarwater es el protagonista. O ir directamente a su colección de cuentos: Un hombre bueno es difícil de encontrar Los profetas / A Good Man Is Hard To Find [1955] y Las dulzuras del hogar / Everything That Rises Must Converge [1965].

Flannery, demócrata y católica, como otros escritores anglosajones también católicos, estaba acostumbrada a ser minoría y escribir para un público en su mayoría protestante, de allí su agudeza, sus absurdos para tratar ciertos temas y la creación de sus personajes tan particulares. Observa con distancia la sociedad donde vive, y la cuestiona. Da luz a los misterios de ciertas cotidianidades y nos lo cuenta con sus personajes.

Conozcamos o recordemos algo del mundo literario de esta gran autora, de su cosmovisión: las atmósferas tan especiales que es capaz de crear, implacable... hasta violentas a veces, aunque el humor negro está presente; los escenarios del sur profundo de Estados Unidos —fanatismos, racismo, prejuicios—, los personajes algo freaks, aparentemente excéntricos para decir lo que tienen que decir, como Haze la señorita Willerton en los cuentos que siguen y van a leer.

No encontrarán aquí «un mensaje aleccionador» ni «el final». La realidad está y nos movemos dentro de ella. Prepáremos para los inesperados y creíbles desenlaces, para sentir pavor y conmocionarnos, para enfrentarnos a Flannery O'Connora writer of power.

 

 El tren




The Complete Stories / Cuentos completos, colección [1971]


          El armario estaba justo por donde se entraba. Cuando se subió al tren había visto al camarero de pie, delante del armario, poniéndose la chaqueta del uniforme. Haze se había parado justo en ese instante, justo donde estaba.

La forma en que movía la cabeza era igual, y la nuca era igual, y el brazo lo tenía igual de corto. Se apartó del armario y miró a Haze, y Haze le vio los ojos y eran iguales; eran idénticos... así, de entrada, idénticos a los del viejo Cash, pero después eran diferentes. Se volvieron diferentes mientras los miraba; se endurecieron por completo. 

-¿A... a qué hora bajan las camas? -farfulló Haze

-Falta mucho todavía -contestó el camarero, y volvió a buscar otra vez dentro del armario. 

Haze no supo qué más decirle. Se fue para su compartimiento. 

El tren era ahora una mancha gris que avanzaba rauda dejando atrás atisbos de árboles, campos veloces y un cielo inmóvil que se oscurecía mientras se alejaba. Haze reclinó la cabeza en el respaldo y miró por la ventanilla, la luz amarillenta del tren lo bañaba con su tibieza. El camarero había pasado dos veces: dos veces hacia atrás y dos veces hacia delante, y la segunda vez que había pasado hacia delante le había echado a Haze una mirada severa, y luego había seguido su camino sin decir nada; Haze se había dado la vuelta para verlo marchar tal como había hecho la vez anterior. Hasta su forma de andar era igual. Todos los negros de la quebrada se parecían. Eran unos negros de un tipo muy personal, pesados y calvos, pura roca. En sus tiempos, el viejo Cash había pesado doscientas libras, sin nada de grasa, y no subía más de cinco pies del suelo. Haze quería hablar con el camarero. ¿Qué le comentaría el camarero cuando él le dijese: "Soy de Eastrod"? ¿Qué le diría él? 

El tren había llegado a Evansville. Subió una señora y se sentó enfrente de Haze. Eso significaba que a ella le tocaría la litera que había debajo de la suya. La mujer comentó que le parecía que iba a nevar.

Dijo que su marido la había llevado en coche hasta la estación y le había dicho que sería toda una sorpresa si no nevaba antes de que él estuviera de vuelta en casa. Tenía que recorrer diez millas; vivían en las afueras. Ella iba a Florida, a visitar a su hermana. Nunca había tenido tiempo de hacer un viaje tan largo. La vida era así, las cosas iban pasando una detrás de la otra, y daba la impresión de que el tiempo volaba tanto que ya no sabías si eras joven o vieja. Puso una cara como si el tiempo la hubiese engañado al pasar el doble de deprisa cuando ella dormía y no podía vigilarlo. Haze se alegró de tener a alguien que le diera conversación. 

Se acordó de cuando era niño, cuando su madre y él y los demás niños iban a Chattanooga en el ferrocarril de Tenesí. Su madre siempre se ponía a conversar con los demás pasajeros. Era como un viejo perro de caza al que acababan de soltar y salía corriendo, olía cada piedra y cada palo y olfateaba alrededor de cada objeto con el que se encontraba. Y además se acordaba de todos ellos.

Años más tarde, de repente se preguntaba qué sería de aquella señora que iba a Fort West, o se preguntaba si el vendedor de biblias había conseguido sacar a su mujer del hospital. Sentía una especie de anhelo por la gente, como si lo que le pasaba a las personas con las que conversaba le pasara a ella. Era una JacksonAnnie Lou Jackson

"Mi madre era una Jackson", dijo Haze para sus adentros. Había dejado de prestar atención a la señora, aunque seguía mirándola a la cara y ella creía que la escuchaba. 

-Me llamo Hazel Wickers -dijo-. Tengo diecinueve años. Mi madre era una Jackson. Me crié en Eastrod, Eastrod, Tenesí.

Pensó otra vez en el camarero. Le preguntaría al camarero. De pronto se le ocurrió que el camarero  podía ser hijo de Cash. A Cash se le había fugado un hijo. Eso pasó antes de que Haze naciera. Aun así, seguro que el camarero conocía Eastrod. 

Haze miró por la ventanilla y vio las negras siluetas giróvagas adelatándolo a toda velocidad. Si cerraba los ojos, entre cualquiera de ellas, distinguía Eastrod de noche, y lograba encontrar las dos casas con el camino en medio, y la tienda, y las casas de los negros, y aquel granero, y el trozo de valla que se internaba en el prado, entre gris y blanco, con la luna en lo alto. Era capaz de ver la cara de la mula suspendida encima de la valla y ahí la dejaba, para que sintiera la noche. Él también la sentía. Sentía su suave caricia en el aire. Había visto a su mamá acercarse por el sendero y secarse las manos en el mandil que acababa de quitarse, la había visto aparecer sombría como si fuese la encarnación de la noche y luego de pie en la puerta: Haaazzzeee, Haaazzzeee, ven aquí. El tren lo decía por él. Quiso levantarse e ir a buscar al camarero

-¿Vas para tu casa? -le preguntó la señora Hosen. Se llamaba señora de Wallace Ben Hosen; de soltera se apellidaba Hitchcock

-¡Ummm! -exclamó Haze, sobresaltado-, me bajo en... me bajo en Taulkinham. 

La señora Hosen conocía a algunas personas en Evansville que tenían un primo en Taulkinham... un tal señor Henrys, no estaba segura. Siendo de Taulkinham, Haze debía de conocerlo. ¿Alguna vez había oído hablar de...? 

-Yo no soy de Taulkinham -refunfuñó Haze-. Yo no sé nada de Taulkinham. 

No miró a la señora Hosen. Sabía lo que le iba a preguntar; vio venir la pregunta y vino:
-¿Y se puede saber dónde vives? 

Quería huir de ella. 

-Eso estaba allí -murmuró, revolviéndose en el asiento, luego añadió-: Es que no me acuerdo, estuve una vez pero... esta es la tercera vez que voy a Taulkinham -se apresuró a explicar; la cara de la mujer había surgido ante él y lo miraba con fijeza-, no volví más desde aquella vez que fui y yo tenía seis años. No sé nada de ese lugar. Una vez vi ahí un circo pero no... 

Oyó un ruido metálico al final del vagón y se asomó para ver de dónde venía. El camarero iba bajando las paredes de los compartimentos del principio del vagón.


The train porter "makes down" the sleeping berths.


-Tengo que ver al camarero -dijo Haze, y escapó pasillo abajo. 

No sabía qué le iba a decir al camarero. Cuando lo tuvo delante seguía sin saber qué le iba a decir. 

-Supongo que se prepara para hacerlas ya -comentó Haze

-Así es -dijo el camarero

-¿Cuánto tarda en hacer una? -preguntó Haze

-Siete minutos -contestó el camarero

-Yo soy de Eastrod -dijo Haze-. Soy de Eastrod, Tenesí. 

-Pues eso no está en esta línea -le aclaró el camarero-. Te has equivocado de tren si cuentas con llegar a un sitio como ese. 

-Voy a Taulkinham -dijo Haze-. Me crié en Eastrod. 

-¿Quieres que te haga la litera ahora mismo? -le preguntó el camarero

-¿Eh? -respondió Haze-. Eastrod, Tenesí. ¿Nunca oyó hablar de Eastrod?

El camarero bajó un lateral del asiento. 

-Soy de Chicago -le dijo. 

Echó las cortinas de ambas ventanillas y bajó el otro asiento. Hasta la nuca era la misma. Cuando se agachó, se le vieron tres pliegues. Era de Chicago. 

-Estás justo en medio del pasillo. Vendrá alguien y va a querer pasar -le dijo, y le dio la espalda aHaze

-Me parece que mejor me voy a sentar un rato -dijo Haze sonrojándose. 

Al regresar a su compartimiento notó que la gente lo observaba con atención. La señora Hosen miraba por la ventanilla. Se volvió y lo examinó con suspicacia; luego dijo que todavía no se había puesto a nevar, ¿verdad?, y soltó una parrafada. Imaginaba que a esa hora su marido se estaría preparando la cena. Ella pagaba a una chica para que le hiciera el almuerzo, pero para la cena se arreglaba solo. Le parecía que eso, de vez en cuando, no le hacía daño a ningún hombre. Al contrario,  pensaba que a él le venía bien. Wallace no era vago, pero no tenía ni idea de lo sacrificado que era ocuparse todo el santo día de la casa. La verdad es que no sabía cómo iba a sentirse en Florida con alguien sirviéndole todo el rato. 

El camarero era de Chicago. 

Hacía cinco años que ella no se tomaba vacaciones. La última vez había ido a ver a su hermana a Grand Rapids. El tiempo vuela. Su hermana se había mudado de Grand Rapids a Waterloo. Si llegaba a cruzarse ahí mismo con los hijos de su hermana, no sabía bien si iba a ser capaz de reconocerlos. Su hermana le había escrito que estaban tan grandes como su padre. Las cosas cambiaban deprisa, le decía. El marido de su hermana había trabajado en la compañía del agua de Grand Rapids, tenía un buen puesto, pero en Waterloo, se... 

-Estuve allí la última vez -dijo Haze-. No me bajaría en Taulkinham si eso estuviera allí; se vino abajo como... no sé... como... 

-Debes de estar pensando en otra Grand Rapids -le dijo la señora Hosen frunciendo el ceño-. La Grand Rapids de la que yo te hablo es una ciudad grande y está donde ha estado siempre. 

Lo miró con fijeza un instante y luego continuó: cuando estaban en Grand Rapids se llevaban bien, pero en Waterloo él se dio a la bebida. Su hermana tuvo que sacar adelante la casa y educar a los niños. La señora Hosen no lograba entender cómo podía pasarse ahí sentado año tras año. 

La madre de Haze nunca había hablado demasiado en el tren; más bien escuchaba. Era una Jackson

Al cabo de un rato, la señora Hosen dijo que tenía hambre y le preguntó si quería acompañarla al vagón restaurante. Le dijo que sí. 

El vagón restaurante estaba lleno y había gente esperando turno para entrar. Haze y la señora Hosenhicieron media hora de cola meciéndose en el estrecho pasillo; de cuando en cuando, se pegaban a los costados para dejar paso a un goteo de gente. La señora Hosen se puso a conversar con la mujer que tenía al lado. Haze miraba la pared con cara de tonto. Nunca se hubiera animado a ir solo al vagón restaurante; menos mal que había encontrado a la señora Hosen. Si ella no llegaba a estar hablando, él le hubiera contado con inteligencia que había estado allí la última vez y que el camarero no era de allí, pero que se parecía bastante a los negros de la quebrada, también se parecía al viejo Cash lo suficiente para ser su hijo. Se lo hubiera contado mientras comían. Desde donde estaba no se veía el vagón restaurante; se preguntó cómo sería por dentro. "Como un restaurante", imaginó. Pensó en la litera. Cuando terminara de comer, seguro que la litera estaba hecha y se podía subir a ella. ¿Qué diría su mamá si lo viera ocupando una litera en un tren? Seguro que ella nunca llegó a imaginar que eso iba a pasar. Cuando se acercaron un poco más a la entrada del vagón restaurante, vio el interior. ¡Era igualito a un restaurante de la ciudad! Seguro que su mamá nunca llegó a imaginar que sería así. 

Cada vez que alguien salía del vagón restaurante, el encargado le hacía señas a las personas del principio de la cola; a veces le hacía señas a una sola persona, a veces a varias. Pidió que entraran dos personas, la cola avanzó y Hazela señora Hosen y la mujer con la que conversaba quedaron al final del vagón restaurante, mirando hacia el interior. Al cabo de poco, se marcharon dos personas más. El hombre hizo una seña y entraron la señora Hosen la mujerHaze las siguió. El hombre detuvo a Haze y le dijo: "Dos nada más", y lo hizo retroceder hasta la puerta. Haze se puso colorado como un tomate. Intentó colocarse detrás de la persona que iba antes que él y luego intentó abrirse paso en la cola para regresar al vagón en el que viajaba, pero había demasiada gente apretujada cerca de la puerta. Tuvo que quedarse allí de pie y aguantar que todos lo miraran. Durante un rato nadie se marchó y tuvo que quedarse ahí de pie. La señora Hosen no volvió a fijarse en él. Al final, la señora que se encontraba al fondo del vagón restaurante se levantó y el encargado agitó la mano, Haze vaciló, vio la mano agitarse otra vez y entonces avanzó, recorrió el pasillo tambaleándose y, antes de llegar a su sitio, chocó contra dos mesas y se le cayó encima el café de alguien. No miró a las personas que estaban sentadas a su mesa. Pidió lo primero que vio en el menú y, cuando se lo sirvieron, se lo comió sin pensar en lo que era. La gente con la que compartía mesa había acabado y notó que esperaban y, mientras, aprovechaban para verlo comer. 

Cuando salió del vagón restaurante se sentía débil y las manos le temblaban solas, con movimientos imperceptibles. Era como si hubiera pasado un año desde que había visto al encargado hacerle señas para que se sentara. Se detuvo entre dos vagones; para despejarse inspiró hondo el aire frío.

Funcionó. Cuando regresó a su vagón, todas las literas estaban montadas y los pasillos, oscuros y siniestros, flotaban envueltos en un verde espeso. Se dio cuenta otra vez de que tenía una litera, de las de arriba, y de que ya podía meterse en ella. Podía tumbarse y subir la persiana un poquito para mirar y vigilar -justo lo que pensaba hacer- y ver cómo pasaban las cosas de noche desde un tren en marcha. Podía observar la noche en movimiento. 

Cogió su mochila, se fue al lavabo de caballeros y se puso la ropa de dormir. Un cartel indicaba que había que avisarle al camarero para subir a las literas de arriba. Se le ocurrió de repente que a lo mejor el camarero era primo de algunos de los negros de la quebrada; podía preguntarle si tenía algún primo en Eastrod, o en Tenesí. Fue pasillo abajo a buscarlo. A lo mejor podían charlar un poco antes de que él se metiera en la litera. No encontró al camarero al final de vagón y se fue para la otra punta. Al ir a doblar chocó con algo pesado, color rosa, que lanzó un grito ahogado y masculló: 

-¡Serás torpe!

Era la señora Hosen envuelta en un salto de cama rosa, con la cabeza llena de rulos. Se había olvidado de ella. Daba miedo verla con el pelo brillante, peinado para atrás y esos rizadores que parecían setas negras enmarcándole la cara. Ella trató de avanzar y él quiso dejarla pasar, pero los dos se movieron a la vez. A ella se le puso la cara morada salvo por unas manchitas blancas que no se le encendieron. Se puso tiesa, se quedó inmóvil y le preguntó: 

-¿Se puede saber qué es lo que te pasa? 

Él se escurrió como pudo, salió corriendo pasillo abajo y chocó con tal fuerza contra el camarero que este perdió el equilibrio y él le cayó encima; la cara del camarero quedó muy cerca de la suya, era clavado al viejo Cash Simmons. Por un instante no pudo quitarse de encima del camarero por estar pensando en que era Cash, y musitó: "Cash", y el camarero se lo sacó de encima, se levantó y se alejó pasillo abajo, a toda prisa, y Haze se incorporó como pudo, fue tras él y le dijo que quería subirse a su litera mientras pensaba: "Es pariente de Cash", y entonces, de repente, como si alguien se lo hubiera soltado cuando estaba distraído: "Este es el hijo que se le fugó a Cash". Y luego: "Conoce Eastrod y no quiere saber nada, no quiere hablar de eso, no quiere hablar de Cash". 

Se quedó mirando mientras el camarero le ponía la escalera para subir a la litera; luego subió sin dejar de mirar al camarero; veía a Cash, aunque distinto, no tenía los mismos ojos, y cuando estaba a medio subir, dijo, sin dejar de mirar al camarero

-Cash está muerto. Un puerco le pegó el cólera. 

El camarero se quedó con la boca abierta y, observando a Haze con desdén, masculló: 

-Soy de Chicago. Mi padre era empleado del ferrocarril. 

Haze se lo quedó mirando y se echó a reír: un negro empleado de ferrocarril; y rió otra vez y el camarero apartó la escalera con un movimiento del brazo tan brusco que Haze tuvo que agarrarse de la manta. 

Se acostó boca abajo en la litera, temblando por la forma en que había subido. El hijo de Cash. De Eastrod. Pero que no quería saber nada de Eastrod, que odiaba Eastrod. Siguió acostado boca abajo durante un rato, sin moverse. Era como si hubiese pasado un año desde que se había caído en el pasillo encima del camarero

Al cabo de un rato se acordó de que, en realidad, estaba en la litera, se dio la vuelta, encendió la luz y miró a su alrededor. No había ventana. 

En la pared del costado no había ninguna ventana. No se subía hacia arriba para convertirse en ventana. No había ninguna ventana disimulada en la pared. Había como una red de pesca en toda la pared del costado, pero no había ninguna ventana. Por un instante, se le pasó por la cabeza que eso era obra del camarero: le había dado esa litera que no tenía ventana, solo una red de pesca colgando a lo largo, porque lo odiaba. Seguro que eran todos iguales. 

El techo encima de la litera era bajo y curvo. Se acostó. El techo curvo daba la impresión de no estar bien cerrado; daba la impresión de estar cerrándose. Se quedó acostado un rato, sin moverse. Notó en la garganta como una esponja con sabor a huevo. En la cena había tomado huevos. Ahora los notaba en la esponja que tenía en la garganta. Justo en la garganta los tenía. No quería darse la vuelta, tenía miedo de que se movieran; quería que la luz estuviera apagada; quería que estuviera oscuro. Levantó la mano sin darse la vuelta, tanteó en busca del interruptor, le dio y la oscuridad le cayó encima, y después se hizo menos intensa por la luz que se filtraba por el espacio sin cerrar, como de un palmo.

Quería que la oscuridad fuera completa, no que estuviera diluida. Oyó al camarero acercarse por el pasillo, sus pasos mullidos en la alfombra, avanzaba sin pausa, rozando las cortinas verdes, luego los pasos se fueron perdiendo a lo lejos hasta que no se oyeron más. El camarero era de Eastrod. Era de Eastrod pero no quería saber nada de ese lugar. Cash no lo hubiera reclamado. No lo hubiera querido.

No hubiera querido nada que llevara una chaquetilla blanca y ajustada y anduviera con una escobilla en el bolsillo. La ropa de Cash tenía la misma pinta que si la hubiesen guardado un tiempo debajo de una piedra; y olía como los negros. Pensó en cómo olía Cash, pero el olor que le vino era el del tren.

En Eastrod ya no quedaban negros de la quebrada. En Eastrod. Al entrar por el camino vio en la oscuridad, en la penumbra, la tienda de comestibles cerrada con tablas y el granero abierto donde la oscuridad andaba suelta, y la casa más pequeña medio desmontada, sin balcón ni suelo en la entrada. 

Se suponía que debía ir a casa de su hermana en Taulkinham la última vez que estuvo de permiso, al volver del campamento de Georgia, pero no quería ir a Taulkinham y había regresado a Eastrod pese a que sabía lo que se iba a encontrar: las dos familias desperdigadas por los pueblos y hasta los negros que vivían en el camino se habían marchado a Memphis, a Murfreesboro y a otros sitios. Él había vuelto a dormir en la casa, en el suelo de la cocina, y del techo se había desprendido una tabla que le había caído en la cabeza y hecho un corte en la cara. Pegó un salto, como si notara la tabla, y el tren dio una sacudida, se detuvo y volvió a arrancar. Recorrió la casa para comprobar que no quedara nada que conviniera llevarse.

Su mamá siempre dormía en la cocina y guardaba allí su ropero de nogal. En ninguna parte había otro ropero así. Su mamá era una Jackson, había pagado treinta dólares por aquel ropero y no había vuelto a comprarse nada grande. Y ahí se lo dejaron. Él calculó que en el camión no había quedado sitio para llevarlo. Abrió todos los cajones.

En el de arriba de todo encontró dos trozos de cordón y nada en los demás. Le pareció raro que no hubiera entrado nadie a robar un ropero como aquel. Cogió el cordón, ató las dos patas a unas tablas sueltas del suelo y dejó una hoja de papel en cada uno de los cajones:

Este ropero le pertenece a Hazel Wickers. No lo robes o serás perseguido y matado.

Así ella descansaría mejor sabiendo que el ropero estaba protegido de alguna manera. Si ella llegaba a buscarlo por la noche, lo vería. Haze se preguntó si alguna vez su mamá caminaba de noche y pasaba por ahí... si pasaba con aquella expresión en la cara, inquieta y fija, si subía por el sendero y recorría el granero abierto por todas partes y si se paraba en la penumbra, cerca de la tienda de comestibles cerrada con tablas, si se acercaba intranquila con aquella expresión en la cara como la que él le había visto a través de la grieta cuando la bajaban. Le había visto la cara a través de la grieta cuando le ponían la tapa, había visto la sombra que le nubló la cara y le hizo torcer la boca como si no estuviera contenta de descansar, como si fuera a levantarse de un salto, apartar la tapa y salir volando como un espíritu que iba a estar satisfecho: pero ellos encerraron dentro al espíritu. 

                                                                                                A lo mejor ella iba a salir volando de ahí dentro, a lo mejor iba a levantarse de un salto; tremenda, como un enorme murciélago que se colaba por la rendija, la vio salir volando de ahí pero la oscuridad caía sobre ella, se cerraba todo el tiempo, se cerraba; desde dentro la vio cerrarse, acercarse más y más, tapando la luz y el cuarto y los árboles que se veían por la ventana, por la rendija que se cerraba más deprisa, más negra. Abrió los ojos, vio que la tapa bajaba, se levantó de un salto, se coló por la grieta y se quedó ahí moviéndose, qué mareo, la tenue luz del tren le permitió ver poco a poco la alfombra del suelo, moviéndose, qué mareo. Se quedó ahí, mojado y frío, y vio al camarero en el otro extremo del vagón, una silueta blanca en la oscuridad, ahí de pie, observándolo sin moverse. Las vías describieron una curva y él, mareado, cayó de espaldas en la intensa calma del tren.


*     *     *

La cosecha / The Crop




The Complete Stories / Cuentos completos*, Colección [1971]


          La señorita Willerton siempre quitaba las migas de la mesa. Era su hazaña doméstica especial y lo hacía con gran esmero. Lucía y Bertha fregaban los platos y Garner se iba a la sala a hacer el crucigrama del Morning Press. Así dejaban sola en el comedor a la señorita Willerton y a ella ya le iba bien. ¡Uf! En aquella casa el desayuno era siempre un suplicio. Lucía insistía en seguir siempre el mismo horario en el desayuno y las demás comidas. Lucía decía que desayunar a la misma hora contribuía a adquirir otras prácticas regulares, y, con lo propenso que era Garner a sufrir molestias, era fundamental que estableciesen algún método en las comidas. De esa manera, también se aseguraba de que él le pusiera agaragar a las gachas de harina de trigo. «Como si después de llevar cincuenta años haciéndolo -pensó la señorita Willerton-, fuese capaz de hacer otra cosa.» La polémica del desayuno empezaba siempre con las gachas de harina de trigo de Garner y terminaba con las tres cucharadas de piña triturada de la señorita Willerton. «Ya sabes lo de tu acidez, Willie -le decía siempre la señorita Lucía-, ya sabes lo de tu acidez», y entonces Garner ponía los ojos en blanco y soltaba algún comentario desagradable, y Bertha pegaba un salto y Lucía se mostraba afligida y la señorita Willerton saboreaba la piña triturada que acababa de tragarse.
Era un alivio quitar las migas de la mesa. Quitar las migas de la mesa le daba tiempo para pensar, y, si la señorita Willerton debía escribir un relato, antes tenía que pensarlo. Casi siempre pensaba mejor sentada delante de la máquina de escribir, pero por el momento tendría que conformarse con lo que había. En primer lugar, debía pensar un tema para el relato que iba a escribir. Eran tantos los temas sobre los que se podía escribir un cuento que a la señorita Willerton nunca se le ocurría ninguno.

Era siempre la parte más difícil de escribir un cuento, ella siempre lo decía. Dedicaba más tiempo a pensar en algo sobre lo que escribir que a la escritura en sí. A veces descartaba un tema tras otro y, a menudo, tardaba una o dos semanas en decidirse por alguno. La señorita Willerton sacó el recogedor y la escobilla de plata y se puso a limpiar la mesa. «¿Y un panadero -se preguntó-, será un buen tema?» «Los panaderos extranjeros eran muy pintorescos», pensó. La tía Myrtile Filmer había dejado sus cuatricromías de panaderos franceses estampadas en sombreros con forma de hongo. Eran hombres magníficos, altos... rubios y... 

Willie! -gritó la señorita Lucía, entrando en el comedor con los saleros-. Por el amor de Dios, pon el recogedor debajo de la escobilla o echarás todas las migas sobre la alfombra. En lo que va de la semana le he pasado la aspiradora cuatro veces y no pienso volver a pasarla. 

-Si le has pasado la aspiradora no sería por las migas que se me caen a mí -le contestó la señorita Willerton, lacónica-. Siempre recojo las migas que se me caen. -Y aclaró-: Y a mí se me caen bien pocas.

-A ver si esta vez lavas el recogedor antes de guardarlo -le soltó la señorita Lucía

La señorita Willerton se echó las migas en la mano y las arrojó por la ventana. Llevó el recogedor y la escobilla a la cocina y los metió debajo de un chorro de agua fría. Los secó y los volvió a guardar en el cajón. Misión cumplida. Ahora podía ponerse delante de la máquina de escribir. Y estarse allí hasta la hora del almuerzo.




La señorita Willerton se sentó delante de la máquina de escribir y lanzó un suspiro. ¡A ver! ¿En qué había estado pensando? Ah, sí. En los panaderos. Ummm. Los panaderos. No, los panaderos, mejor no. Tenían poco de originales. Los panaderos no producían tensión social. La señorita Willerton clavó la vista en la máquina de escribir. A S D F G... sus ojos recorrieron las teclas. Ummm. «¿Y los maestros?», se preguntó la señorita Willerton. No. Por Dios, no. Los maestros siempre hacían que la  señorita Willerton se sintiera rara. Sus maestras del Seminario Femenino Willowpool estaban bien, pero eran todas mujeres. El Seminario Femenino de Willowpool, recordó la señorita Willerton. La frase no le gustaba nada: Seminario Femenino de Willowpool... sonaba a biología. Ella se limitaba a decir que se había graduado de Willowpool. Los maestros hacían que la señorita Willerton se sintiera como si estuviera a punto de pronunciar algo mal. Además, los maestros no eran oportunos. Ni siquiera representaban un problema social. 

Problema social. Problema social. Ummm. ¡Los aparceros! 

La señorita Willerton nunca había intimado con ningún aparcero pero, reflexionó, como tema tendría tanto arte como cualquier otro, ¡y le permitirían conseguir ese aire de trascendencia social que tan útil resultaba en los círculos que esperaba conocer en sus viajes! «Siempre puedo sacarle partido -refunfuñó-, al tema de la lombriz intestinal.» ¡Ya le iba saliendo! ¡Sin duda! Movió los dedos con nerviosismo sobre las teclas sin tocarlas. Después, de repente, empezó a escribir a gran velocidad. 

«Lot Motun -registró la máquina- llamó a su perro.» Una pausa abrupta siguió a la palabra «perro».

La señorita Willerton siempre se esmeraba en la primera oración. «La primera oración -decía siempre-, le venía como... ¡como un chispazo! ¡Tal cual! - decía, y chasqueaba los dedos-, ¡como un chispazo!» Y sobre la primera oración construía su relato. «Lot Motun llamó a su perro», le había salido automáticamente a la señorita Willerton, y al releer la frase, decidió no solo que «Lot Motun» era un nombre adecuado para un aparcero, sino que hacer que llamara a su perro era lo mejor que se podía esperar de un aparcero. «El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a Lot.» La señorita Willerton había escrito la frase antes de que le diera tiempo a advertir su error: dos «Lot» en un mismo párrafo. Resultaba desagradable al oído. La máquina de escribir retrocedió chirriando y la señorita Willerton escribió tres X sobre «Lot». Entre líneas anotó a lápiz: «Su amo».

Ahora ya estaba lista para continuar. «Lot Motun llamó a su perro. El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo.» «Y también tengo dos perros - pensó la señorita Willerton-. Ummm.» Pero decidió que eso no molestaría tanto al oído como los dos «Lot».

La señorita Willerton era muy partidaria de lo que denominaba «arte fonético». Según ella, el oído era tan lector como el ojo. Le gustaba expresarlo de ese modo. «El ojo forma un cuadro -le había dicho a un grupo en las Hijas Unidas de las Colonias- que puede pintarse en abstracto, y el éxito de la empresa literaria -a la señorita Willerton le gustaba la expresión empresa literaria- depende de esos elementos abstractos creados en la mente y de la naturaleza tonal -a la señorita Willerton también le gustaba eso de naturaleza tonal-, que registra el oído.» La oración «Lot Motun llamó a su perro» tenía un toque cáustico y seco que, seguido de «el perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo», le daba al párrafo la salida que precisaba. 

«Lot tiró de las orejas cortas y raquíticas del animal y se revolcó con él en el barro.» A lo mejor, reflexionó la señorita Willerton, eso era un poco exagerado. Pero, según le constaba, el que un aparcero se revolcara en el barro entraba dentro de lo razonablemente posible. En cierta ocasión había leído una novela que trataba de ese tipo de personas, en la que se había hecho algo tan feo como aquello y, a lo largo de tres cuartas partes de la narración, cosas mucho peores. Lucía la encontró mientras limpiaba uno de los cajones del escritorio de la señorita Willerton, y, después de hojear unas cuantas páginas al azar, sujetó el libro entre el pulgar y el índice, lo llevó hasta el horno y lo echó al fuego. 

-Willie, esta mañana cuando limpiaba tu escritorio, me encontré un libro que Garner debió de dejar allí para hacerte una broma -le dijo la señorita Lucía más tarde-. Fue horrible, pero ya sabes cómo las gasta Garner. Lo he quemado. -Y luego, con una risita ahogada, añadió-: Estaba segura de que no podía ser tuyo.
La señorita Willerton estaba segura de que no podía ser de nadie más que de ella, pero no se atrevió a aclararlo. Lo había encargado directamente a la editorial porque no quería pedirlo en la biblioteca.

Le había costado tres dólares con setenta y cinco centavos, envío postal incluido, y no había terminado los últimos cuatro capítulos. Eso sí, había leído lo suficiente para poder afirmar que era razonablemente posible que Lot Motun se revolcara en el barro con su perro. Al hacerle hacer tal cosa, lo de las lombrices intestinales tendría más sentido, decidió. «Lot Motun llamó a su perro. El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo. Lot tiró de las orejas cortas y raquíticas del animal y se revolcó con él en el barro.»
La señorita Willerton se apoyó en el respaldo. Era un buen comienzo. Ahora planificaría la acción.

Había que incluir una mujer, claro. A lo mejor Lot podía matarla. Ese tipo de mujeres siempre sembraba cizaña. Incluso podía provocarlo para que acabara matándola por libertina y, después, quizá a él lo perseguiría la mala conciencia.
Si debía tomar ese rumbo, sería necesario dotarlo de principios, aunque no sería demasiado difícil dárselos. Se preguntó de qué manera introduciría ese aspecto, en vista de toda la atención que en el relato debía dedicarle al amor. Tendría que poner algunas escenas bastante violentas y naturalistas; el tipo de detalles sádicos que una leía en relación con esa clase de gente. Era un problema. Sin embargo, la señorita Willerton disfrutaba con esos problemas. Lo que más le gustaba era planificar las escenas pasionales, pero, cuando llegaba el momento de escribirlas, siempre empezaba a sentirse rara y a preguntarse qué diría su familia cuando las leyeran. Garner chasquearía los dedos y le haría un guiño a la menor oportunidad; Bertha la consideraría una persona horrible; y Lucía diría con esa vocecita tonta que la caracterizaba: «¿Qué nos has estado ocultando, Willie? ¿Qué nos has estado ocultando?», y lanzaría su risita ahogada, como hacía siempre. Pero la señorita Willerton no podía pensar en eso ahora; debía darle forma a sus personajes.
Lot sería alto, encorvado y desaliñado, pero sus ojos serían tristes y lo harían parecerse a un caballero pese a tener el cuello enrojecido y las manos enormes y torpes. Tendría los dientes rectos y, para indicar que era dueño de cierto espíritu, sería pelirrojo. Las prendas le colgarían sin gracia, pero las luciría con desenfado, como si fuesen una segunda piel; tal vez, reflexionó la señorita Willerton, sería mejor, después de todo, que no se revolcara con el perro. La mujer sería más o menos guapa, con el pelo rubio, los tobillos gruesos, los ojos turbios.
La mujer le serviría la cena en la cabaña y él comería la sémola llena de grumos a la que ella ni siquiera se habría molestado en ponerle sal y, allí sentado, pensaría en cosas grandiosas, lejos, muy lejos... en otra vaca, una casa pintada, un pozo limpio, incluso una granja propia. La mujer empezaría a dar alaridos porque él no había cortado suficiente leña para la cocina y se quejaría del dolor de espalda. Ella se sentaría a verlo comer la sémola rancia y le diría que no tenía suficientes agallas para robar comida.
-¡Eres un asqueroso pordiosero! -le diría con sorna. Y él la mandaría callar.
-¡Cierra la boca!-gritaría.
-Me tienes harta, más que harta. -Pondría los ojos en blanco y, burlándose y riéndose de él, le diría-: Los desgraciados como tú no me dan miedo.
Entonces él echaría la silla hacia atrás e iría hacia ella. Ella agarraría un cuchillo de la mesa -la señorita Willerton se preguntó cómo era posible que aquella mujer fuera tan corta-, y retrocedería manteniendo el cuchillo en alto. Él daría un salto hacia delante y ella se apartaría veloz, como un caballo salvaje. Luego volverían a estar cara a cara, los ojos rebosantes de odio, y avanzarían y retrocederían. La señorita Willerton alcanzó a oír cómo los segundos iban golpeando contra el tejado de lata. Él se abalanzaría otra vez sobre la mujer y ella, con el cuchillo dispuesto, se lo hincaría de un momento a otro... La señorita Willerton no pudo aguantar más. Golpeó a la mujer con fuerza en la cabeza, por detrás. La mujer soltó el cuchillo y una niebla la envolvió y se la llevó del cuarto.

La señorita Willerton se volvió hacia Lot.
-Deja que te sirva un poco de sémola caliente -le dijo.
Se acercó a la cocina, en un plato limpio sirvió una ración de sémola blanca y tersa y un trozo de mantequilla.
-Caray, gracias -dijo Lot, y le sonrió con esos bonitos dientes-. Tú sí sabes cómo prepararla. Verás -le dijo-, estuve pensando... Podríamos marcharnos de esta granja arrendada y tener un lugar decente. Si este año conseguimos ganar algo, podríamos comprarnos una vaca y empezar a construirnos una casita. Imagínatelo, Willie, imagínate lo que sería.
Ella se sentó a su lado y le puso la mano en el hombro.
-Lo conseguiremos -aseguró-. Nos irá mejor que ningún otro año y en primavera tendremos esa vaca.
-Tú siempre sabes cómo me siento, Willie. Tú siempre lo has sabido.
Se quedaron sentados largo rato, pensando en lo bien que se entendían.
-Termina de comer -dijo ella al fin.
Cuando él hubo cenado, la ayudó a quitar la ceniza de la cocina y después, en el caluroso atardecer de julio, dieron un paseo por el prado, en dirección al arroyo, y hablaron de la casita de la que algún día serían dueños.
A finales de marzo, cuando la época de lluvias estaba cerca, habían conseguido más de lo esperado.

A lo largo del mes anterior, Lot se había levantado a las cinco de la mañana, y Willie, una hora antes, para tratar de adelantar todo el trabajo posible aprovechando el buen tiempo. A la semana siguiente, comentó Lot, empezaría a llover y, si antes no levantaban la cosecha, la perderían... y con ella, cuanto habían ganado en los últimos meses. Sabían lo que aquello supondría, otro año de ir tirando sin mucho más de lo que habían tenido el anterior. Además, al año siguiente, en lugar de la vaca, llegaría un crío. Lot se había empeñado en comprar la vaca pese a todo.
-Alimentar a un crío tampoco cuesta tanto -había razonado-, y la vaca nos ayudaría a darle de comer... 
Pero Willie se había mostrado firme, comprarían la vaca más adelante, el crío debía empezar con buen pie.
-A lo mejor -había concluido Lot-, vamos a tener suficiente para las dos cosas. -Y se había marchado a ver el campo recién arado como si pudiera calcular la cosecha por los surcos.
Pese a las estrecheces, había sido un buen año. Willie había limpiado la casucha y Lot había arreglado la chimenea. En la puerta había profusión de petunias, y en la ventana, una colonia de dragoncillos. Había sido un año pacífico. Pero ahora comenzaban a inquietarse por la cosecha.

Debían recogerla antes de que llegaran las lluvias.
-Nos falta una semana más -rezongó Lot al regresar esa noche-. Una semana más y lo vamos a conseguir. ¿Tienes ganas de cosechar? No está bien que debas salir -suspiró-, pero no podemos pagar a nadie para que nos ayude.
-Me encuentro bien -dijo ella, y ocultó las manos temblorosas a su espalda-. Cosecharé.
-Esta noche está nublado -dijo Lot, sombrío.
Al día siguiente trabajaron hasta el anochecer, trabajaron hasta reventar, y después regresaron a trompicones a la cabaña y cayeron en la cama.
Willie se despertó por la noche, notando un dolor. Era un dolor suave y verde, recorrido de luces moradas. Se preguntó si estaría despierta. Movió la cabeza de lado a lado y dentro de ella notó unas siluetas que zumbaban y picaban piedras.
Lot se incorporó.
-¿Te sientes mal? -le preguntó temblando.
Ella se apoyó sobre el codo y luego se dejó caer otra vez.
Ve al arroyo y trae a Anna -jadeó. El zumbido se hizo más intenso y las siluetas más grises. Al principio, el dolor se entremezcló con aquellas siluetas durante unos segundos; luego, de forma ininterrumpida. Llegaba a ella una y otra vez. El zumbido se hizo más nítido y, a eso del alba, se dio cuenta de que estaba lloviendo. Más tarde preguntó con voz ronca:
-¿Cuánto hace que llueve?
-Dos días enteros -contestó Lot.
-Entonces hemos perdido. -Willie miró con desgana los árboles empapados-. Seacabó.

-No, no se acabó -dijo él en voz baja-. Tenemos una niña.

-Tú querías un niño.

-No. Tengo lo que quería, dos Willies en lugar de una, y eso es mucho mejor que una vaca -sonrió-.

¿Qué puedo hacer para merecerme todo lo que tengo, Willie? -Se inclinó y la besó en la frente.

-¿Qué puedo hacer yo? -preguntó ella en voz baja-. ¿Qué puedo hacer para ayudarte más?

-¿Qué tal si vas al mercado, Willie?

La señorita Willerton apartó de sí a Lot de un empujón.

-¿Qué... qué me decías, Lucía? -tartamudeó.

-Te decía que qué tal si esta vez vas tú al mercado. Esta semana me ha tocado ir a mí todas las mañanas y ahora estoy ocupada.

La señorita Willerton dejó la máquina de escribir y dijo con brusquedad:
-Muy bien. ¿Qué quieres que te traiga?

-Una docena de huevos y dos libras de tomates, que sean maduros, y más te vale que empieces a curarte ese resfriado ahora mismo. Te lloran los ojos y tienes la voz ronca. En el cuarto de baño hay Empirin. Pide que anoten lo que gastes en nuestra cuenta. Y ponte el abrigo. Hace frío.

La señorita Willerton elevó la vista al cielo.

-Tengo cuarenta y cuatro años -anunció-, sé muy bien cómo cuidarme.

-Y que los tomates sean maduros -le contestó la señorita Lucía.

Con el abrigo mal abrochado, la señorita Willerton avanzó pesadamente por la calle principal y entró en el supermercado.

-¿Qué venía yo a comprar? -refunfuñó-. Ah, sí, dos docenas de huevos y una libra de tomates.

Pasó delante de las estanterías de vegetales enlatados y de las galletas y fue a la caja donde tenían los huevos. Pero no había huevos.

-¿Dónde están los huevos? -le preguntó a un chico que pesaba frijoles.

-Solamente nos quedan huevos de pularda -dijo mientras cogía otro puñado de frijoles.

-Bien, ¿dónde están y qué diferencia hay? -exigió saber la señorita Willerton.

El chico echó los frijoles sobrantes al cubo, se agachó sobre la caja de los huevos y le entregó un paquete.

-Ninguna diferencia, la verdad -dijo al tiempo que mascaba el chicle con los dientes incisivos-. Son de gallinas adolescentes o algo así, no lo sé bien. ¿Se los pongo?

-Sí, y dos libras de tomates. Que estén maduros -precisó la señorita Willerton.

No le gustaba hacer la compra. No había motivo alguno para que los dependientes fuesen tan altaneros. Ese muchacho no se habría entretenido tanto con Lucía. Pagó los huevos y los tomates y salió apresuradamente. En cierta manera, aquel lugar la deprimía.
Vaya tontería que un supermercado pudiese deprimir... si allí dentro solo tenían lugar actividades domésticas sin importancia... mujeres que compraban frijoles... que llevaban a los niños en esos cochecitos... que regateaban por un octavo de libra de más o de menos de calabaza... «¿Qué ganaban con eso? -se preguntó la señorita Willerton-. ¿Dónde había allí ocasión para expresarse, para crear, para el arte?» A su alrededor todo era lo mismo: aceras llenas de gente que se afanaban de un lado a otro, con las manos cargadas de paquetitos y las mentes llenas de paquetitos, aquella mujer de allí que llevaba al niño de la cadena y tiraba de él, lo sacudía y lo arrastraba para alejarlo de un escaparate donde se exhibía una lámpara hecha con una calabaza ahuecada. Probablemente se pasaría el resto de la vida tirando de él y sacudiéndolo. Y allí iba otra, a la que se le caía la bolsa de la compra en plena calzada, y otra más, que le sonaba la nariz a un niño, y por la acera se acercaban una anciana con sus tres nietos saltándole alrededor, seguidos de un hombre y una mujer que caminaban demasiado juntos para ser refinados.
La señorita Willerton observó a la pareja con atención cuando se acercaron más y la adelantaron. La mujer era regordeta, de tobillos gruesos y ojos turbios. Llevaba unos zapatos de tacón, unas ajorcas azules, un vestido de algodón demasiado corto y una chaqueta de cuadros escoceses. Tenía la piel manchada y el cuello estirado hacia delante, como si quisiera oler una cosa que le alejaran continuamente de la nariz. En la cara lucía una mueca estúpida. Él era un hombre larguirucho, consumido y desaliñado. Iba encorvado, y el pelo rubio y enredado le caía hacia un lado del cuello largo y enrojecido. Sus manos jugueteaban tontamente con las de la muchacha mientras avanzaban desmañados, y en una o dos ocasiones le lanzó una sonrisa empalagosa, que permitió a la señorita Willerton comprobar que tenía los dientes rectos, los ojos tristes y una erupción en la frente.
-¡Aaah! -se estremeció.
La señorita Willerton dejó la compra encima de la mesa de la cocina y regresó junto a la máquina de escribir. Miró el papel que había en ella. «Lot Motun llamó a su perro - ponía-. El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo. Lot tiró de las orejas cortas y raquíticas del animal y se revolcó con él en el barro.»
-¡Suena fatal! -masculló la señorita Willerton-. De todos modos, el tema no es nada del otro mundo -decidió.
Necesitaba algo más pintoresco... con más arte. La señorita Willerton se quedó largo rato mirando la máquina de escribir. Después, de repente, con el puño asestó varios golpecitos extasiados sobre el escritorio.
-¡Los irlandeses!-chilló-. ¡Los irlandeses!
La señorita Willerton siempre había admirado a los irlandeses. «Su acento -pensó-, era muy musical, y su historia... ¡espléndida!» «¡Y las gentes -caviló-, las gentes de Irlanda! Llenas de temple... pelirrojas, de anchos hombros y enormes bigotes caídos».


*     *     *  


          ¿Qué les pareció? Dos relatos muy distintos en tema, no tanto en ritmo. Ambos tienen el humor O´Connor, ese que descubre cada lector y concuerda con su propia experiencia, el que está para contrastar, adivinamos. Dos personajes algo cómicos en sus obsesiones. Hay algo en los dos que me llama la atención, es cómo se ven ellos a sí mismos, y el cierto desdén que sienten, tanto hacia el camarero que no quiere saber nada con un tal «viejo Cash», como lo que piensa la señorita Willerton de esas personas que viven de manera «tan poco artística».

Partimos de dos historias aparentemente simples, dos protagonistas que no tienen nada de sofisticados, sin embargo... nada de eso resulta ser así, todo se acompleja psicológicamente.

Veamos lo que dice Flannery en uno de sus ensayos*: «El escritor atrae por medio de los sentidos, y no se puede atraer a los sentidos con abstracciones. Algunas personas tienen la idea de que primero se lee la historia y luego se llega al significado, pero para el propio escritor de narrativa toda la historia es el significado, porque es una experiencia, no una abstracción».

Y estas dos historias terminan como terminan, no traten de encontrarles «significados», las historias son solo eso, ¡historias!
La grandeza de Flannery O'Connor: ella no te cuenta un historia, te la hace ver.
Espero hayan disfrutado de esta lectura. Hasta el próximo encuentro.

Cecilia Olguin Gianelli

Notas

- Flannery O´Connor Community: on Google+ to discuss O'Connor, her works, and her influences on arts and literature:
https://plus.google.com/u/0/communities/115232475141375219418

- Blog Flannery O'Connor, en español:
http://www.flanneryoc.blogspot.com.ar/

Cuentos completosFlannery O´Connor:
[PDF] flannery o´connor cuentos completos - Ow.ly  

Naturaleza y Finalidad de la Narrativa, Flannery O'Connor: Ensayo. The Nature and Aim of Fiction:
http://w3.salemstate.edu/~pglasser/the-nature-and-aim-of-fiction.pdf

- Andalusia Farm, Home of Flannery O´Connor:
http://andalusiafarm.org/

- University of Georgia Press: The Presence of Grace and Other Book Reviews by Flannery O’Connor
http://www.ugapress.org/index.php/books/presence_of_grace

A Good Man is Hard To Find and Other Stories, Flannery O'Connor: leer en inglés:
 http://www.boyd.k12.ky.us/userfiles/447/Classes/28660/A%20Good%20Man%20Is%20Hard%20To%20Find.pdf

- June Glasson Website:
http://www.juneglasson.com/

Biblioteca Pública Gerardo Diego. Madrid: Películas y Literatura sureñas, Obras sobre y de Flannery O´Connor, su técnica y voz:
«Lo que descubrirá el lector, ya lo descubrió antes el escritor de ficción, si es que descubrió algo, es ser humilde frente a la realidad, él no puede cambiarla o moldearla en pro de una verdad abstracta. Solo tiene que tratar la realidad, lo concreto es su instrumento. Y al final se dará cuenta que la narrativa sólo puede trascender sus límites permaneciendo dentro de ellos».
http://www.madrid.es/UnidadesDescentralizadas/Bibliotecas/Equipamientos/ficheros/Gu%C3%ADa_O'Connor_pdf-1.pdf

lunes, 23 de marzo de 2020

«Pájaros en la boca», cuento de Samantha Schweblin

«Pájaros en la boca», 

un cuento de Samantha Schweblin

del libro

Pájaros en la boca y otros cuentos

[2008]


Literatura Random House [2018]. 192 págs.

          El auto de Silvia estaba estacionado frente a la casa, con las balizas puestas. Me quedé parado, pensando en si había alguna posibilidad real de no atender el timbre, pero el partido se escuchaba en toda la casa, así que apagué el televisor y fui a abrir.
          –Silvia –dije.
          –Hola –dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada–. Tenemos que hablar, Martín.     
          Señaló mi propio sillón y yo obedecí, porque a veces, cuando el pasado toca a la puerta y me trata como hace cuatro años atrás, sigo siendo un imbécil.
          –No va a gustarte. Es… es fuerte –miró su reloj–. Es sobre Sara.
          –Siempre es sobre Sara –dije. –Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto. Pero hoy no hay tiempo. Te venís a casa ahora mismo, esto tenés que verlo con tus propios ojos.
          –¿Qué pasa?
          –Además, le dije a Sara que irías así que te espera.
          Nos quedamos en silencio un momento. Pensé en cuál sería el próximo paso, hasta que ella frunció el ceño, se levantó y fue hasta la puerta. Tomé mi abrigo y salí tras ella.

          Por fuera la casa se veía como siempre, con el césped recién cortado y las azaleas de Silvia colgando del balcón matrimonial. Cada uno bajó de su auto y entramos sin hablar. Sara estaba sentada en el sillón. Aunque ya había terminado las clases por ese año, llevaba puesto el jumper de la secundaria, que le quedaba como a esas colegialas porno de las revistas. Estaba erguida, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, concentrada en algún punto de la ventana o del jardín, como si estuviera haciendo uno de esos ejercicios de yoga de la madre. Me di cuenta de que aunque siempre había sido más bien pálida y flaca, se le veía rebosante de salud. Sus piernas y sus brazos parecían más fuertes, como si hubiera estado haciendo ejercicio durante unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un leve rosado en los cachetes, como pintado pero real. Cuando me vio entrar sonrió y dijo:
          –Hola, papá.



         
          Mi nena era realmente una dulzura, pero dos palabras alcanzaban para entender que algo estaba mal en esa chica, algo seguramente relacionado con la madre. A veces pienso que quizá debí habérmela llevado conmigo, pero casi siempre pienso que no. A unos metros del televisor, junto a la ventana, había una jaula. Era una jaula para pájaros –de unos setenta, ochenta centímetros –; colgaba del techo, vacía.
          –¿Qué es eso?
          –Una jaula –dijo Sara, y sonrió. Silvia me hizo una seña para que la siguiera a la cocina.     
          Fuimos hasta el ventanal y ella se volvió para verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón, mirando hacia la calle, como si nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz baja.
          –Martín. Mirá, vas a tener que tomarte esto con calma.
          –Ya, Silvia, dejate de joder, ¿Qué pasa?
          –La tengo sin comer desde ayer.
          –¿Me estás cargando?
          –Para que lo veas con tus propios ojos.
          –Ajá… ¿estás loca?
          Me hizo una seña para que volviéramos al living y me señaló el sillón. Me senté frente a Sara. Silvia salió de la casa y la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.
          –¿Qué le pasa a tu madre? Sara levantó los hombros, dando a entender que no lo sabía. Tenía el pelo negro y lacio, atado en una cola de caballo, y un flequillo prolijo que le llegaba casi hasta los ojos. Silvia volvió con una caja de zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si se tratara de algo delicado. Fue hasta la jaula, la abrió, sacó de la caja un gorrión muy pequeño, del tamaño de una pelota de golf, lo metió dentro de la jaula y la cerró. Tiró la caja al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras nueve o diez cajas similares que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces Sara se levantó, su cola de caballo brilló a un lado y otro de su nuca, y fue hasta la jaula dando un brinco, paso de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco años menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula y sacó el pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un momento, quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano. Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos manchadas de sangre. Sonrió avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos me obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité en el inodoro. Pensé que Silvia me seguiría y se pondría a echar culpas y directivas desde el otro lado de la puerta, pero no lo hizo. Me lavé la boca y la cara, y me quedé escuchando frente al espejo. Bajaron algo pesado del piso de arriba. Abrieron y cerraron la puerta de entrada algunas veces. Sara preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Cuando Silvia contestó que sí su voz ya estaba lejos. Abrí la puerta cuidando de no hacer ruido, y me asomé al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par y Silvia cargaba la jaula en el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con la intención de salir de la casa gritándoles unas cuantas cosas, pero Sara salió de la cocina hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se dieron un abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento del acompañante. Esperé a que volviera y cerrara la puerta.
          –¿Qué mierda…?
          –Te la llevás –fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas vacías.
          –¡Dios Santo, Silvia, tu hija come pájaros!
          –No puedo más.
          –¡Come pájaros! ¿La hiciste ver? ¿Qué mierda hace con los huesos? Silvia se quedó mirándome, desconcertada.
          –Supongo que los traga también. No sé si los pájaros… –dijo y se quedó pensando.
          –No puedo llevármela.
          –Si se queda me mato. Me mato yo y antes la mato a ella.
          –¡Pero come pájaros!
          Fue hasta el baño y se encerró. Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara me saludó alegremente desde el auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a dar algunos pasos torpes hacia la puerta, rezando porque ese tiempo alcanzara para volver a ser un ser humano común y corriente, un tipo pulcro y organizado capaz de quedarse diez minutos de pie en el supermercado, frente a la góndola de enlatados, corroborando que las arvejas que se está llevando son las más adecuadas. Pensé en cosas como que si se sabe de personas que comen personas entonces comer pájaros vivos no estaba tan mal. También que desde un punto de vista naturista es más sano que la droga, y desde el social, más fácil de ocultar que un embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche seguí repitiendo come pájaros, come pájaros, come pájaros, y así.
          Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas. Su jaula, su valija –que habían guardado en el baúl–, y cuatro cajas de zapatos como la que Silvia había traído del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y ahí esperé a que ella fuera y viniera con todo. Cuando entramos le señalé el cuarto de arriba. Después de que se instaló la hice bajar y sentarse frente a mí, en la mesa del comedor. Preparé dos cafés pero Sara hizo a un lado su taza y dijo que no tomaba infusiones.
          –Comés pájaros, Sara –dije.
          –Sí, papá.
          Se mordió los labios, avergonzada, y dijo:
          –Vos también.
          –Comés pájaros vivos, Sara.
          –Sí, papá.
          Pensé en qué se sentiría tragar algo caliente y en movimiento, algo lleno de plumas y patas en la boca, y me tapé con la mano, como hacía Silvia.

          Pasaron tres días. Sara estaba casi todo el día en el living, erguida en el sillón con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y me la pasaba todo el día consultando en internet infinitas combinaciones de las palabras «pájaro», «crudo», «cura», «adopción», sabiendo que ella seguía sentada ahí, mirando hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor de las siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el día, se me erizaban los pelos de la nuca y me daban ganas de salir y dejarla encerrada dentro con llave, herméticamente encerrada, como esos insectos que se cazan de chico y se guardan en frascos de vidrio hasta que el aire se acaba. ¿Podía hacerlo? Cuando era chico vi en el circo a una mujer barbuda que se llevaba ratones a la boca. Los sostenía así un rato, con la cola moviéndosele entre los labios cerrados, mientras caminaba frente al público con los ojos bien abiertos. Ahora pensaba en esa mujer casi todas las noches, revolcándome en la cama sin poder dormir, considerando la posibilidad de internar a Sara en un centro psiquiátrico. Quizá podría visitarla una o dos veces por semana. Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren cierto aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizá era una buena opción para todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera sobrevivir en un lugar así. O sí. En cualquier caso, su madre no lo permitiría. O sí. No podía decidirme.
          Al cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la puerta de entrada, del lado de adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto. Preguntó por Sara y le señalé el cuarto de arriba. Cuando bajó le ofrecí café. Lo tomamos en el living, en silencio. Estaba pálida y las manos le temblaban tanto que hacía tintinear la vajilla cada vez que volvía a apoyar la taza sobre el plato. Los dos sabíamos qué pensaba el otro. Yo podía decir «esto es culpa tuya, esto es lo que lograste», y ella podía decir algo absurdo como «esto pasa porque nunca le prestaste atención». Pero la verdad es que ya estábamos muy cansados.
          –Yo me encargo de esto –dijo Silvia antes de salir, señalando las cajas de zapatos. No dije nada, pero se lo agradecí profundamente.

          En el supermercado la gente cargaba sus changos de cereales, dulces, verduras y lácteos. Yo me limitaba a mis enlatados y hacía la cola en silencio. Iba al supermercado dos o tres veces por semana. A veces, aunque no tuviera nada que comprar, pasaba por él antes de volver a casa. Tomaba un chango y recorría las góndolas pensando en qué es lo que podía estar olvidándome. A la noche mirábamos juntos la televisión. Sara erguida, sentada en su esquina del sillón, yo en la otra punta, espiándola cada tanto para ver si seguía la programación o ya estaba otra vez con los ojos clavados en el jardín. Yo preparaba comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas. Dejaba la de Sara frente a ella, y ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara y entonces decía:
          –Permiso, papá.
          Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez bajé el volumen del televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y corto. Unos segundos después las canillas del baño, y el agua corriendo. A veces bajaba unos minutos después, perfectamente peinada y serena. Otras veces se duchaba y bajaba directamente en pijama. Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algún principio de agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla de salir un rato. Pero era inútil. Conservaba sin embargo una piel radiante de energía y se le veía cada vez más hermosa, como si se pasara el día ejercitando bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma. En el piso junto a la puerta, detrás de la lata de café, entre los cubiertos, todavía húmeda en la pileta de la cocina. Las recogía, cuidando de que ella no me viera haciéndolo, y las tiraba por el inodoro. A veces me quedaba mirando cómo se iban con el agua. A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba, como un espejo otra vez, y yo todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario volver al supermercado, en si realmente se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en Sara, en qué es lo que habría en el jardín.

Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo que no podía visitarnos. Me preguntó si me arreglaría sin ella y entonces entendí que no poder visitarnos significaba que no podría traer más cajas. Le pregunté si tenía fiebre, si estaba comiendo bien, si la había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente ocupada en sus respuestas dije que tenía que cortar y corté. El teléfono volvió a sonar, pero no atendí. Miramos televisión. Cuando traje mi comida Sara no se levantó para ir a su cuarto. Miró el jardín hasta que terminé de comer, y sólo entonces volvió a la programación.
          Al día siguiente, antes de volver a casa, pasé por el supermercado. Puse algunas cosas en mi chango, lo de siempre. Paseé entre las góndolas como si hiciera un reconocimiento del súper por primera vez. Me detuve en la sección de mascotas, donde había comida para perros, gatos, conejos, pájaros y peces. Levanté algunos alimentos para ver de qué eran. Leí con qué estaban hechos, las calorías que aportaban y las medidas que se recomendaban para cada raza, peso y edad. Después fui a la sección de jardinería, donde sólo había plantas con o sin flor, macetas y tierra, así que volví otra vez a la sección mascotas y me quedé ahí pensando en qué haría a continuación. La gente llenaba sus changos y se movía esquivándome. Anunciaron en los altoparlantes la promoción de lácteos por el día de la madre y pasaron un tema melódico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres pero extrañaba a su primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y volví a la sección de enlatados.
          Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo, y la escuché en el techo caminar nerviosa, acostarse, volver a levantarse. Me pregunté en qué condiciones estaría el cuarto, no había subido desde que ella había llegado, quizá el sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de mugre y plumas.
          La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver a casa, me detuve a ver las jaulas de pájaros que colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se parecía al gorrión que había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y en general un poco más grandes. Estuve ahí un rato, hasta que un vendedor se acercó a preguntarme si estaba interesado en algún pájaro. Dije que no, que de ninguna manera, que sólo estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia la calle, después entendió que realmente no compraría nada, y regresó al mostrador.
          En casa Sara esperaba en el sillón, erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.
          –Hola, Sara.
          –Hola, papá. Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se le veía tan bien como en los días anteriores. Sara dijo:
          –Papi...
          Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen del televisor, dudando de que realmente me hubiera hablado, pero ahí estaba, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, mirándome.
          –¿Qué? –dije.
          –¿Me querés?
         Hice un gesto con la mano, acompañado de un asentimiento. Todo en su conjunto significaba que sí, que por supuesto. Era mi hija, ¿no? Y aún así, por las dudas, pensando sobre todo en lo que mi ex mujer habría considerado «lo correcto», dije:
          -Sí, mi amor. Claro.
          Y entonces Sara sonrió, una vez más, y miró el jardín durante el resto de la programación.   
          Volvimos a dormir mal, ella paseando de un lado al otro de la habitación, yo dando vueltas en mi cama hasta que me quedé dormido. Al día siguiente llamé a Silvia. Era sábado, pero no atendía el teléfono. Llamé más tarde, y cerca del mediodía también. Dejé un mensaje, pero no contestó. Sara estuvo toda la mañana sentada en el sillón, mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya no se sentaba tan erguida, parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:
          -Sí, papá.
          -¿Por qué no salís un poco al jardín?
          -No, papá.
          Pensando en la conversación de la noche anterior se me ocurrió que podría preguntarle si me quería, pero enseguida me pareció una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz baja, cuidando que Sara no me escuchara, dije en el contestador:
          –Es urgente, por favor.
          Esperamos sentados cada uno en su sillón, con el televisor encendido. Unas horas más tarde Sara dijo:
          –Permiso, papá.
          Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor y fui hasta el teléfono. Levanté el tubo una vez más, escuché el tono y corté. Fui con el auto hasta la veterinaria, busqué al vendedor y le dije que necesitaba un pájaro chico, el más chico que tuviera. El vendedor abrió un catálogo de fotografías y dijo que los precios y la alimentación variaban de una especie a la otra. Golpeé la mesada con la palma de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el vendedor se quedó en silencio, mirándome. Señalé un pájaro chico, oscuro, que se movía nervioso de un lado a otro de su jaula. Me cobraron ciento veinte pesos y me lo entregaron en una caja cuadrada de cartón verde, con pequeños orificios calados alrededor, una bolsa gratis de alpiste que no acepté y un folleto del criadero con la foto del pájaro en el frente.
          Cuando volví Sara seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en casa, subí y entré al cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me miró, pero ninguno de los dos dijo nada. Se le veía tan pálida que parecía enferma. El cuarto estaba limpio y ordenado, la puerta del baño entornada. Había unas treinta cajas de zapatos sobre el escritorio, pero desarmadas de modo que no ocuparan tanto espacio, y apiladas prolijamente unas sobre otras. La jaula colgaba vacía cerca de la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el portarretrato que se había llevado de la casa de su madre. El pájaro se movió y sus patas se escucharon sobre el cartón, pero Sara permaneció inmóvil. Dejé la caja sobre el escritorio, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di cuenta de que no me sentía bien. Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el folleto del criadero, que todavía llevaba en la mano. En el reverso había información acerca del cuidado del pájaro y sus ciclos de procreación. Resaltaban la necesidad de la especie de estar en pareja en los períodos cálidos y las cosas que podían hacerse para que los años de cautiverio fueran lo más amenos posible. Escuché un chillido breve, y después la canilla de la pileta del baño. Cuando el agua empezó a correr me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar las escaleras.

*     *     *

          ¡Qué historia!, ¿no?
          «Para mí el verosímil y la tensión son fundamentales en un relato», dice Samantha Schweblin. Y esta historia se nos hizo creíble, y nos mantuvo sugestionados... afectados durante los minutos que duró nuestra lectura, y después, a través de los minutos que pasan, lo pensamos desde otras significaciones.
          Samantha Schweblin [Buenos Aires, 1978], talentosa escritora argentina, admiradora de Flannery O´Connor, traducida a más de veinticinco idiomas, vive en Berlín donde escribe y dicta talleres literarios.
          Su trayectoria como cuentista la ubica entre los mejores escritores y más premiados. Su novela Distancia de rescate [2014], también multipremiada, va a ser llevada al cine. En 2018 vuelve a la novela con Kentukis, «una de las mejores novelas en español», según el New York Times.

Samantha Schweblin

          El cuento que acabamos de leer está contado desde un personaje, un padre divorciado. Diálogos cortos, claros, concisos. Sin muchos detalles. Juega con cierta ambiguedad que nos perturba.
          Una forma contenida de narrar, sin dejarse llevar por la benevolencia que le inspira su personaje excepcional, extraño, atípico, que queda expresado por la niña de trece años y su acto primario —como es alimentarse— alterado.
          La soledad y el aislamiento es un tema en este y otros relatos de la autora. En este caso, la realidad multisolitaria de los apenas tres integrantes de la familia y su día a día, con muchos huecos y silencios. Un tipo de naturaleza ejerciendo su dominio sobre la condicion de vida, donde una persona se encuentra a merced de una necesidad extraña y no acepetada por nuestra cultura.
          Lo extraño, es que como lectores inmersos en la trama, dudamos si el personaje, esa niña, es o no extraña. La autora, que es muy audaz explorando la frontera entre lo extraño y lo familiar, logra magistralmente que una parte nuestra lo dude. La realidad ha sido desplazada, y casi que naturalizamos o... aceptamos su necesidad, pobrecita. De ahí que nos deje tan afectados.
          «La realidad es perturbadora», dice S.  S., y nunca mejor dicho. Quizá porque la realidad se acerca cada vez más a lo fantástico.
          Para los lectores que disfrutamos de la mecánica del cuento, las ideas que en ellos —y solo en ellos— se pueden expresar, no se pierdan a esta autora, el libro completo y sus otras obras.
          Espero que les haya gustado leerlo, dejo el link para leerlo en inglés. Hasta el próximo encuentro.

Cecilia Olguin Gianelli



Notas

- Samantha Schweblin:

- Imagen elegida: Surrealism photography, Art photography, Photo art.

- Birds in the Mouth, by Samantha Schweblin: