sábado, 26 de septiembre de 2020

«Verano», Julio Cortázar

 «Verano»

[Octaedro, relatos, 1974]

Julio Cortázar

[Bélgica, 1914-]


Alianza Editorial, 144 págs.

Audiolibro



Al tardecer Florencio bajó con la nena hasta la cabaña, siguiendo el sendero lleno de baches y piedras sueltas que sólo Mariano y Zulma se animaban a franquear con el yip. Zulma les abrió la puerta, y a Florencio le pareció que tenía los ojos como si hubiera estado pelando cebollas. Mariano vino desde la otra pieza, les dijo que entraran, pero Florencio solamente quería pedirles que guardaran a la nena hasta la mañana siguiente porque tenía que ir a la costa por un asunto urgente y en el pueblo no había nadie a quien pedirle el favor. Por supuesto, dijo Zulma, déjela nomás, le pondremos una cama aquí abajo. Pase a tomar una copa, insistió Mariano, total cinco minutos,  pero Florencio pero Florencio había dejado el auto en la plaza del pueblo y tenía que seguir viaje enseguida; les agradeció, le dio un beso a su hijita que ya había descubierto la pila de revistas en la banqueta; cuando se cerró la puerta Zulma y Mariano se miraron casi interrogativamente, como si todo hubiera sucedido demasiado pronto. Mariano se encogió de hombros y volvió a su taller donde estaba encolando un viejo sillón; Zulma le preguntó a la nena si tenía hambre, le propuso que jugara con las revistas, en la despensa había una pelota y una red para cazar mariposas; la nena dio las gracias y se puso a mirar las revistas; Zulma la observó un momento mientras preparaba los alcauciles para la noche, y pensó que podía dejarla jugar sola.

          Ya atardecía temprano en el sur, apenas les quedaba un mes antes de volver a la capital, entrar en la otra vida del invierno que al fin y al cabo era una misma sobrevivencia, estar distantemente juntos, amablemente amigos, respetando y ejecutando las múltiples nimias delicadas ceremonias convencionales de la pareja, como ahora que Mariano necesitaba una de las hornallas para calentar el tarro de cola y Zulma sacaba del fuego la cacerola de papas diciendo que después terminaría de cocinarlas, y Mariano agradecía porque el sillón ya estaba casi terminado y era mejor aplicar la cola de una sola vez, pero claro, calentala nomás. La nena hojeaba las revistas en el fondo de la gran pieza que servía de cocina y comedor, Mariano le buscó unos caramelos en la despensa; era la hora de salir al jardín para tomar una copa mirando anochecer en las colinas; nunca había nadie en el sendero, la primera casa del pueblo se perfilaba apenas en lo más alto; delante de ellos la falda seguía bajando hasta el fondo del valle ya en penumbras. Serví nomás, vengo en seguida, dijo Zulma. Todo se cumplía cíclicamente, cada cosa en su hora y una hora para cada cosa, con la excepción de la nena que de golpe desajustaba levemente el esquema; un banquito y un vaso de leche para ella, una caricia en el pelo y elogios por lo bien que se portaba. Los cigarrillos, las golondrinas arracimándose sobre la cabaña; todo se iba repitiendo, encajando, el sillón ya estaría casi seco, encolado como ese nuevo día que nada tenía de nuevo. Las insignificantes diferencias eran la nena esa tarde, como a veces a mediodía el cartero los sacaba un momento de la soledad con una carta para Mariano o para Zulma que el destinatario recibía y guardaba sin decir una palabra. Un mes más de repeticiones previsibles, como ensayadas, y el yip cargado hasta el tope los devolvería al departamento de la capital, a la vida que sólo era otra en las formas, el grupo de Zulma o los amigos pintores de Mariano, las tardes de tiendas para ella y las noches en los cafés para Mariano, un ir y venir separadamente aunque siempre se encontraran para el cumplimiento de las ceremonias bisagra, el beso matinal y los programas neutrales en común, como ahora que Mariano ofrecía otra copa y Zulma aceptaba con los ojos perdidos en las colinas más lejanas, teñidas ya de un violeta profundo.

     Qué te gustaría cenar, nena. A mí como usted quiera, señora. A lo mejor no le gustan los alcauciles, dijo Mariano. Sí me gustan, dijo la nena, con aceite y vinagre pero poca sal porque pica. Se rieron, le harían una vinagreta especial. Y huevos pasados por agua, qué tal. Con cucharita, dijo la nena. Y poca sal porque pica, bromeó Mariano. La sal pica muchísimo, dijo la nena, a mi muñeca le doy el puré sin sal, hoy no la traje porque mi papá estaba apurado y no me dejó. Va a hacer una linda noche, pensó Zulma en voz alta, mirá qué transparente está el aire hacia el norte. Sí, no hará demasiado calor, dijo Mariano entrando los sillones al salón de abajo, encendiendo las lámparas junto al ventanal que daba al valle. Mecánicamente encendió también la radio. Nixon viajará a Pekín, qué me contás, dijo Mariano. Ya no hay religión, dijo Zulma, y soltaron la carcajada al mismo tiempo. La nena se había dedicado a las revistas y marcaba las páginas de las tiras cómicas como si pensara leerlas dos veces.

     La noche llegó entre el insecticida que Mariano pulverizaba en el dormitorio de arriba y el perfume de una cebolla que Zulma cortaba canturreando un ritmo pop de la radio. A mitad de la cena la nena empezó a adormilarse sobre su huevo pasado por agua; le hicieron bromas, la alentaron a terminar; ya Mariano le había preparado el catre con un colchón neumático en el ángulo más alejado de la cocina, de manera de no molestarla si todavía se quedaban un rato en el salón de abajo, escuchando discos o leyendo. La nena comió su durazno y admitió que tenía sueño. Acuéstese, mi amor, dijo Zulma, ya sabe que si quiere hacer pipí no tiene más que subir, le dejaremos prendida la luz de la escalera. La nena los besó en la mejilla, ya perdida de sueño, pero antes de acostarse eligió una revista y la puso debajo de la almohada. Son increíbles, dijo Mariano, qué mundo inalcanzable, y pensar que fue el nuestro, el de todos. A lo mejor no es tan diferente, dijo Zulma que destendía la mesa, vos también tenés tus manías, el frasco de agua colonia a la izquierda y la gillette a la derecha, y yo no hablemos. Pero no eran manías, pensó Mariano, más bien una respuesta a la muerte y a la nada, fijar las cosas y los tiempos, establecer ritos y pasajes contra el desorden lleno de agujeros y de manchas. Solamente que ya no lo decía en voz alta, cada vez parecía haber menos necesidad de hablar con Zulma, y Zulma tampoco decía nada que reclamara un cambio de ideas. Llevá la cafetera, ya puse las tazas en la banqueta de la chimenea. Fijate si queda azúcar en la azucarera, hay un paquete nuevo en la despensa. No encuentro el tirabuzón, esta botella de aguardiente pinta bien, no te parece. Sí, lindo color. Ya que vas a subir traéte los cigarrillos que dejé en la cómoda. De veras que es bueno este aguardiente. Hace calor, no encontrás. Sí, está pesado, mejor no abrir las ventanas, se va a llenar de mariposas y mosquitos.


     Cuando Zulma oyó el primer ruido, Mariano estaba buscando en las pilas de discos una sonata de Beethoven que no había escuchado ese verano. Se quedó con la mano en el aire, miró a Zulma. Un ruido como en la escalera de piedra del jardín, pero a esa hora nadie venía a la cabaña, nadie venía nunca de noche. Desde la cocina encendió la lámpara que alumbraba la parte más cercana del jardín, no vio nada y la apagó. Un perro que anda buscando qué comer, dijo Zulma. Sonaba raro, casi como un bufido, dijo Mariano. En el ventanal chicoteó una enorme mancha blanca, Zulma gritó ahogadamente, Mariano de espaldas se volvió demasiado tarde, el vidrio reflejaba solamente los cuadros y los muebles del salón. No tuvo tiempo de preguntar, el bufido resonó cerca de la pared que daba al norte, un relincho sofocado como el grito de Zulma que tenía las manos contra la boca y se pegaba a la pared del fondo, mirando fijamente el ventanal. Es un caballo, dijo Mariano sin creerlo, suena como un caballo, oí los cascos, está galopando en el jardín. Las crines, los belfos como sangrantes, una enorme cabeza blanca rozaba el ventanal, el caballo los miró apenas, la mancha blanca se borró hacia la derecha, oyeron otra vez los cascos, un brusco silencio del lado de la escalera de piedra, el relincho, la carrera. Pero no hay caballos por aquí, dijo Mariano que había agarrado la botella de aguardiente por el gollete antes de darse cuenta y volver a ponerla sobre la banqueta. Quiere entrar, dijo Zulma pegada a la pared del fondo. Pero no, qué tontería, se habrá escapado de alguna chacra del valle y vino a la luz. Te digo que quiere entrar, está rabioso y quiere entrar. Los caballos no rabian que yo sepa, dijo Mariano, me parece que se ha ido, voy a mirar por la ventana de arriba. No, no, quédate aquí, lo oigo todavía, está en la escalera de la terraza, está pisoteando las plantas, va a volver, y si rompe el vidrio y entra. No seas sonsa, qué va a romper, dijo débilmente Mariano, a lo mejor si apagamos las luces se manda mudar. No sé, no sé, dijo Zulma resbalando hasta quedar sentada en la banqueta, oí cómo relincha, está ahí arriba. Oyeron los cascos bajando la escalera, el resoplar irritado contra la puerta, a Mariano le pareció sentir como una presión en la puerta, un roce repetido, y Zulma corrió hacia él gritando histéricamente. La rechazó sin violencia, tendió la mano hacia el interruptor; en la penumbra (quedaba la luz de la cocina donde dormía la nena) el relincho y los cascos se hicieron más fuertes, pero el caballo ya no estaba delante de la puerta, se lo oía ir y venir en el jardín. Mariano corrió a apagar la luz de la cocina, sin siquiera mirar hacia el rincón donde habían acostado a la nena; volvió para abrazar a Zulma que sollozaba, le acarició el pelo y la cara, pidiéndole que se callara para poder escuchar mejor. En el ventanal, la cabeza del caballo se frotó contra el gran vidrio, sin demasiada fuerza, la mancha blanca parecía transparente en la oscuridad; sintieron que el caballo miraba al interior como buscando algo, pero ya no podía verlos y sin embargo seguía ahí, relinchando y resoplando, con bruscas sacudidas a un lado y otro. El cuerpo de Zulma resbaló entre los brazos de Mariano, que la ayudó a sentarse otra vez en la banqueta, apoyándola contra la pared. No te muevas, no digas nada, ahora se va a ir, verás. Quiere entrar, dijo débilmente Zulma, sé que quiere entrar y si rompe la ventana, qué va a pasar si la rompe a patadas. Sh, dijo Mariano, callate por favor. Va a entrar, murmuró Zulma. Yo no tengo ni una escopeta, dijo Mariano, le metería cinco balas en la cabeza, hijo de puta. Ya no está ahí, dijo Zulma levantándose bruscamente, lo oigo arriba, si ve la puerta de la terraza es capaz de entrar. Está bien cerrada, no tengas miedo, pensá que en la oscuridad no va a entrar en una casa donde ni siquiera podría moverse, no es tan idiota. Oh sí, dijo Zulma, quiere entrar, va a aplastarnos contra las paredes, sé que quiere entrar. Sh, repitió Mariano que también lo pensaba, que no podía hacer otra cosa que esperar con la espalda empapada de sudor frío. Una vez más los cascos resonaron en las lajas de la escalera, y de golpe el silencio, los grillos lejanos, un pájaro en el nogal de lo alto.

          Sin encender la luz, ahora que el ventanal dejaba entrar la vaga claridad de la noche, Mariano llenó una copa de aguardiente y la sostuvo contra los labios de Zulma, obligándola a beber aunque los dientes chocaban contra la copa y el alcohol se derramaba en la blusa; después, del gollete, bebió un largo trago y fue hasta la cocina para mirar a la nena. Con las manos bajo la almohada como si sujetara la preciosa revista, dormía increíblemente y no había escuchado nada, apenas parecía estar ahí mientras en el salón el llanto de Zulma se cortaba cada tanto en un hipo ahogado, casi un grito. Ya pasó, ya pasó, dijo Mariano sentándose contra ella y sacudiéndola suavemente, no fue más que un susto. Va a volver, dijo Zulma con los ojos clavados en el ventanal. No, ya andará lejos, seguro que se escapó de alguna tropilla de allá abajo. Ningún caballo hace eso, dijo Zulma, ningún caballo quiere entrar así en una casa. Admito que es raro, dijo Mariano, mejor echemos un vistazo afuera, aquí tengo la linterna. Pero Zulma se había apretado contra la pared, la idea de abrir la puerta, de salir hacia la sombra blanca que podía estar cerca, esperando bajo los árboles, pronta a cargar. Mirá, si no nos aseguramos que se ha ido nadie va a dormir esta noche, dijo Mariano. Démosle un poco más de tiempo, entre tanto vos te acostás y te doy tu calmante; dosis extra, pobrecita, te la has ganado de sobra.

          Zulma acabó por aceptar, pasivamente; sin encender las luces fueron hasta la escalera y Mariano mostró con la mano a la nena dormida, pero Zulma apenas la miró, subía la escalera trastabillando, Mariano tuvo que sujetarla al entrar en el dormitorio porque estaba a punto de golpearse en el marco de la puerta. Desde la ventana que daba sobre el alero miraron la escalera de piedra, la terraza más alta del jardín. Se ha ido, ves, dijo Mariano arreglando la almohada de Zulma, viéndola desvestirse con gestos mecánicos, la mirada fija en la ventana. Le hizo beber las gotas, le pasó agua colonia por el cuello y las manos, alzó suavemente la sábana hasta los hombros de Zulma que había cerrado los ojos y temblaba. Le secó las mejillas, esperó un momento y bajó a buscar la linterna; llevándola apagada en una mano y con un hacha en la otra, entornó poco a poco la puerta del salón y salió a la terraza inferior desde donde podía abarcar todo el lado de la casa que daba hacia el este; la noche era idéntica a tantas otras del verano, los grillos chirriaban lejos, una rana dejaba caer dos gotas alternadas de sonido. Sin necesidad de la linterna Mariano vio la mata de lilas pisoteada, las enormes huellas en el cantero de pensamientos, la maceta tumbada al pie de la escalera; no era una alucinación, entonces, y desde luego valía más que no lo fuera; por la mañana iría con Florencio a averiguar en las chacras del valle, no se la iban a llevar de arriba tan fácilmente. Antes de entrar enderezó la maceta, fue hasta los primeros árboles y escuchó largamente los grillos y la rana; cuando miró hacia la casa, Zulma estaba en la ventana del dormitorio, desnuda, inmóvil.


          La nena no se había movido, Mariano subió sin hacer ruido y se puso a fumar al lado de Zulma. Ya ves, se ha ido, podemos dormir tranquilos, mañana veremos. Poco a poco la fue llevando hasta la cama, se desvistió, se tendió boca arriba, siempre fumando. Dormí, todo va bien, no fue más que un susto absurdo. Le pasó la mano por el pelo, los dedos resbalaron hasta el hombro, rozaron los senos. Zulma se volvió de lado, dándole la espalda, sin hablar; también eso era como tantas otras noches del verano.

          Dormir tenía que ser difícil, pero Mariano se durmió bruscamente apenas había apagado el cigarrillo; la ventana seguía abierta y seguramente entrarían mosquitos, pero el sueño vino antes, sin imágenes, la nada total de la que salió en algún momento despedido por un pánico indecible, la presión de los dedos de Zulma en un hombro, el jadeo. Casi antes de comprender ya estaba escuchando la noche, el perfecto silencio puntuado por los grillos. Dormí, Zulma, no hay nada, habrás soñado. Obstinándose en que asintiera, que volviera a tenderse dándole la espalda ahora que de golpe había retirado la mano y estaba sentada, rígida, mirando hacia la puerta cerrada. Se levantó al mismo tiempo que Zulma, incapaz de impedirle que abriera la puerta y fuera hasta el nacimiento de la escalera, pegado a ella y preguntándose vagamente si no haría mejor en cachetearla, traerla a la fuerza hasta la cama, dominar por fin tanta lejanía petrificada. En la mitad de la escalera Zulma se detuvo, tomándose de la barandilla.¿Vos sabes por qué está ahí la nena? Con una voz que debía pertenecer todavía a la pesadilla. ¿La nena? Otros dos peldaños, ya casi en el codo que se abría sobre la cocina. Zulma, por favor. Y la voz quebrada, casi en falsete, está ahí para dejarlo entrar, te digo que lo va a dejar entrar. Zulma, no me obligues a hacer una idiotez. Y la voz como triunfante, subiendo todavía más de tono, mirá, pero mirá si no me crees, la cama vacía, la revista en el suelo. De un empellón Mariano se adelantó a Zulma, saltó hasta el interruptor. La nena los miró, su piyama rosa contra la puerta que daba al salón, la cara adormilada. Qué haces levantada a esta hora, dijo Mariano envolviéndose la cintura con un repasador. La nena miraba a Zulma desnuda, entre dormida y avergonzada la miraba como queriendo volverse a la cama, al borde del llanto. Me levanté para hacer pipí, dijo. Y saliste al jardín cuando te habíamos dicho que subieras al baño. La nena empezó a hacer pucheros, las manos cómicamente perdidas en los bolsillos del piyama. No es nada, volvete a la cama, dijo Mariano acariciándole el pelo. La arropó, le puso la revista debajo de la almohada; la nena se volvió contra la pared, un dedo en la boca como para consolarse. Subí, dijo Mariano, ya ves que no pasa nada, no te quedes ahí como una sonámbula. La vio dar dos pasos hacia la puerta del salón, se le cruzó en el camino, ya estaba bien así, qué diablos. Pero no te das cuenta de que le ha abierto la puerta, dijo Zulma con esa voz que no era la suya. Déjate de tonterías, Zulma. Andá a ver si no es cierto, o déjame ir a mí. La mano de Mariano se cerró en el antebrazo que temblaba. Subí ahora mismo, empujándola hasta llevarla al pie de la escalera, mirando al pasar a la nena que no se había movido, que ya debía dormir. En el primer peldaño Zulma gritó y quiso escapar, pero la escalera era estrecha y Mariano la empujaba con todo el cuerpo, el repasador se desciñó y cayó al pie de la escalera, sujetándola por los hombros y tironeándola hacia arriba la llevó hasta el rellano, la lanzó hacia el dormitorio, cerrando la puerta tras él. Lo va a dejar entrar, repetía Zulma, la puerta está abierta y va a entrar. Acostate, dijo Mariano. Te digo que la puerta está abierta. No importa, dijo Mariano, que entre si quiere, ahora me importa un carajo que entre o no entre. Atrapó las manos de Zulma que buscaban rechazarlo, la empujó de espaldas contra la cama, cayeron juntos, Zulma sollozando y suplicando, imposibilitada de moverse bajo el peso de un cuerpo que la ceñía cada vez más, que la plegaba a una voluntad murmurada boca a boca, rabiosamente, entre lágrimas y obscenidades. No quiero, no quiero, no quiero nunca más, no quiero, pero ya demasiado tarde, su fuerza y su orgullo cediendo a ese peso arrasador que la devolvía al pasado imposible, a los veranos sin cartas y sin caballos. En algún momento —empezaba a clarear— Mariano se vistió en silencio, bajó a la cocina; la nena dormía con el dedo en la boca, la puerta del salón estaba abierta. Zulma había tenido razón, la nena había abierto la puerta pero el caballo no había entrado en la casa. A menos que sí, lo pensó encendiendo el primer cigarrillo y mirando el filo azul de las colinas, a menos que también en eso Zulma tuviera razón y que el caballo hubiera entrado en la casa, pero cómo saberlo si no lo habían escuchado, si todo estaba en orden, si el reloj seguiría midiendo la mañana y después que Florencio viniera a buscar a la nena a lo mejor hacia las doce llegaría el cartero silbando desde lejos, dejándoles sobre la mesa del jardín las cartas que él o Zulma tomarían sin decir nada, un rato antes de decidir de común acuerdo lo que convenía preparar para el almuerzo.

*

Mi comentario

          Antes que nada, qué bien hace volver a Julio Cortázar, leer uno de sus relatos de vez en cuando. Un gran placer literario.
          Una niña irrumpe, desajustando levemente el esquema en la vida de una pareja, Mariano y Zulma, que está pasando el verano en una cabaña en el sur de Argentina.      
          Les falta un mes para regresar a la capital, a «una misma sobrevivencia, a estar distantemente juntos, amablemente amigos, respetando y ejecutando las múltiples nimias delicadas ceremonias convencionales de la pareja». 
          El padre de la niña, Florencio, les pide que la cuiden unas horas, hasta la mañana siguiente. Cuando Zulma le abre la puerta, a Florencio le parece que tiene los ojos «como si hubiera estado pelando cebollas». 
          La niña se entretiene con las revistas que encuentra. Todo transcurre con una gran tranquilidad, sin sobresaltos. «Todo se cumple cíclicamente, cada cosa en su hora y una hora para cada cosa, con la excepción de... esa noche.
          Una vez que acuestan a la niña, que también parece que tiene sus manías, ya que antes de acostarse elige una revista y la ubica debajo de la almohada, comienza todo.
          Para Mariano no son manías, para él es un «fijar las cosas y los tiempos, establecer ritos y pasajes contra el desorden lleno de agujeros y de manchas».
          Cortázar va al hueso. La soledad de la pareja va quedando en evidencia en varios pasajes muy bien narrados. Nos detenemos para volver a leerlos.
          Hasta que nos sobresalta el primer ruido oído por Zulma. Viene de afuera, como de la escalera de piedra del jardín. Es muy raro, a esa hora nadie suele ir a la cabaña. En realidad a ninguna hora, salvo el cartero trayendo cartas para uno u otro. 
          Hasta que aparece una enorme mancha blanca en el ventanal. Una gran tensión. Miedo. Pánico. Un relincho sofocado, amenazante. La niña duerme y Zulma llora y grita, se descontrola. Mariano la acuesta y la calma.
          Rozar sus senos, darse la espalda, dormirse, la presión de sus dedos en el hombro, el jadeo, la pesadilla, culpar a la niña, «lo va a dejar entrar», repite Zulma, todo se confunde. El umbral entre lo cotidiano y lo fantástico es muy fino. Cortázar lo cruza imperceptiblemente, con su gran maestría.
          Todo, hasta el empujón y el rechazo, hasta la imposibilidad de moverse bajo el peso de un cuerpo de hombre que la ciñe cada vez más, y hace su voluntad, rabiosamente, entre lágrimas y obscenidades. «¡No quiero, no quiero, no quiero nunca más!», grita Zulma.
          Pero no puede, es demasiado tarde y su fuerza y su orgullo ceden a ese peso arrasador que la devuelve a un pasado sin cartas y sin caballos.
          Un relato que es una pesadilla, muy fuerte, contado en tercera persona por un narrador impersonal y ubicuo pero no omisciente sabe mucho pero no todo. Sobre la niña y la violencia del caballo  —¿es la niña la que quiere introducir «el monstruo»?—, ustedes interpretarán los significados, sobre todo si ya leyeron Bestiario, donde Cortázar explora lo sobrenatural y el horror. Sobre la pareja y sus respectivos encierros e incomunicación, la monotonía que desgasta, la impotencia ante lo desconocido, también. Temas que fueron obsesiones en Julio Cortázar. El título nos lleva también a su obsesión geométrica.

          ¿Cómo volverán Mariano y Zulma a Buenos Aires? ¿Volverán acaso a las repeticiones previsibles, como ensayadas? ¿A los grupos de uno, a los amigos del otro, al cumplimiento de las ceremonias bisagra: el beso matinal y los programas neutrales en común, por ejemplo? ¿A este tipo de conversación «Nixon viajará a Pekín, qué me contás»? Cortázar no resuelve, las preguntas son las mías, las que se haga cada lector.

          Si les gustó este relato y quieren leer los siete restantes del libro Octaedro —el quinto libro de cuentos de Cortázar y uno de los más admirados—, encontrarán el link en Notas.  
          También pueden leer sus libros de cuentos anteriores conforme fueron apareciendo: Bestiario [1951], Final del juego [1956], y Las armas secretas [1959] y Todos los fuegos el fuego [1966]. 
Hasta el próximo encuentro.

Cecilia Olguin Gianelli

Notas


- Octaedro, Julio Cortázar: Liliana llorando, Los pasos en las huellas, Manuscrito hallado en un bolsillo, Verano, Ahí pero dónde, cómo, Lugar llamado Kindberg, Las fases de Severo y Cuello de gatito negro.

- Cortázar, una lección de geometría. Octaedro:

-Imágenes elegidas: Fotografía artística de Sally Mann. 


martes, 22 de septiembre de 2020

«Ardores de agosto» [La vampa d´agosto], Andrea Camilleri

Andrea Camilleri

Nacía un 6 de septiembre de 1925 en este lugar:

Porto Empedocle



Y acá en el mapa de Sicilia, Italia



          ¿Y por qué es tan importante ubicar este hermoso rincón italiano?, ¿esta isla enclavada en el centro del Mediterráneo que dan ganas de visitar? 
          Los lectores de sus novelas lo saben, reconocen este lugar como «Vigàta», de la también ficticia región de Montelusa. Escenario de todas las aventuras del querible Salvo Montalbano —homenaje que Camilleri hace a su amigo, el escritor español Manuel Vázquez Motalbán [1939-2003]. 

          En el año 1999 la RAI [Radiotelevisione Italiana] empezó a emitir los capítulos de la serie basada en sus libros. Desde entonces es un éxito absoluto.
          Aquí el personaje de Montalbano interpretado por el actor Luca Zongaretti, que se ha ganado una gran fama y simpatía de tantos seguidores.


Luca Zonfaretti como el comisario Montalbano

          Nada mejor que leer uno de los libros y ver algo de la serie para saber de qué se trata la saga Montalbano. Novelas negras, policíacas, algo del surrealismo siciliano. Un ritmo propio que solo quienes lo conocen saben de qué hablo. Un modo de vida y de concebir las relaciones que solo allí se da. 
          Y Camilleri también le pone su sello y se diferencia de otros escritores de la zona: antepone la felicidad italiana por encima de la tragedia.
          Las historias que construye, sin embargo, esos mundos escritos en novelas cortas o nouvelles, no rehuyen para nada los males y el papel de la mafia, afectando la vida y conducta de sus habitantes y la sociadad. 

          Hoy les traigo:

Ardores de agosto
[La vampa d´agosto, 2006]


Sellerio editore Palermo [2006]
271 págs.

Mi lectura es en italiano, pero les dejo el link para leerlo en español. Aquí las primeras páginas. Leamos juntos:


Empezando a leer la novela.

          Un calor asfixiante arrasa Sicilia como una llamarada; durante el día el aire se vuelve irrespirable, las piedras queman y ni siquiera un baño en el mar ofrece algo más que alivio momentáneo. Con la ciudad sumida en un letargo incandescente, Salvo aguarda la llegada de Livia, que viene con unos amigos a pasar las vacaciones en una solitaria casita frente a la playa. Pero el idílico plan se tuerce cuando, oculto en los sótanos de la casa, aparece un baúl con un cadáver dentro. 

          El macabro hallazgo desata los instintos investigadores del comisario, que muy pronto se ve envuelto en una maraña criminal de múltiples facetas que involucra a políticos, banqueros y empresarios, todos bajo la omnipresente tutela de la mafia. Y como si la canícula no fuera suficiente para causar estragos en el comportamiento de los personajes, la presencia casi mágica de una bellísima veinteañera hace flaquear la proverbial lucidez del propio Montalbano, hasta el punto de tentarlo a dar ese paso trascendental que había evitado hasta el momento.            Una nueva aventura de Salvo Montalbano, en la que el inimitable comisario sigue haciendo gala de ese vitalismo socarrón y melancólico mientras se asoma a los abismos más profundos del alma humana.


Uno 


          Estaba durmiendo de tal forma que ni siquiera un cañonazo lo habría despertado. O mejor: un cañonazo no, pero el timbre del teléfono sí. 

          Un hombre que en los tiempos que corren vive en un país civilizado como el nuestro (es un decir), si oye en pleno sueño unos cañonazos, está claro que los confunde con los truenos de un temporal, las tracas de las fiestas del santo patrón o el desplazamiento de unos muebles por parte de esos cabrones del piso de arriba, y sigue durmiendo como si tal cosa. En cambio, el sonido del teléfono, la melodía del móvil, el timbre de la puerta, eso no, esos son ruidos de llamadas ante las cuales el hombre civilizado (es un decir) no tiene más remedio que emerger de las profundidades del sueño y contestar. 

          Por consiguiente, Montalbano se levantó de la cama, consultó el reloj, miró hacia la ventana, comprendió que iba a hacer mucho calor y se dirigió al comedor, donde el teléfono sonaba como un desesperado. 

          —Salvo, pero ¿dónde estabas? ¡Llevo media hora llamando! 

          —Perdona, Livia, estaba en la ducha, no oía nada. 

          Primera mentira de la jornada. 

          ¿Por qué la había dicho? ¿Porque se avergonzaba de decirle a Livia que todavía estaba durmiendo o porque no quería disgustarla diciéndole que su llamada lo había despertado? 

          —¿Has ido a ver el chalet? 

          —¡Pero Livia! ¡Son sólo las ocho! 

          —Perdona, pero es que estoy muy impaciente por saber si serviría… 

          La cosa había empezado unos quince días atrás, cuando tuvo que comunicarle a Livia que en la primera quincena de agosto, en contra de lo acordado, él no podría moverse de Vigàta porque Mimì Augello había tenido que adelantar las vacaciones a causa de una complicación con sus suegros. El asunto no había tenido los devastadores efectos que se esperaba porque Livia apreciaba a Beba, la mujer de Mimì, y al propio Mimì. Se quejó un poquito, eso sí, pero Montalbano estaba convencido de que todo había terminado. Sin embargo, se equivocaba de medio a medio. En su llamada de la noche siguiente, Livia le salió con una historia inesperada: 

          —Busca enseguida una casa por esa zona con dos dormitorios y salón en primera línea de playa. 

          —No lo entiendo. ¿Por qué tenemos que irnos de Marinella? 



Casa de Montalbano


          —¡Pero qué tonto eres, Salvo, cuando quieres hacerte el tonto! Yo estaba hablando de una casa para Laura, su marido y el niño. 

          Laura era la amiga del alma de Livia, aquella a quien le confiaba los misterios gozosos y también los menos gozosos de su vida. 

          —¿Vienen aquí? 

          —Sí. ¿Te molesta? 

          —Para nada, ya sabes que Laura y su marido me caen muy bien, pero… 

          —Explícame ese pero. 

          ¡Bueno, ya empezaban! 

          —Yo pensaba que por fin podríamos pasar un poco más de tiempo solos y…           —¡Ajajá! 

          Estilo bruja de Blancanieves y los siete enanitos. 

          —¿Por qué te ríes? 

          —Porque sabes muy bien que la que va a quedarse sola seré yo, yo, ¿comprendes?, mientras que tú te pasarás todo el día y puede que también toda la noche en la comisaría con el asesinado de turno. 

          —No, Livia, pero qué dices, aquí en agosto, con el calor que hace, hasta los asesinos esperan a que llegue el otoño. 

          —¿Eso qué es, un chiste? ¿Tengo que reírme? 

          Y así se había iniciado la larga búsqueda con la ayuda poco decisiva de Catarella. 

          —Dottori, creo que he encontrado una casita como la qui busca usía en el término de Pezzodipane. 

          —¡Pero el término de Pezzodipane está a diez kilómetros del mar! 

          —Muy cierto, pero en compensación hay un lago artificial. 

          O bien: 

          —Livia, he encontrado un pequeño apartamento francamente bonito en una especie de apartotel que está… 

          —¿Un pequeño apartamento? Te había dicho con toda claridad una casa. 

          —¿Y un pequeño apartamento no es una casa? ¿Qué es, una tienda de campaña? 

          —No, un pequeño apartamento no es una casa. Vosotros los sicilianos creáis la confusión y llamáis casa a lo que es un apartamento, mientras que yo, cuando digo casa, quiero decir casa. ¿Quieres que me explique mejor? Tienes que buscar un chalet unifamiliar. 

          En las agencias de Vigàta se le rieron en la cara. 

          —¿Y el dieciséis de julio pretende usted encontrar un chalet a la orilla del mar para el uno de agosto? ¡Pero si ya está todo alquilado! 

                Le dijeron que dejara el número de teléfono: si por casualidad alguien rescindía el acuerdo en el último minuto, le avisarían. Y el milagro ocurrió cuando y a prácticamente había perdido la esperanza. 

          —¿Oiga, dottor Montalbano? Aquí la Agencia Aurora. Ha quedado libre un chalet como el que usted busca. Está en Marina de Montereale, en la urbanización de Pizzo. Pero tendría que pasarse enseguida por aquí; estamos a punto de cerrar.              El comisario interrumpió de golpe un interrogatorio y acudió a toda prisa a la agencia. A juzgar por las fotografías, parecía justo lo que quería Livia. Acordó con el señor Callara, el propietario de la agencia, que a la mañana siguiente sobre las nueve iría a recogerlo para ver el chalet, que se hallaba por la parte de Montereale, a menos de diez kilómetros de Marinella. 

          Montalbano pensó que diez kilómetros de la carretera de Montereale en pleno verano igual podían significar cinco minutos de coche como dos horas, según el tráfico que hubiera. Paciencia; Livia y Laura tendrían que aguantarse, eso era lo que había. 

          Una vez en el coche, el señor Callara se puso a hablar y ya no paró. Empezó por la historia más reciente, comentando que el chalet lo había alquilado un tal Jacolino que trabajaba como empleado en Cremona y había entregado la preceptiva paga y señal. Pero justo la víspera, el tal Jacolino llamó a la agencia para explicar que la madre de su mujer había sufrido un accidente y ya no podrían moverse de Cremona. Y por eso lo habían llamado a él, Montalbano. 

          Después el señor Callara contó una historia anterior, es decir, el cómo y el porqué de la construcción del chalet, con todo lujo de detalles. Unos seis años atrás, un septuagenario que se llamaba Angelo Speciale, natural de Montereale pero que se había pasado toda la vida trabajando en Alemania, decidió construirse un chalet para regresar definitivamente a su pueblo con su mujer alemana, la cual se llamaba Gudrun, era viuda y tenía un hijo veinteañero de nombre Ralf. ¿Estaba claro? Muy claro. Angelo Speciale viajó a Montereale en compañía de su hijastro Ralf, se pasó todo un mes buscando el lugar adecuado, lo encontró, lo compró, le encomendó el proyecto al aparejador Spitaleri y esperó un año a que terminaran la obra. Ralf permaneció constantemente con él. 

          Después ambos regresaron a Alemania para el traslado de los muebles y todo lo demás a Montereale. Pero sucedió una cosa muy rara. Como a Angelo Speciale no le gustaba volar, viajaron en tren. Sin embargo, al llegar a la estación de Colonia, el señor Speciale no encontró a su hijastro, que viajaba con él en la litera de arriba. La maleta del joven estaba en el compartimento, pero de él no había ni rastro. El revisor de noche dijo que no lo había visto bajar del tren en las estaciones anteriores. En resumen, Ralf había desaparecido. 

          —Pero ¿después lo encontraron? 

          —¡Qué va, señor comisario! Desde entonces jamás se ha sabido nada de nada de ese chico.

          —¿Y el señor Speciale vino a vivir a la casa? 

          —¡Eso es lo bueno! ¡Nunca! El pobre señor Speciale, cuando no hacía ni un mes que había regresado a Colonia, cayó por la escalera, se golpeó la cabeza y murió, pobrecillo. 

          —¿Y la señora Gudrun, dos veces viuda, vino a vivir aquí? 

          —¿Qué iba a hacer la pobre aquí sin marido y sin hijo? Nos llamó por teléfono hace tres años para encargarnos que alquiláramos el chalet. Y nosotros lo alquilamos desde hace tres años, pero sólo en verano. 

          —¿Y durante el año no? 

          —Dottore, queda demasiado aislado. Usted mismo lo verá. 

          En efecto, estaba muy aislado. Se llegaba hasta allí abandonando la carretera provincial y siguiendo un camino empinado a lo largo del cual sólo había una casita rural, otra casa un poco menos rústica y, al final, el chalet. Era una zona casi sin árboles ni plantas, abrasada por el sol. Pero al llegar al chalet, que se levantaba en la cima de una especie de altozano muy grande, el panorama cambiaba de golpe. ¡Una auténtica belleza! Más abajo, a derecha e izquierda, estaba la playa dorada, salpicada por algún que otro parasol, y delante un mar claro, abierto, acogedor. El chalet, de una sola planta, contaba efectivamente con dos dormitorios, uno doble y otro individual con una camita, y un salón con ventanas rectangulares a través de las cuales sólo se veían el cielo y el mar, y tenía incluso televisor. La cocina era espaciosa y con un enorme frigorífico. También había dos cuartos de baño. Y, por si fuera poco, una terraza impagable, muy apropiada para cenar en ella. 

          —Me parece bien —dijo el comisario—. ¿Cuánto cuesta? 

          —Mire, dottore, nosotros no alquilamos un chalet como éste por quince días, pero tratándose de usted… 

          Y disparó una suma que era un mazazo. Montalbano ni siquiera acusó el golpe; total, Laura era muy rica y podía contribuir a aliviar la pobreza del Sur. 

          —Me parece bien —repitió. 

          Al percatarse de la situación, el señor Callara, que se consideraba un experto, decidió apretar un poco más. 

          —Como es natural, aparte hay que contar con… 

          —Como es natural, aparte no hay que contar con nada —zanjó Montalbano, que no quería pasar por idiota. 

          —Bueno, bueno. 

          —¿Cómo se baja a la playa? 

          —Mire, usted sale por la verja de la terraza, recorre diez metros y allí empieza una escalerita de toba que lo lleva abajo. Son cincuenta escalones. 

          huhhjjn iuj—¿Podría esperarme una media horita? 

          El señor Callara lo miró perplejo. 

          —Si es sólo una media horita…

          Nada más verlo, Montalbano había experimentado el deseo de darse un buen chapuzón en aquel mar que parecía llamarlo. Se lo dio en calzoncillos. 

          A la vuelta, justo el tiempo de subir los cincuenta escalones, el sol ya se los había secado. 


          La mañana del primer día de agosto, Montalbano fue al aeropuerto de Punta Raisi para recoger a Livia, Laura y su hijo Bruno, que era un chiquillo de tres años. Guido, el marido de Laura, iría después en tren con el coche y el equipaje. Bruno era un niño que no conseguía estarse quieto ni dos minutos seguidos. A Laura y Guido les preocupaba un poco que el pequeño no hablara y sólo se comunicara con gestos. Ni siquiera dibujaba garabatos como todos los niños de su edad, pero, en compensación, era capaz de tocarle los cojones a todo el universo. 

          Se fueron a Marinella, donde Adelina había preparado el almuerzo para todo el grupo. Pero cuando llegaron, la asistenta ya no estaba, y Montalbano supo que no volvería a verla en el transcurso de los quince días que Livia iba a pasar en Marinella. A Livia le caía muy mal Adelina y ésta le correspondía de la misma manera. Guido llegó sobre la una. Comieron, e inmediatamente después Montalbano subió al coche con Livia para servir de guía al de Guido con su familia. Cuando Laura vio el chalet, se sintió tan entusiasmada que abrazó y besó a Montalbano. Hasta Bruno, por medio de gestos, expresó que deseaba que el comisario lo levantara en brazos. Y en cuanto estuvo a la altura de su rostro, le escupió en un ojo el caramelo que estaba chupando. 

          Acordaron que al día siguiente Livia iría a ver a Laura con el vehículo de Salvo, quien, total, podía pedir que fueran a recogerlo a casa con un automóvil de la comisaría, y se quedaría todo el día con su amiga. 

          Por la tarde, cuando terminara su trabajo, Montalbano pediría que lo llevaran a Pizzo y juntos decidirían dónde cenar. 

          Al comisario le pareció una solución estupenda, pues de esa manera a mediodía podría zamparse lo que más le gustara en la trattoria de Enzo. 


          Los males en el chalet de Pizzo empezaron la mañana del tercer día. Livia, que había ido a ver a su amiga, lo encontró todo revuelto: la ropa fuera del armario y amontonada encima de unas sillas de la terraza, los colchones apoy ados bajo las ventanas de los dormitorios, los utensilios de la cocina por el suelo en la explanada que había delante de la entrada principal. Bruno, en cueros y con la manguera en la mano, se dedicaba a regar la ropa, los colchones y las sábanas. Intentó regar incluso a Livia, pero ésta, que lo conocía muy bien, lo esquivó. Laura se hallaba tendida en una tumbona al lado del murete de la terraza, con un paño mojado sobre la frente. 

          —Pero ¿qué es lo que sucede? 

          —¿Has entrado en la casa? 

          —No. 

          —Mira desde la terracita, pero ni se te ocurra entrar. 

          Livia cruzó la verja de la terraza y miró hacia el interior del salón. 

          Lo primero que vio fue que el suelo se había vuelto casi negro. Lo segundo, que el suelo estaba animado, es decir, que se movía en todas direcciones. Después ya no vio nada más porque, tras haber comprendido de qué se trataba, lanzó un grito y huyó corriendo de la terraza. 

          —¡Pero si son escarabajos! ¡Miles! 

          —Esta mañana al amanecer —dijo Laura con dificultad, pues apenas le quedaba aliento—, desperté para beber un vaso de agua y los vi, pero aún no había tantos… Desperté a Guido, intentamos poner a salvo todo lo que pudimos, pero no lo conseguimos. Seguían saliendo de una grieta del suelo del salón… 

          —¿Y ahora Guido dónde está?  

           —Se ha ido a Montereale; ha llamado al alcalde, que ha sido muy amable, y vuelve enseguida. 

          —Pero ¿no podía llamar a Salvo? 

          —No se atrevía a llamar a la policía por una invasión de escarabajos. 

          Un cuarto de hora después llegó Guido. A sus espaldas había un vehículo del ayuntamiento con cuatro barrenderos armados con bidones de desinsectación y escobas. 

          Livia se llevó a Laura y a Bruno a Marinella mientras Guido se quedaba en Pizzo para coordinar las operaciones de desinsectación y limpieza de la casa. A las cuatro de la tarde él también se presentó en Marinella. 

          —Salían precisamente de la grieta del suelo. La hemos rociado con dos bidones enteros y después la hemos tapado. 

          —¿Y no habrá otras grietas parecidas? —preguntó Laura, no demasiado convencida. 

          —Quédate tranquila, hemos mirado bien por todas partes —contestó Guido en tono definitivo—. No volverá a ocurrir. Podemos irnos tranquilamente a casa. 

          —Pero ¿por qué habrán salido…? —terció Livia. 

          —Uno de los empleados me ha explicado que anoche el chalet debió de sufrir un imperceptible movimiento de dilatación y asentamiento que provocó la grieta. Y los escarabajos que estaban bajo tierra subieron atraídos por el olor de la comida, de nuestra presencia, vete tú a saber. 


          Al quinto día hubo una segunda invasión. Esa vez no de escarabajos, sino de ratones. Al levantarse, Laura vio unos quince por toda la casa, chiquitos y hasta graciosos. Huyeron a toda prisa por la puerta cristalera de la terraza en cuanto ella se movió. Encontró otros dos en la cocina, comiéndose las migajas de pan. A diferencia de casi todas las mujeres, a Laura los ratones no le causaban demasiada impresión. Guido llamó nuevamente al alcalde, fue a Montereale y regresó con dos trampas para ratones, cien gramos de queso picante y un gato pelirrojo, simpático y paciente, que no reaccionó de mala manera cuando Bruno trató enseguida de sacarle un ojo. 

          —Pero ¿cómo es posible que, después de los escarabajos, ahora salgan también ratones? —le preguntó Livia a Montalbano cuando ambos acababan de acostarse. 



Comisario Montalbano [Salvo Michele Riondino]
y Livia [Sarah Felderbaum] 


          A él, teniendo a Livia desnuda a su lado, no le apetecía hablar de ratones. 

          —Bueno, verás, es que la casa ha estado un año deshabitada, y claro… —fue su vaga respuesta. 

          —A lo mejor, antes de que Laura la ocupara habrían tenido que limpiar, quitar el polvo, desinfectar… 

          —Yo también lo necesito —la interrumpió Montalbano. 

          —¿Qué? —preguntó Livia perpleja. 

           —Lo segundo que has dicho. 

          Y la abrazó. 


          Al octavo día hubo una tercera invasión. Fue una vez más Laura, que se levantaba primero, quien descubrió su presencia. Vio una criatura por el rabillo del ojo, pegó un brinco y, sin siquiera saber cómo, aterrizó sobre la mesita de la cocina, donde, sintiéndose suficientemente a salvo, temblando y empapada de sudor, abrió despacio los ojos y miró al suelo. 

         Allí se paseaban tranquilamente una treintena de arañas que parecían una escogida representación de la especie: una era bajita y peluda, otra era sólo una cabeza redonda y unas patas muy largas que semejaban hilos de telaraña, una tercera era rojiza y tan grande como un cangrejo, una cuarta era la viva imagen de la terrible viuda negra… 

          Laura, que no se impresionaba demasiado en presencia de los escarabajos y a quien los ratones no le daban ningún asco, se ponía histérica en cuanto veía una araña. Sufría eso que se denomina con una palabra muy difícil, aracnofobia, y que, en palabras sencillas, significa miedo irracional e incontrolable a las arañas. 

          Así pues, mientras se le erizaba el vello de la nuca, lanzó un grito espantoso y cayó desmayada al suelo desde la mesita. Al caer, se golpeó la cabeza y empezó a sangrar. 

           Guido, despertado de golpe, se levantó precipitadamente de la cama y acudió en auxilio de su mujer. Pero no se percató de la presencia de Ruggero, que así se llamaba el gato, el cual huía a toda prisa de la cocina, aterrorizado en un primer momento por el grito de Laura y, en un segundo, por el estrépito de su caída. 

          El caso fue que Guido salió volando en sentido horizontal al suelo hasta que su cabeza hizo de parachoques contra el frigorífico. Cuando Livia llegó como de costumbre para bañarse en la playa con sus amigos, tuvo la sensación de encontrarse en un hospital de campaña. 

          Laura y Guido llevaban la cabeza vendada, y a Bruno, por su parte, le habían vendado el pie izquierdo porque, al levantarse de la cama, había provocado la caída del vaso de agua de la mesilla, el vaso se había roto y él había pisado los añicos de vidrio. Extrañada, Livia observó que hasta Ruggero cojeaba levemente como consecuencia de su encontronazo con Guido. 

          Al final se presentó la consabida cuadrilla de exterminadores enviada por el alcalde, que ahora ya se había convertido en amigo de la familia. Mientras Guido dirigía las operaciones, Laura, todavía trastornada, le confió en voz baja a Livia: 

          —Esta casa no nos quiere. 

          —¡Quita, mujer! Una casa es una casa; no puede querer ni odiar. 

          —¡Pues yo te digo que esta casa no nos quiere! 

          —¡Anda ya! 

          —¡Está embrujada! —insistió Laura con los ojos brillantes, como si tuviera fiebre. 

          —Laura, te lo ruego, no digas esas chorradas. Comprendo que tienes los nervios destrozados, pero… 

          —¿Sabes una cosa? Estoy pensando en todas esas películas que he visto sobre casas malditas, casas habitadas por espíritus infernales. 

          —¡Pero todo eso son fantasías! 

          —Ya verás si tengo razón o no. 


          La mañana del noveno día se puso a llover a cántaros. Livia y Laura se fueron al museo de Montelusa, y Guido, invitado por el alcalde, fue a visitar la mina de sal y se llevó a Bruno. Por la noche arreció la lluvia. 

          

          La mañana del décimo día seguía diluviando. Laura llamó a Livia para decirle que iba a llevar al niño al hospital con Guido porque uno de los cortes le estaba supurando. Livia decidió aprovechar la ocasión para ordenar las cosas de Salvo. A última hora de la tarde el cielo se despejó y todos estuvieron seguros de que el día siguiente sería claro y caluroso, un día perfecto para ir a la playa.


Dos 


          No se equivocaron en su previsión. El mar grisáceo había recuperado su color; la arena mojada tiraba a marrón claro, pero dos horas de sol le devolverían el tono dorado. Quizá el agua estaba un poco fría, pero a mediodía, con el calor que ya hacía a las siete de la mañana, estaría como un caldo. Esa era justo la temperatura que le gustaba a Livia, mientras que a Montalbano le desagradaba, le daba la impresión de introducirse en una bañera de balneario, y cuando salía, se sentía debilitado y sin fuerzas. 

          Livia llegó a Pizzo a las nueve y media y se enteró de que el inicio de la mañana había sido normal; no habían encontrado ni escarabajos ni ratones ni arañas, y tampoco se habían registrado nuevas visitas tipo escorpiones o víboras. Laura, Guido y Bruno ya estaban preparados para bajar a la playa. 

          Estaban a punto de cruzar la pequeña verja de la terraza cuando sonó el teléfono. Guido, que era ingeniero, trabajaba en una empresa especializada en la construcción de puentes y a quien dos días atrás habían llamado desde Génova a causa de un problema que él había intentado explicarle a Montalbano pero acerca del cual este no había entendido absolutamente nada, dijo: 

          —Id bajando que ya os alcanzo. 

          Y entró en la casa para contestar al teléfono.      

          —Tengo que hacer pis —le dijo Laura a Livia. Y entró también en la casa. Livia la siguió, porque, como todo el mundo sabe, orinar es contagioso; basta con que alguien se esté aguantando para que en cuestión de un momento a todos les ocurra lo mismo. Fue al otro cuarto de baño. 

          Cuando todos hubieron terminado de hacer sus cosas y se reunieron en la terraza, Guido cerró la puerta cristalera, la verja, cogió el parasol porque le correspondía llevarlo a él siendo el hombre, y se encaminaron hacia la escalerita de toba que llevaba a la playa. Pero antes de iniciar el descenso, Laura miró alrededor y preguntó: 

          —¿Dónde está Bruno? 

          —A lo mejor ha empezado a bajar solo —dijo Livia. 

          —¡Dios mío, pero si solo no puede! Siempre tengo que cogerlo de la mano — replicó Laura. 

          Se asomaron a mirar. Desde allí se veían unos veinte peldaños, pero después la escalerita giraba hacia un lado. Bruno no estaba a la vista. 

          —Es imposible que haya podido bajar más —dijo Guido. 

          —¡Ve a ver, por el amor de Dios! ¡Puede haberse caído! —exclamó Laura, que ya empezaba a ponerse nerviosa. 

          Guido, seguido por las miradas de Laura y Livia, bajó corriendo, desapareció al llegar a la curva y volvió a aparecer en ella al cabo de menos de cinco minutos.              —He recorrido toda la escalera. No está; id a ver en casa, a lo mejor lo hemos dejado encerrado dentro —indicó, levantando la voz y respirando afanosamente. 

          —Pero ¿cómo lo hacemos? ¡Las llaves las tienes tú! Guido, que había tratado de ahorrarse la subida, llegó arriba soltando maldiciones, abrió la verja de la terraza y la puerta cristalera. E inmediatamente se oyó un coro: 

          —¡Bruno! ¡Bruno! —Este imbécil de niño es capaz de pasarse todo un día escondido debajo de una cama sólo para fastidiarnos —dijo Guido, que ya estaba perdiendo la paciencia. 

          Lo buscaron por toda la casa, debajo de las camas, dentro del armario, encima del armario, debajo del armario, en el trastero de las escobas. Nada. En determinado momento, Livia dijo: 

          —Pues tampoco se ve a Ruggero. 

          Era verdad. El gato, que por regla general se metía entre los pies de la gente como bien sabía Guido, también parecía haber desaparecido. 

          —Cuando lo llamamos, Ruggero suele venir o maullar. Vamos a llamarlo — sugirió Guido. 

          Era una ocurrencia lógica: puesto que el niño no hablaba, el único que en cierto modo podía contestar era el gato. 

          —¡Ruggero! ¡Ruggero! No hubo respuesta gatuna. 

          —Pues entonces Bruno tiene que estar fuera —concluy ó Laura. 

          Salieron todos a buscar alrededor de la casa, comprobaron el interior de los dos vehículos aparcados. Nada. 

          —¡Bruno! ¡Ruggero! ¡Bruno! ¡Ruggero! 

          —A lo mejor se ha ido por el caminito que lleva a la carretera provincial — apuntó Livia. 

          La reacción de Laura fue inmediata: 

          —Pero si llega hasta allí… ¡Oh, Dios mío, allí hay un tráfico tremendo!        

          Entonces Guido subió al coche y recorrió el caminito que llevaba a la provincial; al volver atrás vio que ante la puerta de la casita rural había un campesino de unos cincuenta años muy mal vestido y tocado con una sucia boina, mirando al suelo con tanta atención que parecía estar contando las hormigas. 

          Guido paró y se asomó por la ventanilla: 

          —¿Ha visto pasar a un niño? 

          —¿Qué? 

          —Un niño de tres años. 

          —¿Por qué? 

          «¿Qué coño de pregunta es ésa?» , pensó Guido, que tenía los nervios a flor de piel. Pero aun así contestó. 

          —Porque no lo encontramos. 

          —¡Ay, ay, ay! —exclamó el cincuentón, adoptando de repente una expresión preocupada y girándose unos tres cuartos de circunferencia hacia la casa. 

          Guido se sorprendió. 

          —¿Qué significa «ay, ay, ay» ? 

          —Ay, ay, ay sólo significa ay, ay, ay. Yo a ese niño no lo he visto, y de todos modos, nada sé y nada quiero saber de esa historia —declaró el hombre en tono perentorio; luego entró en la casa y cerró la puerta. 

          —¡Pues no, oiga! —gritó Guido enfurecido—. ¡Ésa no es manera de contestar! ¡Usted es un maleducado! 

          Tenía ganas de armar jaleo y desahogarse un poco. Bajó del coche y llamó a la puerta, la emprendió a patadas con ella, pero no hubo forma: la puerta permaneció cerrada. Soltando maldiciones volvió a subir al coche, lo puso en marcha, pasó por delante de la otra casa, la que tenía un aspecto más civilizado, se le antojó que estaba vacía, siguió adelante y regresó al chalet. 

          —¿Nada? —Nada. 

          Laura abrazó a Livia y se echó a llorar. 

          —¿Habéis visto? ¿No os decía yo que ésta es una casa maldita? 

          —¡Tranquilízate, Laura, por el amor de Dios! —exclamó su marido. El único resultado que obtuvo fue que arreciara el llanto de Laura. 

          —¿Qué podemos hacer? —preguntó Livia. 

          Guido tomó una decisión. 

          —Voy a llamar a Emilio, el alcalde. 

          —¿Por qué precisamente al alcalde? 

          —Le pediré que me mande la consabida cuadrilla. O algún vigilante. Cuantas más personas lo busquemos, mejor. ¿No te parece? 

          —Espera. ¿No sería mejor que llamaras a Salvo? 

          —Quizá tengas razón. 





          Veinte minutos después llegó Montalbano con un vehículo de servicio conducido por Gallo, el cual había realizado una carrera digna de Indianápolis. 

          Al bajar, el rostro del comisario parecía un poco cansado, amarillento y amargado, pero era el aspecto que siempre ofrecía tras viajar en automóvil con Gallo. 

          Livia, Guido y Laura se pusieron a contarle lo ocurrido todos a la vez, por lo que Montalbano sólo pudo comprender algo prestando mucha atención, tras lo cual se detuvieron a la espera de sus palabras, sin duda decisivas, con la misma actitud de quien confía en alcanzar una gracia de la Virgen de Lourdes. 

          —¿Podría beber un poco de agua? —fue, por el contrario, la ansiada respuesta. 

          Necesitaba recuperarse, no sólo del sofocante calor sino también de la hazaña de Gallo. Mientras Guido iba por el agua, las dos mujeres lo miraron decepcionadas. 

          —¿Dónde crees que puede estar? —preguntó Livia. 

          —¡Y yo qué sé, Livia! ¡No soy mago! Ahora veremos, pero tranquilizaos; los nerviosismos me alteran. 

          Guido le llevó el agua y Montalbano se la bebió. 

          —¿Queréis explicarme qué estamos haciendo aquí fuera con este sol? ¿Queréis que nos dé una insolación? Entremos en la casa. Ven tú también, Gallo.              Éste bajó del coche y todos siguieron a Montalbano obedientemente. Pero, vete tú a saber por qué, nada más entrar en el salón los nervios de Laura se quebraron de golpe. Primero emitió un fuerte gemido semejante a una sirena de bomberos y después rompió a llorar, desesperada. Se le había ocurrido un pensamiento repentino. 

          —¡Me lo han secuestrado! 

          —Trata de razonar, Laura —la reprendió Guido. 

          —Pero ¿quién quieres que lo haya secuestrado? —preguntó Livia. 

          —¡Y yo qué sé! ¡Los gitanos! ¡Los feriantes! ¡Los beduinos! ¡Presiento que me han secuestrado a mi pobre niño! 

          A Montalbano le acudió una idea perversa: si alguien hubiera secuestrado a un niño tan tremendo como Bruno, seguro que lo devolvía el mismo día. En su lugar le preguntó a Laura: 

          —¿Y por qué, a tu juicio, han secuestrado también a Ruggero? 

          Gallo se levantó de un salto de la silla. Se había enterado de que había desaparecido un niño porque se lo había dicho el comisario, pero al llegar se había quedado en el coche y no había oído nada de lo que le habían contado a Montalbano. ¿Y ahora resultaba que los desaparecidos eran dos? Miró con expresión inquisitiva a su superior. 

          —Es un gato; no te preocupes. 

          El tema del gato ejerció un efecto milagroso. Laura pareció tranquilizarse ligeramente. Montalbano estaba abriendo la boca para decirle lo que habría que hacer cuando Livia se encaramó de un salto a una silla, abrió desmesuradamente los ojos y dijo sin la menor inflexión en la voz: 

          —¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! 

          Primero todos la miraron y después siguieron la dirección de su mirada. 

          En el umbral del salón estaba Ruggero, lamiéndose tranquilamente los bigotes. 

          Laura soltó otro pitido de sirena y se puso de nuevo a dar voces. 

          —¿Veis como es verdad? ¡El gato está aquí y Bruno no está! ¡Me lo han secuestrado! ¡Me lo han secuestrado! 

          Y al punto se desmayó. 

          Guido y Montalbano la sujetaron, la llevaron al dormitorio y la tendieron en la cama. Livia se apresuró a colocarle unas compresas con hielo en la cabeza y un frasco de vinagre bajo la nariz, pero no hubo nada que hacer, Laura no abría los ojos. 

          Su rostro había adquirido una tonalidad grisácea, mantenía las mandíbulas fuertemente apretadas y estaba empapada de sudor frío. 

          —Llévala a un médico de Montereale —le dijo Montalbano a Guido—. Y tú, Livia, ve con ellos. 

          Tras haber colocado a Laura en el asiento de atrás con la cabeza apoyada en el regazo de Livia, Guido salió disparado a tal velocidad que hasta Gallo se quedó asombrado. El comisario y Gallo regresaron al salón. 

          —Ahora que ya nos los hemos quitado de encima —dijo Montalbano—, procuremos hacer algo sensato. Y lo primero es ponernos traje de baño. De lo contrario, este calor no nos dejará razonar. 

          —Yo no llevo traje de baño, dottore. 

          —Ni yo. Pero Guido tiene tres o cuatro. 

          Los encontró y se los pusieron. Por suerte eran elásticos; de lo contrario, el comisario habría ofrecido la pinta de Cantinflas y a Gallo lo habrían denunciado por ultraje al pudor. 

          —Ahora vamos a hacer una cosa. A unos diez metros de la verja de la terraza hay una escalerita de toba que baja a la playa. Es el único lugar donde, por lo que he podido comprender a través del alboroto que han armado, me parece que no han mirado bien. Bájala toda hasta el final y detente en cada escalón; el pequeño puede haber caído y rodado hacia alguna hendidura. 

          —¿Y usía qué hace? 

          —Yo me hago amigo del gato. Gallo lo miró perplejo, pero salió sin decir nada. 

          —¡Ruggero! ¡Pero qué gato tan guapo eres! ¡Ruggero! 

          El gato rodó sobre la espalda levantando las patas en el aire. Montalbano le rascó la barriga. 

          —Ronronron —dijo Ruggero.

          —¿Qué tal si vemos qué hay en la nevera? —le propuso el comisario, encaminándose hacia la cocina. 

          Ruggero, que no pareció contrario a la idea, lo siguió, y mientras Montalbano abría el frigorífico y sacaba dos anchoas, no hizo más que restregarse contra sus piernas, dándole cariñosos cabezazos. 

          El comisario tomó un plato de cartón, puso en él las anchoas, lo depositó en el suelo, esperó a que el gato terminara de comer y después salió a la terraza, donde se dirigió a la escalerita justo a tiempo para ver asomar la cabeza de Gallo. 

          —Absolutamente nada, dottore. Puedo jurarle que el chiquillo no ha bajado por esta escalera. 

          —¿Descartas que haya podido llegar a la orilla e incluso meterse en el agua?            —Dottore, creo haber comprendido que el niño tiene tres años. No lo habría conseguido ni siquiera corriendo. 

          —Pues entonces quizá sea mejor mirar por el campo. No hay ninguna otra explicación. 

          —Dottore, ¿qué le parece si llamo a la comisaría y mando venir a dos o tres hombres de refuerzo? 

          —A Gallo le resbalaba el sudor hasta los pies. 

          —Esperemos todavía un poquito. Entretanto, ve a refrescarte un poco. En la explanada hay una manguera. 

          —Pero usía tendría que ponerse algo en la cabeza. Espere un momento. 

          — Subió a la terraza donde permanecían abandonadas las cosas de la playa y regresó con un floreado sombrero rosa de Livia—. Póngase esto. Total, aquí no lo ve nadie. 

          Mientras Gallo se retiraba, Montalbano se dio cuenta de que Ruggero ya no estaba con él. Entró en la casa, se dirigió a la cocina y lo llamó. El gato había desaparecido. 

          Si no estaba allí lamiendo el plato de las anchoas, ¿adónde podía haber ido?            Sabía, por lo que le habían contado Laura y Guido, que el minino y el chiquillo se habían convertido en compañeros inseparables. Bruno había llorado y armado tal escándalo que había conseguido permiso para que el gato durmiera en su cama. 

          Por eso él se había hecho amigo de Ruggero; tenía la corazonada de que el gato sabía con toda certeza dónde estaba el niño. 

          Y ahora en la cocina se le ocurrió que el gato había vuelto a desaparecer porque había ido a reunirse con Bruno para hacerle compañía. 

          —¡Gallo! El policía acudió a toda prisa, dejando el suelo mojado de agua. 

          —Mande, dottore. 

          —Comprueba, mirando en todas las habitaciones, que el gato no esté en ningún sitio. Cuando hayas comprobado que no está en una habitación, cierra la ventana y la puerta de esa estancia. Debemos asegurarnos de que no está en el interior de la casa y no tenemos que darle la posibilidad de que entre de nuevo.                Gallo lo miró con auténtica sorpresa. Pero ¿no habían acudido allí para buscar a un niño extraviado? ¿Por qué el comisario se había emperrado tanto con aquel gato? 

          —Dottore, perdone, pero ¿qué pinta aquí el animal? 

          —Haz lo que te digo. Y deja abierta sólo la puerta principal. 

          Gallo dio comienzo a la búsqueda. Montalbano salió por la verja de la terraza, caminó por el borde del precipicio que caía a pique sobre la playa y se giró para mirar la casa desde lejos. 

          La observó largo rato hasta tener la certeza de que lo que estaba viendo no era una simple impresión suya. De manera casi imperceptible, sólo unos centímetros, el chalet se inclinaba hacia la izquierda. 

          Sin duda era un efecto del movimiento de asentamiento producido unos días atrás, y que había provocado la grieta en el suelo del salón por la que habían salido los escarabajos, los ratones y las arañas. 

          Regresó a la terraza, tomó una pelota que Bruno había dejado encima de una tumbona y la depositó en el suelo. Lentamente, la pelota empezó a rodar hacia el murete de la izquierda. 

          Era la prueba que buscaba. Y que podía significarlo todo o nada. 

          Volvió a cruzar la verja, se apartó un poco y esta vez se puso a estudiar el lado derecho del chalet. Todas las ventanas de aquel lado estaban cerradas, señal de que por allí Gallo ya había terminado su misión. Montalbano no observó nada extraño. 

          Luego se dirigió a la parte de atrás, donde estaban la entrada principal del chalet y la explanada para aparcar. La puerta estaba abierta, tal como él le había dicho a Gallo que la dejara. No había nada fuera de lo normal. 

          Reanudó su camino hasta llegar al otro lado, hacia el cual se inclinaba el chalet de manera casi invisible. Una de las dos ventanas estaba cerrada, mientras que la otra aún permanecía abierta. 

          —¡Gallo!

          Este se asomó. 

          —¿Nada? 

          —Este es el cuarto de baño más pequeño; acabo de terminar. El gato no está. Me queda sólo el salón. ¿Puedo cerrar? 

          Mientras Gallo cerraba, Montalbano reparó en que el alero encima de la ventana se había roto y había una grieta de por lo menos tres dedos de anchura.      

          Debía de ser una vieja grieta que nadie había mandado arreglar. Cuando llovía, el agua, en lugar de ir a parar al interior del canal que la encauzaba hacia un pozo situado junto a la terraza, salía enteramente por allí. Para evitar que se formara un gran charco en el suelo y la humedad alcanzara la pared, alguien había colocado debajo un bidón de gran tamaño, de esos que se utilizaban para el alquitrán. 

          Sin embargo, Montalbano observó que el bidón había sido apartado y ya no se encontraba debajo de la grieta del alero, sino a un metro de la pared. 

          «Si el agua no ha ido a parar al bidón —reflexionó—, aquí tendría que haber un charco muy grande, un auténtico lago, pues en estos dos días ha llovido a cántaros. Sin embargo, no hay nada. ¿Eso cómo se explica?» . 

          Experimentó una especie de sacudida eléctrica muy leve a lo largo de la espalda. Le ocurría cuando intuía que estaba en el camino adecuado. 

          Se acercó al bidón. Había un poco de agua, en efecto, pero no tanta como habría tenido que haber, y estaba claro que procedía directamente del cielo. 

          Y fue entonces cuando reparó en que el agua que había resbalado a través de la grieta del alero durante dos días y una noche había excavado un auténtico hoyo al pie de la pared. 

          No se podía ver de manera inmediata porque el bidón lo ocultaba parcialmente. 

          Era un hoyo de más o menos un metro de diámetro; probablemente la superficie de terreno friable que cubría alguna cavidad subterránea había cedido bajo el peso del agua que caía desde arriba. Montalbano se quitó el sombrerito de Livia y se tumbó en el suelo con la cara prácticamente metida en el interior del agujero. Después se apartó un poco e introdujo un brazo sin conseguir rozar el fondo. Notó que el foso no se hundía en sentido vertical, sino que bajaba al través, siguiendo una especie de ligero declive. 

          Sin saber explicarse el porqué, tuvo la certeza de que el chiquillo se había introducido en el interior de aquel hoyo y ahora no era capaz de salir. 

          Se levantó, entró corriendo como un desesperado en la casa, se dirigió a la cocina, abrió el frigorífico, tomó el plato de las anchoas, regresó al mismo sitio de antes, se arrodilló y colocó las anchoas alrededor de la boca del agujero. 

          Gallo regresó en ese momento y vio al comisario, que se había puesto de nuevo el sombrerito de mujer, con el pecho y los brazos sucios, sentado en el suelo, contemplando fijamente un boquete alrededor del cual había colocado unas cuantas anchoas. 

          Se quedó perplejo y aturdido, y le entró la momentánea duda de si su jefe se habría vuelto loco. ¿Qué debía hacer? Seguirle la corriente tal como se hace con los locos para calmarlos. 

          —Muy bonito este agujero con las anchoas —dijo, esbozando una sonrisa de admiración, como si estuviera en presencia de una obra de arte moderno. 

          Con gesto autoritario, Montalbano le hizo señas de que se callara. Y Gallo se calló, temiendo que, en su locura, el comisario pudiera ponerse violento.


Tres 


          Transcurrieron cinco minutos y ambos seguían inmóviles. Gallo también se había puesto a contemplar el boquete adornado con anchoas, contagiado por la intensidad con que Montalbano lo vigilaba. 

          Parecía que sólo mantuvieran encendida la vista, todos los demás sentidos apagados: no oían el fragor del mar, no aspiraban el perfume de un jazmín que había cerca de la terraza. 

          Después, al cabo de lo que se les antojó una eternidad, por el agujero asomó la cabeza de Ruggero. El gato miró a Montalbano, emitió un ronroneo de gratitud y se lanzó sobre la primera anchoa. 

          —¡Coño! —exclamó Gallo, que finalmente lo había comprendido. 

          —Me juego las pelotas a que el chiquillo está ahí dentro. 

          —¡Vamos en busca de una pala! 

          —No digas idioteces. La más mínima cosa podría provocar un deslizamiento de tierra. 

          —¿Qué hacemos? 

          —Quédate aquí vigilando lo que hace el gato. Yo voy a llamar a Fazio desde el coche. 


* * * 


          —¿Fazio? 

          —A sus órdenes, dottore. 

          —Oye, estoy con Gallo en la urbanización de Pizzo, en Montereale Marina. 

          —Conozco el lugar. 

          —Creo que hay un niño, hijo de unos amigos, que se ha introducido en un agujero muy hondo y no puede salir. 

          —Vamos enseguida. 

          —No. Llama a los bomberos de Montelusa. Esto les corresponde a ellos. Diles que el terreno es muy friable, que deben traer herramientas para cavar y apuntalar. Y sobre todo nada de sirenas, nada de ruido: los periodistas no tienen que enterarse. No quiero que esto se convierta en una segunda edición de lo de aquel niño que cayó a un pozo en Vermicino, cerca de Roma, y murió grabado por las cámaras de televisión que rodearon el lugar. 

          —¿Tengo que ir yo también? 

          —No hace falta. Entró en la casa y llamó al móvil de Livia desde el fijo del salón. 

          —¿Cómo está Laura? 

          —Le han inyectado un calmante y se ha quedado un poco traspuesta.            Estamos a punto de subir al coche. ¿Y Bruno? 

          —Creo que ya he localizado el sitio donde se encuentra. 

          —¡Oh, Dios mío! ¿Eso qué significa? 

          —Significa que se ha metido en un hoyo, de donde le ha sido imposible salir.   

          —Pero… ¿está vivo? 

          —No lo sé… espero que sí. Dentro de poco llegarán los bomberos. Cuando le den el alta a Laura, llévala a nuestra casa en Marinella. No quiero tenerla aquí. Guido puede venir si lo desea. 

          —Por lo que más quieras, tenme informada. 

          

          Montalbano regresó junto a Gallo, que no se había movido. 

          —¿Qué ha hecho el gato? 

          —Se ha comido todas las anchoas y ha entrado en la casa. ¿No lo ha visto?              —No. Habrá ido a la cocina a beber un poco de agua. No hacía mucho, Montalbano había notado que no oía tan bien como antes. Nada grave, pero aquella nitidez del oído, que es como la nitidez de la vista, se había empañado. Antes tenía un oído que le permitía oír crecer la hierba. ¡Maldita edad! 

          —¿Qué tal tienes el oído? —le preguntó a Gallo. 

          —Lo tengo muy fino, dottore. 

          —Pues prueba a ver si oyes algo. 

          Gallo se tumbó boca abajo e introdujo la cabeza en el hoyo. 

          Montalbano contuvo el aliento para no distraerlo. Alrededor reinaba un silencio absoluto; el chalet estaba verdaderamente aislado. De repente Gallo sacó la cabeza. 

          —Me ha parecido oír algo. 

          Se cubrió las orejas con las manos, respiró hondo, retiró las manos y volvió a introducir la cabeza en el boquete. Al cabo de menos de un minuto la sacó y se giró hacia Montalbano: parecía contento. 

          —Lo he oído llorar. Estoy seguro. A lo mejor se ha lastimado al caer. Pero suena muy lejos. ¿Qué profundidad tiene este hoyo? 

          —De momento, tanto si está herido como si no, tenemos la certeza de que está vivo. Y ésa y a es una buena noticia. 

          De pronto apareció Ruggero, hizo «rrrmau» , se introdujo tranquilamente en el agujero y desapareció. 

          —Va a visitarlo —dijo el comisario. Al ver que Gallo hacía ademán de levantarse, se lo impidió—: Espera un minuto. Y después vuelve a escuchar, a ver si el niño sigue llorando. 

          Gallo lo hizo. Prestó atención un buen rato y después dijo: 

          —Ya no oigo nada. 

          —¿Lo ves? La compañía de Ruggero lo consuela. 

          —¿Y ahora qué? 

          —Pues ahora me voy a beber una cerveza en la cocina. ¿Quieres una tú también? 

          —No, señor; yo tomaré un zumo de naranja. He visto que hay. 

          Se sentían satisfechos, aunque el camino que les quedaba por recorrer hasta sacar al niño de allí era largo y complicado. 


          Montalbano se bebió con calma una botella de cerveza y después llamó a Livia. 

          —Está vivo. Se lo contó todo. Al final Livia le preguntó: 

          —¿Se lo digo a Laura? 

          —Mira, no creo que sea muy fácil sacarlo y los bomberos todavía no han llegado. Mejor no, por ahora. ¿Guido sigue con vosotras? 

         —No; nos ha acompañado a Marinella y ahora va para allá. 

          

          Enseguida quedó claro que el jefe de la brigada de bomberos, integrada por seis hombres, conocía muy bien su oficio. Montalbano le explicó lo que, en su opinión, había ocurrido, le describió el movimiento de asentamiento producido unos días atrás y le dijo que tenía la impresión de que el chalet se inclinaba hacia un lado. El jefe sacó un nivel de aire y una plomada y efectuó las mediciones. 

          —Tiene usted razón. Está inclinado. 

          Después dio comienzo a su trabajo. Primero tanteó el terreno que rodeaba la casa con una especie de bastón provisto de un regatón de acero, a continuación recorrió el interior de la vivienda, deteniéndose en el salón a examinar la grieta a través de la cual habían salido los escarabajos, y salió al exterior. Introdujo en el hoyo una especie de cinta métrica metálica y flexible, la hizo recorrer un buen trecho, la enrolló, después volvió a introducirla y de nuevo la enrolló. Estaba tratando de establecer la profundidad. 

          —Es como un plano inclinado —dijo tras realizar unos cuantos cálculos—. Empieza casi bajo la ventana del cuarto de baño más pequeño y termina bajo la del dormitorio, a aproximadamente unos tres metros de profundidad.

          —¿O sea, que el hoyo corre a lo largo de todo este lado del chalet? — preguntó Guido. 

          —Exactamente. Y es un recorrido muy extraño. 

          —¿Por qué? —inquirió Montalbano. 

          —Porque si el hoyo lo ha provocado la lluvia, debajo hay algo que no ha permitido que el agua se distribuya completamente por el terreno y sea absorbida en buena parte, perdiendo de esta manera la fuerza de penetración. Al parecer, el agua ha encontrado un obstáculo, una especie de barrera sólida que la ha obligado a seguir un plano inclinado. 

          —¿Podrán hacer su trabajo? —preguntó el comisario. 

          —Tenemos que actuar con la máxima prudencia porque el terreno que rodea la casa es distinto del resto. Cualquier cosa bastaría para provocar un corrimiento.              —¿Qué significa el resto? 

          —Venga conmigo —dijo el bombero. 

          Se apartó unos diez pasos del chalet, seguido por Montalbano y Guido. 

          —Observen el color de la tierra y observen cómo, unos tres metros más allá, hacia la casa, cambia de color. Esta sobre la cual nos encontramos ahora es la tierra del lugar, la otra más clara, de tono amarillento, es arenisca, y fue traída aquí a propósito. 

          —¿Y por qué lo hicieron? 

          —Vaya usted a saber. Quizá para que destacara más el chalet, para darle más elegancia. Ah, aquí está finalmente la pala mecánica. 


          Sin embargo, antes de ponerla en marcha, el jefe quiso que se aligerara el peso de la tierra arenisca que cubría el recorrido del hoyo. Tres bomberos se pusieron a excavar con palas manuales a lo largo del chalet. Echaban la tierra en tres carretillas que sus compañeros descargaban unos diez pasos más allá. 

          Cuando ya habían retirado unos treinta centímetros de arenisca, se llevaron una sorpresa. Allí donde tendrían que haber empezado los cimientos empezaba, en cambio, otra pared perfectamente revocada. Para que la humedad no estropeara el revoque, habían aplicado a la parte superior una gruesa capa de nylon a modo de protección. 

          En resumen, era como si el chalet se prolongara empaquetado bajo tierra. 

          —Cavad todos bajo la ventana del cuarto de baño pequeño —ordenó el jefe de bomberos. Y, poco a poco, se perfiló la parte superior de otra ventana perfectamente alineada con la de arriba. No tenía marco, era un cuadrado rectangular protegido por una cubierta de nylon. 

          —¡Pero aquí abajo hay otro apartamento! —exclamó Guido, extrañado.

          Y entonces Montalbano lo comprendió todo.

[...]


Terminando el libro

           Ahora los dejo. Sigan leyéndolo, si le gusta la historia, cliqueando en el link que encontrarán en Notas. 

          Yo ya la leí. Empieza la parte más interesante de la trama, con un giro que los sorprenderá. Estoy segura que la disfrutarán. 

          Es que el comisario Montalbano, con su personalidad irresistible, su filosofía de vida, su temple en los momentos más dramáticos, su poder de observación, no deja de sorprendernos y de dejar perplejos a los que lo rodean.

          Es así. Cuando todos están en ese estado de desorientación, él ya tiene una idea concreta del asunto. De la desaparición de Bruno y de todo lo que acontecerá luego.

          La ilegalidad como las peleas entre familiares son moneda corriente en Vigàta y otros pueblos del sur de Italia, también las noches cálidas que se disfrutan en alguna terraza o paseos románticos a orilla del mar iluminados por una luna brillante y... ¡la buena comida! 

          Montalbano es todo eso. Así, con la naturalidad con que le gusta ir a comer a la trattoria de Enzo, tener pensamientos políticamente «incorrectos» que nos hacen mucha gracia, nunca deja de prestar atención y atar cabos. Y tiene dudas, claro, como cualquier hombre o mujer se debate entre ciertas cuestiones, y si tiene que ocultar algo, hacer alguna «maniobra», hacer un pase de comedia con Fazio, su subalterno y «actor secundario», o decir una mentira para evitar males mayores, ¡no lo duda! A veces le sale mal. A veces es engañado y cae en las trampas que ni un chiquillo...

          Es sumamente entretenido. 

          Hasta el próximo encuentro.


Cecilia Olguin Gianelli

          


Notas


Ardores de agosto, Andrea Camilleri:

- Ruta por los escenarios de los libros y la serie del Comisario Montalbano: