viernes, 12 de junio de 2020

FaceTime, with Lipstick, by Daphne Merkin

«FaceTime, con lápiz labial»,

 por Daphne Merkin

[FaceTime, with Lipstick]




          Domingo a la tarde, lluvioso y triste, más de un mes de encierro por el coronavirus y yo, como muchos otros que se están refugiando en su propio lugar, siento que un comienzo de cotidiana claustrofobia se está adueñando de mí. He estado usando un camisón, con un buzo tirado arriba, la mayor parte del tiempo que he sido obligada a quedarme en casa. Apenas si me salpico agua en la cara por la mañana y nunca me pongo crema hidratante, mucho menos maquillaje. A decir verdad, apenas me miro al espejo, no tengo deseos de encontrarme con mi pelo desordenado y crecido, con mis cejas entrecanas ni con el retorno triunfante de mis raíces grises, abolidas durante años con tintura color castaño. O, si vamos al caso, preocuparme por las patas de gallo que me etiquetan como alguien cuya juventud ha quedado muy atrás —tan así como mi amor por los Beatles cuando tenía diez años.
          Y sin embargo, esta tarde me encuentro buscando en internet una crema para párpados, estudiando cuidadosamente la gran cantidad de opciones, desde un precio modesto hasta un costo estratosférico. ¿Quiero una crema hidratante, un gel que tense o, quizá un suero que prometa todo a la vez? Debo señalar que no tengo intención, en realidad, de comprar una crema para párpados, sobre todo porque ya tengo dos. También sé que a medida que el virus continúa enfureciéndose y el personal médico de primera línea noblemente continúa poniéndose en peligro, cuidando a los infectados, la actividad en la que me estoy involucrando es evidentemente superflua, claramente autocomplaciente y decididamente descolgada.
          De todos modos, hay algo extrañamente relajante en volver a las ansiedades puramente cosméticas al tiempo que el destino del mundo pende de un hilo —algo que se basa en obsesionarse con los detalles más triviales de la autopresentación femenina, en un momento en que la percepción sobre nosotros mismos ha sido afectada por el aislamiento y la incertidumbre. ¿De qué otra manera explicar entonces lo de mi buena amiga con la que me encuentro dos o tres veces por semana para caminar en el Central Park —no una mujer especialmente dedicada a pulir su apariencia—, quien de repente saca un brillo labial de su bolsillo mientras estamos hablando y, se saca su barbijo para aplicárselo.




          Sería gracioso si no fuera conmovedor. ¿Para quién está ella haciendo esto? No para mí, ciertamente. Ni tampoco para los paseantes, ya que nadie puede ver sus labios ahora brillantes debajo de su barbijo. Pero si no es así, en palabras de T. S. Eliot, «preparar un rostro para enfrentar los rostros que te encuentres», debe ser algo tan igualmente importante: poner en el interior de su rostro la imagen que lleva consigo como un memento. Si la identidad de sí mismo es una construcción, como se nos ha dado a entender desde los departamentos de inglés en todo el país que, comenzaron a referirse a los libros como «textos», seguramente nuestra apariencia es una parte vital de esa construcción.
          Es el secreto a voces que no se atreven a pronunciar su nombre en este período tenso: desde el comienzo de la pandemia, las mujeres que conozco, que tuitean sus ansiedades de belleza («¿Alguien más se siente loco en su cuerpo gordo y asqueroso?») —se han estado preocupando de cómo y dónde se mantendrán al día con la, a menudo, ardua ocupación de los cuidados personales. Estoy segura de que hay hombres, ahí afuera, que están experimentando un dilema similar: un artículo reciente del Times describe visitas subrepticias de clientes leales al barbero; otra amiga me envió un correo electrónico explicando cómo seguía un video para cortar mejor el cabello de su esposo («Es un ARTE... tan dado por sentado y subestimado... como la escultura, con física y biomecánica juntos»). Pero me siento segura al sugerir que la responsabilidad de este problema recae deproporcionalmente en las mujeres.
          Después de todo, son las mujeres las que se topan con la infame «mirada masculina», sin mencionar las evaluaciones sarcásticas de otras mujeres. Y son las mujeres de las que se espera que estén bien, incluso antes de que hagan que nuestras caras sean tonificadas, y que estemos depiladas, manicuradas y pedicuradas, con el cabello brillante y colgando como una cortina o enmarañado ingeniosamente. No es sorprendente que cuando se encuesta a las mujeres y a los hombres sobre cómo perciben su propio atractivo físico, los hombres en general están más satisfechos con su aspecto que las mujeres con el suyo.
          Para que no te apresures a juzgar esto como un efecto lamentable de nuestra cultura contemporánea «lookist», o como una consecuencia del narcisismo del «SoulCicle», recordemos «el efecto de lápiz labial», una frase acuñada después de la Gran Depresión para ayudar a explicar por qué aumentaron las ventas de lápiz labial en los cuatro años, de 1929 a 1933, incluso cuando la producción industrial en los Estados Unidos se redujo a la mitad. Del mismo modo, después de la recesión económica que siguió a los ataques terroristas de 2001, Leonard Lauder, el entonces presidente de Estée Lauder, le dijo a un periodista del Times que su compañía estaba vendiendo más lápiz labial de lo habitual. Lauder vinculó explícitamente este fenómeno con la economía inestable y el deseo de las mujeres de «mejorar su estado de ánimo con compras de lápiz labial de bajo costo en lugar de «slinbacks» (zapatos sin talón) de $ 500». Uno podría argumentar que, con un Covid-19 furioso y una economía en caída, las mujeres tienen más razones que nunca para elevar la moral de cualquier manera que puedan encontrarlo.


Lipstick, by James Rosenqist


          Lo que me lleva indirectamente, pero asociativamente, a una exposición que vi hace años en Yad Vashem, el Centro Mundial para el Recuerdo del Holocausto en Jerusalén. Se trataba de mujeres en los campos de concentración, en ver cómo se esforzaban en sobrevivir con su apariencia, con su femineidad intacta. Inmediatamente después de ingresar a Auschwitz, a las prisioneras, de manera rutinaria, se les afeitaba la cabeza. Era el primero de muchos ataques a su femineidad, incluidas las «selecciones» desnudas que eran llevadas a cabo por guardias nazis para determinar quiénes entre ellas serían llevadas a las cámaras de gas.
          Y, sin embargo, en estas circunstancias extremas, como lo demuestra un conjunto de artefactos desgarradores en el museo —incluido un espejo de cartera resquebrajado, un peine que parecía haber sido tallado de un árbol y un palito con un toque de color en el extremo que se parecía a un lápiz labial rudimentario—, las mujeres deterioradas y degradadas intentaron salvar una parte primigenia de sí mismas a través de estos gestos. El sitio web de Yad Vashem tiene el siguiente comentario: «Verse bien durante el Holocausto también tenía el sentido de la vida —antes de las "selecciones" las mujeres se coloreaban sus mejillas con lo que quedaba de rouge que habían logrado salvaguardar con extremo cuidado y lo compartían con sus madres y amigas. Este makeup se convirtió en un salvavidas».
          Mi punto, obviamente, no es comparar las tribulaciones del virus, aunque sean reales y sombrías, con los horrores no mitigados del Holocausto. Es más bien sugerir que hay más para «verse bien» que la mera frivolidad o el deseo de ser apetecible para los hombres. Para muchas mujeres, feministas o no, hacer un esfuerzo por su apariencia es un recordatorio de que son libres de crear —dramatizar visualmente—, la versión particular de feminidad que desean transmitir al mundo, ya sea que se trate de peinarse con reflejos dorados o de tener unas uñas pintadas de azul. En otras palabras, todo forma parte de actos rituales. Lo que podría explicar por qué las peluquerías y salones de belleza estuvieron entre los primeros lugares en abrirse, como escuché de familiares cuando Israel relajó sus restricciones a principios de mayo.
          También explicaría por qué he estado escuchando, de boca en boca, acerca de una especie de mercado negro en servicios de belleza, en el que un número exclusivo de estilistas y manicuras se han puesto a disposición, ya sea para visitas domiciliarias o en el salón atendiendo de forma individual. Incluso hay un cirujano plástico en Park Avenue con quirófano propio que se rumorea está haciendo liftings, modelando mentones y rellenando pliegues nasolabiales, aun cuando el número de muertes en Nueva York por el Covid-19 se intensifica. Si lo pensás, tiene un cierto sentido surrealista: ¿Qué mejor momento para desaparecer de la mirada de los demás con las secuelas de haber tenido «algo» hecho —la hinchazón y moretones supuestos?
          Otra opción, por supuesto, es dejar que nuestra apariencia se arruine, aceptando el orden natural de las cosas, mientras ponemos nuestra energía en esfuerzos más valiosos: leer a Anna Karenina, perfeccionar el pan de banana o tener largas conversaciones telefónicas con la tía solitaria, aneriormente descuidada. Nuevamente en el Times un periodista analizó este tema recientemente, citando a Germaine Greer (*famosa feminista australiana) y la sensación de empoderamiento que proviene de no hacerse brushing o ponerse pestañas postizas o, lo que es más, usar tacos altos. (Los tacos altos nunca han sido lo mío, son claramente cruciales para muchas mujeres —como lo fueron para algunas en los campos de concentración, como Yad Vashem lo señala en su sitio web: «En una fotografía de esas "selecciones" horrendas se ve a una madre sosteniendo en brazos a su bebé usando zapatos de taco alto mientras es enviada a la muerte. ¿Qué estaba pensando esta mujer cuando se puso esos zapatos de tacos antes de ser transportada? ¿Eran sus únicos zapatos o quería acaso verse mejor cuando llegara al destino previsto?».
          De hecho, puede haber algo positivo en este período de autoaislamiento, cuando los días se confunden uno con el otro y el tiempo parece ralentizarse, llegando casi a detenerse. «No siento que mi cara envejezca en tiempo real», me comenta una amiga quien, por lo general, acostumbra a estar muy pendiente, ansiosa por su apariencia. «Debería tener mucha más papada a esta altura. Quizá sea la falta de charla y de sol».



       
          Finalmente, algunos de nosotros podríamos optar por tomar el camino del medio. Aunque he abandonado la mayoría de los intentos de cuidados de mi aspecto más allá de lavarme los dientes y ducharme, ha habido excepciones —como la semana pasada, cuando me estaba preparando para dar mi clase en Columbia MFA sobre arte y crítica literaria vía Zoom. En esta clase, hay mujeres de edades variadas quienes aparecen en la pantalla con un nivel de unidad heterogéneo: una siempre usa alguna joya favorecedora, otra tiene el cabello meticulosamente teñido y usa un brillo labial relajado.
          Mi estilo habitual es aparecer con mi buzo (sin corpiño debajo) y un peinado apresurado. Pero, por alguna razón, en esta ocasión tuve ganas de esforzarme más, quizá en un deseo de transmitir un aura de profesionalismo o quizá porque estaba cansada de verme sin ningún realce. En cualquier caso, en los quince minutos que había reservado para preparme antes del encuentro, me puse rubor, delineador de ojos y rimel y, por su fuera poco, completé con polvo facial y un impecable lápiz labial rojizo.
          Luego —no estoy muy segura de qué impulso se apoderó de mí— terminé rociándome un perfume veraniego, extemporáneo, de Tom Ford llamado «Neroli Portofino Acqua». Cuando salía de mi habitación, mi hija olfateó el aire suspicazmente: «¿Vos no estás usando perfume?», dijo en un tono horrorizado, como si yo acabara de cometer un latrocinio. «¿Para quién?», preguntó sin cambiar su tono. «Para mí», le informé, «Porque me dio la gana».

20 de mayo de 2020

*


It is a dreary, rainy Sunday afternoon over a month into the coronavirus lockdown and I, like many others who are sheltering-in-place, am feeling my daily onset of cabin fever beginning to take over. I have been wearing a nightgown with a sweatshirt thrown over it for much of the time I’ve been required to stay at home; I barely splash water on my face in the morning and never put on moisturizer, much less makeup. Truth be told, I barely glance in the mirror at all, unwilling to meet up with my straggling, overgrown hair, my salt-and-pepper eyebrows, or the triumphant return of the gray roots that I have had pummeled with brown dye for years. Or, for that matter, to fret about the crow’s feet that mark me, as surely as my having loved the Beatles as a ten-year-old, as someone whose youth is well behind her. 

And yet, on this afternoon, I find myself searching online for eye cream, studiously sifting through the plethora of choices, from the modestly priced to the stratospherically costly. Do I want an emollient cream, a tightening gel, or perhaps a serum that promises everything at once? I should point out that I have no intention of actually purchasing an eye cream, not least because I already own two. I also know that, as the virus continues to rage and medical personnel on the front line continue to nobly put themselves in danger by looking after those struck down, the activity I’m engaging in is patently unessential, overtly self-indulgent, and decidedly featherbrained.

All the same, there is something oddly soothing about reverting to purely cosmetic anxieties at a time when the fate of the world hangs in the balance —something grounding about obsessing over the more ordinary details of female self-presentation at a time when our sense of ourselves has been compromised by isolation and uncertainty. How else to explain the good friend with whom I meet up for twice- or thrice-weekly walks in Central Park, not a woman given to burnishing her appearance, who suddenly whips a lipgloss out of her pocket as we stand talking, pulling up her mask to apply it.


It would be comical if it weren’t also somewhat touching. For whom is she doing this? Certainly not me. And certainly not for passersby, since no one can see her now-glossy lips under her mask. But if it’s not, in T.S. Eliot’s words, “to prepare a face to meet the faces that you meet,” it must be about something almost as important: putting on her inner face, the image she carries around with her like a memento. If identity itself is a construction, as we have all been given to understand ever since English departments across the country started referring to books as “texts,” surely our appearance is a vital part of that construction.


It is the open secret that dare not speak its name in this fraught period: since the very beginning of the pandemic the women I know—as well as the women I don’t know, who tweet their beauty anxieties (“Anyone else feeling crazy in their gross, gross body?”)—have been worrying how and where they will keep up with the often arduous business of personal grooming. I’m sure there are men out there who are experiencing a similar dilemma: a recent Times article described surreptitious visits by loyal customers to the barber’s; another friend sent me an email explaining how she watched a video the better to cut her husband’s hair (“It is such an ART… so taken for granted and underappreciated… like sculpture, with physics and biomechanics involved”). But I feel safe in suggesting that the onus of this problem falls disproportionately on women.


It is women, after all, who come up against the infamous “male gaze,” not to mention the snarky assessments of other women. And it is women who are expected, before we even get to our faces, to be toned and depilated, manicured and pedicured, hair gleaming and hanging like a curtain or artfully tousled. It is hardly surprising that when women and men are polled on how they perceive their own physical attractiveness, men are in the main more satisfied with their looks than women are with theirs.


Lest you rush to judge this as a regrettable effect of our contemporary “lookist” culture, or an outgrowth of Soul Cycle narcissism, let’s recall “the lipstick effect,” a phrase coined after the Great Depression to help explain why the sales of lipstick rose in the four years from 1929 to 1933 even as industrial production in the US halved. Similarly, after the economic recession that followed in the wake of the terrorist attacks of 2001, Leonard Lauder, the then chairman of Estée Lauder, observed to a Times reporter that his company was selling more lipstick than usual. Lauder explicitly linked this phenomenon to the shaky economy and women’s wish to “boost their mood with inexpensive lipstick purchases instead of $500 slingbacks.” One could argue that, with Covid-19 raging and a cratering economy, women have more reason than ever to look for morale-boosting any way they can find it.

Which brings me indirectly, but associatively, to an exhibition I saw years ago at Yad Vashem, the World Holocaust Remembrance Center in Jerusalem. It was about women in the concentration camps and how they strove to survive with a semblance of their femininity intact. Immediately upon entering Auschwitz, female prisoners routinely had their heads shaved, the first of many affronts to their womanhood, including the nude selections that were conducted by Nazi guards in order to determine who among them was to be transported to the gas chambers.



And yet, in these dire circumstances, as demonstrated by a group of poignant artifacts in the museum—including a cracked mirrored compact, a comb that looked as if it had been carved out of a tree, and a small stick with a daub of color at the end of it that resembled a rudimentary lipstick—the de-gendered and debased women attempted to salvage a primary part of themselves through these gestures. The Yad Vashem website has the following commentary: “Looking good during the Holocaust also carried the meaning of life—before selections, women smeared on their cheeks whatever remained of the rouge that they had safeguarded with extreme care and shared it with their mothers and friends. This makeup became a lifesaver.”


My point, obviously, is not to compare the travails of the virus, however real and grim, to the unmitigated horrors of the Holocaust. It is rather to suggest that there is more to “looking good” than mere frivolity or the wish to be desirable to men. For many women, feminist or otherwise, making an effort about their appearance is a reminder that they are free to create—to visually dramatize—the particular version of femaleness they wish to convey to the world, whether it involves streaking their hair with gold highlights or having their toenails painted blue. In other words, it is all part and parcel of a ritualized performance. Which might explain why hair and beauty salons were among the first places to open up, as I heard from relatives, when Israel relaxed its restrictions at the beginning of May.


It would explain, too, why I’ve been hearing via word-of-mouth about a kind of black market in beauty services, in which a select number of hair stylists and manicurists have made themselves available either for home or one-onone salon visits. There is even a plastic surgeon on Park Avenue with his own operating room who is rumored to be lifting women’s faces and cleaning up their jawlines and nasolabial folds with fillers even as New York’s death toll from Covid-19 escalates. It makes a certain surreal sense, if you think about it: What better time to disappear from view with the aftereffects of having “work” done—the swelling and the bruises?


Another option, of course, is to let one’s appearance go to rack and ruin, embracing the natural order of things, while lending one’s energies to more worthwhile endeavors: reading Anna Karenina, perfecting one’s banana bread, or having lengthy phone conversations with a previously neglected and lonely aunt. Again in the Times, a reporter recently explored this aspect, citing Germaine Greer and the sense of empowerment that comes from not blowing one’s hair or getting fake lashes, or, for that matter, wearing high heels. (Heels, never my thing, are clearly crucial to a good many women—as they were to some in the camps, as the Yad Vashem site also points out: “In a photograph of the horrific selections, one notices a mother clutching a baby while wearing high-heeled shoes as she is sent to death. What was this woman thinking when she put on those high-heeled shoes before the transport? Were they her only remaining shoes, or did she want to look her best when they would reach her presumed destination?”)


Indeed, there may be a bright spot in this period of self-isolation when the days blur one into the other, and time has seemed to slow down, coming almost to a stop. “I don’t feel my face aging in real time,” remarks a close friend, who is usually in the habit of keeping anxious track of her appearance. “I should have much more profound jowls at this point. Maybe it’s the lack of talking and sunlight.”


Finally, some of us may choose to take the middle way. Although I have abandoned most attempts at upkeep beyond brushing my teeth and showering, there have been exceptions—like the other week, when I was getting ready to teach via Zoom my Columbia MFA class on the art of literary criticism. There are women of assorted ages in this class who appear on screen in assorted levels of togetherness: one always wears a bit of becoming jewelry, another has meticulously dyed hair and sports bright lipstick.


My usual style is to appear in my sweatshirt (beneath which I go braless) and hastily combed hair. But for whatever reason, on this occasion, I felt like taking greater pains, perhaps in a wish to convey an aura of professionalism or perhaps because I was tired of looking at my unenhanced self. In any case, in the fifteen minutes I had reserved for gussying up, I applied blusher, eyeliner, and mascara, topped off by a dusting of face powder and a slick of berry lipstick. 


And then—I’m not quite sure what impulse seized me—I finished by spraying on an unseasonably summery fragrance by Tom Ford called Neroli Portofino Acqua. As I was coming out of my bedroom, my daughter sniffed the air suspiciously: “You’re not wearing perfume?” she said, in a horrorstruck tone, as though I had just committed grand larceny. “For whom?” she asked, continuing to sound appalled. “For myself,” I declared. “Because I felt like it.”


*

          Espero que hayan disfrutado de esta lectura. La autora, Daphne Merkin, destacada crítica literaria, ensayista y novelista estadounidense lo escribe en primera persona, creemos que cuenta su experiencia. 
          «Un mes de encierro por el coronavirus», dice —nosotros, en Argentina, llevamos casi tres meses—, y para el caso, un mes, tres meses, cinco es lo mismo si también estamos sintiendo que «una cotidiana claustrofobia se está adueñando» de nosotros. Aunque, hay que reconocerlo, no todas las cuarentenas son iguales —a ella le permiten caminar en un parque.
          A primera vista podría parecer, en este contexto de Covid-19, un tema superficial de mujeres descolgadas, no lo es. A Merkin no se le escapa nada, y menos el trabajo responsable de médicos y personal de la salud en primera línea arriesgando sus vidas, ni que el virus continúa implacable.
          Pero, al igual que el autor del poema que menciona, para ir a su punto no va a las cumbres sino a la media altura —trivial, común— en la que todos más o menos nos movemos, y desdramatiza con soltura, con ironía y autoironía.
          
          «There will be time, there will be time, / To prepare a face to meet the faces that you meet», dice T. S. Eliot en el poema aludido, publicado en 1915 y escrito cinco años antes, a la edad de veintidós años. En nuestro idioma: Habrá tiempo, habrá tiempo / De preparar una cara para encontrar las caras que te encuentras.
          
          Ir al interior de nuestro rostro pareciera no tener mucho que ver con los tuits de mujeres desesperadas por su falta de cuidados estéticos —los hombres no quedan excluídos. Sin embargo eso que llevamos dentro como un memento, también podría ser tomado como intentar salvar una parte primigenia de nosotros mismos. Los gestos importan, y verse bien durante épocas difíciles puede ocupar una parte del sentido de la vida, el buen ánimo entre otros aspectos que tanto ayudan.
          Por supuesto que hay tiempo para ocupaciones más trascendentales, el poema lo dice sabiamente —y una cosa no invalida la otra. Monólogo o conversación de T. S. Eliot al que vuelvo bastante seguido siempre descubriendo «algo», y ahora encuentro con alegría en este brillante artículo de Daphne Merkin.
          Para terminar otro extracto tan significativo como el anterior:

There will be time to murder and create
And time for all the works and days of hands
That lift and drop a question on your plate;
Time for you and time for me,
And time yet for a hundred indecisions,
And for hundred visions and revisions,
Before the taking of a toast an tea.

[Habrá tiempo para matar y para crear, 
Y tiempo para todos los trabajos y días de manos
que alzen y arrojen en tu plato una pregunta;
Tiempo para ti y tiempo para mí,
Y tiempo aún para cientos de indecisiones
Y cientos de visiones y revisiones,
Antes del té con tostada.]

Hasta la próxima lectura, sin tantas ansiedades.

Cecilia Olguin Gianelli

Notas


- Daphne Merkin:

- Yad Vashem:

- FaceTime, with Lipstick, by Daphne Merkin:

- The Love Song of J. Alfred Prufrock:

- Imágenes elegidas: Pop Art Illustrations and Pop Artists and Others:



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