jueves, 17 de septiembre de 2020

«El caballito de madera», D. H. Lawrence

«El caballito de madera»

[The Rocking-Horse Winner, 1926]

D. H. Lawrence

[Eastwood, Inglaterra, 1885-1930, Vence, Francia]



          Este es uno de los cuentos más conocido de D. H. Lawrence. Publicado por primera vez en la revista Harper´s Bazaar [julio 1926]. Luego en el primer volumen de la recopilación de sus cuentos.
          Se convirtió en un largometraje dirigido por Anthony Pelissier y protagonizado por John Howard Davies, Valerie Hobson y John Mills. La película se estrenó en en Reino Unido en 1949 y en 1950 en Estados Unidos. También fue adaptado para televisión en 1977, dirigida por Michael Almereyda.


          Ahora leamos el cuento:



          Era una mujer hermosa, que había empezado con todas las ventajas que puede deparar la vida, y que, sin embargo, no tuvo suerte. Se casó por amor, y el amor se redujo a polvo. Tuvo hermosos hijos, pero llegó a creer que le habían sido impuestos, y no pudo amarlos. Ellos la miraban con frialdad, como si la encontraran culpable. Y bien pronto ella sintió que debía ocultar alguna falta. Sin embargo, nunca supo cuál era esa culpa que debía ocultar. Pero cuando sus hijos estaban presentes, sentía endurecérsele el centro del corazón. Esto la inquietaba, y en su inquietud trataba de mostrarse afectuosa y solícita con ellos, como si los quisiera mucho. Sólo ella sabía que en el centro de su corazón había un lugarcito duro que no podía sentir amor, que no podía amar a nadie. Todos decían: «Es una buena madre. Adora a sus hijos». Sólo ella y sus mismos hijos sabían que no era así. Leían la verdad en sus miradas.
       Tenía un varón y dos niñas. Vivían en una casa agradable, con jardín, con criados discretos, y se sentían superiores a todos los vecinos.
       Pero, aunque guardaban las apariencias, reinaba siempre en la casa cierta ansiedad. El dinero nunca era suficiente. La madre tenía una pequeña renta, y el padre tenía una pequeña renta, mas no bastaban para conservar la posición social que debían mantener. El padre trabajaba en una oficina de la ciudad. Tenía buenas perspectivas, pero esas perspectivas nunca se materializaban. Y aunque conservaran las apariencias, persistía siempre la punzante sensación de la escasez de dinero.
       Por fin dijo la madre:
       —Veré si yo puedo hacer algo.
       Pero no sabía por dónde empezar. Se devanó los sesos, probó esto y aquello sin encontrar nada eficaz. El fracaso grabó profundos surcos en su rostro. Sus hijos crecían, pronto tendrían que ir a la escuela. Hacía falta dinero, más dinero. Parecía que el padre, siempre muy elegante y dispendioso en la satisfacción de sus gustos, nunca podría hacer nada que valiese la pena. Y la madre, que tenía mucha fe en sí misma, no logró mejores resultados y además era tan derrochadora como el padre.
       Y así fue como penetró en la casa aquella frase tácita: 

«¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!» 

          Los niños la oían permanentemente, aunque nadie la pronunciaba en alta voz. La oían en la Navidad, cuando los costosos y espléndidos juguetes llenaban su cuarto. Detrás del reluciente caballito de madera, detrás de la elegante casa de muñecas, una voz, de pronto, empezaba a susurrar: «¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!». Y los niños se interrumpían en sus juegos, para escuchar la voz. Se miraban a los ojos, para comprobar si todos la habían oído. Y cada uno veía en los ojos de los otros dos que también habían oído. «¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!».


       Las palabras brotaban en un susurro de los resortes del caballito de madera, que aún no había dejado de mecerse, y también el caballo las oía, bajando la cabeza de madera. Y la muñeca grande, tan rosada y presumida en su cochecito nuevo, la oía con toda claridad, y al oírla parecía acentuar su sonrisa de afectación. Y aun el perrito bobo, que ocupaba el lugar del oso de paño, tenía ahora una expresión tan extraordinaria de bobería por la sola razón de que acababa de oír el secreto murmullo que inundaba la casa: «¡Hace falta más dinero!».
       Sin embargo, nadie lo decía en voz alta. El rumor estaba en todas partes, y por lo tanto nadie lo formulaba abiertamente, así como nadie dice: «Estamos respirando», a pesar de que lo hacemos sin cesar.
       —Mamá —dijo el niño Paul un día—, ¿por qué no tenemos automóvil propio? ¿Por qué usamos siempre el de tío, o un taxi?
       —Porque somos los parientes pobres —dijo la madre.
       —¿Y por qué somos los parientes pobres, mamá?
       —Bueno… —dijo la madre con lentitud y amargura—, supongo que es porque tu padre no tiene suerte.
       El niño estuvo un rato silencioso.
       —¿La suerte es dinero, mamá? —preguntó al fin con cierta timidez.
       —¡No, Paul! No es exactamente lo mismo. La suerte es lo que hace que uno tenga dinero.
       —¡Oh! —dijo Paul vagamente—. Yo pensé que cuando tío Oscar decía «sucio lucro» quería decir dinero.
       —Lucro quiere decir dinero —dijo la madre—. Pero es lucro, y no suerte.
       —¡Oh! —exclamó el niño—. Entonces, ¿qué es la suerte, mamá?
       —Es lo que hace que uno tenga dinero —repitió la madre—. Si tienes suerte, tienes dinero. Por eso es mejor nacer con suerte que nacer rico. Si eres rico, puedes perder tu dinero. Pero si tienes suerte, siempre ganarás más dinero.
       —¡Oh! ¿De veras? ¿Y papá no tiene suerte?
       — No, para nada —respondió ella amargamente.
       El niño la miró con expresión vacilante.
       —¿Por qué? —preguntó.
       —No sé. Nadie sabe por qué algunos tienen suerte y otros no.
       —¿No? ¿Nadie sabe? ¿No hay nadie que sepa?
       —¡Quizá lo sepa Dios! Pero Él nunca lo dice.
       —Oh, pero debería decirlo. ¿Y tú tampoco tienes suerte, mamá?
       —No puedo tenerla, porque estoy casada con un hombre sin suerte.
       —¿Pero tú misma, no tienes suerte?
       —Solía creer que sí, antes de casarme. Pero ahora veo que soy muy desafortunada.
       —¿Por qué?
       —¡Bueno, basta de preguntas! Quizá no sea desafortunada en realidad…
       El niño la miró para ver si lo decía en serio. Pero vio, por la expresión de su boca, que estaba tratando de ocultarle algo.
       —Bueno, de todas maneras —dijo con obstinación—, yo soy una persona de suerte.
       —¿Por qué?— preguntó su madre echándose a reír. Él la miró. Ni siquiera sabía por qué había afirmado eso.
       —Me lo dijo Dios —repuso, no queriendo dar el brazo a torcer.
       —¡Ojalá sea así, querido! —contestó la madre, riendo nuevamente, pero con cierto resentimiento.
       —¡Es cierto, mamá!
       —¡Excelente! —dijo la madre, recurriendo a una de las exclamaciones favoritas de su marido.



       El niño vio que no le creía; o más bien, que no hacía caso de sus afirmaciones. Esto lo irritó. Deseó poder obligarla a que le prestara atención.
       Se marchó, solo, vaga la expresión, pueril el andar, buscando la clave de la suerte. Absorto, sin reparar en los demás, iba y venía con una especie de cautela, buscando interiormente la suerte. Quería encontrar la suerte, quería encontrarla. Cuando las dos niñas jugaban a las muñecas, en el cuarto de juegos, él montaba en su gran caballo de madera y se lanzaba al espacio en una acometida salvaje, con tal frenesí que sus hermanas lo espiaban con inquietud. Impetuoso galopaba el caballo, tremolaban los cabellos oscuros y ondulados del niño y había en sus ojos un extraño fulgor. Las chiquillas no se atrevían a hablarle.
       Cuando llegaba al término de su alocado viaje, echaba pie a tierra y se plantaba ante el caballo de madera, contemplando fijamente su cabeza gacha. La boca roja del animal estaba levemente abierta, y sus grandes ojos tenían un resplandor vidrioso.
       —¡Vamos! —ordenaba quedamente al fogoso corcel—. ¡Llévame a donde está la suerte! ¡Anda, llévame!
       Y azotaba al caballo en el pescuezo con la fusta que le había pedido al tío Oscar. Sabía que el animal, si él lo obligaba, lo llevaría a donde estaba la suerte. Montaba entonces de nuevo y reanudaba su furioso galope, con el deseo y la certeza de llegar, por fin, a donde estaba la suerte.
       —¡Romperás el caballo, Paul! —decía la institutriz.
       —¡Siempre cabalga así! —añadía Joan, su hermana mayor—. ¿Por qué no se queda tranquilo?
       Pero él se limitaba a mirarlas con furia y en silencio. La institutriz desistió de corregirlo. Imposible sacar nada de él. Y al fin y al cabo, ya se estaba poniendo demasiado grande para que ella lo cuidara.
       Un día su madre y su tío Oscar entraron en mitad de uno de sus furiosos galopes. El chico no les dirigió la palabra.
       —¡Hola, mi pequeño jinete! —dijo el tío—. ¿Corres una carrera?


       —¿No eres demasiado grande para un caballito de madera? Ya no eres una criatura —dijo su madre. Pero Paul se contentó con mirarla, irritado, con sus ojos azules, grandes y más bien hundidos. No quería hablar con nadie cuando estaba en plena carrera. Su madre lo observó con expresión ansiosa. Por fin, bruscamente, el niño dejó de espolear el mecánico galope del caballo y se deslizó a tierra—. ¡Bueno, llegué! —anunció impetuosamente, con los ojos azules todavía relucientes, bien separadas las piernas largas y robustas.
       —¿Adónde llegaste? —preguntó su madre—. A donde quería llegar —replicó.
       —Muy bien, hijo —aprobó el tío Oscar—. Nunca hay que detenerse antes de llegar a la meta. ¿Cómo se llama el caballo?
       —No tiene nombre.
       —¿Se las arregla sin un nombre? —preguntó el tío.
       —Bueno, tiene varios nombres. La semana pasada se llamaba «Sansovino».
       —«Sansovino», ¿eh? El ganador del Ascot. ¿Cómo conocías su nombre?
       —Siempre habla de carreras de caballos con Bassett —dijo Joan.
       El tío se quedó encantado al descubrir que su sobrinito estaba al tanto de todas las noticias referentes a las carreras. Bassett, el joven jardinero —que había sido herido en un pie durante la guerra y había obtenido su actual empleo por recomendación de Oscar Cresswell, su antiguo patrón— era un verdadero perito en cosas del «turf». Vivía en la atmósfera de las carreras, y el niño con él.
       Oscar Cresswell lo supo todo por medio de Bassett.
       —El niño Paul viene y me pregunta, y yo no tengo más remedio que contestarle, señor —dijo Bassett con expresión terriblemente seria, como si hablara de temas religiosos.
       —¿Y alguna vez apuesta algo al caballo que se le ha ocurrido?
       —Bueno… yo no quisiera delatarlo. Es un jovencito muy discreto, un buen camarada, señor. Preferiría que se lo preguntase usted mismo. En cierto modo le produce placer nuestro secreto y (con perdón de usted) quizá pensaría que yo lo he traicionado.
       Bassett estaba tan serio que parecía en misa.
       El tío fue a buscar al sobrino y lo llevó a dar una vuelta en su automóvil.
       —Dime, Paul —le preguntó—, ¿alguna vez apuestas algo a un caballo?
       El niño observó atentamente a su tío.
       —¿Por qué? ¿Crees que no debería hacerlo? —replicó, poniéndose en guardia.
       —¡No, nada de eso! Pero se me ocurrió que tal vez podrías darme un «dato» para el Lincoln.
       El automóvil se internaba en la campiña, en dirección a la casa que tenía en Hampshire el tío Oscar.
       —¿De veras? —preguntó el sobrino.
       —¡De veras, hijo! —replicó el tío.
       —Bueno, entonces, juégale a «Daffodil».
       —¡«Daffodil»! No creo que gane. ¿Qué me dices de «Mirza»?
       —Sólo sé cuál será el ganador —dijo el niño—. Y el ganador será «Daffodil».
       —¿«Daffodil», eh?
       Hubo una pausa. «Daffodil» era un caballo relativamente mediocre.
       —¡Tío!
       —¿Sí, hijo?
       —No lo dirás a nadie, ¿verdad? Se lo he prometido a Bassett.
       —¡Al diablo con Bassett, hombre! ¿Qué tiene que ver él con esto?
       —¡Somos socios! ¡Hemos sido socios desde el primer momento! Tío, él me prestó los primeros cinco chelines, y los perdí. Y yo le prometí, bajo palabra de honor, que esto quedaría entre nosotros. Pero entonces tú me diste ese billete de diez chelines, con el que empecé a ganar, y pensé que tú tenías suerte. Pero no lo dirás a nadie, ¿verdad?
       El niño miró a su tío con aquellos ojos enormes, ardientes, azules, que parecían demasiado juntos. El tío se encogió de hombros y se echó a reír, incómodo.
       —¡Quédate tranquilo, muchacho! No diré nada a nadie. ¿«Daffodil», eh? ¿Cuánto piensas apostarle?
       —Todo menos veinte libras —dijo el chico—. Las mantengo en reserva.
       El tío pensó que era un buen chiste.
       —¿Así que mantienes veinte libras en reserva, joven embustero? ¿Y cuánto apuestas?
       —Trescientas —dijo gravemente el chico—. Pero esto queda entre tú y yo, tío Oscar. ¿Palabra de honor?
       El tío lanzó una carcajada.
       —Pierde cuidado, mi pequeño Nat Gould —contestó sin cesar de reír—, te guardaré el secreto. ¿Pero dónde están tus trescientas libras?
       —Las tiene Bassett. Somos socios.
       —¡Ah, ya veo! ¿Y cuánto apostará Bassett a «Daffodil»?
       —No creo que le juegue tanto como yo. Ciento cincuenta quizá.
       —¿Ciento cincuenta peniques? —dijo el tío en son de broma.
       —No, ciento cincuenta libras —repuso el muchacho mirando a su tío con sorpresa—. Bassett se queda con una reserva más grande que yo.
       Entre divertido e intrigado, el tío Oscar guardó silencio. No volvió sobre el tema, pero decidió llevar a su sobrino a las carreras de Lincoln.
       —Bueno, muchacho —le dijo—, yo apostaré veinte libras a «Mirza», y cinco para ti al caballo que elijas. ¿Cuál te gusta?
       —¡«Daffodil», tío!
       —¡No, no te pierdas esas cinco libras apostándolas a «Daffodil»!
       —Es lo que yo haría si el dinero fuese mío —dijo el niño.
       —¡Bien! ¡Bien! ¡Razón tienes! Diez libras a «Daffodil», cinco para ti y cinco para mí.


       El niño nunca había visto carreras. Sus ojos eran llamitas azules. Su boca estaba tensa. Delante de él había un francés que había apostado a «Lancelot». Frenético, subía y bajaba los brazos, gritando con su acento francés: «¡“Lancelot”! ¡“Lancelot”!».
       «Daffodil» llegó primero, «Lancelot» segundo, «Mirza» tercero. El niño, a pesar de su sonrojo y sus ojos incandescentes, estaba extrañamente sereno. Su tío le trajo cinco billetes de cinco libras. El caballo había pagado a razón de cuatro a uno.
       —¿Qué hago con ellos? —preguntó, agitándolos ante los ojos del muchacho.
       —Creo que tendremos que hablar con Bassett —repuso el chico—. Si no me equivoco, ahora tengo mil quinientas libras; y veinte de reserva; y estas veinte.
       Su tío lo observó unos instantes.
       —¡Vamos, muchacho! —exclamó—. ¿En serio pretendes que Bassett tiene mil quinientas libras tuyas?
       — Sí, es en serio. ¡Pero no lo digas a nadie! ¿Palabra de honor?
       —¡Palabra de honor, sí, amiguito! Pero debo hablar con Bassett.
       —Si quieres, tío, puedes ser nuestro socio. Pero deberás prometer, bajo palabra de honor, que no dirás nada a nadie. Bassett y yo tenemos suerte, y tú también debes tenerla, porque fue con tus diez chelines que empecé a ganar…
       El tío Oscar se llevó a Bassett y a Paul a pasar la tarde en Richmond Park, y allí conversaron.
       —Yo le diré cómo fue, señor —dijo Bassett—. Al niño Paul le gustaba hacerme hablar de carreras, contarle anécdotas… en fin, señor, usted sabe lo que son esas cosas. Y siempre tenía interés por saber si yo había ganado o perdido. Hará un año, me pidió que le apostara cinco chelines a «Blush of Dawn»; y perdimos. Después, con esos diez chelines que le regaló usted, se nos dio vuelta la suerte y en general nos ha sido bastante favorable. ¿Qué piensa usted, niño Paul?
       —Todo va muy bien cuando estamos seguros —dijo Paul—. Pero cuando no estamos del todo seguros, solemos perder.
       —Sí, pero entonces tenemos cuidado —dijo Bassett.
       —¿Y cuándo están seguros? —preguntó, sonriendo, el tío Oscar.
       —Es el niño Paul, señor —dijo Bassett con voz secreta, religiosa—. Es como si recibiera un aviso del cielo. Ya vio usted lo que pasó con «Daffodil». Ése era cien por cien seguro.
       —¿Tú apostaste a «Daffodil»? —preguntó Oscar Cresswell.
       —Sí, señor. Hice mi ganancia.
       —¿Y mi sobrino?
       Bassett miró a Paul y guardó obstinado silencio.
       —Yo gané mil doscientas libras, ¿verdad, Bassett? Le dije a tío que había apostado trescientas a «Daffodil».
       —Eso es —asintió Bassett.
       —Pero ¿dónde está el dinero? —preguntó el tío.
       —Lo tengo yo, señor, bien guardado. El niño Paul puede pedírmelo cuando quiera.
       —¿Mil quinientas libras?
       —¡Mil quinientas veinte! Es decir, mil quinientas cuarenta, con las veinte que ganó en el hipódromo.
       —¡Es asombroso! —dijo el tío.
       —Si el niño Paul le ofrece entrar en la sociedad, señor, yo en su lugar aceptaría; con perdón de usted.
       Oscar Cresswell reflexionó.
       —Quiero ver el dinero —dijo.
       Los condujo a la casa, y poco después Bassett regresaba al invernadero —donde lo esperaba Oscar Cresswell— trayendo mil quinientas libras en billetes. Las veinte libras restantes las había dejado a Joe Glee, en el depósito de la comisión de carreras.
       —Ya ves, tío —dijo el niño—, que todo marcha muy bien cuando yo estoy seguro. Entonces jugamos fuerte, todo lo que tenemos. ¿No es así, Bassett?
       —Así es, niño.
       —¿Y cuándo estás seguro? —preguntó el tío, echándose a reír.
       —Oh, bueno, a veces estoy absolutamente seguro, como en el caso de «Daffodil» —dijo el niño—, y a veces tengo una corazonada; otras, ni siquiera eso, ¿no es verdad, Bassett? Entonces tenemos cuidado, porque la mayoría de las veces perdemos.
       —¡Oh, ya veo! Y cuando estás seguro, como en el caso de «Daffodil», ¿por qué estás tan seguro, hijo mío?
       —Oh, bueno, no lo sé —respondió el niño, turbado—. Estoy seguro, tío, pero eso es todo.
       —Es como si recibiera un aviso divino, señor —reiteró Bassett.
       —¿Será posible? —dijo el tío.
       Pero ingresó en la sociedad. Y cuando se acercaba el premio Leger, Paul se sintió «seguro» de que ganaría «Lively Spark», caballo de escasos antecedentes. Paul insistió en apostarle mil libras. Bassett le jugó quinientas y Oscar Cresswell doscientas. «Lively Spark» ganó y pagó a razón de diez a uno. Paul había ganado diez mil libras.
       —Ya ves —dijo—, yo estaba absolutamente seguro.
       El mismo Oscar Cresswell había ganado dos mil libras.
       —Mira, muchacho —le dijo—, esta clase de cosas me ponen un poco nervioso.
       —¿Por qué, tío? Quizá no volveré a estar «seguro» durante mucho tiempo.
       —Pero ¿qué vas a hacer con el dinero?
       —Empecé a jugar por causa de mamá —repuso el niño—. Ella dijo que no tenía suerte, porque papá no la tenía, y entonces pensé que si yo tenía suerte, quizá dejaría de susurrar.
       —¿Quién dejaría de susurrar?
       —¡Nuestra casa! Odio nuestra casa porque nunca deja de susurrar.
       —¿Qué susurra?
       —Bueno… pues… —vaciló el chico—… a decir verdad, no estoy seguro, pero tú sabes, tío, que siempre falta dinero.
       —Lo sé, hijo, lo sé.
       —¿Y sabes, tío, que mamá siempre tiene algún vencimiento, verdad?
       —Me temo que sí.
       —Y entonces la casa empieza a susurrar, y parece que hubiera alguien que se ríe de nosotros a espaldas de nosotros. ¡Es terrible! Y yo pensé que si tenía suerte…
       —¿Podrías terminar con eso, verdad? —concluyó el tío.
       El niño lo miró con sus grandes ojos azules, que traslucían un fuego frío y misterioso, pero no dijo nada.
       —¡Bueno! —dijo el tío—. ¿Qué hacemos?
       —No quiero que mi madre sepa que tengo suerte —dijo el chico.
       —¿Por qué no?
       —Porque no me lo permitiría.
       —Me parece que te equivocas.
       —¡Oh! —exclamó el chico, agitándose extrañamente—. No quiero que ella lo sepa, tío.
       —¡Está bien, hijo! Lo arreglaremos todo de manera que ella no lo sepa.
       Y en efecto, lo arreglaron con suma facilidad. Paul, a sugerencia de su tío, le entregó cinco mil libras; éste las puso en manos del abogado de la familia, quien debía informar a la madre de Paul que un pariente suyo le había entregado ese dinero, con la orden de pagarle mil libras anuales, el día de su cumpleaños, durante los cinco años subsiguientes.
       —De ese modo —dijo el tío Oscar— ella recibirá un regalo de cumpleaños de mil libras durante los cinco años próximos. Espero que eso no le haga la vida dura después, cuando deje de recibirlas.
       La madre de Paul cumplía años en noviembre. La casa había estado «susurrando» más que nunca en los últimos tiempos, y a pesar de su suerte, Paul no podía hacerle frente. Estaba ansioso por ver el efecto que causaría, el día del cumpleaños de su madre, la carta con la noticia referente a las mil libras.
       Cuando no había visitas, Paul comía con sus padres. Ya se había sustraído a la jurisdicción de la institutriz. Su madre iba al «centro» casi todos los días. Había redescubierto su vieja habilidad para dibujar telas y pieles, y trabajaba secretamente en el estudio de una amiga, que era la «artista» más destacada de las principales modistas. Dibujaba para los anuncios periodísticos figurines de damas ataviadas con pieles y sedas. Aquella joven artista ganaba varios millares de libras al año, pero la madre de Paul sólo pudo ganar unos centenares, y nuevamente se sintió insatisfecha. Tenía tantos deseos de sobresalir en algo, y no podía conseguirlo… ni siquiera dibujando anuncios de modas.
       La mañana de su cumpleaños bajó a tomar el desayuno. Paul escrutó su rostro mientras leía las cartas. Él sabía cuál era la del abogado. Advirtió que a medida que su madre la leía, su rostro se volvía duro e inexpresivo. Después un gesto frío y decidido asomó a sus labios. Ocultó la carta bajo las demás, y no dijo nada.


       —¿No recibiste nada agradable para tu cumpleaños, mamá? —preguntó Paul.
       —Sí, algo bastante agradable —respondió ella con su voz fría y ausente.
       Y se fue al centro sin añadir palabra.
       Pero por la tarde vino el tío Oscar. Dijo que la madre de Paul había celebrado una larga entrevista con su abogado, preguntándole si podía adelantarle en seguida la totalidad del dinero, pues estaba en deuda.
       —¿Tú qué piensas, tío? —dijo el chico.
       —Es cosa tuya, hijo.
       —¡Oh, entonces dale el dinero! Con lo que nos queda podemos ganar más.
       —Mas vale pájaro en mano que ciento volando, amigo mío —dijo el tío Oscar.
       —Oh, pero sin duda yo sabré quién ganará el Gran Premio Nacional; o el Lincolnshire, o el Derby. En alguno de ellos tengo que saber.
       El tío Oscar firmó el consentimiento y la madre de Paul cobró las cinco mil libras. Pero entonces ocurrió algo muy extraño. Las voces de la casa parecieron enloquecer súbitamente, como una algarabía de ranas en una tarde de primavera. Se habían comprado algunos muebles, Paul tenía un preceptor particular, y el próximo otoño iría a Eton, el colegio donde se había educado su padre. Aun en invierno había flores en la casa. El lujo a que había estado habituada la madre de Paul experimentaba un resurgimiento. Y sin embargo, las voces de la casa, detrás de los ramilletes de mimosas y flores de almendro, y debajo de las pilas de iridiscentes almohadones, parecían aullar y desgañitarse en una especie de éxtasis. «¡Hace falta más dinero! ¡Oh! ¡Hace falta más dinero! ¡Ahora, a-ho-ra! ¡A-ho-ra hace falta más dinero! ¡Más que nunca! ¡Más que nunca!».
       Aquello asustó terriblemente a Paul. Trataba de estudiar el latín y el griego con sus preceptores. Pero sus horas más intensas las vivía con Bassett. Ya se había corrido el Nacional; Paul no se sintió «seguro», y perdió cien libras. Vino el verano. Mientras aguardaba la disputa del Lincoln lo consumía la impaciencia. Pero esta vez tampoco «supo» y perdió cincuenta libras. Entonces se convirtió en un chico extraño, de ojos extraviados; parecía que algo fuese a estallar en su interior.
       —¡No te preocupes más, hijo mío! —insistía su tío Oscar—. Olvídate de todo eso.
       Pero el muchacho como si no lo oyera.
       —¡Tengo que saber para el Derby! ¡Tengo que saber para el Derby! —repetía, con sus ojos azules incendiados por una especie de locura.
       Su madre advirtió la sobreexcitación que lo dominaba.
       —Será mejor que te llevemos a veranear a la playa. ¿No quieres ir al mar ahora, en vez de esperar? Me parece que te convendría —dijo mirándolo ansiosamente, con el corazón extrañamente sobrecogido por causa del niño.
       Pero el chico alzó sus inquietantes ojos azules.
       —¡No puedo ir antes del Derby, mamá! —respondió—. ¡No puedo!
       —¿Por qué no? —preguntó ella, endureciendo la voz ante la contradicción—. ¿Por qué no? Nadie te impedirá después ir a ver el Derby con tu tío Oscar, si eso es lo que quieres. No tienes necesidad de aguardar aquí. Además, me parece que te estás interesando demasiado por esas carreras de caballos. Es un mal síntoma. Mi familia ha sido una familia de jugadores; sólo cuando seas grande comprenderás el perjuicio que eso nos ha causado. Pero lo cierto es que nos ha perjudicado. Tendré que despedir a Bassett, y pedirle a tío Oscar que no te hable de carreras, a menos que te muestres más razonable. Ve a veranear a la playa y olvídate de todo eso. ¡Eres un manojo de nervios!
       —Haré lo que tú quieras, mamá, siempre que no me hagas salir antes del Derby.
       —¿Salir de dónde? ¿De esta casa?
       —Sí —dijo Paul, mirándola fijamente.
       —¡Pues mira que eres extraño! ¿A qué viene tan súbito cariño por esta casa? Jamás me figuré que pudieras quererla.
       Él la miró sin hablar. Guardaba un secreto dentro de otro secreto, algo que no había dicho ni siquiera a Bassett ni a su tío Oscar.
       Pero su madre, después de permanecer unos instantes indecisa e irritada, dijo:
       —¡Está bien! No vayas a la playa hasta que se corra el Derby, si eso es lo que quieres. Pero prométeme dominar tus nervios. ¡Prométeme no interesarte tanto en las carreras de caballos y en los «programas», como tú les llamas!
       —¡Oh, no! —dijo el chico, distraído—. No pensaré mucho en eso, mamá. No te preocupes. En tu lugar, yo no me preocuparía.
       —¡Si tú estuvieras en mi lugar, y yo en el tuyo —dijo la madre—, vaya a saber en qué terminaría todo!
       —Pero tú sabes que no debes preocuparte, mamá, ¿verdad? —repitió el niño.
       —Me gustaría saberlo —respondió ella fatigadamente.
       —Oh, bueno, puedes saberlo. ¡Quiero decir, debes saber que no tienes que preocuparte!
       —¿De veras? Bueno, ya veremos.
       El secreto máximo de Paul era su caballo de madera, que no tenía nombre. Desde que se emancipó de institutrices y gobernantas, lo hizo llevar a su dormitorio, en el piso alto.
       —¡Eres demasiado grande para jugar con un caballito de madera! —le había reprochado su madre.
       —Oh, mamá, hasta que pueda tener un caballo verdadero, me gusta jugar con cualquiera —fue la extraña respuesta.


       —¿Así te sientes acompañado? —preguntó la madre, echándose a reír.
       —¡Oh, sí! Es muy bueno, y siempre me hace compañía.
       Y así fue como el caballo, ya bastante maltrecho, permaneció, inmovilizado en una cabriola, en el dormitorio del niño.
       Se acercaba el Derby, y Paul parecía cada vez más reconcentrado. Apenas escuchaba lo que le decían, tenía un aspecto muy frágil y sus ojos eran realmente inquietantes. Su madre experimentaba bruscos accesos de desasosiego. A veces, por espacio de media hora o más, sentía por él una repentina ansiedad que era casi angustia. Entonces la asaltaba el impulso de correr hacia el chico, para comprobar que estaba a salvo.
       Dos noches antes del Derby, estando en una gran fiesta en el centro, le sobrecogió el corazón uno de esos ataques de ansiedad por su hijo, el primogénito, y fue tan intenso que apenas pudo hablar. Luchó con todas sus fuerzas contra ese sentimiento, porque era una mujer sensata. Pero fue inútil. Tuvo que dejar el baile y bajó para telefonear a su casa. La institutriz de los niños se mostró terriblemente sorprendida y alarmada por aquel llamado nocturno.
       —¿Están bien los niños, Miss Wilmot?
       —Oh, sí, perfectamente.
       —¿Y Paul? ¿Está bien?
       —Se acostó en seguida. ¿Quiere que suba a echarle un vistazo?
       —¡No! —repuso la madre a pesar suyo—. No, no se moleste. Está bien. No se quede levantada. Volveremos a casa en seguida.
       No quería que la criada interrumpiese la intimidad de su hijo.
       Era alrededor de la una cuando los padres de Paul regresaron a la casa. Todo estaba en silencio. La madre subió a su cuarto y se quitó su blanco abrigo de pieles. Había ordenado a la doncella que no la esperase. Oyó a su esposo, que mezclaba un whisky con soda en la planta baja.
       Y luego, impulsada por la extraña ansiedad que sentía en el corazón, subió furtivamente al cuarto de su hijo. Se deslizó en silencio a lo largo del corredor. Creyó oír un débil ruido. ¿Qué era?
       Permaneció junto a la puerta, los músculos tensos, escuchando. Se oía un ruido extraño, pesado y al mismo tiempo poco penetrante. Su corazón se paralizó. Era un rumor sordo, y sin embargo, impetuoso y potente. Como si algo enorme se moviera con furtiva violencia. ¿Qué era? ¿Qué era, en nombre de Dios? Ella debía saberlo. Tuvo la sensación de que reconocía aquel ruido. Sabía lo que era.
       Y sin embargo, no podía ubicarlo. No podía nombrarlo. Y el rumor proseguía con un ritmo de locura.
       Suavemente, paralizada de miedo y ansiedad, hizo girar el picaporte.
       El cuarto estaba oscuro. Sin embargo, junto a la ventana, oyó y vio algo que se balanceaba de un lado a otro. Se quedó mirándolo, temerosa y asombrada.



       Encendió de pronto la luz, y vio a su hijo, con su pijama verde, cabalgando alocadamente en su caballito de madera. La luz lo bañó de pronto, mientras espoleaba su corcel, y alumbró también a la rubia mujer inmóvil en la puerta, con su pálido vestido verde y plata.



       —¡Paul! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo?
       —¡Es «Malabar»! —gritaba el chico con voz potente y extraña—. ¡Es «Malabar»!
       Sus ojos ardientes la miraron por espacio de un segundo, extraño e irracional, mientras cesaba de espolear a su caballo de madera. Después cayó con estrépito al piso, y ella, desbordante de atormentada maternidad, corrió en su auxilio.
       Pero el niño estaba inconsciente, e inconsciente permaneció, atacado de fiebre cerebral. Hablaba y se agitaba y su madre permanecía sentada a su lado, inmóvil como una piedra.
       —¡Es «Malabar»! ¡Es «Malabar»! ¡Bassett, Bassett, ya sé: es «Malabar»! —gritaba el niño, tratando de levantarse para espolear al caballo de madera que era la fuente de su inspiración.
       —¿Quién es «Malabar»? —preguntó la azorada madre.
       —No sé —dijo el padre, pétreo.
       —¿Quién es «Malabar»? —insistió ella dirigiéndose a su hermano Oscar.
       —Es uno de los caballos que corren el Derby —fue la respuesta.
       Y a pesar suyo, Oscar Cresswell le habló a Bassett, y él mismo apostó un millar de libras a «Malabar». Pagó a razón de catorce a uno.
       El tercer día de la enfermedad fue crítico. Se esperaba una reacción. El niño, con sus largos y ensortijados cabellos, se agitaba incesantemente sobre la almohada. No dormía ni recobraba el conocimiento, y sus ojos eran como piedras azules. Y su madre, ya sin corazón, también acabó de convertirse en piedra.
       Por la noche no vino Oscar Cresswell, pero Bassett mandó preguntar si podía subir un momento, nada más que un momento. La intromisión irritó mucho a la madre de Paul; pero, pensándolo mejor, consintió. El niño seguía igual. Quizá Bassett podría hacerle recobrar el conocimiento.
       El jardinero, un hombre bajo, de bigotito pardo y ojos también pardos, pequeños y penetrantes, entró de puntillas en el cuarto, se llevó la mano al imaginario sombrero a modo de saludo y después se encaminó al lecho, mirando fijamente con sus ojillos relucientes al niño agitado y moribundo.
       —¡Niño Paul! —susurró—. ¡Niño Paul! «Malabar» entró primero, ganó de punta a punta. Hice lo que usted me dijo. Ha ganado más de setenta mil libras, sí; ha ganado más de ochenta mil. «Malabar» llegó primero, niño Paul.
       —¡«Malabar»! ¡«Malabar»! ¿Yo dije «Malabar», mamá? ¿Dije «Malabar»? ¿Crees que tengo suerte, mamá? Sabía que ganaría «Malabar», ¿verdad? ¡Más de ochenta mil libras! Eso es suerte, ¿verdad, mamá? ¡Más de ochenta mil libras! Yo sabía, ¿acaso no lo sabía? Ganó «Malabar». Si cabalgo en mi caballo hasta sentirme seguro, Bassett, yo sé lo que te digo: puedes apostar todo lo que tengas. ¿Apostaste todo lo que tenías, Bassett?
       —Jugué mil libras, niño Paul.
       —¡Nunca te dije, mamá, que si puedo cabalgar en mi caballo, y llegar, entonces estoy seguro… oh, absolutamente seguro! Mamá, ¿te lo dije alguna vez? ¡Yo tengo suerte!
       —No, nunca me lo dijiste —respondió la madre.
       Pero el niño murió esa noche.
       Y aún yacía en su lecho cuando la madre oyó la voz de su hermano, que decía:
       —Dios mío, Hester, has ganado ochenta mil libras y has perdido un hijo. Pobrecito, pobrecito, más le vale haber salido de una vida donde debía montar en su caballito de madera para encontrar un ganador.

*

Mi comentario


          «¡Yo tengo suerte, mamá!», dice el niño a su madre, para complacerla, para verla feliz. Y a nosotros se nos estruja el alma.
          Una madre que es una mujer hermosa. Una esposa que dice en voz alta que tuvo mala suerte en su matrimonio —al principio era feliz, pero el amor se había ido diluyendo. Una mujer que no tiene dinero «suficiente», aunque no son pobres de ninguna manera, pero a ella y a su marido les gusta gastar en cosas caras, que los hagan sentirse mejor. Una madre que no presta mucha atención a sus hijos, aunque trata de disimularlo y todos tienen de ella la imagen de una buena madre. Una madre que unos días antes del desenlace, sí, tenía una preocupación creciente por su hijo. Una madre que lograría toda la cantidad de dinero que, ¿la haría feliz, finalmente? Ellos viven más allá de sus ingresos. Así son.
          «Hester, has ganado ochenta mil libras y has perdido un hijo», le dice cruelmente su hermano, y recién allí, en el final del cuento, sabemos el nombre de la madre.
          He hablado de la madre. Sin embargo, el protagonista del relato es el niño-adolescente, Paul. O, en realidad, el efecto psicológico que «la necesidad» de su madre ejerce sobre él. El no verla satisfecha le hace mella, se siente abrumado y responsable. Ese estado se sumará a su imaginación y a todos los elementos fantásticos que se van sumando al relato contado en tercera persona.
          Ellos hablan poco de lo que sucede. Sus hermanitas comunican con sus miradas que también ellas escuchan «la frase». La casa la susurra, y el caballito y las muñecas, todos estan impregnados de la frase «¡Hace falta más dinero!». Se sentía esta ansiedad, esa fuerza que crecía y que nadie era capaz de revelar. No hacía falta: «El rumor estaba en todas partes».
          La suerte es lo que hace que uno tenga dinero, según la madre. «Yo soy una persona de suerte», le responde Paul, que comprende a su manera que tiene que hacer algo al respecto. Pero, ¿qué?
          Y aquí comienzan sus cabalgatas salvajes en el caballito de madera, sus ojos se transforman, y con ellos su búsqueda: «¡Vamos, llévame a donde está la suerte!». Y no para hasta que llega adonde quería llegar, a tener suerte en las carreras con caballos de verdad. Su complicidad con Bassett, el jardinero y su tío Oscar le sirvieron para su plan. Ellos eran jugadores experimentados.
          Varias conclusiones sacará cada lector al finalizar: lo quimérico de ir detrás de lo inalcanzable, el deseo de un niño de querer ganarse el cariño de su madre, que se sienta orgulloso de él. Obviamente el caballito mecedor, un juguete pensado para un niño más pequeño, es un símbolo importante en la historia.
          ¿Ustedes qué opinan? ¿Paul no quiere crecer, madurar, y la necesidad de buscar la aprobación de su madre puede ser una prueba? ¿Una interpretación freudiana podría tener algo que ver con su frenético balanceo? ¿Ningún adulto ve lo pernicioso, poco saludable del juego y las apuestas? ¿Es la codicia el tema? ¿El dinero y el estatus social? ¿Es lo inexorable de llegar tarde en ayuda de alguien?
          Un relato corto que da lugar a muchas lecturas. Sucede en Inglaterra en la década de 1920, en una casa «agradable» cerca de Londres, donde vive la familia. 
          Tuvo varias adaptaciones, al cine, al teatro y a la ópera. En 1949 fue adaptada al cine por el director Anthony Pelissier, como lo mencioné al principio. De allí son las imágenes. Pueden mirarala si lo desean:



          Hasta el próximo encuentro. Espero que lo hayan disfrutado y que sigamos leyendo a D. H. Lawrence, autor de la famosa El amante de Lady Chatterley [1928] y de tantos títulos más. Un escritor desafiante.

Cecilia Olguin Gianelli


Notas

- The Rocking-Horse Winner: 

- D. H. Lawrence, instinto sobre razón:
       
- D. H. Lawrence. Official Website:



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Conversar de libros, y de los caminos a donde ellos nos llevan, dar una opinión, contar impresiones, describir una escena, personaje favorito, nunca contarlo todo, aunque a veces, elijamos ir un poco más allá, y no está mal, no a todos les molesta.
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