«Final del juego»
[1956]
Julio Cortázar
[Bruselas, 1914-1984, París]
Julio Cortázar, el autor que se abre a las nuevas generaciones de lectores y renueva las antiguas.
Siempre ejerciendo su notable influencia y generando tanta admiración.
Julio Cortázar |
Julio Cortázar, escritor y traductor argentino que no necesita presentación. Nacido en Bruselas, un poco de casualidad, al ser su padre un funcionario de la embajada argentina. Vivió en muchos lugares a lo largo de su vida.
La infancia la pasó en Argentina, no fue feliz. Su padre lo abandonó cuando solo tenía seis años. Jamás volvió a verlo.
La buena salud no lo acompañó entonces, pero sí la lectura. Julio Verne, Victor Hugo, Edgar Allan Poe fueron sus compañeros, y causantes de muchas pesadillas. Más tarde adoptaría Opio: diario de una desintoxicación [Jean Cocteau] como libro de cabecera. Una lectura que nunca abandonó.
Colaboró en la revista Sur dirigida por Victoria Ocampo. Como traductor, se destaca la de la obra de Edgar Allan Poe, considerada una de las mejores.
Escritor precoz, amante del boxeo —del coraje del boxeador, sobre todo—, del jazz y los gatos. Contrajo matrimonio y formó pareja con mujeres también destacadas en la cultura: Aurora Bernárdez —heredera de su obra—, Ugné Karvelis y Carol Dunlop.
Sus amigos literarios fueron Octavio Paz, Pablo Neruda, Carlos Fuentes y, muy especialmente, Alejandra Pizarnik. Con Borges, se admiraron mutuamente a pesar de las diferencias ideológicas.
Se opuso al peronismo. Renunció a cargos para no exponerse a presiones políticas. Se sintió unido a Cuba —luego se desilucionó— y a la política latinoamericana en general. Luchó por los intelectuales presos, Onetti entre otros. Fue un escritor perseguido, comprometido con su tiempo.
Su obra, traducida a muchísimos idiomas, es leída y venerada en todo el mundo. Recibió numerosos premios, homenajes y el reconocimeinto de sus lectores, que renuevan sus libros y los actualizan con sus interpretaciones y miradas distintas.
Además de su famosa novela Rayuela —el mayor éxito editorial—, obra que le valió ser parte de la época de mayor esplendor de la literatura hispanoamericana, el boom de los 60, es autor de libros de cuentos que ya son clásicos. Algunos de sus libros más nombrados, los de la primera época: Bestiario [1951], Final de juego [1956], Las armas secretas [1959], Historias de cronopios y de famas [1962, microrrelatos], Todos los fuegos el fuego [1966]; y los de la segunda o tercera época: Octaedro [1974], Alguien que anda por ahí [1977], Un tal Lucas [1979], Queremos tanto a Glenda [1980], Deshoras [1982], La otra orilla [1994].
Y de estos libros, los cuentos imprescindibles [pero cada uno tendrá sus propias elecciones]: «Casa tomada», «Carta de una señorita en París», «Cartas de mamá», «Continuidad en los parques», «No se culpe a nadie», «La noche boca arriba», «Axolotl», «El perseguidor», basado en la vida de Charlie Parker, el famoso músico de jazz, «Las armas secretas», «La autopista del sur», «La señorita Cora» y «Las babas del diablo».
Esta lista, totalmente discutible, siempre se puede modificar y agrandar. Hoy, por ejemplo, sumamos este cuento, ¡que lo disfruten!
Final del juego
Narrado en primera persona, desde la perspectiva de una de las tres chicas, con su inocencia y limitación de comprensión. Ella recuerda la historia —y nos la cuenta— donde un ritual de juego con sus primas Leticia y Holanda es el evento principal y muy significativo.
Cada una de ellas tiene una tarea asignada en la casa donde viven, y en esas asignaciones hay diferencias, privilegios y desventajas. Una madre y una tía, los adultos, son las que las marcan.
El juego es el otro lado de la moneda, la libertad. Se lleva a cabo al lado de las vías del ferrocarril, su reino imaginario. A la misma hora, todos los días, esperando que pase el tren.
Lo que allí hacen, seguir las reglas del juego, implica complicidades y decisiones, «¿estatua o actitud?», deben elegir.
¿Lo hacen para ellas o para esas figuras borrosas que aparecen en las ventanillas del tren pasando a todoa velocidad? ¿Algún pasajero les prestará más atención? Fantasías y realidades mezcladas en una gran historia.
Disfruten una vez más si ya lo leyeron o, tengan el gran placer de descubrir cómo Cortázar interpreta la psicología y las emociones de los niños y adolescentes.
¡Buena lectura!
Con Leticia y Holanda íbamos a jugar a las vías del Central Argentino los días de calor, esperando
que mamá y tía Ruth empezaran su siesta para escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tía Ruth
estaban siempre cansadas después de lavar la loza, sobre todo cuando Holanda y yo secábamos
los platos porque entonces había discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo nosotras
entendíamos, y en general un ambiente en donde el olor a grasa, los maullidos de José y la
oscuridad de la cocina acababan en una violentísima pelea y el consiguiente desparramo. Holanda
se especializaba en armar esta clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya lavado en el
tacho del agua sucia, o recordando como al pasar que en la casa de las de Loza había dos
sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, prefería insinuarle a tía Ruth que se le iban
a paspar las manos si seguía fregando cacerolas en vez de dedicarse a las copas o los platos, que
era precisamente lo que le gustaba lavar a mamá, con lo cual las enfrentaba sordamente en una
lucha de ventajeo por la cosa fácil. El recurso heroico, si los consejos y las largas recordaciones
familiares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es una gran
mentira eso del gato escaldado, salvo que haya que tomar al pie de la letra la referencia al agua
fría; porque de la caliente José no se alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, a
que le volcáramos media taza de agua a cien grados o poco menos, bastante menos
probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa es que ardía Troya, y en la confusión
coronada por el espléndido si bemol de tía Ruth y la carrera de mamá en busca del bastón de los
castigos, Holanda y yo nos perdíamos en la galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo
donde Leticia nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable.
Por lo regular mamá nos perseguía un buen trecho, pero las ganas de rompernos la cabeza se le
pasaban con gran rapidez y al final (habíamos trancado la puerta y le pedíamos perdón con
emocionantes partes teatrales) se cansaba y se iba, repitiendo la misma frase:
—Van a acabar en en
la calle, estas mal nacidas.
Donde acabábamos era en las vías del Central Argentino, cuando la casa quedaba en silencio y
veíamos al gato tenderse bajo el limonero para hacer él también su siesta perfumada y zumbante
de avispas. Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una
libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia adelante. Entonces
corríamos buscando impulso para trepar de un envión al breve talud del ferrocarril, encaramadas
sobre el mundo contemplábamos silenciosas nuestro reino.
Nuestro reino era así: una gran curva de las vías acababa su comba justo frente a los fondos de
nuestra casa. No había más que el balasto, los durmientes y la doble vía; pasto ralo y estúpido
entre los pedazos de adoquín donde la mica, el cuarzo y el feldespato —que son los componentes
del granito— brillaban como diamantes legítimos contra el sol de las dos de la tarde. Cuando nos
agachábamos a tocar las vías (sin perder tiempo porque hubiera sido peligroso quedarse mucho
ahí, no tanto por los trenes como por los de casa si nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego
de las piedras, y al pararnos contra el viento del río era un calor mojado pegándose a las mejillas
y las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir, bajar otra vez, entrando en una y otra
zona de calor, estudiándonos las caras para apreciar la transpiración, con lo cual al rato éramos
una sopa. Y siempre calladas, mirando al fondo de las vías, o el río al otro lado, el pedacito de río
color café con leche.
Después de esta primera inspección del reino bajábamos el talud y nos metíamos en la mala
sombra de los sauces pegados a la tapia de nuestra casa, donde se abría la puerta blanca. Ahí
estaba la capital del reino, la ciudad silvestre y la central de nuestro juego.
La primera en iniciar el
juego era Leticia,
la más feliz de las tres y la más privilegiada.
Leticia no tenía que secar los platos
ni hacer las camas, podía pasarse el día leyendo o o pegando figuritas, y de noche la dejaban
quedarse hasta más tarde si lo pedía, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo de hueso y
toda clase de ventajas. Poco a poco se había ido aprovechando de los privilegios, y desde el
verano anterior dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino; por lo menos se adelantaba
a decir las cosas y Holanda y yo aceptábamos sin protestar, casi contentas. Es probable que las
largas conferencias de mamá sobre cómo debíamos portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la queríamos bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. Lástima
que no tenía aspecto para jefa, era la más baja de las tres, y tan flaca. Holanda era flaca, y yo
nunca pesé más de cincuenta kilos, pero Leticia era la más flaca de las tres, y para peor una de
esas flacuras que se ven de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de la
espalda la hacía parecer más flaca, como casi no podía mover la cabeza a los lados daba la
impresión de una tabla de planchar parada, de esas forradas de género blanco como había en la
casa de las de Loza. Una tabla de planchar con la parte más ancha para arriba, parada contra la
pared. Y nos dirigía.
La satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tía Ruth se enteraran un día del juego.
Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar una meresunda increíble. El si bemol y los
desmayos, las inmensas protestas de devoción y sacrificio malamente recompensados, el
amontonamiento de invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el anuncio de
nuestros destinos, que consistían en que las tres terminaríamos en la calle. Esto último siempre
nos había dejado perplejas, porque terminar en la calle nos parecía bastante normal.
Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano, contar hasta veintiuno,
cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más
y las incluíamos en la cuenta para evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del
grupo y sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda y yo
levantábamos la piedra y abríamos la caja de los ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese
ganado, Leticia y yo escogíamos los ornamentos. El juego marcaba dos formas: estatuas y
actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos pero sí mucha expresividad, para la envidia
mostrar los dientes, crispar las manos y arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la
caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos ofrecían
algo —un trapo, una pelota, una rama de sauce— a un pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el
miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los ornamentos
se destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que una estatua
resultara, había que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la elegida
no podía tomar parte en la selección; las dos restantes debatían el asunto y aplicaban luego los
ornamentos. La elegida debía inventar su estatua aprovechando lo que le habían puesto, y el juego
era así mucho más complicado y excitante porque a veces había alianzas contra, y la víctima se
veía ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza dependía entonces que
inventara una buena estatua. Por lo general cuando el juego marcaba actitudes la elegida salía
bien parada pero hubo veces en que las estatuas fueron fracasos horribles.
Lo que cuento empezó
vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren. Por
supuesto que las actitudes y las estatuas no eran para nosotras mismas, porque nos hubiéramos
cansado en seguida. El juego marcaba que la elegida debía colocarse al pie del talud, saliendo de
la sombra de los sauces, y esperar el tren de las dos y ocho que venía del Tigre. A esa altura de
Palermo los trenes pasan bastante rápido, y no nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud.
Casi no veíamos a la gente de las ventanillas, pero con el tiempo llegamos a tener práctica y
sabíamos que algunos pasajeros esperaban vernos. Un señor de pelo blanco y anteojos de carey
sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a la estatua o la actitud con el pañuelo. Los chicos
que volvían del colegio sentados en los estribos gritaban cosas al pasar, pero algunos se
quedaban serios mirándonos. En realidad la estatua o la actitud no veía nada, por el esfuerzo de
mantenerse inmóvil, pero las otras dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o
la indiferencia producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche.
Cayó muy cerca de Holanda, que ese día era la maledicencia, y rebotó hasta mí. Era un papelito
muy doblado y sujeto a una tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decía: "Muy lindas
estatuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche, Ariel B." Nos pareció un poco seco, con
todo ese trabajo de atarle la tuerca y tirarlo, pero nos encantó. Sorteamos para saber quién se lo
quedaría, y me lo gané.. Al otro día ninguna quería jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero
temimos que interpretara mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia. Nos
alegramos mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura. La
parálisis no se notaba estando quieta, y ella era capaz de gestos de una enorme nobleza. Como
actitudes elegía siempre la generosidad, el sacrificio y el renunciamiento. Como estatuas buscaba
el estilo de Venus de la sala que tía Ruth llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos
ornamentos especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos un pedazo de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el pelo. Como andábamos de
manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se ensayó un rato a la sombra, y decidimos que
nosotras nos asomaríamos también y saludaríamos a Ariel con discreción pero muy amables.
Leticia estuvo magnífica, no se le movía ni un dedo cuando llegó el tren. Como no podía girar la
cabeza la echaba para atrás, juntado los brazos al cuerpo casi como si le faltaran; aparte el verde
de la túnica, era como mirar la Venus del Nilo. En la tercera ventanilla vimos a un muchacho de
rulos rubios y ojos claros que nos hizo una gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo saludábamos. El tren se lo llevó en un segundo, pero eran las cuatro y media y todavía discutíamos si
vestía de oscuro, si llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice la actitud del
desaliento, y recibimos otro papelito que decía: "Las tres me gustan mucho. Ariel." Ahora él sacaba
la cabeza y un brazo por la ventanilla y nos saludaba riendo. Le calculamos dieciocho años
(seguras que no tenía más de dieciséis) y convinimos en que volvía diariamente de algún colegio
inglés. Lo más seguro de todo era el colegio inglés, no aceptábamos un incorporado cualquiera.
Se vería que Ariel era muy bien.
Pasó que Holanda tuvo la suerte increíble de ganar tres días
seguidos. Superándose, hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua dificilísima
de bailarina, sosteniéndose en un pie desde que el tren entró en la curva. Al otro día gané yo, y
después de nuevo; cuando estaba haciendo la actitud del horror, recibí casi en la nariz un papelito
de Ariel que al principio no entendimos: "La más linda es la más haragana." Leticia fue la última en
darse cuenta, la vimos que se ponía colorada y se iba a un lado, y Holanda y yo nos miramos con
un poco de rabia. Lo primero que se nos ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no
podíamos decirle eso a Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella
no dijo nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese día volvimos
bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa Leticia estuvo muy alegre,
le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a tía Ruth como poniéndola de testigo de su
propia alegría. En aquellos días estaban ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y
por lo visto era una maravilla lo bien que le sentaba.
Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos
del asunto. No nos molestaba el papelito de Ariel, desde un tren andando las cosas se ven como
se ven, pero nos parecía que Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre
nosotras. Sabía que no le íbamos a decir nada, y que en una casa donde hay alguien con algún
defecto físico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo empezando por el enfermo, o más bien se
hacen los que no saben que el otro sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que
Leticia se había portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era demasiado. Esa
noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de madrugada por enormes playas
ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes, viendo a distancia las luces rojas de
locomotoras que venían, calculando con angustia si el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez
amenazada por la posible llegada de un rápido a mi espalda o —lo que era peor— que a último
momento uno de los trenes tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana
me olvidé porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse. Nos pareció
que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas con ella, diciéndole que esto le
pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo mejor sería que se quedara leyendo en su cuarto.
Ella no dijo nada pero vino a almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya
estaba muy bien y que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba. Esa tarde gané yo,
pero en ese momento me vino un no sé qué y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin
darle a entender por qué. Ya que el otro la prefería, que la mirara hasta cansarse. Como el juego
marcaba estatua, le elegimos cosas sencillas para no complicarle la vida, y ella inventó una
especie de princesa china, con aire vergonzoso, mirando al suelo y juntando las manos como
hacen las princesas chinas. Cuando pasó el tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces
pero yo miré y vi que Ariel no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el tren
se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y no sabía que él acababa de mirarla así. Pero
cuando vino a descansar bajo los sauces vimos que sí sabía, y que le hubiera gustado seguir con
los ornamentos toda la tarde, toda la noche.
El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos dijo que era justo que ella se saliera.
Ganó Holanda con su suerte maldita, pero la carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve
el impulso de dársela a Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era cosa de
complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al otro día iba a bajarse en la
estación vecina y que vendría por el terraplén para charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final era hermosa: "Saludo a las tres estatuas muy atentamente." La firma
parecía un garabato aunque se notaba la personalidad.
Mientras le quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me miró una o dos veces. Yo les había
leído el mensaje y nadie hizo comentarios, lo que resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba
a venir y había que pensar en esa novedad y decidir algo. Si en casa se enteraban, o por
desgracia a alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que eran esas enanas,
seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy raro quedarnos calladas con una
cosa así, sin mirarnos casi mientras guardábamos los ornamentos y volvíamos por la puerta blanca.
Tía Ruth nos pidió a Holanda y a mí que bañáramos a José, se llevó a Leticia para hacerle el
tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas. Nos parecía maravilloso que viniera Ariel,
nunca habíamos tenido un amigo así, a nuestro primo Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba
figuritas y creía en la primera comunión. Estábamos nerviosísimas con la expectativa y José pagó
el pato, pobre ángel. Holanda fue más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabía que pensar,
de un lado me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se
aclararan porque nadie tiene por qué‚ perjudicarse a causa de otro. Lo que yo hubiera querido es
que Leticia no sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora con el nuevo tratamiento y tantas
cosas.
A la noche mamá se extrañó de vernos tan calladas y dijo qué milagro, si nos habían comido la
lengua los ratones, después miró a tía Ruth y las dos pensaron seguro que habíamos hecho
alguna gorda y que nos remordía la conciencia. Leticia comió muy poco y dijo que estaba dolorida,
que la dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio el brazo aunque ella no quería
mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que me viene cuando estoy nerviosa. Dos veces
pensé‚ ir al cuarto de Leticia, no me explicaba qué hacían esas dos ahí solas, pero Holanda volvió
con aire de gran importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth levantaron
la mesa. "Ella no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta mucho, se la demos."
Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta. Después nos llamaron para secar
los platos, y esa noche nos dormimos casi en seguida por todas las emociones y el cansancio de
bañar a José.
Al otro día me tocó a mi salir de compras al mercado y en toda la mañana no vi a Leticia que
seguía en su cuarto. Antes que llamaran a la mesa entré un momento y la encontré al lado de la
ventana, con muchas almohadas y el tomo noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal, pero
se puso a reír y me contó de una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico que
había tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a venir a los sauces, pero me parecía tan
difícil decírselo bien. "Si querés podemos explicarle a Ariel que estabas descompuesta", le
propuse, pero ella decía que no y se quedaba callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al final
me animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño no
conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos aprendido en El Tesoro de la Juventud,
pero era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba la ventana y parecía como si fuera a
ponerse a llorar. Al final me fui diciendo que mamá me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda
se ganó un sopapo de tía Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos
los platos, de repente Estábamos en los sauces y las dos nos abrazábamos llenas de felicidad y
nada celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que teníamos que decir sobre nuestros
estudios para que Ariel se llevara una buena impresión, porque los del secundario desprecian a las
chicas que no han hecho más que la primaria y solamente estudian corte y repujado al aceite. Cuando pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con nuestros
pañuelos estampados le hicimos señas de bienvenida. Unos veinte minutos después lo vimos llegar por
el terraplén, y era más alto de lo que pensábamos y todo de gris.
Bien no me acuerdo de lo que
hablamos al principio, él era bastante tímido a pesar de haber venido y los papelitos, y decía cosas
muy pensadas.
Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las actitudes y preguntó cómo nos llamábamos y
por qué‚ faltaba la tercera. Holanda explicó que Leticia no había podido venir, y él dijo que era una lástima y que Leticia le parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial, que por
desgracia no era un colegio inglés, y quiso saber si le mostraríamos los ornamentos. Holanda
levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él pararecían interesarle mucho, y varias veces tomó alguno de los ornamentos y dijo:"Este lo llevaba Leticia un día", o "Este fue para la estatua oriental", con lo que quería decir la
princesa china. Nos sentamos a la sombra de un sauce y él estaba contento pero distraído, se veía
que sólo se quedaba de bien educado. Holanda me miró dos o tres veces cuando la conversación decaía, y eso nos hizo mucho mal a las dos, nos dio deseos de irnos o que Ariel no hubiese venido
nunca. El preguntó otra vez si Leticia estaba enferma, y Holanda me miró y yo creí que iba a
decirle, pero en cambio contestó que Leticia no había podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba
cuerpos geométricos en la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras
sabíamos lo que estaba pensando, por eso Holanda hizo bien en sacar el sobre violeta y alcanzárselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en la mano, después se puso muy colorado mientras
le explicábamos que eso se lo mandaba Leticia, y se guardó la carta en el bolsillo de adentro del
saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en seguida dijo que había tenido un gran placer y
que estaba encantado de haber venido, pero su mano era blanda y antipática de modo que fue
mejor que la visita se acabara, aunque más tarde no hicimos más que pensar en sus ojos grises y
en esa manera triste que tenía de sonreír. También nos acordamos de cómo se había despedido
diciendo: "Hasta siempre", una forma que nunca habíamos oído en casa y que nos pareció tan
divina y poética. Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando debajo del limonero del
patio, y yo hubiese querido preguntarle qué decía su carta pero me dio no sé‚ qué porque ella había
cerrado el sobre antes de confiárselo a Holanda, así que no le dije nada y solamente le contamos
cómo era Ariel y cuantas veces había preguntado por ella. Esto no era nada fácil de decírselo
porque era una cosa linda y mala a la vez, nos dábamos cuenta que Leticia se sentía muy feliz y al
mismo tiempo estaba casi llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tía Ruth nos precisaba y la
dejamos mirando las avispas del limonero.
Cuando íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: "Vas a ver que mañana se acaba el
juego". Pero se equivocaba aunque no por mucho, y al otro día Leticia nos hizo la seña convenida
en el momento del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante asombradas y con un poco de rabia,
porque eso era una desvergüenza de Leticia y no estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta y
casi nos morimos de miedo cuando al llegar a los sauces vimos que sacaba del bolsillo el collar de
perlas de mamá y todos los anillos, hasta el grande con rubí de tía ruth. Si las de Loza espiaban y
nos veían con las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos mataría, enanas
asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo sucedía ella era la única
responsable. "Quisiera que me dejaran hoy a mí", agregó sin mirarnos. Nosotras sacamos en
seguida los ornamentos, de golpe queríamos ser tan buenas con Leticia, darle todos los gustos y
eso que en el fondo nos quedaba un poco de encono. Como el juego marcaba estatua, le elegimos
cosas preciosas que iban bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para sujetar el pelo,
una piel que de lejos parecía un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un turbante.
La vimos que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció en la
curva fue a ponerse al pie del talud con todas las alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos
como si en vez de una estatua fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló el cielo mientras
echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podía hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta
darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la estatua más regia que había hecho nunca, y...
... entonces
vimos a Ariel que la miraba, salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y
mirándola sin vernos a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No sé‚ porqué‚ las dos corrimos
al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con lo ojos cerrados y grandes lagrimones por toda la
cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a
casa mientras guardábamos por última vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba a
suceder, pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los sauces, después que tía Ruth nos exigió
silencio absoluto para no molestar a Leticia que estaba dolorida y quería dormir. Cuando llegó el
tren vimos sin ninguna sorpresa la tercera ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos entre
aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento,
mirando hacia el río con sus ojos grises.
*
Espero que hayan disfrutado de esta lectura. No es un cuento fantástico, es realista, y es tremendo todo lo que nos suscita.
Una historia escrita con un lenguaje claro y una actitud franca, tiene una tensión muy lograda entre los eventos, y esa deconstrucción de la que habla Derridas.
Obviamente hay detalles que no se cuentan, como el contenido de la carta de Leticia ni su enfermedad. El narrador no es omnisciente, es parte de la historia, por consiguiente no comprende todo lo que está sucediendo. Es la perspectiva narrativa elegida. La de una niña- adolescente que lucha por liberarse de las restricciones adultas y expresar su individualidad. Este es uno de los aspectos que podrían desprenderse del juego. De la ilusión, la competencia y el enamoramiento, el proceso doloroso de crecimiento, el paso a la adultez. A esos 12 años que nos lleva a nuestros propios 12 años.
Es un cuento que tiene muchas interpretaciones literarias y, tan rico y dinámico que, también ha tenido muchas representaciones en teatro. Otros de este libro fueron llevados al cine.
Si les gustó mucho este cuento, este tema, les recomiendo «Deshoras» [1982, el último libro de Cortázar], donde el adolescente es un varón.
Final del juego es uno de los libros emblemáticos de Cortázar. Tiene dos ediciones, la segunda tiene 18 cuentos. Lo tienen debajo para leerlo completo. Les recomiendo «Una flor amarilla» y «Despuez del almuerzo» —muy perturbador. Los más leídos y comentados, excelentes relatos, son «Continuidad de los parques» y «La noche boca arriba». Pero todos, cada uno merece al menos una lectura, y si pueden, más de una.
Hasta la próxima lectura.
Cecilia Olguin Gianelli
Notas
- Final del juego, Julio Cortázar: I: Continuidad en los parques, No se culpe a nadie, El río, Los venenos, La puerta condenada, Las ménades. II: El ídolo de las Cícladas, Una flor amarilla, Sobremesa, La banda, Los amigos, El móvil, Torito; III: Relato con un fondo de agua, Después del almuerzo, Axolotl, La noche boca arriba, Final del juego.
http://web.seducoahuila.gob.mx/biblioweb/upload/Cortazar,%20Julio%20-%20Final%20Del%20Juego.pdf
- End of the game, Julio Cortázar:
file:///Users/Cecilia/Downloads/Cortazar%20End%20of%20Game.PDF
- Final del juego, por Darío Sztajnszrajber: El cuento de Cortázar desde la filosofía.
https://www.youtube.com/watch?v=yJc6J_Un8C4
- Final del juego, por Alejandro Apo: Audiolibro.
https://www.youtube.com/watch?v=9qZ-xDwg2LU
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Conversar de libros, y de los caminos a donde ellos nos llevan, dar una opinión, contar impresiones, describir una escena, personaje favorito, nunca contarlo todo, aunque a veces, elijamos ir un poco más allá, y no está mal, no a todos les molesta.
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