miércoles, 4 de junio de 2025

«Los pichiciegos», Rodolfo Fogwill

 Los pichiciegos

[1983] 

Rodolfo Fogwill

[Quilmes, 1941-2010, Buenos Aires]


Volver a leer un libro a 43 años, de un evento real que nos llega muy de cerca a los argentinos. Una ficción sobre la Guerra de las Malvinas. Guerra que comenzó el 2 de abril de 1982 y finalizó el 14 de junio del mismo año —74 días de combate.

Antes de que se tuviese cualquier testimonio, Rodolfo Fogwill, gran escritor argentino que llevaba la contra de casi todo, escribe Los pichiciegos, sin épica ni triunfalismo.
Dicen que lo escribió en menos de una semana y cuando la guerra no había finalizado.
Publicada en 1983, con la democracia recién instalada, no tuvo, al principio, el éxito que el autor esperaba.
Hoy, siendo la primera novela que abordó el tema, es un clásico de la narrativa argentina.

¿Cómo pudo pudo imaginar esta historia? ¿Cómo pudo ver la mentira oficial? ¿Inventar estas cuevas y a los pichis —ni protagonistas ni héroes? ¿Cómo subvertir la épica de la guerra con una ironía fogwilliana?
Muchos pasajes resultan cómicos si no fueran en la realidad tragedia. 


Editorial El coleccionista; 144 págs.


Que no era así, le pareció. No amarilla, como crema; más pegajosa que la crema. Pegajosa, pastosa. Se pega por la ropa, cruza la boca de los gabanes, pasa los borceguíes, pringa las medias. Entre los dedos, fría, se la siente después. 
–¡Presente! –dijo una voz abotagada. 
–Pasa –respondió. No “pasá” sino “pasa”. Así debían decir. 
Entonces la voz de afuera dijo “calor”, y haciendo ruido rodó hacia él un muchacho enchastrado de barro. 
–No hace frío –habló el llegado–, pero habría que apuntalar algo más el durmiente... 
–Después se hará –le dijo, mientras sentía que el otro se acomodaba enfrente, embarrado, húmedo, respirando de a saltos. 
Imaginaba la nieve blanca, liviana, bajando en línea recta hacia el suelo y apoyándose luego sobre el suelo hasta taparlo con un manto blanco de nieve. Pero esa nieve ahí, amarilla, no caía: corría horizontal por el viento, se pegaba a las cosas, se arrastraba después por el suelo y entre los pastos para chupar el polvillo de la tierra; se hacía marrón, se volvía barro. Y a eso llamaban nieve cuando decían que los accesos tenían nieve. Nieve: barro pesado, helado, frío y pegajoso. 



En su pueblo, dos veces que nevó, él estaba durmiendo, y cuando despertó y pudo mirar por la ventana la nieve ya estaba derretida. En el televisor la nieve es blanca. Cubre todo. Allí la gente esquía y patina sobre la nieve. Y la nieve no se hunde ni se hace barro ni atraviesa la ropa, y tiene trineos con campanillas y hasta flores. Afuera no: en la peña una oveja, un jeep y varios muchachos se habían desbarrancado por culpa de la nieve jabonosa y marrón. Y no había flores ni árboles ni música. Nada más viento y frío tenían afuera. 

Así comienza la primera novela del escritor argentino Rodolfo Fogwill, Los pichiciegos —nombre que alude a una especie de mulita que habita la región pampeana argentina, de hábitos nocturnos y subterráneos. 
Los soldados en las trincheras debían adaptarse a la oscuridad, a la tierra y al barro. Desarrollar una subsistencia casi animal. Imagen muy alejada de la de los héroes que la narrativa oficial, algunas obras posteriores y la mayoría del periodismo mostraron.
Con esa nieve que no tiene nada de pureza ni liviandad, con esa nieve que se hace barro, moja y cala los huesos nos sumergimos en un realismo oscuro de la guerra.

El valor que encuentro en esta novela dividida en dos partes radica en varios aspectos. Uno, y quizá el que más sorprende, es que esta ficción se acerca mucho a una realidad, no digo la verdadera ni la única, sí a una parte de ella. El otro aspecto a resaltar es que Fogwill la escribió cuando todavía no había habido ningún testimonio de lo allí vivido.




Estamos en las Islas Malvinas, durante la guerra contra los ingleses y la dictadura militar de Galtieri en Argentina. La historia de Fogwill ocupa el período desde finales de mayo de 1982 hasta la rendición de los soldados argentinos ante los británicos, en junio del mismo año. 

Con un lenguaje coloquial, diálogos bien armados, una prosa directa y un tema que se nos hace cercano, la lectura es rápida y entretenida dentro de lo que puede ser una atmósfera bélica. Dividida en dos partes y ocho secciones o capítulos cada una. Los personajes van apareciendo con los diálogos. 

No revelo nada importante si digo que la historia narra lo que hace un grupo de soldados argentinos, los pichis, provenientes de distintas zonas del país, muy jóvenes, subsistiendo en un túnel construido por ellos —la pichicera.
El afuera es una intemperie dura en cuanto al clima y a los constantes bombardeos. Todo asusta.
Ellos, jóvenes sin experiencia, enfrentan el hambre, la muerte —la propia y la de sus compañeros. 
Hay «muchos helados» alrededor, así llamaban a los muertos, y también «fríos» —son los heridos, con alguna parte de su cuerpo congelada, tirados en el campo de batalla a la espera de ser rescatados.
Ellos mismos «están muertos» en un sentido. Salen solo para lo que los británicos necesitan. Y obtienen. Así obtienen lo que ellos necesitan. Tratan de cubrir sus necesidades, se justifican. Con picardía, van acumulando café, cigarrillos, azúcar, transando. Con todo lo que les dan los ingleses, arman el almacén. 
Entre ellos, hay cosas de las que no hablan. 




La autoridad de este grupo tiene el nombre de Los Reyes Magos y sus integrantes son: el que habla, Quiquito [la voz del relato], Viterbo el nuevo, el Gallo,  el Turco que no era turco, era de Gualeguay, y el Ingeniero. Ellos son los que mandan.

Un grupo bastante dispar en cuanto a sus orígenes, formado por unos veinticinco hombres. La mayoría rondan los diecinueve años. 

Hombres que se preguntan «¿cuántos somos?, dicen que diez mil...». Así están, calculando todo, hasta el número de los que van a morir. Y esa cifra los lleva a los que mató Videla. Y discuten. Aparecen personajes de la época, Isabelita, Santucho, Firmenich... de todos opinan a favor y en contra.

Hay una consejo que sintetiza lo que son y es la clave: «Córtense solos, porque de esta no salimos vivos si no nos avivamos...”.».
Sus días transcurren con una gran incertidumbre, no comprenden muchas cosas,  ¿qué pasará con grupo?, por ejemplo, ¿regresarán a sus casas?, ¿vivos o muertos?, a esta altura, ¿quiénes quieren ellos que sean los vencedores? ¿Habrán más pichis en la isla, además de ese grupo? No conocen la isla, su geografía con montes, playas y pastizales.
De nada están seguros.

–La guerra tiene eso, te da tiempo, aprendes más, entendés más... Si entendés te salvas, si no, no volvés de la guerra. Yo no sé si volvemos, Quiquito, pero si volvemos, con lo que aprendimos acá: ¿quién nos puede joder? —dice el Ingeniero, uno de los Reyes Magos.

Y para salvarse, además de las tareas de cavar el escondite, juntar huevos de pingüinos en la playa, hacerles trabajos a los ingleses y otras cosas de la cotidianidad, debían olvidarse de los aprendido. La guerra tiene sus propias reglas, los valores se adecuan a las circunstancias, las miserias salen a la luz. El miedo es miedo doble:

El miedo: el miedo no es igual. El miedo cambia. Hay miedos y miedos. Una cosa es el miedo a algo –a una patrulla que te puede cruzar, a una bala perdida–, y otra distinta es el miedo de siempre, que está ahí, atrás de todo. Vas con ese miedo, natural, constante, repechando la cuesta, medio ahogado, sin aire, cargado de bidones y de bolsas y se aparece una patrulla, y encima del miedo que traes aparece otro miedo, un miedo fuerte pero chico, como un clavito que te entró en el medio de la lastimadura. Hay dos miedos: el miedo a algo, y el miedo al miedo, ese que siempre llevas y que nunca vas a poder sacarte desde el momento en que empezó. Despertarse con miedo y pensar que después vas a tener más miedo, es miedo doble: uno carga su miedo y espera que venga el otro, el del momento, para darse el gusto de sentir un alivio cuando ese miedo chico –a un bombardeo, a una patrulla– pase, porque esos siempre pasan, y el otro miedo no, nunca pasa, se queda.

Cualquiera, dice uno de los pichis, habrá sufrido por algo, la pérdida de una padre, un dolor físico, una enfermedad,... y por eso piensa que sabe pero no, no sabe.

Mientras tanto ellos se entretienen, cuentan anécdotas. En un momento, uno de ellos relata un cuento de Quiroga: «Los buques suicidantes»*. Y no debe haber sido elegido al azar, ya que el tema es el de «las desapariciones misteriosas». El mar y los hombres que se arrojan, no teniendo control sobre sus vidas.

A través de los días, cada uno va reaccionando según su personalidad en las distintas situaciones. Algunos son prácticos y hacedores. Juntan, organizan, mandan,... A otros, es el miedo les suelta el instinto, otros están como dormidos en la guarida, sin fuerzas, enfermos. «Un día vamos a tener que tirar a todos los dormidos», sentencia uno de ellos.
Hacían el cálculo según los víveres que quedaban. Si la guerra no terminaba, los tirarían el seis de junio. Era veintinueve de mayo. 

Del afuera se enteran por una radio que rescatan vaya a saber de dónde. Y lo que oyen los enerva aun más, las voz provenientes del comandante argentino arengando, tan seguro en su bunker, con la estufa, los asistentes y el mapa con banderitas que le harían creer que tenían la guerra ganada.

En cambio ellos, cada vez más deteriorados. La descripción física de los pichis es muy impresionante: 

 Ni cara tenían: hinchados –sería por el humo de la estufa–, la barba crecida, los ojos secos y muy hundidos, el pelo duro como un cuero arriba de la cabeza y los pómulos rojos, como tienen los monos, escaldados del frío y por las quemaduras de la época en que se inició la guerra. 
La cara, donde no era barba o paspadura, era piel negra, encostrada con una mezcla de la grasa que se usó para el frío y la arcilla de abajo. A veces uno abría la boca para reírse o bostezar y no se le podía creer la lengua húmeda, colorada y limpita. ¡Si de verles las caras parecía que ya estaban podridos, secos y negros por adentro también! 
La ropa no duraba. Se rompía al subir a la sierra y al bajar el tobogán, que cuando no tenía barro estaba lleno de piedra dura. Los pantalones se descosían y se pudrían de la humedad del cuerpo; a algunos se les notaban cagados o sangrados atrás. 
Los lampiños, como García y Dorio, se usaban para ir a la Intendencia militar, o a los sargentos de los batallones cercanos a cambiar cosas. A ésos se les buscaba ropa más decente, para hacerlos parecer más a los soldados con acomodo que en el pueblo se reconocían por la manera de estar gordos y andar siempre abrigados y limpios. El Turco quería ropa mejor para vestir a los pichis y hasta una vez pensó en arreglar una mezcla de ropa de ingleses con ropa de civiles robadas en las estancias para inventar uniformes especiales de pichis. Pero a esa altura –primeros días de junio–, ya no quedaba casi ropa decente limpia en la isla y los pichis con barba –casi todos– andaban peor que pordioseros, emparchados con cintas plásticas de remendar botes salvavidas.

Dan lástima, a ellos mismos y a los ingleses con lo que transan, quienes fruncían las narices cuando tenían a uno cerca.

Pero no todo es tragedia y dolor, ¿o será que en esos momentos siempre hay una risa que distiende?
Momentos tristes que se mezclan con otros. Se encariñan con una oveja, o con una lombriz a la que le ponen nombre o con un pingüino, todo pasa a ser  iba a ser algo natural. 

Finalmente, en un momento ven venir el final... los papelitos invitándolos a entregarse, filas de soldados caminando, ya rendidos, el rumor. 
Tantas palabras empiezan a quedar atrás:
«¡Mamá, todos lo dijeron alguna vez. No hubo pichi que no lo dijera», dijo Quiquito, único testigo directo, al grabador.

«La guerra tiene otros medios. La diplomacia, por ejemplo», escuchó, «¡qué lástima saberlo ahora!»
Si tan solo hubieran sabido que uno solo de entre ellos iba contar la historia. Él. Si alguien le hubiese preguntado: Quiquito, ¿cuándo termina todo? Él, cansado, sucio, hambriento,... seguro que habría dicho: «¡Ya! ¡Ahora!»
Nadie sabe cuando está asistiendo a un final. Ni que el final se iba a sentir eterno.

Recomiendo esta lectura o, seguramente relectura. Será otra con los años pasados y la emotividad atenuada. 
Además, no nos olvidemos, es otra variante del relato bélico, es la percepción de la guerra desde la visión de los pichis, el grupo de jóvenes desertores del ejército argentino, que desde su escondite bajo tierra tratan de subsistir.
Espero que vuelvan a esta excelente novela, corta, inventada y tan verdadera, atravesada por el lenguaje directo y eficaz de Fogwill. 

Hasta la próxima lectura, 

Cecilia Olguin Gianelli

Notas

- Los pichiciegos, Rodolfo Fogwill:
https://literaturasanjudas.wordpress.com/wp-content/uploads/2016/10/fogwill-rodolfo-los-pichiciegos.pdf

- El subsuelo de la patria: Una lectura de Los pichiciegos. Verónica Engler. Universidad Nacional de Tres de Febrero:
https://revistas.unlp.edu.ar/malvinas/article/view/14865/15642

- «Los buques suicidantes», Horacio Quiroga:
https://blogdecee.blogspot.com/2025/05/los-buques-suicidantes-horacio-quiroga.html




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