lunes, 10 de abril de 2017

«La loca y el relato del crimen», Ricardo Piglia

«La loca y el relato del crimen»

Prisión perpetua, 1988

Ricardo Piglia

[1941-2017]


Anagrama, Barcelona, 2007

Un cuento perfecto, un policial sin sangre ni detective, una historia resuelta por el lector.

«La loca y el relato del crimen»

I

     Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento.
Las calles se aquietaban ya; oscuras y lustrosas bajaban con un suave declive y lo hacían avanzar plácidamente, sosteniendo el ala del sombrero cuando el viento del río le tocaba la cara. En ese momento las coperas entraban en el primer turno. A cualquier hora hay hombres buscando una mujer, andan por la ciudad bajo el sol pálido, cruzan furtivamente hacia los dancings que en el atardecer dejan caer sobre la ciudad una música dulce. Almada se sentía perdido, lleno de miedo y de desprecio. Con el desaliento regresaba el recuerdo de Larry: el cuerpo distante de la mujer, blando sobre la banqueta de cuero, las rodillas abiertas, el pelo rojo contra las lámparas celestes del New Deal. Verla de lejos, a pleno día, la piel gastada, las ojeras, vacilando contra la luz malva que bajaba del cielo: altiva, borracha, indiferente, como si él fuera una planta o un bicho.











«Poder humillarla una vez», pensó. «Quebrarla en dos para hacerla gemir y entregarse».


En la esquina, el local del New Deal era una mancha ocre, corroída, más pervertida aún bajo la neblina de las seis de la tarde. Parado enfrente, retacón, ensimismado, Almada encendió un cigarrillo y levantó la cara como buscando en el aire el perfume maligno de Larry. Se sentía fuerte ahora, capaz de todo, capaz de entrar al cabaret y sacarla de un brazo y cachetearla hasta que obedeciera. «Años que quiero levantar vuelo», pensó de pronto. «Ponerme por mi cuenta en Panamá, Quito, Ecuador». En un costado, tendida en un zaguán, vio el bulto sucio de una mujer que dormía envuelta en trapos. Almada la empujó con un pie.
—Che, vos —dijo.
La mujer se sentó tanteando el aire y levantó la cara como enceguecida. 
—¿Cómo te llamás? —dijo él.
—¿Quién?
—Vos, ¿o no me oís?
—Echevarne Angélica Inés —dijo ella, rígida—. Echevarne Angélica Inés, que me dicen Anahí.
—¿Y qué hacés acá?
—Nada —dijo ella—. ¿Me das plata?
—Ahá, ¿querés plata?
La mujer se apretaba contra el cuerpo un viejo sobretodo de varón que la envolvía como una túnica.
—Bueno —dijo él—. Si te arrodillás y me besás los pies te doy mil pesos.
—¿Eh?
—¿Ves? Mirá —dijo Almada agitando el billete entre sus deditos mochos—. Te arrodillás y te lo doy.
—Yo soy ella, soy Anahí. La pecadora, la gitana.
—¿Escuchaste? —dijo Almada—. ¿O estás borracha?
—La macarena, ay macarena, llena de tules —cantó la mujer y empezó a arrodillarse contra los trapos que le cubrían la piel hasta hundir su cara entre las piernas de Almada. ÉL la miró desde lo alto, majestuoso, un brillo húmedo en sus ojitos de gato.
—Ahí tenés. Yo soy Almada —dijo, y le alcanzó el billete—. Comprate perfume.
—La pecadora. Reina y madre —dijo ella—. No hubo nunca en todo este país un hombre más hermoso que Juan Bautista Bairoletto, el jinete.
Por el tragaluz del dancing se oía sonar un piano débilmente, indeciso. Almada cerró las manos en los bolsillos y enfiló hacia la música, hacia los cortinados color sangre de la entrada. 
—La macarena, ay macarena —cantaba la loca—. Llena de tules y sedas, la macarena, ay, llena de tules —cantó la loca. 

Antúnez entró en el pasillo amarillento de la pensión de Viamonte y Reconquista, sosegado, manso ya, agradecido a esa sutil combinación de los hechos de la vida que él llamaba su destino. Hacía una semana que vivía con Larry. Antes se encontraban cada vez que él se demoraba en el New Deal sin elegir o querer admitir que iba por ella; después, en la cama, los dos se usaban con frialdad y eficacia, lentos, perversamente. Antúnez se despertaba pasado el mediodía y bajaba a la calle, olvidado ya del resplandor agrio de la luz en las persianas entornadas. Hasta que al fin una mañana, sin nada que lo hiciera prever, ella se paró desnuda en medio del cuarto y como si hablara sola le pidió que no se fuera. Antúnez se largó a reír: «¿Para qué?», dijo. «¿Quedarme?», dijo él, un hombre pesado, envejecido. «¿Para qué?», le había dicho, pero ya estaba decidido, porque en ese momento empezaba a ser consciente de su inexorable decadencia, de los signos de ese fracaso que él había elegido llamar su destino.







Entonces se dejó estar en esa pieza, sin nada que hacer salvo asomarse al balconcito de fierro para mirar la bajada de Viamonte y verla venir, lerda, envuelta en la neblina del amanecer. Se acostumbró al modo que tenía ella de entrar trayendo el cansancio de los hombres que le habían pagado copas y arrimarse, como encandilada, para dejar la plata sobre la mesa de luz. Se acostumbró también al pacto, a la secreta y querida decisión de no hablar del dinero, como si los dos supieran que la mujer pagaba de esa forma el modo que tenía él de protegerla de los miedos que de golpe le daban de morirse o de volverse loca. 

«Nos quedaba poco de juego, a ella y a mí», pensó llegando al recodo del pasillo, y en ese momento, antes de abrir la puerta de la pieza supo que la mujer se le había ido y que todo empezaba a perderse. Lo que no pudo imaginar fue que del otro lado encontraría la desdicha y la lástima, los signos de la muerte en los cajones abiertos y los muebles vacíos, en los frascos, perfumes y polvos de Larry tirados por el suelo: la despedida o el adiós escrito con rouge en el espejo del ropero, como un anuncio que hubiera querido dejarle la mujer antes de irse.
Vino él vino Almada vino a llevarme sabe todo lo nuestro vino al cabaret y es como un bicho una basura oh dios mío andate por favor te lo pido salvate vos Juan vino a buscarme esta tarde es una rata olvídame te lo pido olvídame como si nunca hubiera estado en tu vida yo Larry por lo que más quieras no me busques porque él te va a matar.
Antúnez leyó las letras temblorosas, dibujadas como una red en su cara reflejada en la luna del espejo.



                      II

A Emilio Renzi le interesaba la lingüística pero se ganaba la vida haciendo bibliográficas en el diario El Mundo: haber pasado cinco años en la facultad especializándose en la fonología de Trubetzkoi y terminar escribiendo reseñas de media página sobre el desolado panorama literario nacional era sin duda la causa de su melancolía, de ese aspecto concentrado y un poco metafísico que lo acercaba a los personajes de Roberto Arlt.
El tipo que hacía policiales estaba enfermo la tarde en que la noticia del asesinato de Larry llegó al diario. El viejo Luna decidió mandar a Renzi a cubrir la información porque pensó que obligarlo a mezclarse en esa historia de putas baratas y cafishios le iba a hacer bien. Habían encontrado a la mujer cosida a puñaladas a la vuelta del New Deal; el único testigo del crimen era una pordiosera medio loca que decía llamarse Angélica Echevarne. Cuando la encontraron acunaba el cadáver como si fuera una muñeca y repetía una historia incomprensible. La policía detuvo esa misma mañana a Juan Antúnez, el tipo que vivía con la copera, y el asunto parecía resuelto.
—Tratá de ver si podés inventar algo que sirva —le dijo el viejo Luna—. Andate hasta el Departamento que a las seis dejan entrar al periodismo.

En el departamento de Policía, Renzi encontró a un solo periodista, un tal Rinaldi, que hacía crímenes en el diario La Prensa. El tipo era alto y tenía la piel esponjosa, como si recién hubiera salido del agua. Los hicieron pasar a una salita pintada de celeste que parecía un cine: cuatro lámparas alumbraban con una luz violenta una especie de escenario de madera. Por allí sacaron a un hombre altivo que se tapaba la cara con las manos esposadas: enseguida el lugar se llenó de fotógrafos que le tomaron instantáneas desde todos los ángulos. El tipo parecía flotar en una niebla y cuando bajó las manos miró a Renzi con ojos suaves.
—Yo no he sido —dijo—. Ha sido el gordo Almada, pero a ese lo protegen de arriba.
Incómodo, Renzi sintió que el hombre le hablaba sólo a él y le exigía ayuda. 
—Seguro fue este —dijo Rinaldi cuando se lo llevaron—. Soy capaz de olfatear un criminal a cien metros: todos tienen la misma cara de gato meado, todos dicen que no fueron y hablan como si estuvieran soñando.
—Me pareció que decía la verdad. 
—Siempre parecen decir la verdad. Ahí está la loca. La vieja entró mirando la luz y se movió por la tarima con un leve balanceo, como si caminara atada. En cuanto empezó a oírla, Renzi encendió su grabador. 
—Yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que pertenece que perteneció y va a pertenecer a Juan Bautista Bairoletto el jinete por ese hombre le estoy diciendo váyase de aquí enemigo mala entraña o no ve que quiere sacarme la piel a lonjas y hacer visos encajes ropa de tul trenzando el pelo de la Anahí gitana la macarena, ay macarena una arrastrada sos no tenés alma y brillo en esa mano un pedernal tomo ácido te juro si te acercás tomo ácido pecadora loca de envidia porque estoy limpia yo de todo mal soy una santa Echevarne Angélica Inés que me dicen Anahí tenía razón Hitler cuando dijo hay que matar a todos los entrerrianos soy bruja y soy gitana y soy la reina que teje un tul hay que tapar el brillo de esa mano un pedernal, el brillo que la hizo morir por qué te sacás el antifaz mascarita que me vio o no me vio y le habló de ese dinero Madre María Madre María en el zaguán Anahí fue gitana y fue reina y fue amiga de Evita Perón y dónde está el purgatorio si no estuviera en Lanús donde llevaron a la virgen con careta en esa máquina con un moño de tul para taparle la cara que la he tenido blanca por la inocencia.
—Parece una parodia de Macbeth —susurró, erudito, Rinaldi—. Se acuerda, ¿no? El cuento contado por un loco que nada significa.
—Por un idiota, no por un loco —rectificó Renzi—. Por un idiota. ¿Y quién le dijo que no significa nada?
La mujer seguía hablando de cara a la luz.
—Por qué me dicen traidora sabe por qué le voy a decir porque a mí me amaba el hombre más hermoso en esta tierra Juan Bautista.

Bairoletto jinete de poncho inflado en el aire es un globo un globo gordo que nota bajo la luz amarilla no te acerqués si te acercás te digo no me toqués con la espada porque en la luz es donde yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que perteneció que pertenece y que va a pertenecer.
—Vuelve a empezar —dijo Rinaldi.
—Tal vez está tratando de hacerse entender.
—¿Quién? ¿Esa? Pero no ve lo rayada que está —dijo mientras se levantaba de la butaca—. ¿Viene?
—No. Me quedo.
—Oiga, viejo. ¿No se dio cuenta que repite siempre lo mismo desde que la encontraron?
—Por eso —dijo Renzi controlando la cinta del grabador—. Por eso quiero escuchar: porque repite siempre lo mismo.
Tres horas más tarde Emilio Renzi desplegaba sobre el sorprendido escritorio del viejo Luna una transcripción literal del monólogo de la loca, subrayando con lápices de distintos colores y cruzado de marcas y de números. 
—Tengo la prueba de que Antúnez no mató a la mujer. Fue otro, un tipo que él nombró, un tal Almada, el gordo Almada.
—¿Qué me contás? —dijo Luna, sarcástico—. Así que Antúnez dice que fue Almada y vos le creés.



—No. Es la loca que lo dice; la loca que hace diez horas repite siempre lo mismo sin decir nada. Pero precisamente porque repite lo mismo se la puede entender. Hay una serie de reglas en lingüística, un código que se usa para analizar el lenguaje psicótico.
—Decime, pibe —dijo Luna lentamente—. ¿Me estás cargando?
—Espere, déjeme hablar un minuto. En un delirio el loco repite, o mejor, está obligado a repetir ciertas estructuras verbales que son fijas, como un molde, ¿se da cuenta?, un molde que va llenando con palabras. Para analizar esa estructura hay treinta y seis categorías verbales que se llaman operadores lógicos. Son como un mapa, usted los pone sobre lo que dicen y se da cuenta que el delirio está ordenado, que repite esas fórmulas. Lo que no entra en ese orden, lo que no se puede clasificar, lo que sobra, el desperdicio, es lo nuevo: es lo que el loco trata de decir a pesar de la compulsión repetitiva. Yo analicé con ese método el delirio de esa mujer. Si usted mira va a ver que ella repite una cantidad de fórmulas, pero hay una serie de frases, de palabras que no se pueden clasificar, que quedan fuera de esa estructura. Yo hice eso y separé esas palabras y ¿qué quedó? —dijo Renzi levantando la cara para mirar al viejo Luna—. ¿Sabe qué queda? Esta frase: El hombre gordo la esperaba en el zaguán y no me vio y le habló de dinero y brilló esa mano que la hizo morir. ¿Se da cuenta? —remató Renzi, triunfal—. El asesino es el gordo Almada.

El viejo Luna lo miró impresionado y se inclinó sobre el papel.

—¿Ve? —insistió Renzi—. Fíjese que ella va diciendo esas palabras, las subrayadas en rojo, las va diciendo entre los agujeros que se pueden hacer en medio de lo que está obligada a repetir, la historia de Bairoletto, la virgen y todo el delirio. Si se fija en las diferentes versiones va a ver que las únicas palabras que cambian de lugar son esas con que ella trata de contar lo que vio.
—Che, pero qué bárbaro. ¿Eso lo aprendiste en la facultad?
—No me joda.
—No te jodo, en serio te digo. ¿Y ahora qué vas a hacer con todos esos papeles? ¿La tesis?
—¿Cómo que voy a hacer? Lo vamos a publicar en el diario.

El viejo Luna sonrió como si le doliera algo.
—Tranquilizate, pibe. ¿O te pensás que este diario se dedica a la lingüística?
—Hay que publicarlo, ¿no se da cuenta? Así lo pueden usar los abogados de Antúnez. ¿No ve que ese tipo es inocente?
—Oíme, el tipo ese está cocinado, no tiene abogados, es un cafishio, la mató porque a la larga siempre terminan así las locas esas. Me parece fenómeno el jueguito de palabras, pero paramos acá. Hacé una nota de cincuenta líneas contando que a la mina la mataron a puñaladas. 

—Escuche, señor Luna —lo cortó Renzi—. Ese tipo se va a pasar lo que le queda de vida metido en cana. 
—Ya sé. Pero yo hace treinta años que estoy metido en este negocio y sé una cosa: no hay que buscarse problemas con la policía. Si ellos te dicen que lo mató la Virgen María, vos escribís que lo mató la Virgen María.
—Está bien —dijo Renzi juntando los papeles—. En ese caso voy a mandarle los papeles al juez.
—Decime, ¿vos te querés arruinar la vida? ¿Una loca de testigo para salvar a un cafishio? ¿Por qué te querés mezclar? —en la cara le brillaban un dulce sosiego, una calma que nunca le había visto—. Mirá, tomate el día franco, andá al cine, hacé lo que quieras, pero no armés lío. Si te enredás con la policía te echo del diario.

Renzi se sentó frente a la máquina y puso un papel en blanco. Iba a redactar su renuncia; iba a escribir una carta al juez. Por las ventanas, las luces de la ciudad parecían grietas en la oscuridad. Prendió un cigarrillo y estuvo quieto, pensando en Almada, en Larry, oyendo a la loca que hablaba de Bairoletto. Después bajó la cara y se largó a escribir casi sin pensar, como si alguien le dictara:
Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo —empezó a escribir Renzi—, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento.

*     *     *
¿Les gustó?

Es un cuento corto, muy entretenido, donde tema y lenguaje se combinan a la perfección y ello hace que nos metamos de lleno en la historia y no perdamos detalle. Sujeta nuestra atención desde el principio, y sin embargo, una vez terminado notamos que nos quedaron zonas que necesitamos aclarar, todavía no sabemos si esto obedece a un posible estado de malestar frente a un tema social que nos revela algo que no nos gusta ver.

Los personajes por orden de aparición son: el gordo Almada y Larry la prostituta; y Echevarne Angélica Inés, Anahí o la loca y el envejecido Antúnez. Todo sucede dentro de una estructura de dos partes: I y II, sin nombre. En la primera parte se plantea la situación: Almada que va a buscar a Larry y se topa con «la loca»; y Antúnez que no encuentra a Larry en la pensión, ella ha desaparecido, pero antes alcanzó a dejarle un mensaje escrito donde le pide que no la busque y que se cuide.
El conflicto y el enigma están planteados.

En la segunda parte aparece un Emilio Renzi —alter ego de Piglia que ya conocemos— algo contrariado por estar haciendo un trabajo de menor jerarquía de acuerdo a su preparación académica. «Casi como si fuera un personaje de Roberto Arlt», dice el narrador en tercera persona [explícito homenaje del autor al precursor del género], trabaja en el diario El Mundo haciendo bibliográficas, pero ese día debe cubrir un policial: la muerte de Larry. El viejo Luna, su jefe, cree que mezclarse un poco en ese ambiente de putas y cafishios le hará bien, no le resultará difícil «inventar» una buena historia. A todo esto, Antúnez ha sido detenido, único acusado del crimen. 

Renzi, amante y conocedor de la lingüística, abandona su melancolía y, entusiasmado, elabora una teoría aplicando patrones del discurso psicótico: teniendo en cuenta las palabras inconexas de la loca, resuelve que el verdadero asesino no es Antúnez sino Almada. Su jefe no le permite escribir ni publicar esa historia que encuentra disparatada y comprometida [no quiere problemas], y lo amenaza con perder su trabajo si persiste en su idea.

Entonces, ¿qué hace Renzi? ¿Se siente defraudado, desanimado frente a la actitud irónica de su jefe? Pues se sienta frente a su máquina, coloca el papel, enciende su cigarrillo y... ¿renuncia? ¿Escribe al juez como había anticipado y esperamos? No, no, ni una cosa ni la otra. Frente a una sociedad que se engaña, solo comienza a escribir la primera frase del relato que acabamos de leer.  
Sencillamente genial Piglia, perspicaz, ficción dentro de la ficción. 

Hasta la próxima buena lectura, preguntándonos si la historia no empezó quizá en la parte II y
¿cuándo vamos a aprender a no creer en todo lo que leemos?
Otros pensarán que, ante la imposibilidad de cambiar no solo a su jefe sino a una sociedad toda, Renzi decide ficcionar la historia real, es decir realizar su propio «engaño». 
Tantas lecturas como lectores, son las múltiples posibilidades de la lectura.

C. G. 

Mis notas

- Prisión perpetua, Ricardo Piglia: Contiene las nouvelles «Prisión perpetua» y «Encuentro en Saint-Nazaire»; a la edición española le agregó «El fin del viaje» y «La loca y el relato del crimen».
En esta versión encontrarán las dos primeras:
http://assets.espapdf.com/b/Ricardo%20Piglia/Prision%20perpetua%20(6953)/Prision%20perpetua%20-%20Ricardo%20Piglia.pdf

- «Piglia sobre el policial»:
https://www.youtube.com/watch?v=QbClWo2_Hg0 

- El extraño caso del señor Renzi:
https://www.youtube.com/watch?v=uX3tKsUfssQ

- «Breve historia de una apropiación». Apuntes para una aproximación al género policial en la Argentina, Manuel Rud. Departamento de Letras. Facultada de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires: [...] Pero quien más definitivamente parece hacer una reescritura sagaz y original del «crimen altiano» es Ricardo Piglia. Explícito reconocimiento al «precursor», su «Homenaje a Roberto Arlt» parece usar el método policial como modo de rastrear el origen de la materialidad ficcional... También es muy fluido el diálogo con el género policial en «La loca y el relato del crimen», donde se delinea un marco narrativo tipológico a la manera dura: las «lámparas celestes del New Deal», la ambientación jazzística, el motivo de la caracterización del periodista investigador [al uso «La aventura de las pruebas de imprenta», del Walsh de Variaciones en rojo] para dar paso, otra vez, a un cruce de espacios y registros como recurso central: El saber es lingüístico, ajeno a cualquier variedad del género, el que permite a Emilio Renzi descifrar el mensaje de la loca, prueba de la culpabilidad de Almada. El método, otra vez, es una metáfora de las posibilidades de la variedad y la combinatoria de tradiciones...
https://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero17/apropia.html

- «Emilio Renzi entre ilusión y desengaño: Optimismo intelectual y constricciones sociales en "La loca y el relato del crimen" de Ricardo Piglia:
file:///Users/Cecilia/Downloads/Dialnet-EmilioRenziEntreIlusionYDesengano-3144467.pdf

- Imágenes elegidas:
  • Fabián Pérez [Argentina, 1967]: http://fabianperez.com/
  • Otto Dix [1891-1969]: German Expressionist Painter, «Another Veil, Ladies of the Night»http://www.ottodix.org/

- Ricardo Piglia: [1941-2017] Nacido en Adrogué, el 24 de noviembre. Profesor emérito de Priceton University, considerado un clásico de la literatura argentina y valorado en el mundo. Entre los mejores de la literatura contemporánea en cualquier lengua.
Autor de cuentos, novelas, nouvelles, guiones cinematográficos, ensayos y trabajos académicos,... Toda una vida dedicada a estos dos aspectos de la literatura: narrar y descifrar el acto de narrar. Una experiencia estética e intelectual para ser aprovechada por cualquier lector.  

Algo de su obra. Sus cinco novelas:
  • Respiración artificial [1980]
  • La ciudad ausente [1992]
  • Plata quemada [1997]
  • Blanco nocturno [2010]
  • El camino de Ida [2013]
Los cuentos:
  • «La invasión» [1967]
  • «Nombre falso» [1975]
  • «Prisión perpetua» [1988]
Textos de crítica y ficción:
  • Crítica y ficción [1986]
  • Formas breves [1999]
  • El último lector [2005]

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Conversar de libros, y de los caminos a donde ellos nos llevan, dar una opinión, contar impresiones, describir una escena, personaje favorito, nunca contarlo todo, aunque a veces, elijamos ir un poco más allá, y no está mal, no a todos les molesta.
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