sábado, 16 de noviembre de 2019

«Jóvenes y verdes», Bernardo Atxaga

«Jóvenes y verdes»

[Obabakoak, 1988, Premio Nacional de Narrativa 1989]

Bernardo Atxaga

[Asteasu, Guipúzcoa, 1951]

Premio Nacional de las Letras 2019





          Hace mucho tiempo, cuando aún éramos jóvenes y verdes, un hombre de bigote y gorra a cuadros llegó a la escuela primaria donde estudiábamos y con gesto muy serio nos anunció que venía a hacernos la primera foto colectiva de nuestra vida. Le escuchamos entre risas, porque su aspecto nos hacía mucha gracia, sobre todo lo de la gorra, y también porque nunca hasta entonces habíamos oído la expresión foto colectiva; luego, pisando charcos y lanzando nuestras carteras al aire, seguimos a la maestra hasta los soportales de la iglesia.


Escenarios de Obaba

       
          Pero nada más llegar —la felicidad nunca es completa— nuestra fiesta se aguó un poco, porque allí estaban, sentaditas en los bancos, todas las chicas de la escuela secundaria, nuestras más odiadas enemigas de aquella época: unas lerdas presumidas que ni tan siquiera se dignaban a saludarnos por la calle...
          «Quien no les haya tirado ninguna piedra, que levante la mano», nos decía el señor párroco cada vez que alguna de ellas le iba con el cuento. Y todas las manos se quedaban en los bolsillos, todos los ojos miraban al suelo. Desgraciadamente, ahora las teníamos delante, esperándonos, provistas de peine y tijeras, con una sonrisa maligna en los labios.
          —¿A qué esperáis? ¡Iros allí, que vuestras amigas os van a dejar muy guapos! —Nos apremiaba, en especial a los chicos, nuestra maestra, extrañadísima por la cara de disgusto que poníamos ante aquella sesión de atrezzo. Como ella no vivía en el pueblo, no se había enterado de la lucha generacional que existía en Obaba.
          Hubo pellizcos, tirones de pelo y otros incidentes mientras nos adecentaban, pero, al final, tras colocarnos en unas escaleras de piedra, todos los niños y niñas del pueblo que en aquella época teníamos alrededor de nueve años quedamos retratados; unidos para siempre los que, como viajeros con distintos destinos, entraríamos poco después en la corriente de la vida y nos separaríamos por completo.
          Una semana después el fajo de fotografías estaba ya en la escuela, y todos queríamos ver cómo habíamos salido. Allí estábamos, serias las niñas pequeñas y más serios aún los chicos no tan pequeños, con una gravedad digna de estatuas romanas. Pero no se trataba de gravedad, ni de dignidad, ni de nada que acabara en dad. Se trataba únicamente de la firme decisión de venganza que —los de pelo rizado, sobre todo— instantes antes habíamos tomado. «Habrá más piedras», decían aquellas miradas. «Y muy pronto», añadían aquellas bocas fruncidas.
          La maestra repartió las copias del fajo, y nos aconsejó que las conserváramos. Que más adelante, cuando tuviéramos su edad, por ejemplo, nos alegraríamos mucho de poder echar un vistazo a una foto como aquélla. Y nosotros, como buenos alumnos, la guardamos; y, nada más guardarla, nos olvidamos de ella. Porque, como ya se ha dicho, en aquella época éramos jóvenes y verdes, y no sentíamos ninguna preocupación por el pasado. La verdad es que nos bastaba con el mundo. Se desplegaba ante nosotros como la cola de un pavo real, y cada día nos traía mil cosas diferentes; prometiéndonos, además, otras mil, o diez mil, o cien mil más para el futuro.
          ¿Qué era el mundo? Era imposible saberlo, pero al menos parecía inmenso, ilimitado tanto en el tiempo como en el espacio. Así nos lo imaginábamos, y por eso eran tan largas las direcciones de las cartas que escribíamos. Porque no nos bastaba con indicar al cartero, pongamos por caso, el nombre de nuestro primo y de la ciudad en que vivía, sino que, por si acaso, dejábamos bien claro en qué provincia se hallaba la ciudad, y en qué nación la provincia, y en qué continente la nación. Luego, al final de toda la lista, escribíamos con letras grandes: Planeta Tierra. No fuera a suceder que el cartero se equivocara de galaxia.
          Pasaron inviernos y veranos, y, como quienes toman parte en el juego de la oca, nos fuimos alejando de nuestra casilla inicial: avanzando ligeramente, unas veces, saltando de oca en oca; desviándonos, otras veces, de los paisajes luminosos, cayendo en cárceles o en infiernos. Llegó así el día en que nos levantamos de la cama y comprobamos en el espejo que ya no teníamos nueve años, sino veinte o veinticinco más; que, aun siendo todavía jóvenes, ya no éramos verdes.
          Asombrados, nos pusimos a repasar afanosamente nuestra existencia. ¿Cómo habíamos llegado hasta allí? ¿Cómo nos habíamos alejado tanto?


—Miramos la fotografía, nos miramos en el espejo, de repente ya no teníamos nueve años.



Era cierto que nos sentíamos más cansados que en los tiempos de la escuela primaria; era cierto que las indicaciones geográficas de nuestras cartas eran ahora más escuetas; pero, aparte de eso ¿qué otras cosas habían cambiado? La cuestión se presentaba complicada y —procediendo en este caso como los personajes del guiñol— pensamos después de mucho pensar que lo mejor era que lo volviéramos a pensar. En medio de ese embrollo, y según había predicho la maestra, nos acordamos de aquella primera foto colectiva de nuestra vida. La sacábamos de vez en cuando de entre los viejos cuadernos, y le rogábamos que nos revelara el sentido de la existencia. Y el retrato hablaba, por ejemplo, de dolor, y nos pedía que nos fijáramos en aquellas dos hermanas, Ana y María, detenidas para siempre en la casilla número doce del Gran Tablero; o que pensáramos, si no, en el destino de José Arregui, aquel compañero nuestro que, de ser un niño sonriente en medio de la escalera de piedra, había pasado a ser un hombre torturado, y luego muerto, en una comisaría. Pero no siempre había tristeza en las respuestas de la foto. Generalmente, se limitaba a subrayar el viejo dicho de que

vivir es mudar, 

y nos hacía sonreír con las paradojas que resultaban de esa mudanza. Manuel, nuestro mejor guerrero a la hora de luchar contra las chicas de la escuela secundaria, había acabado por casarse con una de ellas, y tenía fama de marido sumiso. Martín y Pedro María, dos hermanos que jamás asistían a las clases de catecismo, se habían hecho misioneros, y vivían los dos en África.
          De todos modos, mi interés por ella desapareció pronto. En realidad, sus respuestas resultaban un poco tontas, reiterativas, y nunca conseguían sorprenderme. Tenía que seguir preguntando, sí, pero de alguna otra forma, en otro sitio. Llevaría un año entero guardada en la mesilla de noche —y con riesgo, además, de quedarse allí para siempre— cuando un compañero de trabajo vino a casa y me la pidió prestada. Me dijo que había montado un laboratorio de fotografía y que, aprovechando que andaba haciendo pruebas, me la ampliaría a un tamaño cinco o seis veces mayor.
          —Para que la puedas colgar de la pared —argumentó.
          Fue entonces, una vez que mi compañero hubo terminado su trabajo, cuando la vieja foto habló de verdad y reveló su secreto. Porque, con la ampliación, descubrí en ella un detalle que antes me había pasado inadvertido, y porque ese detalle me obligó a seguir el rastro de unos hechos sorprendentes. Pero antes de relatar lo ocurrido debo confesar que no es habitual que un escritor sea partícipe o testigo de historias que merezcan ser contadas, siendo ésa, quizá, la razón de que se esfuerce en inventarlas. No obstante, y por una vez, la ley no se cumplirá. El autor extraerá la materia narrativa de su propia realidad. No se comportará, pues, como escritor, sino únicamente —a pesar de la rima, no es lo mismo— como transcriptor. Y, acabado el prólogo, vayamos con la historia. Palabra a palabra, llegaremos hasta la última.
          La ampliación hecha por mi compañero era, como ya he dicho, unas cinco veces mayor que la foto original, y gracias a ello podían observarse en ella los hierbajos que crecían en las grietas o junturas de las escaleras de piedra, o los botones del abrigo de uno de los fotografiados, detalles, todos ellos, que antes no pasaban de ser manchas. Buscando esa clase de detalles, me fijé casualmente en el brazo derecho de un compañero —el demonio de la clase— llamado Ismael. Lo tenía metido en la cartera que sostenía a la altura del pecho, y luego lo sacaba por el otro extremo dejando al, descubierto los dedos de su mano. Sin embargo, aquella mano no estaba vacía. Algo sobresalía de ella. «¿Una navaja?», pensé recordando su costumbre de llevarla. Pero no podía ser, no era un objeto punzante. Decidí entonces ayudarme con una lupa, y pude así descubrir su naturaleza. No había duda, lo que Ismael tenía en la mano era un lagarto. «Querría asustar al de delante», pensé acordándome del miedo que los niños de Obaba teníamos a los lagartos.
          —Nunca os quedéis dormidos sobre la hierba —nos decían nuestros padres—. Si lo hacéis, vendrá un lagarto y se os meterá en la cabeza.
          —¿Por dónde? —preguntábamos.
          —Por el oído.
          —¿Para qué? —volvíamos a preguntar. —Pues para comeros el cerebro. No hay nada que a un lagarto le guste más que nuestro cerebro.
          —¿Y qué pasa después? —insistíamos.
          —Os volveréis tontos, igual que Gregorio —afirmaban nuestros padres muy serios. Gregorio era el nombre de uno de los personajes de Obaba—. Eso en el mejor de los casos. Porque la verdad es que a Gregorio le comieron muy poco — añadían. Después, y para no asustarnos demasiado, nos informaban de que había dos formas de protegerse contra los lagartos. Una era no quedarse dormido sobre la hierba. La otra —para los casos en que el animal lograra meterse en la cabeza— era ir andando lo más rápidamente posible a siete pueblos y pedir a los párrocos que hicieran sonar las campanas de sus iglesias; porque entonces, no pudiendo soportar tanta campanada, los lagartos salían de la cabeza y huían despavoridos.
          Ésas eran las ideas que me rondaban mientras miraba la foto, y me parecía que la escena que acababa de descubrir podía interpretarse como un intento de travesura. Aquel demonio de Ismael habría acercado el lagarto a la oreja del compañero que tenía delante —Albino María se llamaba— para que éste, bien por asco, bien por miedo, se moviera de su sitio y estropeara la compostura de todo el grupo. Por algún motivo, Albino María había aguantado bien la agresión. No hubo necesidad de repetir la foto. Sin embargo había algo que me impedía aceptar plenamente aquella interpretación. Y ese algo era el recuerdo de lo sucedido a Albino María, que en poco tiempo había pasado de ser uno de los alumnos más listos de la escuela a ser el más torpe, y que luego había ido de mal en peor, alelándose cada vez más y volviéndose incapaz de leer o escribir: un triste proceso que sólo se detuvo algunos años más tarde, cuando Albino María ya se había convertido en uno de los tontos del pueblo.
          Mirando a la foto pensé en las ironías de la vida, y me pareció que el lagarto que Albino María tenía junto a su oreja auguraba, por algún oscuro designio, todo lo que más tarde iba a ocurrirle. En un plano simbólico, el gesto de Ismael unía el pasado con el futuro. Pero, en realidad, esa unión ¿era puramente simbólica?
          Hay ocasiones en que se nos plantean preguntas completamente insospechadas, yendo por la calle, entre la gente, al atardecer... y a mí esa pregunta me venía, una y otra vez, siempre que salía a pasear. ¿Y si aquella relación fuera más física de lo que a primera vista parecía? ¿Y si el lagarto se hubiera introducido de manera real en el oído de Albino María? Pero no, no era posible. Pero, en contra lo que hubiera podido esperarse, la hipótesis fue tomando fuerza.
          Un día repasaba la foto y descubría que lo que Ismael tenía en la mano no era un lagarto, sino una cría de lagarto, algo que sí podía caber en el orificio del oído. Consultaba luego las enciclopedias y las guías de campo, y me enteraba de que la variedad Lacerta viridis podía ser peligrosa para el hombre, aunque —al menos en aquellos libros— no se especificaba la naturaleza del peligro.
          ¿Y el tímpano?, se me ocurrió de repente. Si el lagarto había logrado meterse por la oreja del chico, éste debía tener el tímpano roto. No cabía otra posibilidad. Mi poca paciencia hizo que quisiera comprobar cuanto antes lo que de verdad o mentira pudiera haber en aquel razonamiento.
          Cogí el teléfono y llamé a mi tío el indiano, que vivía en Obaba.
          —Ya sabes que yo ando poco por la calle. Tendrás que preguntárselo a otro — me respondió sin mostrar ninguna curiosidad por el asunto. En realidad, sólo le interesaban las lecturas literarias que, después de reunirnos en su casa, hacíamos los primeros domingos de mes—. No te habrás olvidado de nuestra cita, ¿verdad? El próximo domingo tenemos reunión —me dijo.
          —No te preocupes. Allí estaré. Y con no menos de cuatro cuentos.
          —Una buena noticia para el tío de Montevideo.
          Así era como le gustaba llamarse, el tío de Montevideo. Había vivido mucho tiempo en aquella ciudad de América, y aún mantenía allí algunos negocios: un par de librerías y una panadería.
          —¿Seguro que es una buena noticia? ¡Pero si lo que yo escribo no te gusta nada! ¡Todos mis cuentos te parecen plagios!
          —¿Y acaso es mentira? Los escritores de ahora no hacéis más que plagiar.
          Pero como la esperanza es lo último que se pierde...
          —Está bien. Ya me contarás el domingo.
          —A ver si traes a algún escritor más, sobrino. Cuantos más vengan, mejor.
          —Lo intentaré, tío. Pero no te garantizo nada, porque la gente te ha cogido miedo. Se pregunta si hay algo en este mundo que te guste. Aparte de las novelas del siglo diecinueve, claro.
          Al otro lado del teléfono, mi tío soltó una risita.
          —¿A quién podría preguntar lo de Albino María? —añadí.
          —¿Por qué no llamas al bar? Te bastará con decir que estás haciendo una encuesta sobre incapacitados físicos. Hoy en día la palabra encuesta hace maravillas.
          Seguí el consejo de mi tío, y con el resultado que él había predicho. La propietaria del bar se mostró sumamente interesada.
          —Sí, me parece que está sordo. Espere un momento. Se lo voy a preguntar a unos que están en el mostrador —me dijo.
          Mientras esperaba al teléfono, pensé que las historias tienden a complicarse.
          —Que sí, que del oído derecho no oye nada —escuché poco después.
          Me pareció que había llegado el momento de consultar con un médico. Porque, como claramente se veía en la fotografía, el lagarto —suponiendo que hubiera entrado— sólo podía haberse metido por ese lado. No necesito muchas palabras para resumir lo que sucedió después. El médico al que consulté —un amigo mío, muy aficionado a la literatura— opinó que lo que le decía no era posible. Pero, como hombre de laboratorio que era, aceptó aquel suceso como hipótesis de trabajo.
          —Iré a la biblioteca del hospital y consultaré la base de datos. Es probable que tengamos algo acerca de enfermedades tropicales. Llámame dentro de unos días.
          Pero no tuve necesidad de llamarle. Fue él quien lo hizo, y a la mañana siguiente.
          —Pues sí, podría ser —dijo ahorrándose el saludo.
          —¿Lo dices en serio?
          Era un caluroso día de verano, pero el sudor que en aquel instante mojaba mis manos nada tenía que ver con la temperatura.
          —Massieu, Pereire, Spurzhein, Bishop... Me di cuenta de que estaba leyendo en la pantalla del ordenador.
          —¿Quiénes son? ¿Los autores que han escrito sobre el tema?
          —Sobre temas tropicales, en general. Pero en el ordenador aparecen los capítulos de los libros, y todos tienen alguno que otro acerca de las agresiones de los lagartos. On lizards and mental pathology...
          De nuevo estaba leyendo en la pantalla.
          —Ya he hablado con mis colegas —continuó— y todos estamos de acuerdo. Si lo que piensas fuera verdad, porque a lo mejor no lo es...
          —Por supuesto. Eso mismo pienso yo. Que sólo es una posibilidad —le apoyé.
          —Eso es. Pero lo que te iba diciendo. Si fuera cierto, sería el primer caso conocido en Europa. Parece muy interesante, ¿no?
          —¿Quieres venir a Obaba el próximo domingo? —le interrumpí—. Habrá sesión de lectura. Todavía te acuerdas de mi tío el de Montevideo, ¿no?
          —¡Cómo no me voy a acordar! Destruyó mi cuento en cinco segundos. No le importó que fuera el primero de mi vida —dijo riéndose.
          —Mira, ahora mismo te digo lo que vamos a hacer. El sábado salimos de aquí por la tarde y nos vamos a un pueblo de la costa. No, no te voy a decir a qué pueblo en concreto. Solamente que iremos a visitar a alguien.
          —A Ismael, sí. —Ya veo que contigo no valen los secretos. Sí, ahora vive allí, tiene un pub al lado de la playa. Y después de la visita, nos vamos hacia Obaba. Y también podemos aprovechar para darnos un baño. Permaneció un momento en silencio.
          —¿Ya admitirá tu tío a un plagiario de mi calaña?
          —Para él es plagio todo lo que se ha escrito a partir del siglo diecinueve. Si es por eso, puedes estar tranquilo.
          —Entonces, iré. Me gustaría mucho conocer a Albino María.
          Se le notaba ansioso. Pero su ansiedad no era la de un médico, sino la de un aficionado a la literatura.
          —Pues muy bien. De acuerdo. Pasaré a recogerte el sábado a las siete. Si hay algún problema, me llamas.
          Pero no hubo ninguno. A las siete y pocos minutos del sábado siguiente, nuestro coche entraba en la autopista. El viaje a Obaba había comenzado.


—Hay un territorio de pueblos y montañas, lo llamaban «la Guipúzcoa olvidada».
Cuando me convencí de que se trataba de un mundo y no solo de un territorio,
lo bauticé Obaba.



El pueblo de la costa estaba a menos de una hora de nuestra ciudad, y aprovechamos las horas de luz que nos quedaban para pasear por el malecón del puerto y cenar al aire libre. Luego, cuando ya eran las once, tomamos el camino de la playa y nos dirigimos al pub de mi antiguo compañero de escuela.            —¿Has visto qué nombre tiene el local? —me dijo mi amigo señalando un rótulo luminoso.
          —El Lagarto —leí.
          —Por lo que se ve, las aficiones de Ismael no han cambiado.
          —Eso parece.
          El pub estaba abarrotado de adolescentes, y nos costó encontrar un lugar acorde con nuestros deseos de curiosear. Al final, y gracias a la amabilidad de unos motoristas, ocupamos el trozo de mostrador que ellos habían utilizado para colocar sus cascos y sus guantes. Luego nos sentamos en los taburetes con la mirada puesta en Ismael. Seguía tan delgado como siempre, pero ya no parecía el chico salvaje de Obaba. Estaba muy cambiado. Ahora llevaba una camiseta de color naranja con palabras en inglés, y lucía unas franjas amarillas en el pelo moreno. Cuando nos vio, recorrió todo el mostrador para venir a saludarnos.
          —¡Qué sorpresa! ¿Cómo por aquí?
          No sólo su apariencia había cambiado. Sus modales eran suaves, su sonrisa franca. ¿Qué me diría la fotografía la próxima vez que la consultara? Probablemente, nada. Ya me había dicho muchas veces que

vivir y mudar eran dos palabras sinónimas. 

           —Pues, ya ves. También nosotros salimos de vez en cuando —le respondimos.
          Pero no pudimos continuar con la conversación, porque Ismael tuvo que ir a atender a un grupo de jóvenes que le reclamaban a voces. Antes de dejarnos nos ofreció tabaco rubio, y —señalando una marina de las del montón que tenía colgadas por allí— hizo un comentario acerca de la contaminación del mar.
          —Nunca pensé que Ismael fuera a convertirse en un ecologista —dije.
          —Seguro que hace surf —me susurró mi amigo.
           Media hora más tarde, como aquello seguía llenándose de gente, empezamos con los prolegómenos del asunto que nos había llevado hasta allí. Le dijimos que teníamos curiosidad por los detalles de un hecho ocurrido en la época en que ambos íbamos a la escuela primaria, y que, por favor, no se preocupase; que nuestro interés era, por decirlo de alguna manera, de carácter puramente científico.
          Una mezcla de temor y desconfianza asomó en los ojos de Ismael. Era la misma mirada de cuando tenía nueve años y llevaba una navaja en el bolsillo. Al menos en aquello no había cambiado.
          —Vosotros diréis —dijo.
          —A ti te gustan mucho los lagartos, ¿no? —empecé. Pero no en tono de acusación, sino alegremente, a modo de juego.
          —¿Por qué lo dices? ¿Por el nombre que le he puesto al local?
          Su tono era desagradable, casi de amenaza. Pero yo sabía que era cobarde, lo sabía desde la época de la escuela primaria. Era un demonio, sí, pero no valía para las peleas cara a cara.
          —No, no me refiero a eso. Me refiero al lagarto de la fotografía, concretamente al que sostenías junto a la oreja de Albino María. Lo que quiero saber es si aquel lagarto se metió o no en su cabeza.
          —¿Pero qué estás diciendo? ¡Eres un idiota! —me gritó. Luego se alejó de nosotros y se puso a limpiar vasos.
          —Le has herido —opinó mi amigo.
          Pero Ismael estaba de nuevo con nosotros.
          —Esperaba más de vosotros. Parece mentira que intelectuales como vosotros todavía se crean esas bobadas. Francamente, me habéis decepcionado.
          Ismael seguía hablando a gritos. Sus gestos eran de desprecio. Los motoristas que estaban a nuestro lado dirigieron su mirada hacia nosotros. Aquello empezaba a parecerse a una pelea.
          —Te has puesto muy nervioso, Ismael —respondí imitando el acento de Obaba. Me sentía eufórico. Las dos ginebras que llevaba en el cuerpo empezaban a hacerme efecto.
          —¡Estoy en mi casa y puedo ponerme como quiera! ¡Y no consiento que nadie me venga con acusaciones estúpidas!
          Decidí entonces adoptar las formas de comportamiento de Obaba, y cogí su mano entre las mías. Aquel gesto quería decir que yo estaba de su lado y que le quería como a un hermano. ¿No éramos acaso del mismo lugar? ¿No estábamos los dos en la misma fotografía? Pues eso debía bastarle, tenía que confiar en mí.
          —¡Sabes perfectamente que no tengo nada contra ti! —le dije. —Sólo nos interesa saber una cosilla de nada, hombre. Le estoy tratando la sordera a Albino María, y quería saber lo que sucedió aquel día. Nada más.
          Me quedé asombrado por la habilidad de mi amigo. Era, sin duda, la mejor manera de plantearle el asunto. La reacción no se hizo esperar. Los ojos de Ismael se serenaron.
          —¿Y por qué quieres saberlo? —preguntó.
          —Porque, según su madre, ése fue el día en que Albino María empezó a quedarse sordo.
          Yo estaba extrañado de lo bien que mentía mi amigo.
          —Pues os diré la verdad. Pero no creo que os sirva de mucho —dijo Ismael mientras se secaba las manos con el trapo—. No sé lo que pasó con aquel lagarto. Es verdad que lo tenía en la mano... supongo que para hacer alguna trastada, claro, para que la fotografía saliera de risa, con todos los de delante movidos y a todo gritar... me imagino que quería hacer algo por el estilo.


—Quería hacer alguna trastada, ¡para que la fotografía saliera de risa!



Pero lo que sucedió después, no lo sé. Recuerdo que se me escurrió entre los dedos, eso sí. Pero no creo que se metiera en la cabeza de Albino María. Para ser sincero, eso me parece imposible.
          —Por supuesto. También a nosotros nos lo parece. Pero pasábamos por aquí y se nos ha ocurrido entrar a preguntártelo, sin más. El tono de mi amigo era ahora conciliador.
          —¡Lo cierto es que yo de pequeño era muy malo! ¡Era malo de verdad! —dijo sonriendo Ismael.
          —Todos por un estilo. Aquí donde me ves, yo quemé la casa de mi abuelo. Aunque no lo hice a propósito, claro, —confesó mi amigo.
          —¡Vaya, vaya!
          Era evidente que ese tipo de comentarios era muy del agrado de Ismael. Aliviaba su mala conciencia, quizá. Después de una corta despedida, salimos del pub y nos dirigimos al aparcamiento del puerto. De nuevo en el coche, mi amigo y yo —un tanto decepcionados— nos acordamos de aquello que dijo Balzac: que la vida no elabora historias redondas; que sólo en los libros podemos encontrar finales fuertes y decisivos.
          —Nunca sabremos lo que pasó con el lagarto —le dije.
          —Eso está todavía por ver. Antes de dar carpetazo al asunto, tenemos que hablar con Albino María —me respondió mi amigo.
          —Yo creo que mañana podremos verle. No suele salir de Obaba.
          —Ojalá sea así.
          —Y hablando de Balzac y de finales fuertes, ¿cuál es el mejor cuento que conoces? Quiero decir que cuál te parece el de final más conseguido —se me ocurrió de pronto. Apenas circulaban coches a aquellas horas, y la soledad de la autopista creaba un clima propicio para las confidencias.
          —Así, de repente, no sabría decirte —me contestó mi amigo.
          —Pues, si quieres, puedo decirte cuál hubiera sido la respuesta de Boris Karloff. ¿A que no aciertas cuál era el mejor cuento del mundo para Boris Karloff? —le dije.
          —No, pero seguro que era alguno de terror.
          —Pues era el del criado de Bagdad.
          —¿Y qué cuento es ése?
          —Si te apetece, te lo puedo contar. Con una taza de café delante, claro.
          —De acuerdo. Eso nos servirá de entrenamiento para la sesión de mañana. Con tu tío de juez, nada está de más. Paramos en un Restó. Luego, cuando ya estábamos sentados en un rincón, rememoré para mi amigo el antiguo relato sufí. Y lo hice, por cierto, con las mismas palabras que voy a emplear ahora para transcribirlo. La historia del lagarto y su última palabra pueden esperar.

*
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          «Jóvenes verdes» es uno de los 26 cuentos del libro más famoso del escritor y académico vasco Bernardo Atxaga: Obabakoak [1988], premio Nacional de Narrativa Española [1989].
          Hace unos pocos días le han otorgado el Premio Nacional de las Letras Españolas. Ha sido reconocido con este importante galardón por «su contribución a la modernización y a la proyección internacional de las lenguas vasca y castellana a través de una narrativa impregnada de poesía en la que ha combinado de una manera brillante realidad y ficción».
          Además de los muchos premios que ha recibido y respaldan su trayectoria que no termina, y de tener en cuenta esto, se darán cuenta con la primera lectura que el escritor guipuzcoano merece leerse y ser valorado por nosotros, los lectores que disfrutamos de su escritura tan particular.
          Originariamente fue escrito en euskera y posteriormente traducido al castellano por él mismo, y a otros numerosos idiomas. «Es como volver a escribir», dijo en un reportaje, hablando de sus traducciones y de su rara condición de escritor bilingüe. Es el autor más leído y traducido en este idioma tan antiguo: «Escribo desde lo mejor que tengo», dice cuando tocan este tema de escribir en su lengua natal.


Bernardo Atxaga

          Bernardo Atxaga es el seudónimo literario que usa. Su nombre real es José Irazu Garmendia. Su producción literaria es amplia y variada. Además de escribir relatos, es autor de novelas, poesía, ensayos y literatura infantil.
          Se licenció en Ciencias Económicas [en Bilbao] y en Filosofía [en Barcelona]. Se negó a estudiar Literatura [como Piglia], y lo explica así: «No me gustaba la edición literaria que tienen las facultades de literatura, me sentía muy lejano. Si bien hay libros de profesores muy buenos que leí, también hay otros muchos que me parecen disparatados.Y así como la poesía poética es mala poesía, es kitsch, es efectista, el aprendizaje de la literatura a través de los canales académicos y de los cánones está muy bien para un historiador pero no para un escritor. Porque lo que hace un escritor es recibir los impactos del mundo en general... tiene que ver un poco con el azar. Tampoco es que vas a ciegas». Y concluye con esta cita: «No es que vas hacia la luz, es la oscuridad la que te empuja».
          Sí se nutrió en las bibliotecas con los grandes nombres: los enciclopedistas franceses del S. XVIII, los grandes novelistas del S. XIX, como Dickens, Tolstoi, Dostoyevski, Balzac, Flaubert, etc. y los célebres autores del S. XX como Proust, Kafka, Eliot, Faulkner, Stevenson, Melville, Conrad, Chéjov, Papini, M. Schwob, B. Brecht, Hemingway, G. Pérec, y otros muchos más que saciaron su pasión por la lectura —y todavía lo hacen algunos.
          «Así fue templando su pluma para mostrar las luces y sombras del corazón humano», dice uno de sus biógrafos. Así fue forjando sus dos grandes pasiones: la lectura y la escritura, e hizo de su arte una profesión.

Leyendo «Jóvenes y verdes», de Bernardo Atxaga
Noviembre, 2019



          Las tres partes de Obabakoak [Los de Obaba] son: «Infancias», «Nueve palabras en honor del pueblo de Villamediana» y «En busca de la última palabra». Este relato que acabamos de leer es el primero de esta última parte, red de historias que conforman un todo. Algunos la califican como «antinovela». A mí me gusta decir que son relatos aparentemente independientes que se interrelacionan y nos brindan un corpus; que nos enseña, al descubrir situaciones conocidas, que estaban ahí con su estructura singular, cómo debemos leer algunos libros de cuentos, sin ansiedad, nunca en forma aislada. Tampoco esperar el planteamiento, nudo y desenlace de la forma tradicional.
          La historia, como todas, transcurre en esta región mítica de Obaba, aldeas montañosas con paisajes que detectamos muy afectivos. Obaba, ba ba... los primeros sonidos de un bebé, de allí proviene y nos fascina esta elección. País Vasco u otro territorio que se asemeje.
          El relato gira sobre un recuerdo escolar, o mejor dicho parte desde allí.


   

          Que un hecho inverosímil como la introducción de un lagarto —ligado a la mitología vasca— en el oído de un compañero de escuela nos parezca tan verdad como que lo vemos, tiene que ver, creo, con el hecho de disfrutar y entregarnos plenamente a la creatividad y a la calidad literaria del autor.
          Una foto colectiva en la escuela primaria, con todo el alboroto, risas y extrañeza que eso significaba por entonces, es parte de una pasado que vuelve y el elemento físico que comprueba que sí ha sucedido. Claro que si nos trasladamos al instante en que la fotografía fue tomada, nos damos cuenta de la primera evidencia: en esa época, épocas de la niñez, el pasado no contaba, no se pensaba en él, no se sabía que existía.
          Pero, mirar una fotografía que marca un momento importante de nuestra vida, es ver muchas otras cosas de las que vemos. Y más aparecen [o se diluyen] según pasan los años, cuando nos ponemos a «repasar afanosamente nuestra existencia», como hace y dice el protagonista.
          «Vivir es mudar», repite, y él va mudando. Sonriendo, a veces benévolamente, por todo lo que ocurre en esas mudanzas. Viejas creencias, mitos pueblerinos, supersticiones en las que no podemos creer, no tienen una explicación científica, sin embargo...
          Las fotografías hablan, revelan su secreto, bien lo sabrán los que se deleitan en estas contemplaciones. Y así nos lo cuenta el escritor-protagonista. Nos recuerda que siempre hubo un «demonio de la clase», en este caso llamado Ismael; un tonto del pueblo, Gregorio; alguien muy inteligente, Albino María, que puede dejar de serlo; y que los lagartos son peligrosos.
          Hay otro personaje que me gusta, el tío Montevideo, al que solo le interesan las lecturas literarias y las reuniones que hace en su casa los primeros domingos de cada mes y a la que acuden escritores —o quienes desean serlo— para leer sus trabajos. Allí va su sobrino a la cita, con sus cuentos siempre criticados por el tío, quien le dice, invariablemente, que son plagio. Él solo valora las novelas del siglo XIX.
          Nuestro protagonista y un amigo médico parten en un viaje de fin de semana, para averiguar y ver a los ex compañeros involucrados, y de paso asistir a a la reunión literaria del tío Montevideo.
          A estos hechos sencillos, simples, que son puente para llegar a la literatura, o a la metaliteratura, a la ficción y a «la defensa del plagio», se suma un final in suspense: la historia del lagarto puede esperar. «Después de todo, ya lo dijo Balzac, la vida no elabora historias redondas».
          Con una prosa elegante y ágil, profunda, tierna, mezclando tradiciones universales con otras puramente locales, reflexiones sobre la memoria y la literatura, Bernardo Atxaga nos deleita con su lenguaje y estilo. El humor y la melancolía están presentes, también la fantasía que encierra el recuerdo y la soledad de la experiencia.
          El territorio que no siempre es físico se nos presenta como para llevarlo a nuestro propio terreno de evocaciones mágicas que todos tenemos.
          Sigamos leyendo y descubriendo a este gran escritor, hasta el próximo encuentro.

Cecilia Olguin Gianelli

Notas

 - Bernardo Atxaga: Obaba.
https://www.atxaga.eus/es/testuak-textos/obaba

- Entrevista a Bernardo Atxaga:





- Bernardo Atxaga, un escritor cautivador: Artículo y estudio del profesor de Literatura Vasca,  Gorka Aulestia.
https://journals.openedition.org/lapurdum/977?lang=es

- Documental Bernardo Atxaga: Lugares vacíos, palabras llenas: Trailer.



 https://www.youtube.com/watch?v=6JAZMm2O3h4


- La narrativa de Bernardo Atxaga. Análisis Semiótico de Obabakoak. Universidad de Oviedo. Departamento de Filología Española:

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Conversar de libros, y de los caminos a donde ellos nos llevan, dar una opinión, contar impresiones, describir una escena, personaje favorito, nunca contarlo todo, aunque a veces, elijamos ir un poco más allá, y no está mal, no a todos les molesta.
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