«El último barco»
Cuento
Relaciones misericordiosas
[1986]
László Krasznahorkai
[Gyula, Hungría, 1954]
Premio Nobel de Literatura 2025
Editorial Acantilado; 152 págs.
A la memoria de Mihály Vörösmarty.
Todavía estaba oscuro cuando partimos y, aunque sabíamos que ya no había ninguna razón para estúpidas expectativas, pues daba igual si era la mañana o la noche, pensábamos que ese día también amanecería, saldría el sol, se extendería la luz, es decir, clarearía y nos veríamos los unos a
los otros, los rostros arrugados, las bolsas de los ojos sanguinolentos o la piel rugosa detrás en la nuca, veríamos a
nuestras espaldas la estela que pronto se alisaría en el agua,
los edificios abandonados del muelle, las calles vacías e intactas que se introducían entre ellos y después, más allá de
la ciudad, la orilla ligeramente elevada en toda su amplitud,
esperando el momento del derrumbe. Partimos en la oscuridad y, si bien pocas veces ocurría que una persona se dirigiera a otra (si es que coincidíamos en el camino al puerto del Danubio, si daba la casualidad de que uno pasaba
por el lado de otro o varios pasaban junto a uno), necesitábamos, sin embargo, esas siluetas borrosas, apenas perceptibles, pues sólo gracias a ellas podíamos determinar nuestra posición momentánea y la dirección correcta, ya que los
faros de los todoterrenos de las unidades del EVA que pasaban por aquí y por allá a una velocidad vertiginosa, más que ayudarnos, nos desorientaban y, por otra parte, no podíamos fiarnos de la rutina en ese momento en que todo resultaba arriesgado. Tras semanas de angustiosa espera, ilusionados por la noticia de la hora exacta de la salida anunciada al amanecer por megáfono y en carteles escritos a
mano, sin siquiera esperar a que comenzase la ceremonia
del alba, absurda y últimamente renqueante hasta la desesperación, partimos desde diferentes puntos—lejanos y cercanos—de la capital y en el fondo, sin embargo, todos del
mismo lugar, de debajo de la tierra, como las ratas, que por
su extraordinaria capacidad de supervivencia se habían
convertido en los últimos meses casi en una suerte de animales sagrados y, por tanto, en objeto exclusivo de nuestra
atención: de sótanos, de madrigueras, de oquedades que
antaño habían servido como despensas, de pozos de decantación y de refugios provisionales, y quienes no habían considerado tranquilizadoras esas soluciones emergían de los
túneles del metro y del tren de cercanías, desde el fondo de
los baños turcos y de los talleres de reparación subterráneos o del laberinto de las cloacas, considerado el lugar más
seguro, y emprendían el camino, corto o largo, con el equipaje preparado desde bastante tiempo o sin él. Sería, no
obstante, una exageración afirmar que «entonces se poblaron las calles», porque—como se supo después—, apenas
quedábamos sesenta en la ciudad, o sea, que el EVA tenía
razón al juzgar que un barco fluvial de tamaño medio se
ajustaría perfectamente a las necesidades, y fue eso, la dimensión, lo que nos extrañó a algunos—sólo hasta el momento de la partida, por supuesto—, ya que ante la imposibilidad de aprovechar las vías terrestres y aéreas todos teníamos claro que la única solución era el agua. La mayor
preocupación para llegar al puerto la suponía el sentido—o
el sinsentido—del equipaje, consistente en gran parte en maletas más o menos grandes, bolsos de viaje, sacos y cajas
de cartón, pues el espíritu de la situación hizo que cada vez
más objetos personales empezaran a sustituir los objetos
útiles que se habían ido acumulando como consecuencia
de un inicialmente involuntario sentido práctico hasta que
al final no quedó nada práctico: en vez de la ropa interior
de abrigo se incluyó el reloj de cuco roto; en vez de la harina y del chocolate en polvo, la colección de etiquetas de cajas de cerillas, y en los días previos a la partida ya daba la
impresión de que una boquilla barata tenía más importancia que el infiernillo y unas conchas de mar más que los
analgésicos para el dolor de muelas y de cabeza. Soportábamos de maneras diversas la conciencia de que ambas soluciones carecían de sentido: algunos se arrastraron por la
ciudad con todos sus bártulos y llegaron al barco extenuados, jadeando, con los miembros entumecidos; otros, en
cambio, llegaron con las manos vacías, mientras que los puños cerrados de algunos daban a entender que no habían
sido capaces de desprenderse de algo en el camino. Llegamos uno a uno al «muelle provisional» y, como estábamos
convencidos de que los sesenta sólo desempeñábamos el
papel de avanzadilla, la mayor sorpresa nos la causó el barco que aguardaba en silencio en la oscuridad. No logró disiparla el efímero alivio que nos significó comprobar, al llegar de las calles aledañas a ese punto del muelle, que no habíamos cometido ningún error y que, en efecto, algo flotaba allí en el agua. El «barco danubiano de tamaño medio»
nos recordaba a todos a un navío de desguace sombrío e
inútil que la oficina de turismo quizá había considerado en
su día adecuado para sustituir con su parsimonioso balanceo una excursión en barco cuando se trataba de grupos
escolares, aunque desde entonces había pasado sin duda
mucho tiempo, ya que el medio de transporte acuático destinado a nosotros se había hundido tanto que una que otra
ola más o menos grande le barría la cubierta y tres o cuatro
personas en condiciones habrían bastado para sumergirlo
del todo y para siempre. Nuestros malos presentimientos
aumentaron cuando no vimos ningún movimiento encima,
no aparecía ningún marinero ni ningún oficial del EVA, la
cabina de mando estaba oscura y desierto estaba también
el muelle, por mucho que miráramos hacia un lado y hacia el otro. Y—mientras esperábamos cada vez más impacientes la llegada de alguien al puente de mando o de algún
todoterreno del EVA para comenzar el control de la documentación—nuestra preocupación en lo que respectaba al
barco no disminuía, sino que más bien crecía, pues viéndolo más de cerca descubríamos cada vez más fallos tanto en
el casco como en la cubierta. Unos palmos por debajo del
morro había un agujero de forma circular, como si una bala
de cañón hubiera alcanzado la embarcación, en la cubierta de popa faltaban unos cuantos tablones, el costado de la
cabina de mando carecía de cristales en las ventanas y así
sucesivamente, por no hablar de las amarras que ya se habían podrido del todo; además, uno de los bolardos se
había desprendido en parte del hormigón del muelle como
si lo hubiese atacado un alevoso animal subterráneo. Aguardamos zarandeados por un viento cortante, gruñendo, y
cuando comprendimos que una inspección más minuciosa
podía convertir el asombro inicial en una cólera de resultado incierto y bastante arriesgada, comenzamos—en vez de
pasar a la acción—a fustigar el navío con palabras cada vez
más burlonas, lo cual nos aseguraba cierta protección y por
otra parte nos proporcionaba un sentimiento de liberación
alegre y al mismo tiempo carente de todo riesgo. Llevábamos tanto tiempo sin conocer una sensación así que incluso intervinieron de vez en cuando, añadiendo aquí y allá algún comentario, algunos que parecían los más taciturnos,
de manera que tras interjecciones tales como «¡Vaya barco de mierda!» o «¡Vaya galera abollada!» o «¡Vaya trasto
asqueroso!» notamos cierta sensación de alegría y comenzamos a ver también con cierta ternura esa embarcación que
crujiendo y rechinando se mecía allá abajo y con un sentimiento de pertenencia entre nosotros como el que nos suele vincular, por ejemplo, con alguna bagatela que llevamos
en el bolsillo. Y cuando de dos calles que discurrían paralelas en dirección a «nuestro muelle» llegaron casi al unísono y frenaron chirriando junto a nuestro grupo un tanto
disperso dos todoterrenos del EVA, ya estábamos seguros
de que «ese barco nuestro no nos dejará en la estacada»…
La llegada súbita e inesperada de los hombres del EVA no
nos alteró particularmente, sino que nos provocó más bien
algo así como una satisfacción rabiosa, y sólo formamos la
obligatoria fila de dos a los gritos del subcomandante encargado de la unidad. Unos años antes, claro está, la presencia de algún uniforme blanco o de un todoterreno ya habría sido suficiente para que nos arrimáramos a la pared
con el corazón en un puño, sudando por el miedo, pero desde que se marcharan no sólo gran parte de las tropas sino
también el estado mayor y sólo quedara ese comando especial—que de especial tenía poco—para gestionar el traslado de los rezagados, el orden se vino abajo, se impuso el
caos, unos chavales se pusieron los otrora temidos uniformes y ya ni siquiera iban acompañados de intérpretes, ya
que para el saqueo no se necesitaban palabras, de manera que de la anterior crueldad sólo quedaban esos gritos y
chillidos, de las anteriores características externas, tan precisas, de las típicas operaciones sólo las acciones «fulminantes», vacuas, desesperadas, ridículas y carentes de rumbo.
Sin embargo, aunque por nuestras experiencias sabíamos que la actual maquinaria sólo era un pálido reflejo de la antigua, la cual había funcionado en su día como una seda,
pensamos que incluso así recapacitarían y resolverían rápidamente las formalidades que quedaban y que, por otra
parte, tampoco eran ya necesarias. No obstante, durante
largo tiempo no ocurrió nada. De uno de los todoterrenos
hicieron bajar a cuatro o cinco civiles, que pasaron junto a
nosotros con la cabeza gacha y pasos inseguros sin alzar una
sola vez la vista, y los acompañaron al barco. Después examinaron con detalle nuestros bártulos y como no encontraron nada de su gusto, arrojaron, enfurecidos, unas maletas
y unos bolsos al agua. A continuación, se situaron varias veces detrás de uno o de otro, pero ni siquiera fueron capaces
de castigar a los murmuradores, y lo cierto es que tampoco podían acusar a nadie de un delito más grave. Su impotencia nos entristecía porque nos dábamos cuenta de que
no podían comprender que nuestra tenaz resistencia anterior se había convertido con el tiempo en una decisiva disposición a colaborar, la cual, sin duda, había de resultarle
paralizante a un organismo para cuyo funcionamiento era
más importante la existencia de una continua oposición
que la victoria. Cuando la situación ya les resultó fastidiosa, no les quedó más remedio que comenzar a exigirnos la
documentación; tuvimos que volver a ponernos en fila, ahora uno detrás de otro, frente a la pasarela, y entonces no
les molestó ya que nuestra columna se disolviera al cabo de
escasos minutos y diera la impresión de un rebaño cansado
y adormilado más que de un grupo disciplinado. La identificación sólo les suscitaba problemas a ellos, pues a nosotros nos daba lo mismo qué documento aceptaban: ni nuestra identidad ni nuestras personas tenían ya particular importancia. Nuestros documentos no decían nada, ya que ni siquiera nosotros podíamos determinar en realidad cuál era el verdadero y cuál el falso; considerábamos que cualquier nombre, cualquier dato podía referirse también a nosotros, y como nos resultaba difícil decidir «qué nos convenía ser» optamos por conservar todos los papeles que
con el tiempo se habían acumulado, y eran muchos. El barco, al que nos hicieron subir uno por uno, no daba señales
de zarpar pronto; si bien en el puente de mando había ya
una luz encendida, observamos desanimados a los dos civiles que se movían inseguros ahí dentro y que, según todas
las apariencias, daban vueltas completamente desconcertados, pulsaban los botones y accionaban las palancas a la
buena de Dios, confiando en el azar, en la buena suerte para
dar con la maniobra adecuada; en cuanto a los otros dos o
tres civiles, éstos habían desaparecido hacía tiempo en la
quilla del barco, adonde los habían enviado sin duda a reparar los evidentes fallos de las máquinas, aunque estábamos casi seguros de ganar si apostábamos a que lo primero
que hicieran allí esos holgazanes fuese buscar un sitio apropiado para dormir durante todo el viaje (y así ocurrió, en
efecto). En esa situación sin esperanzas nos supuso una auténtica sorpresa percibir al cabo de media hora más o menos una ligera vibración bajo los pies y oír a continuación,
sin que nos cupiera la menor duda, el esforzado rumor de
los motores; los dos civiles en el puente de mando se miraron y asintieron contentos con la cabeza y también nosotros sentimos cierto alivio al verlos, pues nos repugnaba la
idea de tener que seguir quizá en el lugar una vez que no
nos quedaba más remedio que marcharnos. Curiosamente,
como ya no parecían existir obstáculos serios para nuestro
viaje y era seguro que nuestro navío al menos podía funcionar, de pronto perdimos la paciencia y nos pareció de enorme importancia no esperar ni un minuto más y zarpar enseguida, y esos minutos resultaron tanto más insoportables cuanto que estábamos convencidos, además, de que la mayoría de la gente estaba aún por llegar, de modo que nos
aguardaban todavía unas cuantas horas. Las apariencias
también reforzaban nuestro error: los hombres del EVA permanecían indiferentes, tranquilos, mudos en torno a los
todoterrenos en el muelle, alguno se encendía un cigarrillo,
de manera que bien podíamos creer que igualmente ellos
se preparaban para horas de espera, aunque en realidad
sólo se trataba de una medida de seguridad. A nosotros ni
siquiera se nos ocurrió tal posibilidad; nerviosos, tensos, fijábamos la vista en las dos calles que desembocaban en el
muelle y pensábamos llenos de odio en los hombres y las
mujeres a los que se les habían pegado las sábanas y quién
sabía cuándo se presentarían por fin en el embarcadero. Estábamos allí como mirando las bocas oscuras de unos túneles de los cuales al final habrían de emerger esas personas.
Con el tiempo ya nos habríamos contentado con una sola,
y nuestro odio pronto se convirtió en preocupación y la
idea de una capital tal vez completamente desierta y abandonada se tornó angustiante; algunos se apretujaron contra la barandilla, los ojos nos hacían chiribitas de tanto mirar, aunque todo en vano, porque no llegaba nadie. Luego,
cuando el subcomandante del EVA hizo una señal burlona
a los dos civiles (los otros habían sido engullidos por las entrañas del barco) y los dos soltaron entonces las amarras y
levaron las anclas, estábamos todos en la cubierta, con la
mirada clavada en las calles que desembocaban en el muelle, y ni siquiera se nos ocurrió pensar que zarpábamos,
pues necesitamos tiempo para sustituir el absurdo de que
hubiera gente que permaneciera definitivamente en la ciudad por otro absurdo, la locura vacua de una urbe desierta. Algunos de nosotros respiramos aliviados cuando por
fin perdimos de vista los todoterrenos y la apática unidad e incluso procuramos expresarlo de alguna manera, pero
la mayoría sólo cobró conciencia de lo que ocurría cuando
de repente—«casi al mismo tiempo»—nos dimos cuenta de
que clareaba. Poco a poco nos instalamos en la cubierta
de popa y en torno al puente de mando, procuramos encontrar la posición más cómoda y algunos incluso tratamos
de entablar, con escaso éxito, eso sí, una conversación con
los civiles para al menos tener una mínima idea de cuanto
nos esperaba próximamente, de si nos pararíamos antes de
llegar a la frontera o quizá después, de si nos convenía concebir la esperanza de lograr alguna ventaja en nuestro barco, el cual, según todos los indicios, seguía bajo la autoridad del EVA, pero sin su presencia real. No nos sorprendió
que nuestros intentos resultaran inútiles y, de hecho, no sabíamos si no era mejor no entender nada de nada. Quien
tenía algo para comer comió algún bocado, algunos hasta
durmieron un rato, pero luego todos nos quedamos mirando el paisaje que iba pasando poco a poco, la línea irregular y serpenteante de los puestos de vigía, las formas de mariposa de las bases de defensa que se alzaban a lo lejos, las
suaves ondulaciones de las antiguas pistas de aterrizaje
cuarteadas por la sequía, los recuerdos de los abetales calcinados en las cada vez más frecuentes colinas, escuchábamos el ulular del viento y el zumbido uniforme de los motores, el murmullo del Danubio en torno al casco abollado
del barco, y el silencio que se posó sobre nosotros sólo se
vio perturbado de vez en cuando por los fugaces malos augurios de algunos de nuestros agotados compañeros. Nuestro barco progresaba con esa misma calma río arriba, y
como el destino era el mismo, aunque la dirección la contraria, nuestra atención se fue fijando en los objetos que
veíamos pasar: lavabos baratos y oxidados encallados en las
orillas, neveras y estufas de gasoil destripadas retenidas por las piedras, restos de árboles, neumáticos y sillas que discurrían flotando, barriles de hojalata y juguetes de plástico,
cadáveres de corzos, perros y caballos, de manera que cualquier cosa que aparecía cerca de nosotros enseguida merecía nuestra atención cada vez más intensa, eso sí, hasta que
nos dimos cuenta de que nuestra curiosidad, muestro interés, es más, a veces también nuestra compasión se debían
exclusivamente al rumbo que tomaban. El sueño no tardó
en vencernos; quien pudo se cubrió con algo; quien no, intentó buscarse en la cubierta un rincón a resguardo del
viento y acurrucarse todo lo posible con las manos en los
bolsillos; sólo quedaban despiertos los dos civiles en el
puente de mando iluminado y observaban satisfechos la superficie lisa del agua que se extendía ante nosotros, cortada por la proa. A la caída de una nueva noche, todavía yacíamos aturdidos por el cansancio, y sólo se produjo un sordo murmullo cuando uno de nosotros alzó de pronto la cabeza, se incorporó, se dirigió a la popa y, señalando el paisaje que desaparecía ya para siempre sumido en una densa
oscuridad, exclamó con un alivio teñido de amargura: «Mirad, aquello era Hungría».
[* La traducción de las primeras y las últimas páginas de este relato
se realizó con los participantes del seminario de traducción húngarocastellano que se celebró en la Casa del Traductor de Balatonfüred, en
Hungría, y que contó con la presencia del autor. (N. del T.).
*
Comentario
László Krasznahorkai
Este es el primer relato que leo de László Krasznahorkai, novelista y guionista húngaro, nacido el 5 de enero de 1954 en Gyula, Hungría, que actualmente reside en Berlín.
Reciente premio Nobel de Literatura y uno de los grandes escritores contemporáneos, autor de novelas de renombre, como Tango satánico [1985], La melancolía de la resistencia [1989] y El último lobo [2009].
Desconocido para muchos, entre los que me incluyo, en estas últimas horas, me imbuí en la vida y obra del escritor húngaro.
Al leer sobre el autor y su obra literaria, las características de su narrativa, me pareció que empezar por uno de sus cuentos era una manera más accesible.
La experiencia ha sido sumamente favorable. Conocer su estilo de frases larguísimas y con mucho ritmo [demostrado al leer en voz alta], sumergirme en una prosa casi hipnótica, rica en lenguaje y tema, me demostró que lejos de ahuyentarme, me entusiasma a seguir con sus novelas.
Llegamos uno a uno al «muelle provisional» y, como estábamos convencidos de que los sesenta sólo desempeñábamos el papel de avanzadilla, la mayor sorpresa nos la causó el barco que aguardaba en silencio en la oscuridad. No logró disiparla el efímero alivio que nos significó comprobar, al llegar de las calles aledañas a ese punto del muelle, que no habíamos cometido ningún error y que, en efecto, algo flotaba allí en el agua.
En «El último barco» nos encontramos con una historia contada por un narrador omnisciente, tercera persona del plural —son los habitantes los que hablan, una comunidad que comparte circunstancias especiales. Una voz que representa a todos.
Ellos son un grupo de personas que huyen de la capital húngara en un barco fluvial en muy mal estado —parecen seres emergiendo de una oscuridad que nos sugiere oquedades existenciales.
¿Adónde van? No lo sabemos, a un futuro incierto. Solo huyen de un mundo en ruinas, de una tierra que ya no les pertenece. Con documentos que no reflejan su identidad.
La atmósfera es sombría, tenemos la sensación de incertidumbre, como si algo planeado no va a poder concretarse.
Según he leído, una sensación de caos y decadencia que Krasznahorkai suele explorar en sus obras.
Con metáforas e interpretaciones simbólicas que cada uno encuentra, nos deja pensando, y en un estado anímico tan bien transferido al margen de los eventos que acá suceden y el contexto histórico —la sociedad húngara bajo el régimen comunista.
Con la frase que acompaño la imagen, solo una de ellas entre las varias marcadas, les transmito lo que sucede, el grado de compenetración y de que manera nos podemos sentir ante una de las imágenes.
Escrita en 1986, forma parte del libro Relaciones misericordiosas [Editorial Acantilado], es el primero de los ocho relatos que lo componen. Su traductor, muy importante nombrarlo, es Adan Kovacsics.
Hasta la próxima lectura, espero que hayan disfrutado y hayan sentido, como yo, el gran placer al leerlo,
Cecilia Olguin Gianelli
Notas
- László Krasznahorkai:
https://www.krasznahorkai.hu/
- Relaciones misericordiosas, Editorial Acantilado:
https://www.acantilado.es/catalogo/relaciones-misericordiosas/