«La mujer parecida a mí»
Cuentos selectos
Felisberto Hernández
[Montevideo, Urugyal, 1902-1964, ibidem]
Mucho más que un cuento.
El arte literario superando ciertos paradigmas rígidamente racionalistas y reconsiderando la relación entre el ser humano y el mundo.
¡Que lo disfruten!
Editorial Corregidor
Hace algunos veranos empecé a tener la idea de que yo había sido caballo. Al llegar la noche ese pensamiento venía a mí como a un galpón de mi casa. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo.
En una de las noches yo andaba por un camino de tierra y pisaba las manchas que hacían las sombras de los árboles. De un lado me seguía la luna; en el lado opuesto se arrastraba mi sombra; ella, al mismo tiempo que subía y bajaba los terrones, iba tapando las huellas. En dirección contraria venían llegando, con gran esfuerzo, los árboles, y mi sombra se estrechaba con la de ellos.
Yo iba arropado en mi carne cansada y me dolían las articulaciones próximas a los cascos. A veces olvidaba la combinación de mis manos con mis patas traseras, daba un traspié y estaba a punto de caerme.
De pronto sentía olor a agua; pero era un agua pútrida que había en una laguna cercana. Mis ojos eran también como lagunas y en sus superficies lacrimosas e inclinadas se reflejaban simultáneamente cosas grandes y chicas, próximas y lejanas. Mi única ocupación era distinguir las sombras malas y las amenazas de los animales y los hombres; y si bajaba la cabeza hasta el suelpara comer los pastitos que se guarecían junto a los árboles, debía evitar también las malas hierbas. Si se me clavaban espinas tenía que mover los belfos hasta que ellas se desprendieran.
En las primeras horas de la noche y a pesar del hambre, yo no me detenía nunca. Había encontrado en el caballo algo muy parecido a lo que había dejado hacía poco en el hombre: una gran pereza; en ella podían trabajar a gusto los recuerdos. Además, yo había descubierto que para que los recuerdos anduvieran, tenía que darles cuerda caminando. En esa ilusión de que todavía podía ser feliz. Me tapaba los ojos con una bolsa; me prendía a un balancín enganchado a una vara que movía un aparato como el de las norias, pero que él utilizaba para la máquina de amasar. Yo daba vueltas horas enteras llevando la vara, que giraba como un minutero. Y así, sin tropiezos, y con el ruido de mis pasos y de los engranajes, iba pasando mis recuerdos.
Trabajábamos hasta tarde de la noche; después él me daba de comer y con el ruido que hacía el maíz entre los dientes seguían deslizándose mis pensamientos.
(En este instante, siendo caballo, pienso en lo que me pasó hace poco tiempo, cuando todavía era hombre. Una noche que no podía dormir porque sentía hambre, recordé que en el ropero tenía un paquete de pastillas de menta. Me las comí; pero al masticarlas hacían un ruido parecido al maíz.)
Ahora, de pronto, la realidad me trae a mi actual sentido de caballo. Mis pasos tienen un eco profundo; estoy haciendo sonar un gran puente de madera.
Por caminos muy distintos he tenido siempre los mismos recuerdos. De día y de noche ellos corren por mi memoria como los ríos de un país. Algunas veces yo los contemplo; y otras veces ellos se desbordan.
En mi adolescencia tuve un odio muy grande por el peón que me cuidaba. Él también era adolescente. Ya se había entrado el sol cuando aquel desgraciado me pegó en los hocicos; rápidamente corrió el incendio por mi sangre y me enloquecí de furia. Me paré de manos y derribé al peón mientras le mordía la cabeza; después le trituré un muslo y alguien vio cómo me volaba la crin cuando me di vuelta y lo rematé con las patas de atrás.
Al otro día mucha gente abandonó el velorio para venir a verme en el instante en que varios hombres vengaron aquella muerte. Me mataron el potro y me dejaron hecho un caballo. Al poco tiempo tuve una noche muy larga; conservaba de mi vida anterior algunas “mañas” y esa noche utilicé la de saltar un cerco que daba sobre un camino; apenas pude hacerlo y salí lastimado. Empecé a vivir una libertad triste. Mi cuerpo no sólo se había vuelto pesado sino que todas sus partes querían vivir una vida independiente y no realizar ningún esfuerzo; parecían sirvientes que estaban contra el dueño y hacían todo de mala gana. Cuando yo estaba echado y quería levantarme, tenía que convencer a cada una de las partes. Y a último momento siempre había protestas y quejas imprevistas. El hambre tenía mucha astucia para reunirlas; pero lo que más pronto las ponía de acuerdo era el miedo de la persecución. Cuando un mal dueño apaleaba a una de las partes, todas se hacían solidarias y procuraban evitar mayores males a las desdichadas; además, ninguna estaba segura. Yo trataba de elegir dueños de cercos bajos; y después de la primera paliza me iba y empezaba el hambre y la persecución.
Una vez me tocó un dueño demasiado cruel. Al principio me pegaba nada más que cuando yo lo llevaba encima y pasábamos frente a la casa de la novia. Después empezó a colocar la carga del carro demasiado atrás; a mí me levantaba en vilo y yo no podía apoyarme para hacer fuerza; él, furioso, me pegaba en la barriga, en las patas y en la cabeza. Me fui una tardecita; pero tuve que correr mucho antes de poder esconderme en la noche. Crucé por la orilla de un pueblo y me detuve un instante cerca de una choza; había fuego encendido y a través del humo y de una pequeña llama inconstante veía en el interior a un hombre con el sombrero puesto. Ya era la noche; pero seguí.
Apenas empecé a andar de nuevo me sentí más liviano. Tuve la idea de que algunas partes de mi cuerpo se habrían quedado o andarían perdidas en la noche. Entonces, traté de apurar el paso.
Había unos árboles lejanos que tenían luces movedizas entre las copas. De pronto comprendí que en la punta del camino se encendía un resplandor. Tenía hambre, pero decidí no comer hasta llegar a la orilla de aquel resplandor. Sería un pueblo. Yo iba recogiendo el camino cada vez más despacio y el resplandor que estaba en la punta no llegaba nunca. Poco a poco me fui dando cuenta que ninguna de mis partes había desertado. Me venían alcanzando una por una; la que no tenía hambre tenía cansancio; pero habían llegado primero las que tenían dolores. Yo ya no sabía cómo engañarlas; les mostraba el recuerdo del dueño en el momento que las desensillaba; su sombra corta y chata se movía lentamente alrededor de todo mi cuerpo. Era a ese hombre a quien yo debía haber matado cuando era potro, cuando mis partes no estaban divididas, cuando yo, mi furia y mi voluntad éramos una sola cosa.
Empecé a comer algunos pastos alrededor de las primeras casas. Yo era una cosa fácil de descubrir porque mi piel tenía grandes manchas blancas y negras; pero ahora la noche estaba avanzada y no había nadie levantado. A cada momento yo resoplaba y levantaba polvo; yo no lo veía, pero me llegaba a los ojos. Entré a una calle dura donde había un portón grande. Apenas crucé el portón vi manchas blancas que se movían en la oscuridad. Eran guardapolvos de niños. Me espantaron y yo subí una escalerita de pocos escalones. Entonces me espantaron otros que había arriba. Yo hice sonar mis cascos en un piso de madera y de pronto aparecí en una salita iluminada que daba a un público. Hubo una explosión de gritos y de risas. Los niños vestidos de largo que había en la salita salieron corriendo; y del público ensordecedor, donde también había muchos niños, sobresalían voces que decían: “Un caballo, un caballo...” Y un niño que tenía las orejas como si se las hubiera doblado encajándose un sombrero grande, gritaba: “Es el tubiano de los Méndez”. Por fin apareció, en el escenario, la maestra. Ella también se reía; pero pidió silencio, dijo que faltaba poco para el fin de la pieza y empezó a explicar cómo terminaba. Pero fue interrumpida de nuevo. Yo estaba muy cansado, me eché en la alfombra y el público volvió a aplaudirme y a desbordarse. Se dio por terminada la función y algunos subieron al escenario. Una niña como de tres años se le escapó a la madre, vino hacia mí y puso su mano, abierta como una estrellita, en mi lomo húmedo de sudor. Cuando la madre se la llevó, ella levantaba la manita abierta y decía: “Mamita, el caballo está mojado”.
Un señor, aproximando su dedo índice a la maestra como si fuera a tocar un timbre, le decía con suspicacia: “Usted no nos negará que tenía preparada la sorpresa del caballo y que él entró antes de lo que usted pensaba. Los caballos son muy difíciles de enseñar. Yo tenía uno...”. El niño que tenía las orejas dobladas me levantó el belfo superior y mirándome los dientes dijo: “Este caballo es viejo”. La maestra dejaba que creyeran que ella había preparado la sorpresa del caballo. Vino a saludarla una amiga de la infancia. La amiga recordó un enojo que habían tenido cuando iban a la escuela; y la maestra recordó a su vez que en aquella oportunidad la amiga le había dicho que tenía cara de caballo. Yo miré sorprendido, pues la maestra se me parecía. Pero de cualquier manera aquello era una falta de respeto para con los seres humildes. La maestra no debía haber dicho eso estando yo presente.
Cuando el éxito y las resonancias se iban apagando, apareció un joven en el pasillo de la platea, interrumpió a la maestra —que estaba hablándoles a la amiga de la infancia y al hombre que movía el índice como si fuera a apretar un timbre— y él gritó:
—Tomasa, dice don Santiago que sería más conveniente que fuéramos a conversar a la confitería, que aquí se está gastando mucha luz.
—¿Y el caballo?
—Pero, querida, no te vas a quedar toda la noche ahí con él.
—Ahora va a venir Alejandro con una cuerda y lo llevaremos a casa.
El joven subió al escenario, siguió conversando para los tres y trabajando contra mí.
—A mí me parece que Tomasa se expone demasiado llevando ese caballo a casa de ella.
Ya las de Zubiría iban diciendo que una mujer sola en su casa, con un caballo que no piensa utilizar para nada, no tiene sentido; y mamá también dice que ese caballo le va a traer muchas dificultades.
Pero Tomasa dijo:
—En primer lugar yo no estoy sola en mi casa porque Candelaria algo me ayuda. Y en segundo lugar, podría comprar una volanta, si es que esas solteronas me lo consienten. Después entró Alejandro con la cuerda; era el chiquilín de las orejas dobladas. Me ató la soga al pescuezo y cuando quisieron hacerme levantar yo no podía moverme. El hombre del índice, dijo:
—Este animal tiene las patas varadas; van a tener que hacerle una sangría.
Yo me asusté mucho, hice un gran esfuerzo y logré pararme. Caminaba como si fuera un caballo de madera; me hicieron salir por la escalerita trasera y cuando estuvimos en el patio Alejandro me hizo un medio bozal, se me subió encima y empezó a pegarme con los talones y con la punta de la cuerda. Di la vuelta al teatro con increíble sufrimiento; pero apenas nos vio la maestra hizo bajar a Alejandro.
Mientras cruzábamos el pueblo y a pesar del cansancio y de la monotonía de mis pasos, yo no me podía dormir. Estaba obligado, como un organito roto y desafinado, a ir repitiendo siempre el mismo repertorio de mis achaques. El dolor me hacía poner atención en cada una de las partes del cuerpo, a medida que ellas iban entrando en el movimiento de los pasos. De vez en cuando, y fuera de este ritmo, me venía un escalofrío en el lomo; pero otras veces sentía pasar, como una brisa dichosa, la idea de lo que ocurriría después, cuando estuviera descansando; yo tendría una nueva provisión de cosas para recordar.
La confitería era más bien un café; tenía billares de un lado y salón para familias del otro. Estas dos reparticiones estaban separadas por una baranda de anchas columnas de madera. Encima de la baranda había dos macetas forradas de papel crepé amarillo; una de ellas tenía una planta casi seca y la otra no tenía planta; en medio de las dos había una gran pecera con un solo pez. El novio de la maestra seguía discutiendo: casi seguro que era por mí. En el momento en que habíamos llegado, la gente que había en el café y en el salón de familias —muchos de ellos habían estado en el teatro— se rieron y se renovó un poco mi éxito. Al rato vino el mozo del café con un balde de agua; el balde tenía olor a jabón y a grasa, pero el agua estaba limpia. Yo bebía brutalmente y el olor del balde me traía recuerdos de la intimidad de una casa donde había sido feliz. Alejandro no había querido atarme ni ir para adentro con los demás; mientras yo tomaba agua me tenía de la cuerda y golpeaba con la punta del pie como si llevara el compás a una música. Después me trajeron pasto seco. El mozo dijo:
—Yo conozco este tubiano.
Y Alejandro, riéndose, lo desengañó:
—Yo también creí que era el tubiano de los Méndez.
—No, ése no —contestó en seguida el mozo—; yo digo otro que no es de aquí.
La niña de tres años que me había tocado en el escenario apareció de la mano de otra niña mayor; y en la manita libre traía un puñadito de pasto verde que quiso agregar al montón donde yo hundía mis dientes; pero me lo tiró en la cabeza y dentro de una oreja.
Esa noche me llevaron a la casa de la maestra y me encerraron en un granero; ella entró primero; iba cubriendo la luz de la vela con una mano.
Al otro día yo no me podía levantar. Corrieron una ventana que daba al cielo y el señor del índice me hizo una sangría. Después vino Alejandro, puso un banquito cerca de mí, se sentó y empezó a tocar una armónica. Cuando me pude parar me asomé a la ventana; ahora daba sobre una bajada que llegaba hasta unos árboles; por entre sus troncos veía correr, continuamente, un río. De allí me trajeron agua; y también me daban maíz y avena. Ese día no tuve deseos de recordar nada. A la tarde vino el novio de la maestra; estaba mejor dispuesto hacia mí; me acarició el cuello y yo me di cuenta, por la manera de darme los golpecitos, que se trataba de un muchacho simpático. Ella también me acarició; pero me hacía daño; no sabía acariciar a un caballo; me pasaba las manos con demasiada suavidad y me producía cosquillas desagradables. En una de las veces que me tocó la parte de adelante de la cabeza, yo dije para mí: “¿Se habrá dado cuenta que ahí es donde nos parecemos?”. Después el novio fue del lado de afuera y nos sacó una fotografía a ella y a mí asomados a la ventana. Ella me había pasado un brazo por el pescuezo y había recostado su cabeza en la mía.
—Esa noche tuve un susto muy grande. Yo estaba asomado a la ventana, mirando el cielo y oyendo el río, cuando sentí arrastrar pasos lentos y vi una figura agachada. Era una mujer de pelo blanco. Al rato volvió a pasar en dirección contraria. Y así todas las noches que viví en aquella casa. Al verla de atrás con sus caderas cuadradas, las piernas torcidas y tan agachada, parecía una mesa que se hubiera puesto a caminar. El primer día que salí la vi sentada en el patio pelando papas con un cuchillo de mango de plata. Era negra. Al principio me pareció que su pelo blanco, mientras inclinaba la cabeza sobre las papas, se movía de una manera rara; pero después me di cuenta que, además del pelo, tenía humo; era de un cachimbo pequeño que apretaba a un costado de la boca.
Esa mañana Alejandro le preguntó:
—Candelaria, ¿le gusta el tubiano?
Y ella contestó:
—Ya vendrá el dueño a buscarlo.
Yo seguía sin ganas de recordar.
Un día Alejandro me llevó a la escuela. Los niños armaron un gran alboroto. Pero hubo uno que me miraba fijo y no decía nada. Tenía orejas grandes y tan separadas de la cabeza que parecían alas en el momento de echarse a volar; los lentes también eran muy grandes; pero los ojos, bizcos, estaban junto a la nariz. En un momento en que Alejandro se descuidó, el bizco me dio tremenda patada en la barriga. Alejandro fue corriendo a contarle a la maestra; cuando volvió, una niña que tenía un tintero de tinta colorada me pintaba la barriga con el tapón en un lugar donde yo tenía una mancha blanca; en seguida Alejandro volvió a la maestra diciéndole: “Y esta niña le pintó un corazón en la barriga”.
A la hora del recreo otra niña trajo una gran muñeca y dijo que a la salida de la escuela la iban a bautizar. Cuando terminaron las clases, Alejandro y yo nos fuimos en seguida; pero Alejandro me llevó por otra calle y al dar vuelta la iglesia me hizo parar en la sacristía. Llamó al cura y le preguntó:
—Diga, padre, ¿cuánto me cobraría por bautizarme el caballo?
—¡Pero mi hijo! Los caballos no se bautizan.
Y se puso a reír con toda la barriga.
Alejandro insistió:
—¿Usted se acuerda de aquella estampita donde está la virgen montada en el burro?
—Sí.
—Bueno, si bautizan el burro, también pueden bautizar el caballo.
—Pero el burro no estaba bautizado.
—¿Y la virgen iba a ir montada en un burro sin bautizar?
El cura quería hablar; pero se reía.
Alejandro siguió:
Usted bendijo la estampita; y en la estampita estaba el burro.
Nos fuimos muy tristes.
A los pocos días nos encontramos con un negrito y Alejandro le preguntó:
—¿Qué nombre le pondremos al caballo?
El negrito hacía esfuerzo por recordar algo. Al fin dijo:
–¿Cómo nos enseñó la maestra que había que decir cuando una cosa era linda?
—Ah, ya sé —dijo Alejandro—, “ajetivo”.
A la noche Alejandro estaba sentado en el banquito, cerca de mí, tocando la armónica, y vino la maestra.
—Alejandro, vete para tu casa que te estarán esperando.
Señorita: ¿Sabe qué nombre le pusimos al tubiano? “Ajetivo”.
—En primer lugar, se dice “adjetivo”; y en segundo lugar, adjetivo no es nombre; es... adjetivo —dijo la maestra después de un momento de vacilación.
Una tarde que llegamos a casa yo estaba complacido porque había oído decir detrás de una persiana: “Ahí va la maestra y el caballo”.
Al poco rato de hallarme en el granero —era uno de los días que no estaba Alejandro— vino la maestra, me sacó de allí y con un asombro que yo nunca había tenido, vi que me llevaba a su dormitorio. Después me hizo las cosquillas desagradables y me dijo: “Por favor, no vayas a relinchar”. No sé por qué salió en seguida. Yo, solo en aquel dormitorio, no hacía más que preguntarme: “¿Pero qué quiere esta mujer de mí?”. Había ropas revueltas en las sillas y en la cama. De pronto levanté la cabeza y me encontré conmigo mismo, con mi olvidada cabeza de caballo desdichado. El espejo también mostraba partes de mi cuerpo; mis manchas blancas y negras parecían también ropas revueltas. Pero lo que más me llamaba la atención era mi propia cabeza; cada vez yo la levantaba más. Estaba tan deslumbrado que tuve que bajar los párpados y buscarme por un instante a mí mismo, a mi propia idea de caballo cuando yo era ignorado por mis ojos.
Recibí otras sorpresas. Al pie del espejo estábamos los dos, Tomasa y yo, asomados a la ventana en la foto que nos sacó el novio. Y de pronto las patas se me aflojaron; parecía que ellas hubieran comprendido, antes que yo, de quién era la voz que hablaba afuera. No pude entender lo que “él” decía, pero comprendí la voz de Tomasa cuando le contestó: “conforme se fue de su casa, también se fue de la mía. Esta mañana le fueron a traer el pienso y el granero estaba tan vacío como ahora”.
Después las voces se alejaron. En cuanto me quedé solo se me vinieron encima los pensamientos que había tenido hacía unos instantes y no me atrevía a mirarme al espejo. ¡Parecía mentira! ¡Uno podía ser un caballo y hacerse esas ilusiones! Al mucho rato volvió la maestra. Me hizo las cosquillas desagradables; pero más daño me hacía su inocencia.
Pocas tardes después Alejandro estaba tocando la armónica cerca de mí. De pronto se acordó de algo; guardó la armónica, se levantó del banquito y sacó de un bolsillo la foto donde estábamos asomados Tomasa y yo. Primero me la puso cerca de un ojo; viendo que a mí no me ocurría nada, me la puso un poco más lejos; después hizo lo mismo con el otro ojo y por último me la puso de frente y a distancia de un metro. A mí me amargaban mis pensamientos culpables. Una noche que estaba absorto escuchando al río, desconocí los pasos de Candelaria, me asusté y pegué una patada al balde de agua. Cuando la negra pasó dijo: “No te asustes, que ya volverá tu dueño”. Al otro día Alejandro me llevó a nadar al río; él iba encima de mí y muy feliz en su bote caliente. A mí se me empezó a oprimir el corazón y casi en seguida sentí un silbido que me heló la sangre; yo daba vuelta mis orejas como si fueran periscopios. Y al fin llegó la voz de “él” gritando: “Ese caballo es mío”. Alejandro me sacó a la orilla y sin decir nada me hizo galopar hasta la casa de la maestra. El dueño venía corriendo detrás y no hubo tiempo de esconderme. Yo estaba inmóvil en mi cuerpo como si tuviera puesto un ropero. La maestra le ofreció comprarme. Él le contestó: “Cuando tenga sesenta pesos, que es lo que me costó a mí, vaya a buscarlo”. Alejandro me sacó el freno, añadido con cuerdas pero que era de él. El dueño me puso el que traía. La maestra entró en su dormitorio y yo alcancé a ver la boca cuadrada que puso Alejandro antes de echarse a llorar. A mí me temblaban las patas; pero él me dio un fuerte rebencazo y eché a andar. Apenas tuve tiempo de acordarme que yo no le había costado sesenta pesos: él me había cambiado por una pobre bicicleta celeste sin gomas ni inflador. Ahora empezó a desahogar su rabia pegándome seguido y con todas sus fuerzas. Yo me ahogaba porque estaba muy gordo. ¡Bastante que me había cuidado Alejandro! Además, yo había entrado a aquella casa por un éxito que ahora quería recordar y había conocido la felicidad hasta el momento en que ella me trajo pensamientos culpables. Ahora me empezaba a subir de las entrañas un mal humor inaguantable. Tenía mucha sed y recordaba que pronto cruzaría un arroyito donde un árbol estiraba un brazo seco casi hasta el centro del camino. La noche era de luna y de lejos vi brillar las piedras del arroyo como si fueran escamas. Casi sobre el arroyito empecé a detenerme; él comprendió y me empezó a pegar de nuevo. Por unos instantes me sentí invadido por sensaciones que se trababan en lucha como enemigos que se encuentran en la oscuridad y que primero se tantean olfateándose apresuradamente. Y en seguida me tiré para el lado del arroyito donde estaba el brazo seco del árbol. Él no tuvo tiempo más que para colgarse de la rama dejándome libre a mí; pero el brazo seco se partió y los dos cayeron al agua luchando entre las piedras. Yo me di vuelta y corrí hacia él en el momento en que él también se daba vuelta y salía de abajo de la rama. Alcancé a pisarlo cuando su cuerpo estaba de costado; mi pata resbaló sobre su espalda; pero con los dientes le mordí un pedazo de la garganta y otro pedazo de la nuca. Apreté con toda mi locura y me decidí a esperar, sin moverme. Al poco rato, y después de agitar un brazo, él también dejó de moverse. Yo sentía en mi boca su carne ácida y su barba me pinchaba la lengua. Ya había empezado a sentir el gusto a la sangre cuando vi que se manchaban el agua y las piedras.
Crucé varias veces el arroyito de un lado para otro sin saber qué hacer con mi libertad. Al fin decidí ir a lo de la maestra; pero a los pocos pasos me volví y tomé agua cerca del muerto.
Iba despacio porque estaba muy cansado; pero me sentía libre y sin miedo. ¡Qué contento se quedaría Alejandro! ¿Y ella? Cuando Alejandro me mostraba aquel retrato yo tenía remordimientos. Pero ahora, ¡cuánto deseaba tenerlo!
Llegué a la casa a pasos lentos; pensaba entrar al granero; pero sentí una discusión en el dormitorio de Tomasa. Oí la voz del novio hablando de los sesenta pesos; sin duda los que hubiera necesitado para comprarme. Yo ya iba a alegrarme de pensar que no les costaría nada, cuando sentí que él hablaba de casamiento; y al final, ya fuera de sí y en actitud de marcharse, dijo: “O el caballo o yo”.
Al principio la cabeza se me iba cayendo sobre la ventana colorada que daba al dormitorio de ella. Pero después, y en pocos instantes, decidí mi vida. Me iría. Había empezado a ser noble y no quería vivir en un aire que cada día se iría ensuciando más. Si me quedaba llegaría a ser un caballo indeseable. Ella misma tendría para mí, después, momentos de vacilación.
No sé bien cómo es que me fui. Pero por lo que más lamentaba no ser hombre era por no tener un bolsillo donde llevarme aquel retrato.
*
Mi comentario
Al terminar de leer este cuento, calificado de «excéntrico», nos quedan rondando varias ideas y reflexiones.
Erminio Corti*, de la Universidad de Bérgamo, así califica toda la literatura de Felisberto Hernández, sus estrategias narrativas, con este adjetivo: excéntrica. No usado como lo hacemos habitualmente, como algo extravagante o raro, sino con el sentido geométrico, vinculado a su raíz etimológica: que está fuera del centro o que tiene un centro diferente. Una escritura lejana de lo metafórico, de las convenciones y los cánones literarios.
A título personal, diré que sentí una gran empatía por el narrador y protagonista de la historia, un ser humano y caballo al mismo tiempo: dos voces narradoras, sin transición cuando se pasa de una a otra.
Ellas nos cuentan algo que ya sucedió, una experiencia.
Una gran admiración por lo que logra Felisberto Hernández con esta peculiaridad, su artificio narrativo. Y lo hace de una forma tan natural. Pone en evidencia la naturaleza de los humanos y reconsidera la relación entre el hombre y el mundo. Desglosa el cuerpo. Su tono tiene un dejo de humor y absurdo, así dice lo que nos quiere transmitir.
Y lo logra. El caballo con voz humana no tiene, sin embargo, una función alegórica o moralizante, como sí ocurría con los animales en las famosas fábulas de Esopo. O las narraciones de Jean de la Fontaine, de Charles Perrualt o de los hermanos Grimm. Todos recordamos Animal Farm, de Orson Well. En este caso, el propósito era una denuncia social y política.
En este largo camino de tradición literaria, los animales tenían un función simbólica. No se tenía en cuenta ni se valoraba el animal en sí: era una posición antropocéntrica —el ser humano en el centro de todo. Acá sucede otra cosa.
Espero que hayan disfrutado de este relato, que hayan podido hacer una lectura valiosa para ustedes. Es sumamente original en su estrategia y la suspensión of disbelief [Samuel Coleridge] que demanda al lector.
Sigan leyendo la obra Felisberto Hernández. Tiene un gran componente autobiográfico. La música está presente casi siempre, también el tema de la memoria y los recuerdos es una constante. Me despido con esta primera frase que lo comprueba:
Hace algunos veranos empecé a tener la idea de que yo había sido caballo. Al llegar la noche ese pensamiento venía a mí como a un galpón de mi casa. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo.
Debajo, en Notas, encontrarán el material leído que acompañó este cuento: un ensayo, vida y obra del autor y la mención del cuento en un libro de Vila-Matas.
Hasta la próxima lectura.
Cecilia Olguin Gianelli
Notas
- Felisberto Hernández: Compositor, pianista y escritor uruguayo. Nació el 20 de octubre de 1902 en Montevideo, y falleció, en la misma ciudad, a los 61 años, el 13 de eenro de 1964. Se casó varias veces, vivió en Argentina y París.
Admirado por Onetti, Calvino, Supervielle, Cortázar y García Márquez.
Su obra narrativa, especialmente breve, está impregnada de música. Catalogada en un principio como fantástica, y basada, principalmente, en una reflexión sobre sí mismo, con el recuerdo y la memoria como motor de escritura. Es muy original en sus creaciones, con un gran componente autobiográfico.
Estos son los títulos:
- De iniciación, sus cuatro primeros libros: Fulano de tal [1925], Libro sin tapas [1929], La cara de Ana [1930], La envenenada [1931].
- De madurez: Por los tiempos de Clemente Colling [1942, fue el profesor que le enseñó composición y armonía] y El caballo perdido [1943].
- Etapa final: Tierras de la memoria [1965, publicada póstumamente], Nadie encendía las lámparas [1947], Las hortensias [1949] y La casa inundada [1960].
Hay otros textos que aparecieron póstumamente, como
Diario del sinvergüenza y
Últimas invenciones [1974].
- Erminio Corti, Universidad de Bérgamo. La mujer parecida a mí de Felisberto Hernández: El mundo en la palabra de un caballo (fragmento). Ensayo:
[...] En La mujer parecida a mí, la naturaleza de las dos voces narradoras es el primer elemento que determina la ambigüedad del texto y la escritura excéntrica a la cual he hecho referencia. El cuento se abre, en efecto, con las palabras de un anónimo narrador humano que, sin traer a colación ningún acontecimiento prodigioso o sobrenatural, ni proporcionar alguna explicación racionalmente plausible, afirma haber sido, en un tiempo indeterminado de su pasado ancestral, un caballo: «Hace algunos veranos empecé a tener la idea de que yo había sido caballo. Al llegar la noche ese pensamiento venía a mí como a un galpón de mi casa. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo» (Hernández 1985a: 170). La presencia de la expresión «tener la idea» y del término «pensamiento» podría inducir el lector a suponer que toda la narración que sigue podría ser interpretada como la proyección, en el plan de la imaginación subjetiva, de una caprichosa idea fija del personaje, justamente convencido de haber vivido una anterior existencia equina. Análogamente, la alusión a la noche, período en que la memoria de la pretérita vida animal se activa como un dispositivo mecánico incontrolable, podría ser reconducida a la reelaboración, en cuanto creación literaria, de una reiterada experiencia onírica del personaje ficcional o del mismo autor. Sin embargo el narrador puntualiza que esta experiencia de vida animal pertenece a la dimensión memorial de su existencia, a los recuerdos, un motivo temático y un artificio formal, que, como todos los lectores de Hernández saben, recurre constantemente en toda su obra. Acto seguido, y sin que en el texto aparezcan indicaciones que denoten alguna transición de un narrador a otro, comienza la narración imputable al caballo. El animal, que, retrospectivamente, sabemos ha vivido una existencia infeliz y atormentada, brota de la nada para describir de modo tan preciso cuanto evocativo las sensaciones físicas de sufrimiento que padece mientras trota solitario en un paisaje nocturno: «iba arropado en mi carne cansada y me dolían las articulaciones próximas a los cascos. A veces olvidaba la combinación de mis manos con mis patas traseras, daba un traspiés y estaba a punto de caerme» (Ibidem). Su relato sigue rememorando los recuerdos de esa noche, vinculados a la percepción de elementos del entorno natural – como las hierbas de que se alimenta y la presencia del agua de una laguna que percibe a través del olfato, facultad esta propia de los equinos – o de posibles amenazas por parte de seres humanos u otros animales. Pero, pocas líneas después, en el cuento del caballo se inserta de nuevo la voz del narrador humano: «Había encontrado en el caballo algo muy parecido al que había dejado hacía poco en el hombre: un gran pereza; en ella podían trabajar a gusto los recuerdos» (Ibidem). Si en la primera intervención había implícitamente afirmado que su experiencia animal se remontaba a un pasado indeterminado, quizás a una vida anterior, en esta segunda interpolación el personaje humano, ya proyectado en sus recuerdos de caballo, deja entender en cambio, de modo aparentemente contradictorio, que la existencia humana ha precedido a aquella equina. Esta paradoja se acentúa en una sucesiva interpolación parcial, en la que el caballo, pensando en el ruido que produce mientras está masticando granos de maíz, lo asimila a la sensación de que, en una noche de insomnio, «cuando todavía era hombre» (Hernández 1985a: 171), había experimentado comiendo unas pastillas de menta. La patente incongruencia de
un ser humano que recuerda haber sido caballo y de un caballo que evoca un pasado humano
no puede ser reconducida por parte del lector a una razón lógica y racional capaz de explicarla o, cuanto menos, de interpretarla como un artificio narrativo familiar. Tiene así que activar lo que el poeta inglés Samuel Coleridge definió «suspension of disbelief» (suspensión de la incredulidad) o «poetic faith» (fe poética) (1834: 174) y aceptar la presencia en La mujer parecida a mí de un sujeto narrador irremediablemente escindido y sin embargo único, o bien de un yo ficcional compuesto que vive al mismo tiempo dos existencias inextricablemente entrelazadas y compenetradas.
En el ámbito literario, la ‘suspensión de la incredulidad’ es un proceso que generalmente está asociado a las obras de fantasía, a las cuales pertenecen la ciencia-ficción, el género fabulístico y, sobre todo, el género fantástico. Aunque la producción de Hernández sea tendencialmente clasificada por la mayor parte de los críticos como una modalidad del fantástico, y en particular a aquella variante que Italo Calvino definió como «fantástico mental» o «psicológico» (1983: 10), toda la narración de La mujer parecida a mí, excepción hecha por un episodio sobre el cual volveré más adelante, no presenta ningún acontecimiento de carácter sobrenatural que se halle al origen de la experiencia extrañadora que el personaje vive y cuenta. [...]
El relato de la vida animal del protagonista empieza con la que el caballo mismo define su «adolescencia», durante la cual es víctima de las crueldades y los maltratos del mozo que lo atiende. Cuando una mañana el peón lo golpea de manera gratuita y violenta en el hocico, el animal se enfurece, derriba al jinete, lo muerde en la cabeza y en las piernas y lo remata de una patada. Las consecuencias de esta fiera rebelión son fatales: un grupo de personas abandona el velorio del peón y abate el animal. Sorprendentemente, por una suerte de proceso metempsíquico que constituye el único acontecimiento de carácter sobrenatural en la narración, el protagonista se encuentra otra vez en el cuerpo de un equino: «Me mataron el potro y me dejaron hecho un caballo» (Hernández 1985a: 171). Sin embargo, su nueva existencia no produce ningún cambio sustancial. Utilizado como animal de trabajo, pasa de dueño en dueño sufriendo maltratos y violencias físicas y padeciendo a menudo el hambre.
Cuando su último amo, un hombre «demasiado cruel» (Hernández 1985a: 172), somete el pobre animal al enésimo abuso, al caer la tarde este toma la decisión de huir. Conquistada la libertad, empieza a galopar en la noche hacia lo desconocido, hasta que, entre los árboles que se perfilan oscuros en el horizonte, vislumbra unas luces que revelan la presencia de un pueblo. Después de haber pastado en los campos cercanos a las primeras habitaciones de la aldea, el caballo se aventura con prudencia a lo largo de una calle hasta encontrarse frente a un ancho portón abierto. Apenas cruza el umbral del edifico, nota la presencia de manchas blancas que se mueven. Se trata de niños vestidos con el uniforme escolar, presencias que inquietan al narrador y lo impulsan a proseguir en su exploración y subir unos escalones que desembocan en el tablado de una sala donde se está realizando una función teatral. La imprevista aparición del caballo en el escenario suscita por supuesto la maravilla, la alegría y la excitación del público. Niños y mayores aplauden y se acercan a él, creyendo que su irrupción es la sorpresa final del espectáculo organizado por Tomasa, la maestra de la escuela y la mujer a la que se refiere el título del cuento. Mientras espera que lo lleven al granero de la casa de la maestra, el tubiano escucha el diálogo entre ella y una amiga suya, en el que las dos mujeres hacen referencia a un episodio de su infancia, cuando la amiga con picardía hizo notar a Tomasa que su rostro tenía rasgos equinos. Esta observación suscita el asombro del caballo, que reconoce cierta semejanza entre él y Tomasa, pero, al mismo tiempo, se da cuenta de la connotación negativa de la comparación desde elpunto de vista de los seres humanos: «Yo miré sorprendido, pues la maestra se me parecía. Pero de cualquier manera aquello era una falta de respeto para con los seres humildes. La maestra no debía haber dicho eso estando yo presente» (Hernández 1985a: 172).
Lo que afecta más el protagonista y suscita su aprensión son las palabras del novio de Tomasa, que se entromete en el diálogo para manifestar su contrariedad por la decisión de la mujer de llevarse el caballo a su casa. Cuando Alejandro, alumno de la maestra, llega con una cuerda para atarlo, el animal, que, agotado por el cansancio y las privaciones, a duras penas logra levantarse y caminar, es conducido al granero de la casa de Tomasa. Al día siguiente el novio saca una fotografía que retrata a la mujer abrazada al cuello del que ya considera su caballo. Atendido con cariño y solicitud por Alejandro, el protagonista transcurre unos días de tranquilidad recobrando fuerzas. Pero una tarde ocurre algo raro que lo sorprende y trastorna: Tomasa entra inesperadamente en el granero y de prisa lo lleva a su dormitorio. Apenas la mujer sale del cuarto y cierra la puerta, el caballo oye la voz de un hombre y comprende que se trata de su antiguo dueño que ha venido a buscarlo. La maestra niega la presencia del tubiano afirmando que este, la noche anterior, se escapó del granero.
Superado el peligro de caer otra vez en las manos de su opresor, la vida del protagonista parece volver a la existencia serena y segura que la protección de su nueva ama le garantiza. Sin embargo, unos días más tarde, mientras que en compañía de Alejandro se encuentra cerca del río, donde los dos están bañándose, el antiguo dueño reaparece de repente. El niño intuye el peligro y montado en su amigo cuadrúpedo galopa hasta la casa de la maestra, perseguido por el hombre. Esta vez el caballo no puede ser escondido y cuando el hombre los alcanza reclama perentoriamente la entrega del animal. Tomasa está dispuesta a comprar el tubiano pero el hombre exige el pago inmediato y por lo tanto, entre la consternación de la mujer y el llanto del niño, se va llevándose el caballo. En el camino, el dueño empieza a desahogar su rabia contra la montura pegándole despiadadamente. Cuando los dos llegan en proximidad de un arroyo, el protagonista equino, exasperado por los maltratos de que es víctima, logra derribar al jinete y luego lo ataca a mordiscos y lo pisa hasta darle muerte. Librado definitivamente de su verdugo, el caballo decide regresar al refugio seguro de su protectora. Sin embargo, al acercarse a la casa oye que la maestra y su novio están discutiendo con vehemencia sobre él y su rescate y que el hombre, enfadado y a punto de marcharse, pone a la mujer ante una alternativa perentoria: «O el caballo o yo» (Hernández 1985a: 178). Consciente de que su presencia comprometerá inevitablemente la relación sentimental de la pareja, el caballo, apelando a su propia nobleza de ánimo, toma la decisión dolorosa de ir a buscar suerte a otro lugar, con la tristeza de no poder llevar consigo la fotografía en la que aparece junto a Tomasa: «No sé bien cómo es que me fui. Pero por lo que más lamentaba no ser hombre era por no tener un bolsillo donde llevarme aquel retrato» (179).
La elección por parte de un autor de asignar el papel de narrador a un personaje no humano, en el caso específico a un animal, necesariamente comporta precisas limitaciones al estatuto de verosimilitud del cuento, así como lo condiciona desde el punto de vista del discurso. Si, a nivel de verosimilitud, en la historia, las violaciones del orden racional y lógico resultan “normalizadas” a través de la suspensión de la incredulidad del lector implícita en el pacto narrativo, en el plano expresivo, o sea del discurso, cierto grado de incongruencia es casi inevitable. Además, la presencia de un narrador animal obviamente presupone el uso por parte del agente focalizador del lenguaje humano, cuya estructura refleja los procesos cognitivos y mentales propios de nuestra especie y, de modo más sutil, la estratificación cultural de conocimientos, creencias, códigos de comportamiento, etc. El resultado es que, en este tipo de obras de ficción, el autor inevitablemente tiende a hacer aparecer al narrador como un animal humanizado. [...]
En este sentido, la estrategia utilizada en La mujer parecida a mí de un narrador ambiguo –un ser humano que recuerda su vida anterior de caballo, o bien un caballo que recuerda haber sido un ser humano– por un lado le permite a Hernández justificar la presencia de aquellos elementos del discurso en que aflora la conciencia humana del protagonista, y, por el otro, imaginar y vehicular en términos plausiblemente objetivos las sensaciones físicas y emotivas vividas por un sujeto animal. En el cuento, son muchos los ejemplos que señalan este desplazamiento del enfoque narrativo desde un punto de vista antropocéntrico a uno biocéntrico. En el plano de las percepciones sensoriales, sea del mundo exterior, sea de su propio ser, el protagonista casi siempre recurre a descripciones que reflejan una visión subjetiva ‘otra’, difícilmente atribuible a una perspectiva humana. Cuando rememora los efectos del cansancio, de la fatiga y del trastorno, el caballo los asocia con la sensación de no poder controlar los movimientos de su cuerpo, que aparece así desarticulado y escindido:
«Mi cuerpo no sólo se había vuelto pesado sino que todas sus partes querían vivir un vida independiente y no realizar ningún esfuerzo [...]. Cuando yo estaba echado y quería levantarme, tenía que convencer a cada una de las partes. Y a último momento siempre había protestas y quejas imprevistas»
(Hernández 1985a: 171). Solamente el hambre y el instinto de conservación logran recomponer esta fragmentación del cuerpo que la voluntad no alcanza a dominar: «El hambre tenía mucha astucia para reunirlas; pero lo que más pronto las ponía de acuerdo era el miedo de la persecución. Cuando un mal dueño apaleaba a una de las partes, todas se hacían solidarias y procuraban evitar mayores males a las desdichadas» (Ibidem).
Igualmente lejanas de una perspectiva humana resultan las percepciones sensoriales que llegan al protagonista cuando se encuentra en el entorno natural. Al principio de la narración, mientras recorre solitario una calle iluminada por la luna, el caballo observa que «en dirección contraria venían llegando, con gran esfuerzo, los árboles» (Hernández 1985a: 170). Desde el punto de vista de la racionalidad humana esta afirmación aparece claramente como una inferencia ilógica y desconcertante, pero proporciona al lector de modo eficaz, sugestivo y objetivamente plausible la impresión que la racionalidad animal puede tener de su movimiento en el espacio. Análogo enfoque caracteriza la percepción olfativa de un elemento natural como el agua (que sólo los sentidos agudos de los animales advierten), así como los rastros olorosos de grasa y jabón que tiene el balde del que el caballo bebe frente al café del pueblo. Asimismo, la imagen con la que el protagonista se representa mientras pastorea, eligiendo con cautela las plantas comestibles que crecen entre las zarzas y quitándose con el movimiento de los labios los aguijones que se le ensartan en la boca, denota las sensaciones y el punto de vista subjetivo (hasta en términos de ‘plano de cámara’) peculiares de un animal herbívoro: «si bajaba la cabeza hasta el suelo para comer los pastitos que se guarecían junto a los árboles, debía evitar también las malas hierbas. Si se me clavaban espinas tenía que mover los belfos hasta que ellas se desprendieran» (Hernández 1985a: 170). Otro ejemplo significativo que marca el grado de realismo y el esmero casi etológico a través del cual Hernández le proporciona al lector las percepciones y las reacciones emotivas del caballo, se encuentra en el episodio en que Tomasa y su novio entran en el granero donde será sacada la fotografía a la que el protagonista hará a menudo referencia en su cuento. En esa circunstancia, el hombre se acerca al tubiano y le da unas palmadas cariñosas sobre el cuello, gesto que permite al animal intuir el estado de ánimo del personaje y su familiaridad con los caballos. En cambio, cuando es la maestra la que roza con delicadeza su cuello, el caballo percibe una sensación de fastidio y comprende que la mujer no está acostumbrada al trato con los equinos: «Ella también me acarició; pero me hacía daño; no sabía acariciar a un caballo; me pasaba las manos con demasiada suavidad y me producía cosquillas desagradables» (Hernández 1985a: 179). Desde el punto de vista del protagonista, el efecto descrito es equivalente a la molestia producida por insectos, como las moscas o los tábanos, que muchos animales herbívoros ahuyentan sacudiendo de manera peculiar la piel.
Se trata de detalles que, tomados singularmente, pueden parecer insignificantes, pero que en su conjunto determinan y acentúan el grado de realismo que caracteriza la auto-representación del protagonista animal. A este propósito, es importante observar que en La mujer parecida a mí Hernández nunca atribuye al caballo una función simbólica y tampoco lo utiliza en clave metafórica, como en cambio ocurre en otros cuentos suyos. [...]
La referencialidad que caracteriza la escritura excéntrica de Hernández en este cuento, tiende, por lo tanto, a excluir un uso de la figura del caballo en sentido alegórico. [...] A tal propósito, merece la pena observar que, aunque en su auto-narración ficcional el protagonista aparezca como un sujeto individual, un ser vivo capaz de experimentar sentimientos y deseos, placer y sufrimiento, sus relaciones con los personajes de la especie humana no tienen nada de idílico. Considerado por los dueños que lo han utilizado como un mero animal de fuerza, un ser animado pero fundamentalmente insensible, el caballo aparece desde el punto de vista instrumental como un bien material cuyo exclusivo valor de uso o de cambio niega cualquier otra posibilidad de relación. La misma Tomasa, para la cual el tubiano puede representar solamente un animal de compañía, frente a las objeciones de la gente y de su novio que reputan insensato tener una bestia de trabajo por parte de una mujer sola, y por demás maestra, para justificar la presencia del caballo se propone comprar una calesa. En el cuento hay sólo un personaje que no atribuye ningún valor utilitario al protagonista. Se trata de Alejandro, para quien el tubiano es un ser vivo necesitado de atenciones y cariño. Y, sobre todo, es un compañero de juegos al que reconoce como un ser casi humano. Esta espontánea asimilación se manifiesta de modo evidente en el deseo por parte de Alejandro de darle un nombre, acto simbólico que comporta la atribución de una identidad. Pero cuando el niño lleva al amigo cuadrúpedo al cura del pueblo para que lo bautice, el sacerdote no puede hacer otra cosa que reírse de la ingenuidad de su petición. En esa circunstancia, la administración del sacramento del bautismo implicaría según la religión cristiana la integración en la comunidad de los seres humanos de un animal, ente teológicamente desprovisto de libre albedrío, y, por ende, de la gracia divina. Además sería una subversión del orden jerárquico decretado por Dios, que, según el autor del libro del Génesis, concedió a los progenitores Adán y Eva y a su descendencia el dominio sobre todas las demás criaturas. «Nos fuimos muy tristes» (Hernández 1985a: 170) recuerda el protagonista, marcando con esta afirmación lacónica, que es casi una imagen, el sentido de empatía que se ha establecido entre él y el niño.
Un último elemento que caracteriza la representación mimética del caballo concierne al conflicto que el animal vive entre las pulsiones instintivas que lo empujan a buscar la libertad para evitar sufrimientos y maltratos y su necesidad, inducida por el condicionamiento de la domesticación, de encontrar protección y compañía entre los seres humanos. Cuando huye por primera vez, después de haber matado al mozo que lo cuidaba, el narrador define como «triste» la libertad que ha conquistado y recuerda haber buscado en vano otros dueños, más benévolos y compasivos. Lo mismo ocurre en ocasión de su segunda fuga, cuando en su vagabundeo nocturno divisa las luces del pueblo, se acerca a las casas y luego recorre la calle que lo lleva hasta el teatro donde está reunida toda la comunidad. Este conflicto, entre pulsión instintiva y condicionamiento humano, se manifiesta de modo aún más evidente en el episodio que cierra el cuento, cuando el caballo, un vez matado el hombre «demasiado cruel» que lo había arrebatado de la casa de Tomasa, experimenta el dilema de la elección entre dos alternativas decisivas: «Crucé varias veces el arroyito de un lado para otro sin saber qué hacer con mi libertad» (Hernández 1985a: 178). Finalmente, cediendo al deseo de seguir viviendo junto a la mujer que se le parece y a su pequeño amigo, toma la decisión de regresar a la casa de la maestra, donde, sin embargo, al oír la discusión animada entre Tomasa y su novio, comprende que su destino ya es otro y se aleja hacia un porvenir incierto llevando consigo los recuerdos de aquel breve paréntesis de vida feliz.
La cultura occidental, desde sus orígenes hasta el Iluminismo, ha institucionalizado y difundido a través de la religión y la filosofía una concepción del animal no humano basada en una rígida axiología dicotómica destinada, como afirma Valerio Pocar, a «legittimare una gerarchia della natura che semplicemente riflette gli interessi degli umani nei confronti di tutti gli altri esseri viventi» (Pocar 2005: 37). Desprovistos de determinadas facultades atribuidas exclusivamente a nuestra especie, como el pensamiento racional y el libre arbitrio, los animales han sido considerados de manera casi sistemática incapaces de comunicar, de tener conciencia de sí mismos y del otro, de sentir y expresar sufrimiento, placer y afectos. Emblema por excelencia de esta representación marcadamente antropocéntrica de los seres vivientes que no pertenecen a la especie humana y, más en general, de toda la naturaleza, es la idea formulada por Descartes según la cual el animal es un mero automata mechanica, sin ego y vis cogitans, es decir un ente reificado que actúa instintivamente en respuesta a los estímulos ambientales, y por lo tanto siempre de manera involuntaria e inconsciente. Sólo a partir de los estudios naturalísticos de Lineo y luego con la elaboración de las teorías evolutivas en ámbito científico, la frontera erigida entre anthropos y zoion se agrieta dejando así entrever afinidades y puntos de contacto que van más allá de la biología en sentido estricto. Emblemático es The Expression of the Emotions in Man and Animals, texto en el cual Darwin demuestra de modo bien documentado que, en nuestra especie, las manifestaciones fisionómicas, gestuales o comportamentales de las emociones responden a los mismos principios que determinan reacciones análogas en los animales. Esta revolución epistémica en las ciencias biológicas a su vez induce a algunos filósofos del siglo XX a reconsiderar el estatuto ontológico de los animales, reduciendo bajo muchos aspectos la distancia artificiosamente construida entre la esfera biótica y la esfera antrópica. En las últimas décadas, estos postulados que implican un cuestionamiento de la relación entre los seres humanos y los animales en clave biocéntrica y posthumanista, se han extendido a otros sectores de la cultura, cuales la ética, la antropología, la etología, la epistemología y, recientemente, la estética y los estudios literarios. La mujer parecida a mí es un cuento que, como he tratado de mostrar, puede legitimar una lectura orientada por las herramientas teóricas y el marco conceptual que los estudios animales y la ecocrítica ofrecen. Su escritura excéntrica opera como un espejo en el cual se reflejan una conciencia humana que imagina haber vivido en el cuerpo y en la mente de un caballo y un animal que en su narración recuerda fragmentos de una existencia humana anterior. Un espejo metafórico que, como instrumento de reflexión, también puede funcionar para el lector.
Es posible que tenga razón el sociólogo Keith Tester, cuando afirma polémicamente que no es posible hablar de los animales en términos diferentes del antropocentrismo. Sin embargo, el cuento de Hernández, así como muchas otras obras literarias, muestra la tentativa de superar, también en el arte, el paradigma antropocéntrico rígidamente racionalista y, más en general, de reconsiderar la relación entre el ser humano y el mundo, como, por otra parte, parece testimoniar casi toda la producción narrativa del escritor uruguayo.
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- La política de la mirada. Felisberto Hernández hoy. Erminio Corti:
- El cuento y la transcripción del libro de Vila-Matas, Bartleby y compañía [2000], donde es elogiado el autor y el cuento:
https://saltusaltus.com/2014/03/03/cuentos-selectos-de-felisberto-hernandez/
- Imagénes elegidas: de Mark Harvey Photography.
https://www.mark-harvey.com/HORSES/16