jueves, 23 de julio de 2020

«La orquesta», un cuento de Shmuel Yosef Agnon

«La orquesta», 

un cuento de Shmuel Yosef Agnon

[Ucrania, 1887-1970, Jerusalén, Israel]

Premio Nobel de Literatura 1966


          Conozcamos a Shamuel Yosef Agnon, o volvamos a él si ya lo han leído, un ícono de la literatura hebrea.

Edición Kindle. 448 págs.

          Vamos a leer una historia que despertó sentimientos muy fuertes en mí, debido a su poética y a poder acercarme a una religión que, no es la mía pero me atrae mucho.
          Me permito poner la primera frase en inglés, así lo leí y encontrarán el link en Notas, para esta y treinta y cuatro hisorias más. ¡Es una frase de comienzo que me encanta!
          Al finalizar encontaran mi comentario, ¡buena lectura! 


—I had been busy that entire year.
Every day, from morning until midnight 
I would sit at my table and write —
at times out of habit, 
and at time stimulated by the pen.
We sometimes dare to call this divine inspiration.



1

          Había estado ocupado todo ese año. Todos los días, desde la mañana temprano hasta la medianoche, solía estar frente a mi mesa de trabajo escribiendo. A veces por pura costumbre, otras estimulado por la lapicera. Lo que a veces nos atrevemos a llamar «inspiración divina». Por lo tanto, me volví ajeno a todos los demás asuntos —solo los recordaría para posponerlos. Pero en la víspera de Rosh ha-Shanah me dije: se acerca un nuevo año y he dejado muchísimas cartas sin su respuesta; me sentaré y las contestaré. Ingresaré al Nuevo Año sin deudas.
          Tal como suelo hacer todos los días, también obré en ese día. Solo que todos los días suelo levantarme al amanecer y ese día lo hice tres horas antes. Es sabido que para SELIJOT* tenemos un pacto. Uno se levanta muy de madrugada, especialmente temprano para las oraciones penitenciales sobre el tema de «Recordar el Pacto»*.
          Antes de ocuparme de las cartas reflexioné: comienza un nuevo año y uno debería entrar en él limpio. Y puesto que las horas no me alcanzan para ir y purificarme en el río a causa de estas cartas, tomaré un baño caliente de inmersión. 
          En ese momento llegó Charni de visita a mi casa, la anciana que generalmente se jactaba que había servido en casa de mi abuelo mucho antes de que yo naciera. Charni me dijo: «Tu esposa está ocupada preparando la festividad y tú la cargas con más trabajo. Ven a nuestra casa y yo te prepararé un baño caliente». Me gustó su sugerencia; después de todo necesitaba un corte de pelo en honor al Rosh ha-Shaná, y en el camino a la peluquería, iría a darme el baño.
          Revisé las cartas y reflexioné acerca de cuáles eran las que debían ser respondidas primero. Como eran muchas y el tiempo escaso, era imposible responder en un día aquello que las personas habían escrito durante todo un año. Decidí elegir primero las más importantes, luego me ocuparía de las de mediana importancia y por último de las menos importantes. Mientras estaba deliberando, se me ocurrió que primero debía deshacerme de las cartas irrelevantes para, así poder estar mejor dispuesto y responder libremente a las cartas importantes.
          Lo trivial suele ser frustrante. Debido a que un asunto es trivial porque no tiene sustancia, es difícil de manejar y entorpece. Pero si hubiese un indicio de sustancia en alguna carta, radica en lo que el autor de la carta tenía en mente y qué respuesta esperaba. Por mucho que supiera que no tenía nada que decir en respuesta, mi deseo de responder aumentó, ya que si los dejaba desatendidos, me molestarían. Su propia existencia ya es una carga porque las recuerdo y eso me lleva a pensamientos triviales.
          Tomé mi lapiceraa para escribir pero mi mente estaba en blanco. ¡Qué extraño! Todo el año solía escribir sin esfuerzo y ahora que debía escribir dos o tres líneas intrascendentes, mi lapicera no responde. Dejé esta carta y tomé una carta diferente. 
          Esta carta no era una carta sino un ticket para asistir a un concierto que iba a dirigir el rey de los músicos. Había oído que las mentes de quienes lo escuchaban se transformaban. De hecho, había un hombre que solía ir a todos los conciertos pero no conseguía nada de ellos, y por lo tanto dedujo que no sabía nada de música. Hasta que una vez acertó a concurrir a un concierto de este director. Entonces se dijo: «Ahora sé que entiendo de música, solo que quienes no entendían de música eran los músicos a cuyos conciertos yo asistía». Tomé el ticket para el concierto y lo guardé en mi bolsillo. 

2

          Los días previos a la festividad siempre son cortos. A veces por sí mismos —por la puesta del sol—, otros por lo que implica toda la preparación. Más aún el dían antes de Rosh ah-Shaná, que es corto en sí y se acelera por las preparativos por el Día del Juicio. Para el mediodía no había logrado responder más que una carta. Puse las cartas a un lado y me dije que lo que no había logrado hacer antes de Rosh ah-Shaná lo haría en los días entre Rosh ah-Shaná y el Día de la Expiación*. Hubiera sido bueno ingresar al Nuevo Año libre de obligaciones pero, qué debería hace cuando las cartas triviales no me indicaban cómo tenían que ser respondidas.



          
          Me paré y fui a la casa de mi abuelo a bañarme antes de la festividad donde Charni me había preparado un baño caliente. Pero cuando llegué a la casa, encontré la puerta cerrada. Rodeé la casa varias veces y cada vez que llegaba a la puerta me detenía y golpeaba. Una vecina se asomó por detrás de sus cortinas y me dijo: «¿Buscas a Charni? Fue hasta el mercado a comprar un fruto para la bendición de Sheejeianu*». Seguí dando vueltas a la casa hasta que Tcharni regresó. 
          Lo justo hubiera sido que la anciana se disculpara ante mí, dado que tuve que esperarla y robó mi tiempo. Pero no solo no se disculpó, sino que además se paró y no paraba de parlotear. Si no recuerdo mal, me contó que había encontrado una granada que, aún madura y parcialmente aplastada, sus semillas no se desprendían.
          De repente, se escucharon tres sonidos desde la torre de la Casa del Consejo.  Miré mi reloj y comprobé que ya eran las tres. Mi reloj siempre está en pugna con el de la Casa del Consejo, pero hoy hizo las pases. Y parecía que los Cielos estaban de acuerdo también hoy con ellos. ¿Me había demorado tanto en el camino? ¿Tanto me retrasé dando vueltas a la casa? En cualquier caso, se habían evaporado tres horas y apenas quedaban dos horas y media para la llegada del Año Nuevo. Y esta anciana que seguía aún parada, parloteando sobre una granada aplastada y sobre sus semillas y que aún no se habían desprendendido.
          La interrumpí y le pregunté: «¿Preparaste el baño para mí?, y, ¿se calentó ya el agua?». Charni dejó su canasta en el piso y exclamó: «¡Dios mío, te había prometido el baño!». Le dije: «¿Y no lo has preparado?». Me respondió: «Todavía no, pero lo haré de inmediato». Yo la apuré: «Date prisa, Charni, date prisa. ¡El día no se detiene!». Ella se escarbó entre los dientes con el dedo y me dijo: «No tienes que atocigarme. Ya sé que el tiempo no se detiene, y yo tampoco. Mira, ya entro, enciendo el fuego, caliento el agua y pronto, delante de ti, tendrás una bañera humeante». Di un paseo delante de la casa mientras esperaba que se calentara el agua. 
          Pasó delante de mí el viejo juez. Recordé entonces que tenía algo que preguntarle, pero temí involucrarme, complicarme con él y no alcanzar a limpiarme antes de la festividad, ya que este juez, una vez que le consultas, no te deja ir tan fácilmente. Pospuse mi pregunta para otro momento y no me dirigí a él. Para llenar el tiempo, saqué el ticket de mi bolsillo y me di cuenta que el concierto era para la víspera de Rosh ha-Shaná. ¿No es extraño que yo, que no soy de ir a conciertos, sea invitado a este?, ¡en la víspera de Rosh ha-Shaná!
          Volví a guardar el ticket en mi bolsillo y reanudé el paseo delante de la casa. 
          Llegó entonces la pequeña Ora, mi pariente. Su voz era dulce como el sonido de un violín, y toda ella parecía un violín que algún músico hubiera acercado a una pared inestable y esta se hubiese derrumbado sobre él. La miré de cerca y noté que estaba triste. Le pregunté: «¿Qué has estado haciendo, Ora? Pareces un pequeño cervatillo que fue a la fuente y no encontró agua». Ora me dijo: «¡Me voy de aquí!». «¿Por qué te vas, cuál es el motivo?», le pregunté. «Siempre has querido ver a este famoso director de orquesta y, ahora que ha llegado para dirigir la nuestra, ¡tú te vas!». Ora rompió en llanto y dijo: «Tío, no tenjo ticket para ese concierto». Sonreí cariñosamente y le dije: «Déjame secarte las lágrimas». La miré con ternura y pensé en la suerte que tenía en mis manos, en la posibilidad de colmar el deseo de esta querida niña que, de todos los sonidos de este mundo, encontró en la música el más delicioso y, de todos los directores del mundo que deseaba escuchar, encontró el que esta noche dirigiría el gran coro. Puse mi mano en el bolsillo para tomar el ticket y dárselo. Y nuevamente sonreí de buen corazón, como lo hace el que tiene la posibilidad de hacer el bien. Pero Ora, que no conocía  mis intenciones generosas, se colgó de mi cuello y me dio un beso de despedida. De pronto me distraje, me olvidé lo que iba a hacer y no le di el ticket. Y mientras estaba parado allí, perplejo, llegó Charni y me llamó.

          

          La estufa ardía en el baño limpio y transparente, humeante, y las aguas saltaban y se elevaban hacia mí, me recibían. Sin embargo, yo carecía de fuerzas para bañarme. Tampoco contaba con el tiempo suficiente. Le dije entonces a mi hermano: «Toma el baño por mí, soy un hombre débil y si me baño en agua tan caliente, voy a necesitar descansar luego y, ya no hay tiempo». Salí del baño y caminé hacia mi casa. Para estar más cómodo, me quité el sombrero y lo llevé en la mano. Un viento pasajero me despeinó. ¿En qué estaba pensando? ¿Dónde tenía la cabeza?  Mientras esperaba el baño habría podido ir al peluquero. Levanté la vista y miré hacia el cielo. El sol estaba ya a punto de ponerse. Llegué a mi casa con un espíritu apesadumbrado. Mi hija salió a mi encuentro vestida con sus mejores ropas. Ella señaló con su dedo hacia arriba y dijo: «¡Luz!». ¿Qué me estaba diciendo?, pensé para mí. El sol ya se ha puesto y no ha dejado ningún rastro de luz. O tal vez se refería a la vela encendida en honor a la celebración. Miré las velas y me di cuenta que la celebración ya había comenzado y que mejor corría a la sinagoga. Mi hija miró mi ropa vieja y tapó su vestido nuevo con sus manos pequeñas para no avergonzar a su padre con sus viejas prendas. Sus ojos estaban al borde de las lágrimas, ya que estaba usando un vestido nuevo cuando su padre llevaba ropa vieja el día que había llegado el Año Nuevo.

3


          Después de cenar salí al aire. El cielo estaba oscuro pero, una infinidad de estrellas brillaban y lo iluminaban. No había un solo hombre fuera de su casa y todos los hogares estaban sumidos en el sueño. También yo comencé a quedarme dormido. Pero este sueño no era realmente un sueño porque podía sentir que mis pies estaban caminando. Y seguí caminando y caminando así hasta que llegué a cierto lugar y escuché el sonido de una música. Y supe que había llegado a la sala de conciertos. Saqué mi ticket y entré.
          El hall estaba lleno. Hombres y mujeres, violinistas, percusionistas, timbales, trompetistas, todos los músicos de pie, de los más variados instrumentos, vestidos de negro, tocaban sin interrupción. No se veía al gran director de orquesta, pero los músicos interpretaban como si su batuta los estuviera dirigiendo. Y todos los músicos, hombres y mujeres, eran mis amigos y conocidos a quienes conocía de todos los lugares en los que había vivido. ¿Cómo era posible, cómo sucedido que todos mis allegados hubieran sido convocados en un mismo lugar y en una misma orquesta? 



          
          Encontré un lugar, me senté y me concentré. Cada músico, hombre y mujer, tocaba para sí mismo. Sin embargo, todas las melodías se unían para formar una sola. Y cada uno de los ejecutantes estaba atado a su instrumento, y estos, a su vez, al piso del gran salón. Y creían que solo ellos permanecían así y se avergonzaban de pedir al compañero que los liberase. O, tal vez sabían que estaban sujetos a sus instrumentos, y sus instrumentos sujetos al piso, pero pensaron que era por su libre elección que ellos y sus instrumentos que estaban atados, y que fue por su libre elección que tocaban. Una cosa estaba clara, aunque los ojos de los músicos miraban sus instrumentos, no veían lo que sus manos estaban haciendo, ya que todos estaban ciegos. Y me temo que, tampoco sus oídos escuchaban lo que tocaban, ya que de tanto tocar se habían vuelto sordos.
          Salí de mi asiento y fui lentamente hacia la puerta. Estaba abierta, y ahí estaba parado un hombre a quien no había visto al entrar. Era parecido a cualquier otro portero, aunque tenía un aire de aquel mismo viejo juez que una vez que uno acude a él tiene la sensación que no va a poder despegarse. 
          Le dije: «Me gustaría salir». Tomó mis palabras, las puso dentro de su boca y me respondió con el sonido de mi propia voz: «¿Salir?, ¿para qué?» Le dije: «Preparé mi baño y quiero llegar antes de que se enfríe». Me respondió con una voz que habría aterrorizado a un hombre incluso más fuerte que yo: «¡Arde, está en llamas! Tu hermano ya se quemó por eso». Le respondí disculpándome: «Estuve muy ocupado con mi correspondencia y no tuve tiempo de tomar mi baño». Me preguntó: «¿En qué cartas estuviste ocupado?» Saqué una y se la mostré. Se inclinó sobre mí y dijo: «¡Pero yo escribí esa carta!». «Precisamente quería responderte», le dije. Me miró y preguntó: «¿Y qué querías responderme?» Se escondieron mis palabras por culpa de su voz y se cerraron mis ojos y comencé a palpar el aire con mis manos; de pronto me encontré parado delante de mi casa.
          Mi hija salió y me dijo: «¿Te acerco una vela, padre?» Le dije: «¿Crees que la vela podría alumbrar mi oscuridad?». Cuando fue a buscarla y la trajo, una llamarada salió de la estufa y empezó a arder. Una mujer que apilaba leños estaba parada frente al fuego y, debido al fuego y al humo yo no podía ver con claridad. No sé si era Charni, la anciana, la que estaba parada frente a la estufa o era la joven Ora, mi pariente, la que azuzaba el fuego.
          Se apoderó de mi el terror y quedé como atado a la tierra. Se entristeció mi alma, ya que a la hora de dormir todos dormían, y yo tenía que estar tan despierto. En verdad, no solo yo estaba despierto, también las estrellas en el cielo estaban despiertas conmigo. Y a la luz de las estrellas del cielo vi lo que vi. Y debido a que mi espíritu era humilde, mis palabras se escondieron en mi boca.

*

Mi comentario



          La importancia de recordar a Shmuel Agnon con uno de sus cuentos más emotivos, lleno de significados y metáforas, me dio un gran placer. Poder recordar a alguien que pocas veces se lee y menciona. Un autor que causó mucha admiración en una sociedad que no regala elogios. A él, además de otorgarle el Premio Nobel de Literatura en 1966 —el primer israelí en recibirlo—, lo inmortalizaron en los billetes de 50 shekels.
          Sin lugar a dudas, Shmuel Yosef Agnón es uno de los escritores más importantes de Israel y del pueblo judío. Y el resto del mundo puso los ojos en la literatura hebrea moderna a través de su nombre prestigioso, y así podemos disfrutar de su obra.
          En este relato contado en primera persona, como en la mayoría, el protagonista es un escritor. Aflora la educación personal de Agnon recibida a través de los textos sagrados del judaísmo y de la literatura universal. Un ejemplo que encuentro podría ser «la atadura de Isaac», solo por nombrar uno.
          Su tono de ensueño, místico y filosófico [hasidismo] nos envuelve en un clima muy especial, donde el conflicto entre la vida espiritual y el ser fiel a las tradiciones se mezcla con el mundo moderno: con elegir las prioridades, con sus quehaceres y obligaciones que, muchas veces, desbordan. Son las ataduras que hacen perder la noción de saber si son impuestas o son elecciones libres y, se  termina perdido en trivialidades, difíciles de manejar y que entorpecen. Que no hacen más que dejarnos muy descontentos y confundidos, «sordos y ciegos», como los músicos.
          El protagonista dice: «Sonreí de buen corazón, como lo hace el que tiene la posibilidad de hacer el bien». Pero nunca hace ese bien.
          Y cada acción y cada personaje tiene su porqué: la anciana Charni, el viejo juez «que una vez que uno acude a él tiene la sensación que no va a poder despegarse», el portero que se roba su voz y las niñas, Ora y su hija. 
          Su voz es formal pero nunca fría, al contrario, es dulce y llena de perplejidad. Un lenguaje que puede parecer críptico. Es rico y depurado —aun con todo lo que perdemos en la traducción. Un realismo fantástico, sátiras muy sutiles, y un sentido profundo en su contenido que puede requerir una segunda lectura para poder interpretarlo. Es posible que se pierdan ciertas alusiones.
          Espero que lo hayan disfrutado. Que lo sigan leyendo, sus relatos o novelas —Ayer y anteayer [Tmol Shilshom] es considerada la más importante. Agnon, como sus contemporáneos Faulkner y Joyce, toma los temas universales que a todos nos interesan, desde lo particular a lo universal, esa es la característica que los une. No tenemos más que recordar a ¡Absalón, Absalón! y a Ulises.
          Hasta la próxima buena lectura.

Cecilia Olguin Gianelli


Notas


- A Book That Was Lost. Thirsty Five Stories, S. Y. Agnon:

- Vocabulario, terminología de la tradición judía:
  1. Rosh Ashaná o Rosh AhSahná: Año Nuevo judío.
  2. Selijot: el término hebreo significa perdón y reflexión en alusión al sentido que tienen las oraciones que se rezan en ese momento.
  3. Remember the Covenant [Recuerda el pacto]: Pacto, el verdadero fundamento. Dios establece que su adoración significa seguir sus leyes —guardar el pacto. A cambio, Él cumplirá su trato dando a los israelitas tierra y descendencia. El recuerdo está asociado con la renovación a través de Moisés a quien el Señor le dice que tome a su pueblo y salga de Egipto. Dios recuerda a su pueblo al sacarlos de la esclavitud en Egipto, pero la gente se olvida rápidamente de Dios.
  4. Yom Kipur o Yom Kippur o Día de la Expiación: es el día más sagrado del año judío. Es conocido como el día del perdón y del arrepentimiento de corazón o de un arrepentimiento sincero. Son diez días de arrepentimiento. Es uno de los Yamim Noraim.
  5. Bendición de Sheejeianu: Pronunciada o cantada. Como casi tosdas las brajot [bedición] comienza diciendo «Bendito eres Tú, Di´s nuestro, Rey del Universo... que nos permitiste llegar a ese momento». A diferencia de otras brajot tiene más que ver con un sentimiento que con una acción.


- Imágenes elegidas: Del legendario fotógrafo Robert Frank [Suiza, 1924-2019, Canadá.


martes, 14 de julio de 2020

«Narrando las fronteras de Chile», relatos reunidos

Narrando las fronteras de Chile

Cuentos 


          «Un país es un relato», dice el prólogo de esta antología que reúne varios de ellos, y muy buenos, en torno al tema de la frontera. 

Antología en torno al tema de
«la frontera».
Editoras: Beatriz García Huidobro
y Andrea Jeftanovic

          La experiencia de frontera, de espacio en un tiempo determinado, real o metafóricamente hablando, límites geográficos y políticos o de nuestros mapas internos, es imaginada y recreada por excelentes escritores. 
          Aquí elijo tres, les dejo el link debajo en Notas, para que los lean a todos si lo desean. Solo una muestra de la literatura chilena actual. Textos heterogéneos en sus estilos, registros y maneras de abordar el tema que los convoca.
          Ellos son: Pablo Toro con «La línea de la concordia», Alejandro Zambra con «El 34» y Marco Antonio De la Parra con «El alguacil».
          Cada uno de ellos, verán, construye ese espacio y tiempo, territorios —privados o / y públicos— que sus personajes delimitan, se apropian de ellos, y forman parte de su historia personal y de su memoria.
          Fronteras hay muchas. Las menos obvias son las que me interesan. Y en los matices que estos tres escritores les dan al término, encuentro esas otras, sugerentes que nos hablan de la lingüística, la de género, la sexual, la del poder, la de la ley, la étnica, la de condición social y económica, la de la vida y la muerte, la de la inteligencia o la del intelecto y tantas más que ustedes descubrirán según su propia lectura.
          «Cada uno de estos autores es un cartógrafo», dice la presentación. Vayamos pues al mapa que ellos dibujaron, a la línea que ellos trazaron, a la frontera de cada uno. 
          ¡Qué los disfruten!

Border Door, fotografía del artista Richard Lou

Narrando las fronteras de Chile,

uno de los relatos de este libro ya anunciado

«La línea de la concordia»

Pablo Toro


Nombre dado a la frontera entre Chile y Perú.




          —Hay kuchen—dijo la joven—. De manzana y de pera.
          En el andén, un bus naranjo iba de salida. Adentro, las dos mujeres miraban el menú, sentadas junto a la ventana de la cafetería.
          —Solamente líquidos —dijo la robusta.
          De un lado, el sol calentaba el asfalto de la carretera. Del otro, el desierto era
una fusión de colores cobrizos, recortados contra el cielo. El edificio proyectaba
una sombra rectangular sobre el asfalto. Hacía mucho calor, y el bus a Arica salía
en veinte minutos.
          —Dos cafés —le dijo la robusta al muchacho, que vestía un delantal blanco.
          —¿Con leche?
          —Yo sí —dijo la joven.
          —Normal —dijo la robusta.
          —Enseguida —dijo el muchacho, mirando el ojo derecho de la joven, que
estaba hinchado y morado.
          —Gracias —agregó la robusta.
          Un bus de color verde musgo entró en el terminal. El muchacho volvió con una bandeja con dos tazas humeantes. Dejó un tarrito metálico en mitad de la mesa, y dos paquetes de endulzante.
          —¿Van a comer algo?
          —¿Queda kuchen de pera? —preguntó la joven.
          —Nada más, gracias —dijo la robusta, antes que el muchacho contestara.
          La joven miró por la ventana. Los pasajeros del verde musgo descendían en
fila. En el andén, un perro sucio y amarillento los recibía con ladridos. La robusta
sacó dos terrones de azúcar de la cajita metálica, los echó en su taza y revolvió.
Abrió un paquete de endulzante y dio vuelta el contenido en el café de la joven.
          —Cuando vuelva quiero ir al cine —dijo la joven.
          —Tómate el café —la robusta bebió de su taza.
         —Quiero ver una romántica. Ésa del Día de San Valentín.
         —No la conozco.
          —Obvio que no la conoces.
          —Podría conocerla —dijo la robusta— ¿Cómo sabes tú que no?
          Se escuchó el crujido de la puerta. Un anciano de pelo gris entró a la cafetería con un niño chico. La joven los siguió con la mirada. Los vio instalarse en una mesa e intercambiar unas palabras. El niño vestía una camisa celeste y pantalones cortos.
          —Se parece al Tomy —dijo la joven.
          La robusta se giró y miró al niño.
          —No sé.
          —Míralo bien.
          —Lo estoy mirando.
          —¿Se parece o no?
          —Quizás, un poco.
          —Yo creo que sí.
          La robusta bebió un largo trago de café. Metió la mano en su chaqueta y puso un cigarrillo en sus labios. La joven estiró su brazo, le señaló el letrero de «No fumar», le quitó el cigarrillo y lo dejó sobre la mesa.
          —No te va a pasar nada —dijo la robusta—. Es seguro.
          —¿Y la Marcela?
          La robusta miró por la ventana. El verde musgo había cerrado sus puertas y
volvió a salir del terminal.
          —Eso es distinto.
          Desde la mochila de la robusta se escuchó un ruido. Metió el brazo y sacó un
celular. El ring ring ring se amplificaba por toda la cafetería, y el niño de pantalones cortos se dio vuelta a mirarlas. La robusta se levantó de la silla. Se inclinó hacia el otro lado de la mesa, acarició el contorno del ojo moreteado y la besó en los labios.
          —Va a salir todo bien —dijo. Se alejó unos metros y contestó.
          El niño miraba a la joven. Ella lo miró de vuelta, sonrió y le sacó la lengua. El niño soltó una risa de niño y se tapó la cara con las manos. Volvió a girar sobre el asiento y le susurró algo al anciano, que mascaba un pedazo de kuchen. La joven
bebió un trago de café y miró por la ventana. El perro gris se había echado en el
suelo y se lamía las pezuñas. La robusta volvió y guardó el teléfono en la mochila.
          —¿Era él? —preguntó la joven.
          —Que te acuerdes de avisarle apenas hayas cruzado.
          —Es cuarta vez que llama.
          —Así es él.
          La robusta se sentó y bebió el último trago de su café. La joven cerró los ojos
durante unos segundos.
          —La primera es difícil. Después te acostumbras.
          —¿Quieren algo más? —dijo el muchacho, acercándose con la bandeja.
          —No, gracias —dijo la joven.
          —Puedes comer kuchen —dijo la robusta.
          —Sólo líquidos, dijiste.
          —Si es un poquito, no importa.
          —No quiero comer. No tengo ganas.
          El muchacho las miró mirarse y se alejó en silencio. En la otra mesa, las manos venosas del anciano trataban de contener al niño, que seguía girándose para
observarlas.
          —Tú quisiste hacerlo —dijo la robusta—. Dijiste que querías la plata.
          La joven se tocó el ojo derecho, repasó con los dedos el borde hinchadísimo
del ojo, y asintió. La robusta miró hacia el andén. Los pasajeros con destino a Arica estaban comenzando a juntarse.
          —Estás así porque estás pensando en la Marcela.
          —Cállate, por favor.
          —No te va a pasar lo mismo.
          —No estoy pensando en la Marcela.
          —Conozco mucha gente que lo ha hecho. Lo suyo fue un accidente.
          —Sí sé.
          —Piensa en el Tomy.
          —No me digas en qué pensar.
          —Lo estás haciendo por él.
          —Ya sé por qué lo estoy haciendo.
          —Pero sigues pensando en la Marcela.
          —No.
          —¿Y entonces qué?
          —Nada.
          —Dime.
          —Nada, nada, nada.
          La joven miró su reloj y se levantaron. La robusta dejó sobre la mesa un billete de diez soles peruanos. El bus a Arica arribó en el andén y los pasajeros
comenzaron a subir. La joven se detuvo junto a la puerta y sacó del bolso su
pasaje.
          —Si no quieres no estás obligada —dijo la robusta.
          —Muy tarde ya.
          —Tienes tus laxantes en el bolso, y hay un baño en la cafetería.
          —¿Y qué va a decir él si no lo hago?
          La robusta no dijo nada. La joven miró hacia la cafetería. Desde la ventana, el niño de pantalones cortos la miraba fijamente.
          —Cuando vuelvas te voy a llevar al cine. —dijo la robusta.
          La joven sonrió y se subió al bus. La robusta lo vio salir del terminal y observó el paisaje. En el horizonte, la mezcla del calor y el aire producía una imagen distorsionada del desierto.

*

Pablo Toro Olivos [1983, Santiago, Chile]. Periodista, guionista de televisión y escritor.
Sus obras: Hombres mavillosos y vulnerables [2010], cuentos; y Nunca salí del horroroso: Relatos sobre la violencia de Chile [2014].

       
*     *     *

«El 34»

Alejandro Zambra




          Los profesores nos llamaban por el número de lista, por lo que solo sabíamos los nombres de los compañeros más cercanos. Lo digo como disculpa: ni siquiera conozco el nombre de mi personaje. Pero recuerdo con precisión al 34 y creo que él también me recuerdaía. En ese tiempo yo era el 45. Gracias a la inicial de mi apellido gozaba de una identidad más firme que los demás. Todavía siento familiaridad con ese número. Era bueno ser el último, el 45. Era mucho mejor que ser, por ejemplo, el 15 o el 27.
          Lo primero que recuerdo del 34 es que a veces comía zanahorias a la hora del recreo. Su madre las pelaba y acomodaba armoniosamente en un pequeño tupperware, que él abría desmontando con cautela las esquinas superiores. Medía la dosis exacta de fuerza como si practicara un arte dificilísimo. Pero más importante que su gusto por las zanahorias era su condición de repitente, el único del curso.
          Para nosotros repetir de curso era un hecho vergonzante. En nuestras cortas vidas nunca habíamos estado cerca de esa clase de fracasos. Teníamos once o doce años, acabábamos de entrar al Instituto Nacional, el colegio más prestigioso de Chile, y nuestros expedientes eran, por tanto, intachables. Pero ahí estaba el 34: su presencia demostraba que el fracaso era posible, que era incluso llevadero, porque él lucía su estigma con naturalidad, como si estuviera, en el fondo, contento de repasar las mismas materias. Usted me es cara conocida, le dijo a veces algún profesor, socarronamente, y el 34 respondía con gentileza: sí señor, soy repitente, el único del curso. Pero estoy seguro de que este año va a ser mejor para mí.
Los primeros meses en el Instituto Nacional eran infernales. Los profesores se encargaban de decirnos una y otra vez lo difícil que era el colegio; nos instaban a arrepentirnos, volver al liceo de la esquina, como decían de forma despectiva, con ese tono de gárgaras que en lugar de darnos risa nos atemorizaba.
No sé si es preciso aclarar que esos profesores eran unos verdaderos hijos de puta. Ellos sí nombraron nombres y apellidos: el profesor de matemáticas, don Bernardo Aguayo, por ejemplo, un completo hijo de puta. O el profesor de técnicas especiales, señor Eduardo Venegas. Un concha de su madre. Ni el tiempo ni la distancia han atenuado mi rencor. Eran crueles y mediocres. Gente frustrada y muy tonta. Obsecuentes, pinochetistas. Huevones de mierda.
Pero estaba hablando del 34 y no de esos malparidos que teníamos por profesores.
El comportamiento del 34 contradecía por completo la conducta natural de los repitentes. Se supone que son hoscos y se integran a destiempo y de malas ganas al contexto de su nuevo curso, pero el 34 se mostraba siempre dispuesto a compartir con nosotros en igualdad de condiciones. No padecía ese arraigo al pasado que hace de los repitentes tipos infelices o melancólicos, a la siga perpetua de sus compañeros del año anterior, o en batalla incesante contra los supuestos culpables de su situación.
Eso era lo más raro del 34: que no se mostraba rencoroso. A veces lo veíamos hablando con profesores para nosotros desconocidos. Eran diálogos alegres, con movimientos de manos y golpes en la espalda. Le gustaba mantener relaciones cordiales con los profesores que lo habían reprobado.
Temblábamos cada vez que el 34 daba muestras, en clases, de su innegable inteligencia. Pero no alardeaba, al contrario, solo intervenía para proponer nuevos puntos de vista o señalan su opinión sobre temas complejos. Decía cosas que no salían en los libros y nosotros lo admirábamos por eso, pero admirarlo era una forma de cavar la propia tumba: si había fracasado alguien tan listo, con mayor razón fracasaríamos nosotros. Conjeturábamos, entonces, a sus espaldas, los verdaderos motivos de su repitencia: inventábamos enrevesados ​​conflictos familiares o enfermedades muy largas y penosas, pero en el fondo sabíamos que el problema del 34 era estrictamente académico. Sabíamos que su fracaso sería, mañana, el nuestro.
Una vez se me acercó de forma intempestiva. Se veía a la vez alarmado y feliz. Tardó en hablar, como si hubiera pensado largo rato en lo que iba a decirme. Tú no te preocupes, lanzó, finalmente: te he estado observando y estoy seguro de que vas a pasar de curso.
Fue reconfortante escuchar eso. Me alegré mucho. Me alegré de forma casi irracional. El 34 era, como se dice, la voz de la experiencia, y que pensara eso de mí era un alivio.
Pronto supe que la escena se había repetido con otros compañeros y luego se corrió la voz de que el 34 se burlaba de todos nosotros. Pero luego pensamos que esa era su forma de infundirnos confianza. Y necesitábamos esa confianza. Los profesores nos atormentaban a diario y los informes de notas eran desastrosos para todos. No había casi excepciones. Íbamos derecho al matadero.
La clave era saber si el 34 nos transmitía ese mensaje a todos o solo a los supuestos elegidos. Quienes aún no habían sido notificados entraron en pánico. El 38 —o el 37, no recuerdo bien su número— era uno de los más preocupados. No aguantaba la incertidumbre. Un día, desafiando la lógica de las nominaciones, fue a preguntarle directamente al 34 si pasaría de curso. El 34 parecía incómodo con la pregunta. Déjame estudiarte, le propuso. No he podido observarlos a todos, son muchos. Perdóname, pero hasta ahora no te había prestado demasiada atención.
Que nadie piense que el 34 se dio aires. Para nada. Había en su forma de hablar un permanente dejo de honestidad. No era fácil poner en duda lo que dijo. También ayudaba su mirada franca: se preocupaba de mirar de frente y espaciaba las frases con casi imperceptibles cuotas de suspenso. En sus palabras latía un tiempo lento y maduro. «No he podido observarlos a todos, son muchos», acababa de decirle al 38 (o 37) y nadie dudó de que hablaba en serio. El 34 hablaba raro y hablaba en serio. Aunque tal vez entonces creíamos que para hablar en serio había que hablar raro.
Al día siguiente el 38 —o 37— solicitó su veredicto pero el 34 le respondió con evasivas, como si quisiera —pensamos— ocultar una verdad dolorosa. Dame más tiempo, le pidió, no estoy seguro. Ya todos lo dábamos por perdido, pero al cabo de una semana, después de completar el período de observación, el adivino se acercó al 37-38 y le dijo, para sorpresa de todos: Sí. Vas a pasar de curso. Es definitivo.
Nos alegramos, claro. Pero quedaba algo importante por resolver: ahora la totalidad de los alumnos habíamos sido bendecidos por el 34. No era normal que pasara todo el curso. Lo investigamos: nunca, en la centenaria historia del colegio, había dado que los 45 alumnos de un séptimo básico pasaran de curso.
Durante los meses siguientes, los decisivos, el 34 notó que desconfiábamos de sus designios, pero no acusó recibo: seguía comiendo con fidelidad sus zanahorias e intervenía en clases con sus opiniones valientes y atractivas. Tal vez su vida social había perdido un poco de intensidad. Sabía que lo observábamos, que estaba en el banquillo, pero nos saludaba con la calidez de siempre.
Llegaron los exámenes de fin de año y comprobamos que el 34 había acertado en sus vaticinios. Cuatro compañeros habían abandonado el código de barras antes de tiempo, incluido el 37 (o 38) y los 41 que quedamos fuimos 40 los que pasamos del curso. El único repitente fue, justamente, de nuevo, el 34.
El último día de clases nos acercamos a hablarle, a consolarlo. Estaba triste, desde luego, pero no parecía fuera de sí. Me lo esperaba, dijo. A mí me cuesta mucho estudiar y quizás en otro colegio me va a ir mejor. Dicen que a veces hay que dar un paso al costado. Creo que es el momento de dar un paso al costado.
A todos nos dolió perder al 34. Ese final abrupto era para nosotros una injusticia. Pero volvimos verlo al año siguiente, formado en las filas del séptimo, el primer día de clases. El colegio no permite que un alumno repita dos veces el mismo grado, pero el 34 había obtenido, quién sabe cómo, una excepción. Lo que más nos sorprendía, en todo caso, era que quisiera vivir la experiencia una vez más.
Me acerqué ese mismo día. Traté de ser amistoso y él también fue cordial. Me pareció que estaba más flaco y que se notaba demasiado la diferencia de edad con sus nuevos compañeros. Ya no soy el 34, me dijo al final, con ese tono solemne que yo ya conocía. Agradezco que te intereses por mí, pero el 34 ya no existe, me dijo: ahora soy el 29 y debo acostumbrarme a mi nueva realidad. De verdad prefiero integrarme a mi curso y hacer nuevos amigos. No es sano quedarse en el pasado.
Supongo que tenía razón. De vez en cuando lo veíamos a lo lejos, alternando con sus nuevos compañeros o conversando con los profesores que lo habían reprobado el año anterior. Creo que esta vez por fin puede pasar de curso, pero no sé si siguió en el colegio mucho tiempo. Poco a poco le perdimos la pista. Espero que su suerte haya cambiado, porque sin duda lo merecía.

*
Santiago, febrero de 2009.

Alejandro Zambra nació en Santiago de Chile en 1975. Ha publicado los libros de poesía Bahía Inútil (1998) y Mudanza [2003] y las novelas Bonsái [2006] y La vida privada de los árboles [2007]. Su novela Bonsái fue publicada en Estados Unidos por Melville House a fines de 2008.

*     *     *

«El alguacil»

Marco Antonio de la Parra


Puente colgante sobre el río Biobío, Santa Bábara,
Chile
          
          Si esta historia es verdadera, poco importa. Mi padre ha muerto y de sus hermanos, los seis hijos varones, solo sobrevive el menor sordo como una tapia (mal de toda la familia, ya tengo a veces que pedir que me repitan las preguntas) custodiando la única herencia de mi abuelo, el revólver que llevó como alguacil de Santa Bárbara. La misma que usó mal o no usó en el Puente Piulo, en el invierno de 1933, unos años ya de soledad tras enviar a su mujer y sus hijos a Santiago, en tiempos de la crisis mundial, buscando mejor suerte.
          Santa Bárbara era un pueblo pequeño para todo, aún no existían tantos apicultores y tenía algo de frontera todavía vivo entre la nación pehuenche, la mapuche y los blancos. Sin embargo había un encuentro de fieras entre los Mardones, los dueños del pueblo o de todo lo que del pueblo tenía Santa Bárbara en esos tiempos, alejada cada vez más de la carretera panamericana, hoy Ruta 5, la misma que nunca llegó, como este cuento, a cumplir su sueño, la idea de construir una carretera que corriese a lo largo de toda América, rota en fragmentos imposibles, vencida por el altiplano, la selva o el caudillismo político.
          De esta historia solo hay pedazos, el revólver custodiado por mi tío Ladislao y un mal poema de mi tío Miguel, donde describe a mi abuelo montando un caballo blanco con los ojos azules que solo heredaron mi tío Felipe y mi hermano y la nariz aguileña que ha perseguido a toda la familia.
          No sé si es cierto. Solamente recuerdo a duras penas su nicho en el pequeño cementerio de Santa Bárbara y no pude sacarle prenda al último de los Mardones sentado como un mendigo delante de sus bodegas junto a la vía del tren de trocha angosta que en esos tiempos todavía funcionaba y hoy apenas es un rastro de hierro oxidado entre el paisaje.
          «Si quieres pieles de zorro o de puma, entra y sácalos. Si quieres cuentos, qué te los cuenten las mujeres, a ellas les gusta eso de andarse acordando de lo que no debes», me dijo.
          De las nietas en tercer grado de Ataúlfo Mardones, el patriarca, eran poco fiables todos sus relatos. O las había devastado alguna enfermedad de la memoria, o el pudor o el histrionismo, ambas formas de la necesidad de impresionar al visitante, habían socavado un relato que pudo ser sabroso.
          De los hijos que pudo tener la unión salvaje, impune y pecaminosa de Ataúlfo Mardones e Isabel Contreras Mardones, solo sobrevive un longevo débil mental y existe la leyenda de una muchacha avergonzada de su origen, que en esta historia asesinará a su amante lanzándolo al barranco desde el Puente Piulo sobre el río Bío-Bío.
          Mi abuelo era el alguacil de ese pueblo y constante en actas que envió a Amelia, su bella mujer con sus seis hijos varones a Santiago buscando la mejor vida. «Aquí se van a morir de hambre» dicen que sentenció viendo cómo se arruinaban las cosechas con el derrumbe de los pagos.
          Todo el país estaba endeudado y sin trabajo y mi abuelo, miedoso como toda su estirpe, consideró que el hambre iba a terminar con su prole y llamó a Amelia Enríquez [de la misma sangre que revolucionarios y políticos incendiarios de los años 60], su bella y joven mujer, cansada de parir desde la adolescencia, para ordenarle se subiera al tren y partiera a la capital. «Nos veremos, si hay con qué, en las vacaciones de verano». Dio un beso a cada uno de sus seis hijos y no supo que en el viaje a Santiago, mi tío Felipe lanzó la cartera de mi abuela a la vía férrea y ella se ocultó a mi abuelo que llegaron a la capital con lo puesto.
          En los veranos viajaron al sur y cuando mi padre se salvó del torrente del río por las brazadas de mi mismo tío Felipe, ya mi abuelo había muerto en las extrañas circunstancias que intentaron relatar, así, con trozos de historia abandonada, en conversaciones escuchadas de niño, alejado de los mayores al patio o escondido entre las gallinas, esperando el secreto final de las comidas.
          Cuando se subieron al tren los seis niños, mi padre, el penúltimo, tenía apenas siete años. Toda mi infancia lo escuché anunciarnos a mí, mi hermano y mi madre, también bella y joven, que iba a morir de un infarto a los 35, la edad en la que habría muerto mi abuelo según la versión blanqueada de lo que intento reconstruir.
          Mi abuelo era el alguacil y todos los llamaban por su nombre propio, Alejo, sin que nadie nunca agregase el «don», fruto de la poca autoridad que despertaba un alguacil que prefería jugar con los niños del pueblo a sacar el revólver ante algún desastre legal poco claro.
          Todos los días hacía la ronda, iba y venía, se tomaba un vaso de chicha, incluso dos o tres cuando estaba solo y pasó muchos años así, en el único mesón de la calle principal, la única, y jugaba al cacho, el dominó o la rayuela o la rana hasta que el cansancio o la chicha o ambas lo vencieran alterando su pulso o la memoria que es lo primero que la chicha ataca.
          Alejo de la Parra, mi abuelo, tratado como «usted» pero sin el «don», tenía encargos más parecidos a los de un guardaespaldas desencantado que a las de un alguacil en territorio indio, en plena frontera. Alguna vez lo sacó de la siesta una pendencia entre borrachos, un robo mal organizado, un animal que desaparecía, cuatreros de segunda fila, montando su caballo blanco que imagino más bien overo y presumo yegua salvada de la trilla a yegua suelta y que bautizo Alma porque le viene mejor a la historia, esgrimiendo ese revólver que usó quizás solo una vez en serio, fuera de sus prácticas en los bosques de araucarias, donde comía piñones y avellanas comprobando que era un buen tirador y jurando que nunca por su mano correría sangre.
          Uno de esos días de la crisis, esa que afecta tanto a los hombres, más que las mujeres, lo mandó a llamar Ataúlfo Mardones a su casa.
          No era raro ese llamado. Si a alguien se le podía robar algo o moverle las marcas de sus territorios o atentar contra la propiedad, era un «don» Ataúlfo [nadie se atrevía a llamarlo de otro modo], el viudo siempre de negro, una especie de buitre que miraba los cóndores desde su caballo también negro, volviendo todas las tardes del sur más sur, sin hablar una palabra desde que una enfermedad de la cabeza se había llevado a su mujer, algunos dicen que loca, otros que con amargas cefaleas, siempre joven sola hija tan parecida a su padre que era sin duda fea.
          Cuando mi abuelo desmontó de Alma frente al caserón de los Mardones [lo imagino blanco entero, de tres pisos, nunca lo vi, en su lugar habían construido un policlínico público] sufría el final de boca de la chicha y el pulso no estaba firme obligándolo a sujetarse del cinturón con una fiereza que nunca tuvo, tragándose las ganas de regresarse a su casa donde, dicen y eso tampoco es comprobable, que esperaba una india pehuenche jovencita que solo quería un hijo y un apellido y que en esta historia solo se quedará con las ganas.
          Ataúlfo Mardones, el patriarca, estaba pálido como la nieve, desvelado de días, insomne ​​de noches, sin afeitar y enfundado en esa bata azul de seda que le había parecido siempre a mi abuelo un despropósito en un pueblo como ese tan lejos de todo, tan cordillerano, tan poco ciudad, tan pequeño. Hacía frío, algo de nieve flotaba en el aire, siempre poca con algunos inviernos excepcionales de nevadas hasta las ventanas y este no lo era, y mi abuelo tenía su negro poncho de castilla, esa lana gruesa y tupida que dejaba escurrir la lluvia y protegía de fríos crueles. Al entrar saludó sacándose su sombrero que imagino de cuero marrón y de ala ancha percudido por el clima, respetuoso, intentando esconder su aliento a alcohol, haciendo sonar lo menos posible sus espuelas excesivamente vistosas, las únicas que tenía,
          —Han raptado a mi nieta —dijo Mardones el viudo—. Y necesito que la traiga esta noche, antes del amanecer la quiero en mi puerta.
          Mi abuelo, Alejo sin don, respiró hondo y tragó saliva. Iba a preguntar pistas y sobre todo oler en la conversación ahogada de don Ataúlfo si había alguna recompensa.
          —La hay —respondió Ataúlfo sin esperar la pregunta.
          —La pista y la recompensa —siguió—. Dinero tengo y puedo pagarte tanto como para que devuelvas a toda tu familia a trabajar la miel y estudiar a tus hijos abajo en Los Ángeles. Pista: entra a su dormitorio y verás que no queda nada. Se la han llevado con su ropa y sus muñecas. No está desde hace dos mañanas.
          —¿Puedo hablar con sus padres?
          Alejo, mi abuelo, los conocía bastante bien. Compañeros de mesa de cacho y dominó, la rana. Gente buena. Herederos sin ínfula. La sombra poderosa de ese padre había aplastado hija y yerno.
          —Nones, partes ahora mismo. Aquí tienes agua, charqui y una manta. Caballo tienes y si precisas municiones entras al almacén y las sacas. No pases por tu casa ni digas nada a nadie. Que esta vergüenza, hoy mía y mañana tuya, quede en secreto.
          —¿Sopecha de alguien?
          —Última respuesta, última pregunta. Unos indiecitos, unos pehuenches desagradecidos, con escopetas, dos o tres creo, anduvieron en el pueblo ayer sin tomar ni un trago, mirando raro a la gente, buscando algo que solo ellos sabían.
          Alejo pensó, a veces se daba un tiempo para hacerlo, que habría sido bueno saber algo más de sus padres, la madre fea, triste y seguro alcohólica. Amarga como pocas la hija única de Ataúlfo Mardones. Su esposo un hombre lento, sin ambiciones, sobre todo al convertirse en el único hombre en esa línea maldita o hechizada de los Contreras Mardones. Renato, dicen, se llamaba.
          Alejo de la Parra montó en Alma, probó el charqui y se despidió lanzando un beso al aire al pasar frente a su casa para esa india que nunca conoció a ese hijo mestizo y blanco que tanto anhelaba.
          Apurado, repitió las últimas señas de don Ataúlfo. Habían visto en la nieve las huellas de una tropilla hacia el río. Alejo pensó, juro que lo hacía, incluso en exceso, que ya era noche cerrada y no había caso de seguirlas. La nieve de la noche anterior se había ido convirtiendo en barro y mezclaba las marcas de inocentes y culpables. Igual trotó hacia las afueras con la sensación que tiene el que está entrando en un camino sin salida.
          Hay quienes me dicen que Alejo de la Parra, mi abuelo, sabía en lo que se estaba metiendo y que solo lo esperaba la muerte o algo peor, aplastado por la melancolía de quien ha perdido mujer e hijos. Hay quienes dijeron que se imaginaba todo y partió solo porque nadie pero nadie le podría decir que no a don Ataúlfo. Hay quien sostiene y esta versión no me gusta, que Alejo era hombre de pocas luces y partició sin comprender que era la pieza de un plan más siniestro.
          Lo cierto, en eso todos coinciden, es lo que hacía mucho frío y no se veía más allá de las orejas de su montura. Subió al puente y midió el viento olfateando el aire que en esto mi abuelo, Alejo, era un hombre cercano a las bestias. Solo mi padre heredó ese olfato para las desgracias, su buena fortuna en el juego, nunca suficiente y esa mirada apretando los párpados que le permitía ver en la oscuridad el paso del tiempo y las personas como si de fantasmas se tratara.
          «¿La sientes, Alma? —le preguntó a la yegua, cosa que hizo cada vez que se sentía perdido en la vida.
          Alma no dijo nada pero tironeó las riendas hacia la provincia pehuenche, cruzando el río. A mi abuelo, como a todos, le daba miedo atravesar de noche el Puente Piulo, enclavado en la roca en un estrecho del río y tardó en decidirse tras una profunda cavilación sobre el destino de los fugitivos. Podrían estar a más de un día a caballo. Ya perdida toda virginidad restante de la muchacha a la que calculó catorce años pero con un carácter como el de su abuelo. O cautiva en alguna ruca o refugiada entre las cuevas o los cerros.
          Era buen tirador y sudó frío al recordar la orden postrera de don Ataúlfo, el viudo.
          No los quiero vivos. A ella sí, y virgen —como si Alejo no entendiera.
          —¿Le pidieron rescate?
          Fue lo último que le preguntó a don Ataúlfo y lo último que le contestó.
          —No.
          Se cruzó el poncho de castilla sobre el cuerpo para enfrentar la ventisca suave y cínica que se levantaba y volvió a mascar el charqui tratando de paliar las ganas de volver a casa, comer como es debido y sentirse menos solo con la joven que ya no lo esperaba.
          La noche era loba y en Chile no hay serpientes, apenas un solitario puma y el cóndor que es carroñero. El peligro eran los hombres y mi abuelo lo sabía. Los últimos días habían recibido varias quejas sobre ladrones de ganado y presumió que los pehuenches del relato de don Ataúlfo eran inocentes de abigeato pero quizás más culpables de buscar líos y alcohol que de otra cosa.
          Trotó sobre el puente sintiendo las herraduras sobre la madera hasta llegar al otro lado. Nadie sabe cómo se orienta entre los cerros y las araucarias. Dicen que conocía tan bien el terreno que orientaba con un gesto de la mano hasta a los más baqueanos. Dicen que fue el instinto, esa capacidad de algunos de poder ponerse en la piel del asesino.
          Pensó en la muchacha como si la viera en una fotografía. Bella como su padre, tan distinta de su abuelo. Alguna vez había estado jugando con el mayor de sus hijos a ser novios y Ataúlfo, el viudo temprano, se había acercado para decirles que por muy menores que fueran no se hicieran ilusiones.
          —¿Quien rapta a una princesa? —le preguntó a Alma que se detuvo a pensar, imagino, hasta contestarle tironeando hacia la profundidad de la quebrada en que estaban sumergidos.
          A lo lejos vio un fuego encendido y se le fue como en un impulso la mano hacia el revólver. Lo acarició mientras pensaba si se escucharían los pasos de Alma. La dejó atada a una araucaria y descendió arrastrándose sin miedo hasta quedar a tiro del fuego. Eran tres pehuenches hablando su lengua cerrada, riéndose medio borrachos. No había donde esconder a la muchacha si es que eran ellos quienes la tenían. Pero eran buenos testigos. Era raro verlos a esa hora lejos de cualquier caserío y entendió cuando escuchó el mugido de una vaca aterida por la nieve.
          Montó en Alma y disparó al aire el primer tiro de esa noche envenenada. Los tres pehuenches se levantaron aterrados sin saber de dónde venía el ruido. Cabalgó seguro entre el bosque hasta disparar un segundo tiro como si fueran varios los que montaban la emboscada. Se puso al alcance de la luz de la fogata pistola en mano.
          —No hemos hecho nada —dijo en mal castellano uno de los indios.
          —Nos manda don Ataúlfo Mardones —dijoo mi abuelo conteniendo el miedo y sujetándose más él del revólver que sosteniendo el arma.
          El «nos» le salía mal pero lo había leído en una novela del oeste, las únicas que llegaban a ese sur fronterizo y lo hacían soñar alguna vez con cierto heroísmo trasnochado.
          —La vaca no es de él —se confesó aterrado otro de los indios. El que parecía ser el jefe le asestó un golpe en plena cara insultándolo en su lengua.
          —Robando animales… ¿A quién se la sacaron?
          Hubo una pausa de hielo. Los tres indios tenían las manos levantadas.
          —¿Dónde están las escopetas? —preguntó mi abuelo y el jefe de los tres, el que parecía que mandaba, hizo un gesto con el mentón hacia donde parecían haber intentado una ruca. Era cierta la pista del viudo, pero equivocada.
          —¿Qué hacen aquí tres pehuenches muertos de frío? —les preguntó en su lengua que dominaba poco pero se hacía entender—. ¿Saben acaso algo de ciertos fugitivos? No me interesa esa vaca. No he recibido denuncia ni cosa parecida. A lo mejor me la llevo igual si es que no me ayudan.
          Era noche cerrada y Alejo, el sin don, mi abuelo, se bajó del caballo canchero sin bajar el revólver que se le antojaba la luz de la noche, una antorcha con que iluminar el miedo en la cara de los indios. No eran tan inocentes y merecían prisión, más por torpes que por forajidos. Alejo se puso en cuclillas para calentarse sin dejar de apuntarles.
          —¿Quien sabe de cierta muchacha de unos catorce años, bella como un relámpago, en medio de esta cordillera?
          Uno abrió la boca y el otro le hizo un gesto para que callara.
          Alejo, mi abuelo, vio como el tercero se movía hacia el fondo, donde estarían, supuso, las escopetas. Amartilló ruidosamente el revólver. En el silencio de la noche eso suena como un tren.
          —Te mato por la espalda si das un solo paso más —le dijo mi abuelo, leyendo en su memoria las novelas del lejano oeste.
          Tonto o torpe, eso no hay manera de saberlo, dio ese maldito paso más el pehuenche, dando incluso otros dos más, como si supiera de la cobardía interior de mi abuelo a la hora de disparar a otro hombre y recogió una escopeta apuntándole de vuelta.
          No alcanzó a pestañear Alejo y, como un murciélago con fiebre, sintió el tiro silbando sobre su cabeza para estallar en sangre en el pecho del indio que saltó hacia atrás con escopeta y todo. Hubo otro disparo más pero ya los otros dos pehuenches habían montado en estampida dejando la vaca, el muerto y el fuego delante de mi abuelo espantado tirando de Alma lejos de la fogata, sumergiéndose en la oscuridad para protegerse de quien fuere, cazador furtivo, un buen tirador supuso, sin darse cuenta cuenta que esa bala lo buscaba a él y no al pobre cuatrero de cuarta que yacía boca arriba junto a la vaca tan asustada como todos mugiendo aterrada de frío intentando soltarse y escapar.
          No hubo tercer disparo y en esto dudo pues mi abuelo, con 35 años esa noche de invierno de 1933, distinguió la llamarada de dónde venían las balas. Dicen, y no hay manera de probarlo, que el fuego iluminó el rostro de un hombre que él conocía y pudo medir la distancia y el compromiso, la aflicción de un hombre que suponía bueno, el desamparo, la desesperación, la furia.
          —¡Somos muchos! —gritó mi abuelo en la penumbra, sacudiendo las riendas de Alma para que se moviera entre los árboles. La yegua asustada se acercó más a la luz y ahí vino lo que dicen fue el tercer o cuarto tiro. Hay diferentes testigos, todos malos, pero que coinciden en que esta bala dio en la pobre yegua, tan desafortunada esa noche como su amo.
          Mi abuelo sintió el tiro como en su propio pecho. Quizá a nadie quería tanto como a esa yegua blanca u overa que vio retorcerse de dolor en el suelo iluminado malamente por el fuego. Supo que acercarse a ella sería lo peor y podría que lloraba mientras apretaba el gatillo para sacrificarla de un disparo en la cerviz sin fallar ni un centímetro. No fue necesario. Otro tiro sacudió la cabeza del animal y dio con ella en la tierra húmeda. Mi abuelo la vio buscarlo con la mirada en el bosque oscuro como preguntándose quién los mandaba morir ahí, por qué y para quién era tanto sacrificio. Dicen que ahí supo mi abuelo que era el próximo muerto y que aún así intentaría cambiar la historia.
          —¡Ríndete, cobarde! —gritó, como hablándose a sí mismo.
          —¡Ríndete tú, Alejo! .— escuchó.
          Mi abuelo, a través de la chicha ya seca por el espanto, reconoció en el recuerdo el rostro iluminado por el disparo y la voz que lo tuteaba, sin don, sin miedo.
          Corrió entre los árboles. Hubo otro tiro y mi abuelo supo que la cosa iba en serio. Sin saber cómo ni cuándo, disparó en la oscuridad al sitio de donde calculó venían los balazos y la voz.
          —¡Ríndete tú, Renato! —gritó como al tiempo que disparaba.
          Hubo un silencio de hielo y descubrieron un aullido agudo sin duda femenina y supo que los habían encontrado. Saltó hacia la oscuridad envalentonado por la venganza de su yegua que veía quejarse por las últimas, iluminado por el fuego y rodó entre las matas hasta quedar a tiro de pistola de la pareja iluminada por el miedo, ese que hace a los seres humanos brillar en la oscuridad.
          La reconoció. Isabel Contreras Mardones arrodillada con el rostro de su padre, Renato Contreras, el buena persona, llorando de dolor en sus brazos con un rifle de competición que alguna vez había visto usar en las fiestas de don Ataúlfo, donde solía fingirse derrotado por su puntería para conservar el trabajo y no provocar al viudo, siempre el triunfante.
          Siguió la pista de los quejidos y esto lo creo más que el supuesto brillo de las lágrimas de Isabel con su padre en el regazo, hasta quedar a unos metros de la pareja, acostumbrado a la oscuridad, dolido por su animal agonizante más que por lo que ahí estaría sucediendo entre esa hija y el herido.
          Los dejó llorar a ambos asustados viendo como aflojaban el rifle y podía ponerse a tiro sosteniendo su revólver esta vez hasta compasivo.
          Cuando pudo se puso de pie y aguantando la tristeza mezclada de lástima e ira apuntó a la chica.
          —Isabel, entrégame el rifle.
          La muchacha levantó el rostro y debe haber visto tan poco como mi abuelo, así de cerrada era la noche. Quizá se puede conjeturar que se abrieron las nubes un instante y entró un rayo de luna pero consta en todos los relatos que los tres se reconocieron.
          —Déjanos huir, Alejo —dijo entre gemidos de dolor, Renato, el buen tipo, el quitado de bulla, el silencioso. El rifle estaba tirado pero nadie lo veía. Quizá lo iluminó la luna porque la chica lo tomó y apuntó hacia Alejo y mi abuelo, lento pero no tonto, creyó que no sabía manejarlo.
          Por fortuna se movió hacia un lado porque la vio cargar y apretar el gatillo y salió un tiro que le dio en el hombro por mala suerte de él o buena suerte de ella, si es que así pudiera decirse de una fugitiva.
          Mi abuelo sintió como se empapaba la gruesa lana de su poncho con sangre. Nunca le habían herido y el dolor de los huesos rotos lo mareó de la impresión. Pensó si estaría muerto cuando ella gritó con todas sus ganas: ¡Salgan todos que los mato!
          Renato se pudo herido e intentó arrebatarle el rifle soltando otro tiro más al aire que rompió varias ramas de una araucaria cayendo al suelo con el estrépito de una cabalgata de fantasmas.
          Para todos era una noche desafortunada y el rifle rodó hasta los pies de Alejo, que a esa hora solo pensaba en volver a casa o comer unos piñones o maldecir el encargo fatal del patriarca de los malditos Mardones y su linaje de bestias.
          Recogió el arma de competición, una belleza, recordó que lo que bautizaba «Ariel» don Ataúlfo y lo manejaba con prestancia. Pesaba el arma y más con la herida. Lo arrojó hacia lo más profundo de la quebrada y apuntó con el brazo bueno, el que le quedaba, aguantando el dolor en el hombro derecho, traspasado.
          —¿Qué están haciendo, par de brutos? ¿No ven que van a terminar matándolos?
          Mi abuelo entendió mal entonces el beso en la cabeza de Isabel a su padre. Creyó la primera versión de los fugitivos y habría otras más complejas.
          —Estábamos huyendo hacia Argentina, buscando el paso cordillerano pero perdimos la huella, llevamos horas en círculos y perdimos la comida y las monturas. No nos mates, déjanos explicarte todo.
          Mi abuelo, el Alejo sin don, pensó que eran muy brutos intentando fugarse en pleno comienzo del invierno, a poco de comenzar las nevadas y pensó que cómo lo habían pretendido y que eso han hacían los idiotas, los enamorados y los desesperados y no se dio cuenta que atinaba en las tres opciones.
          —Queríamos los caballos de los indios y los empezamos a seguir. Tenían comida y montura. Nosotros esta arma de lujo, el hambre y el miedo.
          Hay preguntas que no se hacen y no sé si Alejo, mi abuelo, las hizo o sencillamente le contestaron tal como manaba la sangre de las heridas de esos dos hombres o el llanto de esa hija.
          Recuerdo en el relato, y eso es un error y no sé cómo remediarlo, tan nítidos los rostros en la noche que creo Alejo pudo haber encendido una fogata y me pregunto con qué y cómo. Incluso pienso si se acercaron al fuego medio extinguido de los indios para rematar a la pobre Alma y ahí la historia comenzó a salir como un arroyo.
          —El viudo me manoseaba —tomó la palabra la hija—. No aguanté más y eso es todo. Mi padre me dijo que huyéramos juntos, que el viudo no nos dejaría tranquilos y robamos el rifle y los caballos y salimos hacia el paso pero nos perdimos.
          La historia era peor y Alejo, que era lento pero jamás tonto, intuía que todo era más oscuro.
          Ahí pierdo la huella como ellos en el bosque de araucarias y presumo que fue mi abuelo el que distinguió el más terrible sentimiento entre padre e hija, el que nunca sintió, heredado pobremente por puros varones. Estaban enamorados y eso era todo. Eso explicaba cada paso, cada movimiento, la tranquilidad de un plan urdido, de la manera de conducir las fichas en el dominó las últimas noches, la necedad aparente de Renato el bueno, su gesto a veces hasta pusilánime, la fealdad épica de su mujer, la madre bebida de esa hija bella como esa luna que debe haberse abierto para iluminarlos, que si no es así no comprendo cómo puedo ver sus rostros tan claros en plena noche de invierno.
          Pero era peor. Todo se juntaba y Alejo, mi abuelo sin don ni ley, no entendía bien la confusión de las las dos historias. El abuelo abusador, el padre enamorado, se le juntaban en la mente y le apretaban los párpados con fuerza intentando juntar las piezas.
          Ayudó el último disparo de esa noche. O el último que escuchó mi abuelo. Se lo asestó por la espalda una mano con buena puntería y por eso debe haber habido luz y dicen que a Alejo lo encontraron junto a Alma, los dos en su último suspiro y que se miraron con arrobo y la extrañeza de haber coincidido en tan fatal instante
          ¿Murió de inmediato?
          La versión está tan manoseada que la armo como puedo, tan confuso como la agonía de mi abuelo. La trajeron los indios que volvieron por su compañero en cuanto comprobaron que era la refriega era en otro sitio. A mi abuela le dije que le había dado un infarto y así me lo contó mi padre en tantas sobremesas anunciando su propio fallecimiento, mi orfandad y la de mi hermano y la viudez de mi madre que, me temo, ella a veces saboreaba.
          Un tiro en el corazón desde la espalda no es infarto aunque hay quien arregla las cosas y dicen que se murió de miedo por la segunda entrada de una bala en su cuerpo, todo en la misma noche, la fatalidad que se convoca, insoportable. Que no lo mató la bala, que estaba condenado a morir ese pobre corazón afligido.
          Dicen los que escucharon lo que decían los indios, que don Ataúlfo el viudo disparó contra Renato y dio por la espalda a mi pobre abuelo, el de la buena suerte en el juego pero nunca demasiada, mientras le apuntaba a su rival en el amor de su nieta Dicen que después disparó contra Renato y le dio entre los ojos como una alarde de crueldad. Dicen que clarito la escucharon gritar a la muchacha y huir entre los árboles. Dicen que disparó don Ataúlfo al aire. Dicen que mi abuelo clarito escuchó que el viudo le daba las gracias por seguirles la pista y le contó el plan, colocarlo como sabueso, esperar su momento y asestar un golpe que no dejara huella. Que esa mujer era el amor de su vida y no le importaba quién se cruzaba en su camino y que así se ganaba en la guerra, el amor y el juego, es decir la vida, Alejo. Así lo escucharon hablar y no sabemos si mi anuelo aun oía.
          Aquí la historia se retuerce y cuesta seguirla. Hablan de ese hijo monstruoso que habría parido la chica un año antes, del amor entre padre e hija que hace que no sepamos quién fue el padre del niño tonto. Hablan de esa cabalgata en la noche a través del bosque de araucarias con la muchacha atravesada sobre el caballo negro y la orden de ir a buscar a los muertos que no tienen que salir de la boca de nadie. Dicen que en el Puente Piulo ella logró zafarse y arrancar hacia las casas. Que el viudo, negro como la noche misma no podría dispararle y la llamaba con la garganta cortada por el grito. Dicen que todo el pueblo se levantó para verlos forcejear en el puente hasta el momento en que se unieron el grito de la niña madre y el alarido de Ataúlfo Mardones cayendo río abajo. Encontraron su cuerpo en Concepción, comido por los peces, rebotado. A ella la llevaron a otro sitio. Su madre siguió bebiendo. Incluso dicen que Isabel tuvo otro hijo, esa noche iba preñada y no sabemos de quién, así de triste es esta historia.
          Hay gritos y sirven poco el escándalo y la rabia a la hora de entender cómo termina una historia que si es verdad no termina. Llamaron a mi abuela y sus seis hijos para contar que mi abuelo había muerto del corazón persiguiendo a los cuatreros. Hay quién sugirió contar que había sido una muerte heroica en el ejercicio de la ley y el orden pero nadie le creyó. Estaba lleno de sangre su poncho dicen que dijeron los indios, pero mi abuela no les creía a los pehuenches por principio.
          Sobre el destino de Isabel Contreras hay varias versiones. Ninguna termina bien y es una pena. Si hay una víctima fue ella aunque nunca falta la mal hablada que asegura que era coqueta desde la cuna. Que su belleza provocaba la amargura de su madre y el amor arrebatado de su padre, de su abuelo y de quién sabe más, esa chiquilla se las trae. Así dicen y no les creo.
           A mi primo, el hijo del menor, de Ladislao, el último de los seis, le he pedido me permita tocar el revólver de mi abuelo. Saber que no disparó lo suficiente y que, por confianza o por deber, erró el tiro y debió abrir la noche matando al viudo en su casa poniendo las cosas en orden. Sabemos que los buenos y mi abuelo si algo era, era bueno, siemprepierden y entre medio, a veces, alguien acierta un disparo. En esta historia todos se equivocaron de camino.
          Hasta los indios sobrevivientes. Fatales también, fueron asesinados en una borrachera y algunos aseguraron fue una orden de la madre de Isabel, vengativa, de quienes contaban la historia de despecho y la traición de una noche maldita.
          No he vuelto a Santa Bárbara. La llaman «La ciudad de la miel» porque ahora crían abejas y no hay alguacil sino policías uniformados y hacen un festival de la canción y tienen turismo de aventura a través del Puente Piulo, ignorando toda la historia trunca y encima cruel de noches de invierno cerradas, casi sin luna.
          He intentado contarla pero, como sucede con la verdad, no termino de entenderla. Tal vez, cuando tenga en mi mano ese revólver, sepa más.
          Aunque ya no habrá nadie vivo para confirmar esa versión, la última, la completa.
          La inútil.

*

Marco Antonio De la Parra [Santiago de Chile, 1952] es un un psiquiatra, escritor y dramaturgo miembro de la Academia de Bellas Artes. Es autor de más de ochenta y cuatro títulos traducidos a varios idiomas, entre obras teatrales, novelas, ensayos y libros de relatos.
Algunas de sus obras: Te amaré toda la vida [novela, 2005], El teatro, la escena secreta [teatro, 2006], Crear o caer [ensayo, 2006], Vencer la depresión [psicología, 2009], La secreta obscenidad de cada día [antología, Arte y Escena, 2010], Para qué leer [ensayo, apuntes, cartas, el lector compulsivo, 2011], El loco de Cervantes [teatro unipersonal, 2012], etc.

*     *     *

          Espero que hayan disfrutado de esta lectura y que la sigan disfrutando con los otros cuentos y autores. Que este tema de la frontera los lleve a reflexionar sobre las propias y ajenas. De los propios tiempos y de los pasados. Esa frontera que inquieta. La frontera en la literatura. Yo recordé la frontera «muerta» del Desierto de los tártaros [1940], obra maestra de Dino Buzzati [1906-1972]. Novela que siempre recomiendo, prologado por Jorge Luis Borges [1899-1996]. Imposible no recordar al teniente Drogo, olvidado y dejándose olvidar, frente al desierto, su frontera.
          Hasta la próxima lectura.

Cecilia Gianelli

Notas


- Narrando las fronteras de Chile, Beatriz García Huidobro y Andrea Jeftanovic: «El 34», Alejandro Zambra; «El alguacil», Marco Antonio De la Parra;

 - Border Door, by Richar Lou [1987]: Obra de arte elegida para este post.