Este es el primer cuento de Hombres sin mujeres [2014]—título que demuestra la admiración de Murakami por Heminway.
El personaje principal, Kafuku, es un actor de teatro, viudo que, por problemas en su visión no podrá conducir su querido Saab descapotable amarillo —en la película, el popular director Hamaguchi*, lo cambia por uno rojo, visualmente más atractivo.
La joven que va a contratar como chófer, se llama Misaki Watari.
Ellos son los personajes principales, con sus personalidades erráticas y sus mundos particulares.
Vamos sabiendo de sus vidas muy de a poco, acompañados con el suave murmullo del auto. Como siempre, Murakami no tiene prisa para dejarlos a la intemperie... nos da tiempo a los lectores a tener una visión interior de ellos.
La música, desde Beethoven al viejo rock estadounidense, los acompaña en sus traslados. Y también sus pensamientos, llenos de preguntas no formuladas y respuestas no concedidas. Silencios.
Porque el autor, una vez más, sondea magistralmente los rincones profundos y oscuros de las personas: la incomprensión de la infidelidad y del abandono paternal, el enojo. La crisis existencial siempre ronda, son los temas, cargados de una melancolía de recuerdos enterrados que van apareciendo.
Aprender a vivir con un punto ciego, dice uno de ellos. No es fácil. Actuar ayuda —al fin y al cabo es el oficio de Kafuku—, salir de copas con «su enemigo», también. Gran tensión de esos diálogos.
Pero, ¿en qué momento imperceptible se desvanece esa mezcla de rabia, dolor, humillación?
Por más que lo intenten, solo saben que [...].
Escrito en tercera persona en su mayoría —hay alguna excepción.
[*Hamaguchi, vale aclararlo, utiliza otros dos cuentos del mismo libro para completar la historia: «Scherezade» y «Kino»].
Ahora, sin contar más, leamos el cuento. Al finalizar, dos o tres líneas para completar esta presentación.
Hasta entonces, Kafuku se había subido a un coche conducido por una mujer
en varias ocasiones y, a su modo de ver, la manera de conducir de las mujeres
podía clasificarse básicamente en dos tipos: o un poco demasiado brusca o un
poco demasiado prudente. Por suerte, esta última era mucho más frecuente que
la primera. En términos generales, ellas conducen con mayor prudencia y
cuidado que los hombres. Desde luego, uno no tiene derecho a quejarse de que
alguien conduzca con prudencia y cuidado. Sin embargo, a veces esa forma de
conducir puede exasperar a los demás conductores.
Por otro lado, da la sensación de que muchas de las conductoras que
pertenecen al «bando brusco» se creen que «ellas conducen bien». Se burlan
de las conductoras excesivamente prudentes y se enorgullecen de no ser como
ellas. Pero, cuando realizan un cambio de carril temerario, no parecen darse
cuenta de que algunos de los conductores que las rodean sueltan suspiros o
improperios mientras se ven obligados a utilizar el freno más de lo habitual.
También hay, por supuesto, quien no pertenece a ninguno de los dos bandos.
Son mujeres que conducen con total normalidad, ni con demasiada brusquedad,
ni con demasiada prudencia. Entre ellas, las hay bastante hábiles conduciendo.
Sin embargo, incluso en esos casos, por una u otra razón Kafuku siempre notaba
en ellas cierta tensión. No podría explicar de qué se trata en concreto, pero
cuando va sentado al lado de la conductora percibe una «falta de fluidez» que le
impide sentirse a gusto. La garganta se le reseca o se pone a hablar de cosas
triviales e innecesarias para romper el silencio.
Obviamente, entre los hombres también hay quienes conducen bien y
quienes no. Pero, por lo general, no le transmiten tensión. No es que vayan
relajados. Seguramente también estén tensos. No obstante, parecen saber cómo
separar de modo natural —tal vez inconscientemente— dicha tensión de su
talante. A la vez que prestan atención a la conducción, charlan y obran con un
nivel de absoluta normalidad. En resumen: una cosa es la tensión y otra el talante.
Kafuku desconoce dónde radica esa diferencia.
Pensar separadamente en los hombres y las mujeres no es algo que suela
hacer a diario. Apenas nota diferencias en las competencias en función del sexo.
Su profesión lo obliga a trabajar con el mismo número de mujeres que de
hombres y, de hecho, se siente más cómodo al trabajar con ellas. Por lo general,
están atentas a los detalles y saben escuchar. Pero, en lo que concierne a
conducir, cuando se sube en un coche pilotado por una mujer, en ningún
momento deja de ser consciente de que es una de ellas la que lleva el volante.
Esta opinión, sin embargo, nunca se la ha expresado a nadie. No le parece un
tema apropiado para hablar con los demás.
Por eso, cuando le contó que buscaba un chófer particular y Ōba, el dueño
del taller, le recomendó a una joven, Kafuku fue incapaz de mostrarse contento.
Al reparar en su expresión, Ōba sonrió. Como si le dijera: «Sé lo que piensas».
—Escuche, señor Kafuku, le aseguro que esta chica conduce bien. Se lo
garantizo. Si quiere, ¿por qué no queda con ella, aunque sea una vez, y la conoce?
—Está bien. Si tú lo dices… —repuso Kafuku.
Necesitaba un chófer lo antes posible y Ōba era un tipo de confianza. Ya
hacía quince años que se trataban. Por su aspecto, Ōba recordaba a un diablillo
de pelo duro como el alambre, pero, en lo tocante a coches, seguir sus consejos
era ir a lo seguro.
—Por si acaso, le echaré un vistazo al alineado de la dirección y, si no
encuentro ningún fallo, creo que podré entregarle el coche en perfecto estado
pasado mañana a las dos. Ese día avisaré a la chica para que venga, así que ¿qué
le parece si lo lleva a dar una vuelta de prueba por esta zona? Si no le convence,
no tiene más que decírmelo. Conmigo no hace falta que se ande con reparos.
—¿Qué edad tiene?
—Creo que veinticinco. Aunque todavía no se lo he preguntado —reconoció
Ōba. Luego frunció un poco el ceño—. Bueno, como acabo de decirle, al volante
es irreprochable, pero…
—Pero ¿qué?
—Pues que… ¿cómo decirlo?, tiene algún defectillo.
—¿Por ejemplo?
—Es antipática, callada y fuma como un carretero —explicó Ōba. Cuando la
vea, se dará cuenta de que no es precisamente la típica chica maja. Apenas
sonríe. Y, para serle franco, creo que es un poco feúcha.
—Eso no importa. Si fuera una belleza, me pondría nervioso y, además, no
quiero dar pie a rumores.
—Entonces creo que es perfecta.
—De todas formas, ¿seguro que conduce bien?
—Es de total confianza. Y no me refiero a «para ser mujer» ni nada por el
estilo: es buena de verdad.
—¿A qué se dedica?
—Eso no lo sé. A veces trabaja de cajera en una tienda que abre las
veinticuatro horas, otras como repartidora a domicilio… Al parecer, se gana la
vida con trabajillos de ese tipo por periodos breves. Trabajos que enseguida deja
si le surge algo con mejores condiciones. Llegó a mí por mediación de un
conocido, pero ahora mismo no estamos en el mejor momento y no puedo
permitirme contratar a otra empleada. Sólo la llamo cuando la necesito. Con
todo, me parece una chica muy responsable. Por lo menos, no prueba el alcohol.
La mención del alcohol ensombreció el rostro de Kafuku. Un dedo de su
mano derecha se alzó espontáneamente hacia sus labios.
—Entonces quedamos para pasado mañana a las dos —dijo Kafuku. Esa
faceta antipática, callada y mal encarada de la chica atrajo su interés.
Dos días después, a las dos de la tarde, el Saab 900 descapotable y amarillo
estaba listo. Habían reparado la abolladura en la parte frontal derecha y la habían
pintado con tal minuciosidad que apenas se notaba el rasguño. Habían revisado el
motor, reajustado las marchas y cambiado las pastillas de freno y las escobillas
del limpiaparabrisas. Habían lavado el coche a conciencia, lustrado el volante y
dado cera al salpicadero. Como de costumbre, el trabajo de Ōba era impecable.
Kafuku llevaba doce años conduciendo aquel Saab, que ya pasaba de los cien mil
kilómetros. La capota de lona también se veía ajada. Los días de aguacero, debía
estar atento a las goteras que se formaban en las junturas. Pero de momento no
tenía intención de cambiarlo por un coche nuevo. Hasta entonces nunca había
tenido ninguna avería grave y, ante todo, sentía un cariño especial por aquel
vehículo. Le gustaba conducirlo con la capota bajada, tanto en invierno como en
verano. En invierno, se ponía al volante arropado con un grueso abrigo y una
bufanda enrollada al cuello; en verano, con la gorra calada y unas gafas de sol
oscuras. Disfrutaba cambiando de marcha mientras circulaba por las calles de la
metrópolis y, durante la espera en los semáforos, se entretenía observando el
cielo. Contemplaba el paso de las nubes y los pájaros posados sobre los cables del
tendido eléctrico. Aquello se había convertido en una parte indispensable de su
estilo de vida.
Kafuku rodeó lentamente el Saab inspeccionando pequeños detalles aquí y
allá, como quien comprueba el estado físico de un caballo antes de la carrera.
Cuando compró aquel coche, su mujer todavía vivía. El amarillo de la
carrocería lo había elegido ella. En los primeros años solían salir con él fuera de
la ciudad. Puesto que ella no conducía, era Kafuku quien se ponía al volante.
Habían hecho varias excursiones. A la península de Izu, a Hakone o a Nasu. Pero
durante los casi diez años posteriores había conducido casi siempre solo. A pesar
de que había mantenido relaciones con varias mujeres tras la muerte de su
esposa, por el motivo que fuese nunca había tenido la oportunidad de sentarlas a
su lado. Además, ya no salía de la ciudad, excepto cuando se lo exigía su
profesión.
—Desde luego, empieza a notarse algún que otro deterioro, pero de momento
todo funciona —dijo Ōba mientras pasaba suavemente la palma sobre el
salpicadero como quien acaricia el cuello de un perro de raza grande—. Este
coche es de fiar. Hoy en día los coches suecos son de muy buena calidad. Hay
que estar atento al sistema eléctrico, pero los mecanismos básicos no presentan
ningún problema. Se ve que lo ha cuidado, ¿eh?
Kafuku firmó los documentos pertinentes y, cuando el mecánico estaba
explicándole los pormenores de la factura, apareció la chica. Mediría un metro
sesenta y cinco y no estaba gorda, pero era de hombros anchos y constitución
robusta. En el lado derecho de la nuca se le veía un moratón ovalado del tamaño
de una aceituna algo grande, aunque no parecía tener reparo en exponerlo. El
cabello, moreno y abundante, lo llevaba recogido hacia atrás para que no le
molestara. Se mirase por donde se mirara, no podía decirse que fuese una belleza
y, como Ōba le había advertido, su gesto era muy adusto. Sus mejillas todavía
conservaban algunas marcas de acné. Tenía los ojos grandes, de pupilas diáfanas,
pero estaban velados por cierta expresión de desconfianza; la intensidad de su
color se hallaba en consonancia con su tamaño. Las orejas, grandes y
despegadas, parecían aparatos receptores instalados en una tierra remota.
Llevaba una chaqueta de espiga masculina demasiado gruesa para el mes de
may o, pantalones de algodón marrones y unas Converse negras. Debajo de la
chaqueta vestía una camiseta blanca de manga larga, y tenía los pechos bastante
grandes.
Ōba le presentó a Kafuku. La joven se llamaba Watari. Misaki Watari.
—Misaki se escribe con hiragana. Si hiciera falta, tengo un currículum
preparado —dijo ella en un tono en cierto modo desafiante.
Kafuku negó con la cabeza.
—De momento, no es preciso que me lo des. ¿Sabes conducir con cambio
manual?
—Me gusta el cambio manual —contestó ella con frialdad. Como cuando a
un vegetariano acérrimo le preguntan si come lechuga.
—El coche es viejo, así que no dispone de sistema de navegación.
—No hace falta. Trabajé un tiempo de repartidora a domicilio. Tengo
grabado en la cabeza hasta el último rincón de la ciudad.
—Entonces, ¿podrías llevarme a dar una vueltecita de prueba por los
alrededores? Ya que hace buen día, podemos llevar la capota abierta.
—¿Adónde desea ir?
Kafuku reflexionó un instante. Estaban cerca del puente de Shi-no-hashi.
—Giras a la derecha en el cruce de Tengen-ji, estacionas en el aparcamiento
subterráneo de Meidi-y a, allí compraré algunas cosas, luego subes la cuesta
hacia el parque de Arisugawa, pasas por delante de la embajada francesa y te
metes por la avenida Meiji. Y regresamos aquí.
—Entendido —convino ella. No le hizo falta confirmar cada paso. Y cuando
Ōba le entregó la llave, lo primero que hizo la chica fue ajustar rápidamente la
posición del asiento y los retrovisores. Parecía saber y a dónde se encontraba y
para qué servía cada botón. Pisó el embrague y probó a meter las marchas. Se
sacó unas Ray Ban verdes del bolsillo de la pechera y se las puso. Acto seguido,
hizo un leve gesto afirmativo dirigido a Kafuku. Significaba que estaba lista—. Un
reproductor de casetes —comentó como hablando consigo misma al ver el
aparato de audio.
—Es que me gustan los casetes… —dijo Kafuku—. Son más manejables que
los cedés. Y así puedo practicar mis frases del guión.
—Hacía tiempo que no veía casetes.
—Cuando yo empezaba a conducir, eran cartuchos de ocho pistas —explicó
Kafuku.
Misaki no dijo nada, pero a juzgar por su expresión no debía de saber qué
eran los cartuchos de ocho pistas.
Como Ōba le había asegurado, la chica era una excelente conductora.
Manejaba el vehículo siempre con suavidad, sin trompicones. Aunque las vías
estaban congestionadas y a menudo tuvieron que esperar a que el semáforo
cambiase, parecía tratar de mantener constantes las revoluciones del motor. Lo
notó en los movimientos de su mirada. Pero si por un instante cerraba los ojos,
Kafuku era prácticamente incapaz de percibir los cambios de marcha. Tanto era
así que uno sólo conseguía darse cuenta si prestaba oído a las variaciones en el
ruido del motor. También pisaba el freno y el acelerador con delicadeza y
cuidado. Pero, sobre todo, lo más digno de agradecer era que la muchacha
conducía relajada en todo momento. Daba la impresión de que estaba más
distendida cuando conducía que cuando no. La frialdad de su semblante se
atenuaba y su mirada parecía volverse un poco más cálida. Lo único que no
cambiaba era su parquedad de palabras. Si no le preguntaban, no abría la boca.
Sin embargo, a Kafuku eso no le importaba demasiado. A él tampoco se le
daba particularmente bien mantener conversaciones banales. No le desagradaba
charlar sobre un tema sustancial con alguien con quien se entendiese, pero, si no
era el caso, prefería que la otra persona guardara silencio. Recostado en el
asiento del copiloto, contemplaba distraído las calles por las que transitaban. Para
él, acostumbrado a ponerse siempre al volante, el paisaje urbano le resultaba
novedoso desde ese punto de vista.
Cuando en la avenida Gaien-Nishi le pidió que aparcara en línea varias veces,
ella se desenvolvió con precisión y eficiencia. Era una muchacha con intuición.
Estaba hecha para conducir. Durante una espera larga en un semáforo, la joven
encendió un Marlboro. Debía de ser su marca preferida. Tan pronto como el
semáforo cambió a verde, lo apagó. Cuando conducía no fumaba. La colilla no
tenía restos de carmín. Misaki tampoco se hacía la manicura, y, al parecer,
apenas usaba maquillaje.
—Hay varias cosas que me gustaría preguntarte —le dijo Kafuku a la altura
del parque Arisugawa.
—Pregúnteme lo que quiera —dijo Misaki Watari.
—¿Dónde aprendiste a conducir?
—Me crié en las montañas de Hokkaidō. Conduzco desde los quince años,
más o menos. Allí no se puede vivir sin coche. El pueblo está en un valle poco
soleado y las carreteras permanecen heladas prácticamente la mitad del año. A
la fuerza aprendes a conducir bien.
—Pero me imagino que en la montaña no podrías practicar el
estacionamiento en línea, ¿no?
Ella no contestó. Quizá porque era una pregunta tan estúpida que no
necesitaba respuesta.
—¿Te ha contado Ōba por qué necesitaba urgentemente un chófer?
Misaki, sin dejar de mirar hacia el frente, respondió con voz monótona:
—Es usted actor y ahora mismo actúa en un teatro seis días a la semana. Va
en su propio coche. No le gustan el metro ni los taxis. Porque quiere ensayar el
guión dentro del coche. Pero hace poco tuvo un accidente por colisión y le han
retirado el carnet de conducir. Se debió a que había consumido un poco de
alcohol y a que tenía problemas de visión.
Kafuku asintió. Era como oír hablar sobre un sueño ajeno.
—Al pasar el examen oftalmológico que la policía le prescribió, le detectaron
síntomas de glaucoma. Al parecer, hay un punto ciego en su campo visual. En la
esquina derecha. Aunque usted todavía no se había dado cuenta.
Dado que la cantidad de alcohol no había sido excesiva, lo de conducir ebrio
había conseguido mantenerlo en secreto. Había procurado que no trascendiese a
los medios de comunicación. Pero en cuanto a los problemas de visión, la
agencia de actores no podía hacer la vista gorda. Si seguía así, corría el riesgo de
que algún coche se aproximara desde atrás por el lado derecho, que entrase
en el ángulo muerto y él no lo viese. Le habían ordenado no ponerse al volante
hasta que obtuviera mejores resultados en las revisiones médicas.
—Sí, lo es. Suena bien, pero me parece que no trae ningún beneficio en
particular, porque entre mis familiares no hay una sola persona de la que
pueda decirse que sea rica.
Se hizo un silencio. Luego Kafuku le anunció el sueldo que le pagaría por ser
su chófer particular durante un mes. No era mucho. Pero era cuanto la agencia
podía pagar. Aunque el nombre de Kafuku gozase de cierta popularidad, no solía
hacer de protagonista en películas o series de televisión y los ingresos que obtenía
con el teatro eran limitados. Para la clase de actor que era, contratar a un chófer
particular, aunque sólo fuese por unos pocos meses, resultaba ya un lujo
excepcional.
—Mi horario de trabajo varía en función de la agenda, pero como
últimamente me centro en el teatro, por lo general no trabajo por las mañanas.
Puedo dormir hasta el mediodía. Por las noches procuro terminar a las once
como muy tarde. Cuando necesito un coche a horas más avanzadas, llamo a un
taxi. Procuro tomarme un día de descanso a la semana.
—Me parece perfecto —dijo Misaki sin más.
—No creo que el trabajo en sí sea demasiado pesado. Lo más duro quizá sea,
en cambio, los tiempos de espera sin hacer nada.
Misaki no hizo ningún comentario. Simplemente mantuvo los labios apretados.
Ese gesto indicaba que había soportado cosas mucho más duras en las montañas.
—No me importa que fumes siempre que la capota vaya abierta. Pero
cuando esté bajada, no quiero que lo hagas —le dijo Kafuku.
—Entendido.
—¿Alguna condición por tu parte?
—Ninguna en especial.
—Misaki entornó los ojos y, tomando lentamente
aliento, redujo de marcha. Luego añadió—: Es que me ha gustado este coche.
El resto del tiempo lo pasaron en silencio. Al regresar al taller mecánico,
Kafuku llamó a Ōba y en un aparte le dijo: « Queda contratada» .
Al día siguiente, Misaki se convirtió en la chófer particular de Kafuku. A las
tres y media de la tarde se presentaba en el apartamento de él en el barrio de
Ebisu, sacaba el Saab amarillo del aparcamiento subterráneo y llevaba al actor
hasta un teatro en Ginza. Si no llovía, dejaba la capota abierta. En el camino de
ida, Kafuku siempre se sentaba al lado de la conductora y recitaba en voz alta el
guión al ritmo de la casete. Era El tío Vania, de Antón Chéjov, en una adaptación
ambientada en el Japón de la era Meiji. Él interpretaba el papel del tío Vania.
Había memorizado a la perfección todo el texto, pero aun así necesitaba
repasarlo a diario para sentirse tranquilo. Era una costumbre que practicaba
desde hacía mucho.
https://www.youtube.com/watch?v=N6E1Iu5-Yrc
De regreso solía escuchar cuartetos de cuerda de Beethoven. Le gustaban,
básicamente, porque de esa música nunca se hartaba y además resultaba
propicia para reflexionar o bien para no pensar en nada mientras la escuchaba.
Cuando le apetecía algo más ligero, ponía viejo rock estadounidense. Los Beach
Boys, The Rascals, los Creedence, The Temptations. Música que había estado de
moda cuando él era joven. Misaki nunca manifestaba su opinión sobre la música
que Kafuku escogía. Él era incapaz de juzgar si a ella le gustaba, le resultaba
insufrible o si ni siquiera le prestaba atención. Era una muchacha que no
exteriorizaba sus emociones.
Normalmente, si había alguien al lado se ponía nervioso y era incapaz de
repasar el guión en voz alta, pero la presencia de Misaki no lo perturbaba. En ese
sentido, Kafuku agradecía la inexpresividad y sobriedad de la chica. Aunque
declamase sus frases del guión, ella se comportaba como si nada le entrara en los
oídos. O a lo mejor era que realmente no le entraba nada. Siempre iba
concentrada en la carretera. O quizá fuera que estaba inmersa en una dimensión
zen especial inducida por la conducción.
El actor tampoco tenía ni idea de qué pensaba Misaki de él. Ni siquiera sabía
si sentía al menos un poco de simpatía hacia él, si le traía sin cuidado o si le tenía
tal aversión que se le crispaban los nervios y sólo aguantaba porque necesitaba el
trabajo. Pero a Kafuku poco le importaba lo que ella pensase. Le gustaban la
suavidad y el rigor en su modo de conducir, y también el hecho de que no
hablase demasiado ni manifestase sus sentimientos.
En cuanto terminaba la función, Kafuku se desmaquillaba, se cambiaba de
ropa y abandonaba enseguida el teatro. No le gustaba remolonear. Además,
apenas tenía amistades entre sus colegas de trabajo. Llamaba con el móvil a
Misaki para pedirle que acercase el coche a la entrada reservada para los artistas.
Cuando salía, el Saab descapotable amarillo estaba esperándolo. Y pasadas las
diez y media se hallaba de vuelta en su apartamento de Ebisu. La misma rutina
se repetía prácticamente a diario.
A veces también realizaba otros trabajos. Una vez por semana tenía que
desplazarse hasta una cadena de televisión de la ciudad para el rodaje de una
serie. Era una serie policiaca mediocre, pero gozaba de una alta cuota de
audiencia y le pagaban bien. Kafuku interpretaba a un vidente que ayudaba a la
detective protagonista. A fin de meterse en el papel, había salido varias veces
disfrazado a la calle y se había hecho pasar por adivino que leía la suerte a los
viandantes. Incluso se había corrido la voz de que solía acertar. Ya por la tarde,
tan pronto como terminaba la grabación, se dirigía a toda prisa al teatro en Ginza,
arriesgándose a llegar tarde. Los fines de semana tenía función matinal y luego
impartía clases nocturnas de interpretación en una escuela de formación para
actores. A Kafuku le gustaba orientar a la gente joven. En todos los
desplazamientos conducía ella. Misaki lo llevaba sin el menor problema a cada
lugar en función del horario, y Kafuku ya se había habituado a ir sentado a su
lado en el Saab. De vez en cuando, incluso se quedaba profundamente dormido.
Cuando el tiempo se volvió más cálido, Misaki cambió la chaqueta masculina
de espiga por otra más fina de verano. Para conducir siempre llevaba una de las
dos chaquetas. Tal vez fuese el sustituto del uniforme de chófer. Ya en la
temporada de las lluvias torrenciales, circulaban muchas más veces con la
capota bajada.
Mientras iba en el asiento del copiloto, Kafuku solía pensar con frecuencia en
su difunta esposa. Por algún motivo, desde que Misaki trabajaba para él como
chófer, había empezado a acordarse a menudo de ella. Su mujer, que también
había sido actriz, era dos años más joven que él y muy bella. Kafuku había
acabado encasillado como «actor de carácter» y gran parte de los papeles que
le proponían eran de personajes secundarios con alguna singularidad. Tenía la
cara ligeramente alargada, y el cabello había empezado a escasearle ya de
joven. No estaba hecho para papeles protagonistas. En cambio, su mujer era una
actriz guapa en toda regla, y tanto los papeles como el caché que le ofrecían
estaban acordes con su belleza. Con el paso de los años, sin embargo, había
acabado siendo él quien había cosechado la fama entre el público por su personal
técnica interpretativa. En cualquier caso, ambos reconocían el estatus del otro, y
la celebridad o la diferencia de ingresos jamás había sido un problema.
Kafuku la amaba. Se había sentido fuertemente atraído por ella justo desde el
momento en que la conoció (a los veintinueve años), sentimiento que había
permanecido invariable hasta el día que ella murió (entonces él ya había
cumplido los cuarenta y nueve). Mientras su matrimonio duró, jamás se acostó
con otra mujer. No era que no hubiera tenido ocasión, sino que nunca había
sentido el deseo de hacerlo.
Sin embargo, ella sí se acostaba a veces con otros. Que él supiera, los
amantes habían sido, en total, cuatro. O, al menos, había mantenido relaciones
sexuales de manera regular con cuatro hombres. Ella, como es obvio, nunca se lo
había revelado, pero él, en cada ocasión, enseguida se había dado cuenta de que
estaba haciendo el amor con otro hombre en alguna otra parte. Kafuku siempre
había tenido intuición para esas cosas y, cuando uno ama de verdad, es difícil no
percibir las señales. Incluso, por el tono que su mujer empleaba al hablar de
ellos, adivinó fácilmente quiénes eran los amantes. Todos eran, sin excepción,
coprotagonistas de las películas en las que actuaba. Y la mayoría más jóvenes
que ella. La relación duraba lo que duraba el rodaje y por lo general acababa de
forma espontánea una vez terminado éste. El patrón se había repetido cuatro
veces.
En su momento, Kafuku no había logrado entender por qué había tenido que
acostarse con otros. Y seguía sin entenderlo. Desde que se habían casado,
siempre habían mantenido una buena relación tanto conyugal como de
compañeros de vida. Si tenían tiempo libre, charlaban sincera y
apasionadamente sobre mil cosas; intentaban confiar el uno en el otro. Él estaba
convencido de que congeniaban tanto a nivel psicológico como sexual. Además,
en su entorno los consideraban una pareja ideal y bien avenida.
Ojalá se hubiera atrevido a preguntarle, cuando aún estaba viva, la razón por
la que, a pesar de todo, se había acostado con otros. A menudo pensaba en ello.
En realidad había estado a punto de interrogarla: ¿qué buscabas en ellos? ¿Qué
me faltaba a mí? Fue pocos meses antes de que falleciera. Pero al final no tuvo
valor para abordar el asunto ante una mujer que, atormentada por fuertes
dolores, luchaba contra la muerte. Y ella desapareció del mundo en que él vivía
sin haberle dado ninguna explicación.
Preguntas no formuladas y respuestas no
concedidas.
En eso pensaba hondamente Kafuku mientras recogía en silencio las
cenizas de su esposa en el crematorio. Tan hondamente que no oyó que alguien le
hablaba al oído.
Desde luego le resultaba penoso figurarse a su mujer en brazos de otros
hombres. Era normal que le doliera. Al cerrar los ojos, imágenes concretas
afloraban y desaparecían en su mente. No quería imaginárselo, pero no podía
evitarlo. Su imaginación lo desmenuzaba lentamente y sin piedad, como si fuera
un afilado cuchillo. A veces incluso se decía que ojalá no hubiese sabido nada.
Pero el principio de que el saber está por encima de la ignorancia en cualquier
situación constituía la base de su manera de pensar y su postura ante la vida. Por
muy doloroso que resultase, debía saberlo. Porque sólo el saber fortalece a las
personas.
Todavía más penoso que imaginar, sin embargo, era tener que fingir una vida
normal y corriente para que su mujer no se diese cuenta de que él conocía su
secreto. Esbozar siempre una plácida sonrisa mientras de su pecho desgarrado
manaba una sangre invisible. Atender los quehaceres cotidianos como si nada
ocurriera, mantener conversaciones casuales y hacerle el amor en la cama.
Aquello habría superado a cualquier persona normal, de carne y hueso. Pero
Kafuku era un actor profesional. Se ganaba el pan distanciándose de su cuerpo de
carne y hueso para interpretar. Y se metió de lleno en el papel. Un papel sin
espectadores.
Por lo demás —es decir, exceptuando el hecho de que su mujer se acostaba a
escondidas con otros de cuando en cuando—, su vida conyugal era bastante plena
y sin incidentes. A los dos les iba bien en lo profesional y gozaban de estabilidad
económica. A lo largo de los cerca de veinte años de vida en común habían
practicado el sexo un sinfín de veces y siempre había sido satisfactorio, al menos
para Kafuku. Tras el repentino fallecimiento de su esposa debido a un cáncer de
útero, había conocido a varias mujeres con quienes, dejándose llevar, había
compartido lecho. Pero no había vuelto a experimentar el placer íntimo que le
habían reportado los encuentros con su esposa. Lo que sentía era apenas una
ligera sensación de déjà-vu, como si se reprodujese con exactitud algo que y a
había vivido.
Dado que la agencia de actores exigía un documento legal para poder pagarle
el sueldo, Misaki cubrió dicho requisito facilitando la dirección en que vivía, la
dirección de la casa familiar, su fecha de nacimiento y el número del carnet de
conducir. Vivía en un piso en Akabane, en el distrito de Kita, su familia residía en
el pueblo de Kamijūnitaki, en Hokkaidō, y acababa de cumplir veinticuatro años.
Kafuku no tenía ni la más remota idea de en qué parte de Hokkaidō se hallaba
Kamijūnitaki, qué extensión tendría o cómo serían sus habitantes. Pero el hecho
de que tuviese veinticuatro años se le quedó grabado.
Kafuku había tenido un bebé que había sobrevivido apenas tres días. Era una
niña y a la tercera noche falleció en la sala de neonatos del hospital. El corazón
se le había parado de pronto, inesperadamente. Al amanecer, la criatura y a
estaba muerta. La explicación por parte del personal del hospital fue que padecía
un problema congénito de las válvulas cardiacas. Pero ellos no tenían forma de
comprobarlo. Además, conocer la verdadera causa no haría que la niña
recobrase la vida. Por suerte o por desgracia, todavía no habían decidido el
nombre. Si viviera, tendría exactamente veinticuatro años. El día del cumpleaños
de aquella niña sin nombre, Kafuku, a solas, unía sus manos. Y pensaba en qué
edad tendría su hija de seguir con vida.
El perder de forma tan repentina a su hija les había causado una profunda
herida, como es natural. Había dejado un vacío hondo y oscuro. Les llevó mucho
tiempo levantar cabeza. Los dos se encerraron en casa y pasaron largas horas
casi sin hablar. Tenían la sensación de que, si abrían la boca, sería para decir
cualquier trivialidad. Ella empezó a beber vino. Durante una temporada, él se
entregó con fervor inusual a la caligrafía china. Cuando, deslizando el pincel
negro sobre el papel blanco, trazaba distintos ideogramas, sentía que el
mecanismo de su corazón se volvía transparente.
Gracias al apoyo mutuo, sin embargo, poco a poco consiguieron cerrar la
herida y superar esa difícil época. A partir de entonces se volcaron con mayor
intensidad que antes en sus respectivos trabajos. Se entregaban con auténtico afán
a la creación de los papeles asignados. «Lo siento, pero no quiero volver a tener
hijos», le dijo ella, y él se mostró conforme. «De acuerdo, ya no tendremos
más hijos. Haremos lo que tú quieras.»
Si hacía memoria, fue a partir de entonces cuando su mujer empezó a tener
relaciones sexuales con otros hombres. Quizá el haber perdido a la niña había
despertado esa clase de deseos en ella. Con todo, no dejaban de ser conjeturas.
No pasaban de un simple quizá.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo un día Misaki.
Kafuku, que contemplaba absorto el paisaje inmerso en sus pensamientos, la
miró sobresaltado. Y es que, en los casi dos meses que llevaban compartiendo
coche, rara vez Misaki había abierto la boca por voluntad propia.
—Naturalmente —respondió Kafuku.
—¿Por qué se hizo actor?
—Cuando era universitario, me metí en un grupo teatral de estudiantes por
invitación de una amiga. No es que estuviera interesado en el teatro. En realidad,
yo quería entrar en el equipo de béisbol. Había sido shortstop regular en el
instituto y creía que tenía cualidades como defensa. Pero el equipo de béisbol de
mi universidad estaba a un nivel demasiado alto para mí. Así que me dije:
«Vamos a probar a ver qué tal», y me metí en el grupo de teatro con cierta
curiosidad. Por otra parte, también me apetecía estar con mi amiga, ¿entiendes?
Pero al cabo de un tiempo fui dándome cuenta de que disfrutaba actuando.
Cuando interpreto puedo convertirme en alguien diferente. Y al terminar vuelvo
a ser y o mismo. Eso me hace feliz.
—¿Le hace feliz poder convertirse en alguien diferente?
—Siempre que tenga la certeza de que podré volver a ser yo mismo, claro.
—¿Nunca se le ha pasado por la cabeza no querer volver a ser quien es?
Kafuku se quedó pensativo. Era la primera vez que se lo preguntaban. Había
un atasco. Se dirigían hacia la salida de Takehashi en la Autopista Metropolitana.
—Es que no tengo otro sitio adonde volver —respondió él.
Misaki no opinó al respecto.
Por un instante guardaron silencio. Kafuku se quitó la gorra de béisbol, la
examinó y volvió a calársela. Comparado con el inmenso tráiler de innumerables
ruedas que llevaban al lado, el Saab descapotable amarillo parecía realmente
endeble. Era como un bote para turistas que flotara al lado de un petrolero.
—Quizá no me incumba —dijo Misaki poco después—, pero ¿le importa que
le pregunte algo que me intriga?
—Adelante.
—¿Por qué no tiene amigos?
Kafuku miró con curiosidad el perfil de la chica.
—¿Y tú cómo sabes que no tengo amigos?
Ella se encogió levemente de hombros.
—Después de haberlo acompañado a diario durante casi dos meses, es
natural que me dé cuenta de esas cosas.
Kafuku se quedó un rato observando con interés las enormes ruedas del
tráiler.
—Pues ahora que lo dices —contestó al cabo—, prácticamente nunca he
tenido a nadie a quien poder considerar amigo.
—¿Ni siquiera cuando era pequeño?
—No, de pequeño sí tenía buenos amigos. Jugábamos al béisbol, íbamos a
nadar… Pero de mayor apenas he sentido el deseo de hacer amistades. Sobre
todo una vez casado.
—¿Quiere decir que, como tenía a su esposa, dejó de necesitar amigos?
—Puede que sea eso. Porque, entre otras cosas, éramos buenos amigos.
—¿A qué edad se casó?
—A los treinta. Nos conocimos en un rodaje. Ella era actriz secundaria y yo
tenía un papel menor.
El coche avanzaba poco a poco entre el atasco. Llevaban la capota bajada,
como solían hacer cuando se metían en la autopista.
—¿Y tú no pruebas el alcohol? —le preguntó Kafuku para cambiar de tema.
—Por lo visto mi cuerpo no lo tolera —contestó Misaki—. Quizá también
guarde alguna relación con el hecho de que mi madre tenía problemas con el
alcohol.
—¿Y sigue teniéndolos?
Misaki negó con la cabeza.
—Mi madre murió. Perdió el control del volante mientras conducía borracha,
el coche derrapó, se salió de la carretera y se estrelló contra un árbol. Falleció
casi en el acto. Yo tenía diecisiete años.
—Lo lamento.
—Ella se lo buscó —soltó Misaki—. En algún momento tenía que ocurrir.
Tarde o temprano: ésa era la única diferencia.
Siguió un silencio.
—¿Y tu padre?
—Ni siquiera sé dónde está. Se marchó de casa cuando yo tenía ocho años y
no he vuelto a verlo. Nunca he tenido noticias suyas. Mi madre siempre me culpó
por ello.
—¿Por qué?
—Yo era hija única. Mi madre solía decirme que, si yo hubiera sido una niña
más guapa y mona, mi padre nunca se habría ido. Que nos abandonó porque yo
he sido fea desde que nací.
—Tú no eres fea en absoluto —aseguró Kafuku con voz serena—. Eso eran
sólo imaginaciones de tu madre.
Misaki volvió a encogerse un poco de hombros.
—Normalmente no era así, pero cuando bebía se ponía muy pesada. Repetía
lo mismo una y otra vez. Y a mí me dolía. Tanto que, aunque suene cruel,
sinceramente, sentí alivio cuando murió.
Ahora se hizo un silencio aún más prolongado.
—¿Y tú tienes amigos? —le preguntó Kafuku.
Misaki hizo un gesto negativo.
—No, no los tengo.
—¿Por qué?
Ella no respondió. Sin moverse, se limitó a mirar hacia delante con los ojos
semientornados.
Kafuku bajó los párpados e intentó dormir un poco, pero no lo consiguió. Las
paradas y arranques se sucedían a pequeños intervalos y, cada vez, ella
cambiaba de marcha con esmero. El tráiler del carril de al lado se quedaba en
ocasiones por delante del Saab y otras detrás, como una gran sombra ineludible.
—La última vez que tuve un amigo fue hace casi diez años —dijo Kafuku,
dándose por vencido y abriendo los ojos—. Quizá sería más acertado decir que
fue algo parecido a un amigo. Era seis o siete años más joven que yo, y muy
buen tipo. Le gustaba beber, así que yo lo acompañaba y charlábamos delante de
unas copas.
Misaki asintió levemente con la cabeza y esperó a que prosiguiera. Tras
titubear un instante, Kafuku se decidió a contarlo.
—A decir verdad, aquel hombre había estado acostándose con mi esposa
durante algún tiempo. Él no sabía que yo lo sabía.
A Misaki le costó un poco asimilarlo.
—¿Quiere decir que mantenía relaciones sexuales con su mujer?
—Sí, eso mismo. Debió de mantener relaciones sexuales repetidas veces con
mi mujer durante unos tres o cuatro meses.
—¿Y cómo se enteró usted?
—Ella me lo ocultó, como es obvio, pero yo simplemente me enteré.
Contártelo me llevaría una eternidad. En cualquier caso, no había duda. No eran
imaginaciones mías.
Aprovechando que se habían detenido, Misaki ajustó la posición del retrovisor.
—Y lo de que se hubiera acostado con su mujer, ¿no fue un impedimento a la
hora de entablar amistad con él?
—No, al contrario. Si me hice amigo de ese hombre fue precisamente porque
mi mujer se había acostado con él.
Misaki permaneció callada. Aguardaba una explicación.
—¿Cómo explicarlo?… Quería comprender. ¿Por qué mi esposa había
acabado acostándose con él? ¿Y por qué precisamente con él? Al menos, ése fue
el primer motivo.
La chica respiró hondo. Su pecho se hinchó y se hundió lentamente bajo la
chaqueta.
—¿No le resultó complicado emocionalmente? Charlar y salir de copas con
alguien que se acostaba con su mujer…
—¿Cómo no va a resultar complicado? —repuso Kafuku—. Acabas pensando
en cosas en que prefieres no pensar. Te acuerdas de cosas de las que preferirías
no acordarte. Pero lo que hice fue actuar. Al fin y al cabo, ése es mi oficio.
—Transformarse en otra personalidad —dijo Misaki.
—Exacto.
—Y volver a su personalidad original.
—En efecto. Vuelves, lo quieras o no. Sin embargo, cuando vuelves a ser tú
mismo, tu posición ha cambiado un poco con respecto a antes. Ésa es la norma:
es imposible regresar exactamente al mismo punto.
Empezó a lloviznar y Misaki activó los limpiaparabrisas; al poco los desactivó.
—¿Y consiguió comprender por qué su mujer se había acostado con él?
Kafuku negó con la cabeza.
—No, no lo logré. Creo que había varias cosas que él poseía y yo no.
Seguramente muchas. Pero no sé cuál fue la que sedujo a mi esposa. Porque
nosotros no nos movemos con tanta precisión. Las relaciones entre personas, en
particular las relaciones entre hombres y mujeres son…, ¿cómo lo diría?…, una
cuestión más general. Algo más ambiguo, más caprichoso, más lastimoso.
Misaki reflexionó un instante.
—¿Y fue capaz de mantener la amistad con esa persona a pesar de no
comprender nada? —preguntó luego.
Kafuku volvió a quitarse la gorra y esta vez se la colocó sobre el regazo.
Entonces empezó a acariciar la parte superior.
—¿Cómo podría explicarlo? Una vez que te metes en el papel, es complicado
encontrar la ocasión oportuna para dejarlo. Por muy duro que resulte
psicológicamente, mientras la interpretación no adopte la forma adecuada, no
puedes detenerte. Del mismo modo que una melodía no puede llegar al
desenlace correcto si no alcanza determinados acordes… ¿Entiendes a qué me
refiero?
Misaki sacó un Marlboro de la cajetilla y se lo llevó a la boca, pero no lo
encendió. Jamás fumaba con la capota bajada. Simplemente lo sostuvo entre los
labios.
—Entretanto, ¿él y su mujer seguían acostándose?
—No, ya no. Llegados a ese extremo, habría resultado…, ¿cómo decirlo?…,
demasiado artificioso. Nos hicimos amigos algún tiempo después de la muerte de
mi esposa.
—¿Se hizo amigo suyo de verdad? ¿O fue puro teatro?
Kafuku reflexionó.
—Ambas cosas —respondió al fin—. Poco a poco, yo mismo fui dejando de
ver clara la frontera. Y es que en eso consiste meterse en serio en un papel.
Desde el primer encuentro, Kafuku había sentido cierta simpatía por él. Se
llamaba Takatsuki, era alto y apuesto; en suma, lo que suele denominarse un
galán. Había entrado en la cuarentena y no destacaba como actor. Tampoco tenía
una presencia imponente. Su capacidad de interpretación era limitada. Por lo
general encarnaba hombres de mediana edad simpáticos y vivaces. Aunque
siempre estaba risueño, a veces la melancolía ensombrecía su rostro. Gozaba de
un éxito firmemente arraigado entre las mujeres de cierta edad. Kafuku se cruzó
con él por casualidad en los camerinos de una cadena de televisión. Habían
pasado seis meses desde el fallecimiento de su esposa y Takatsuki se le acercó
para, después de presentarse, darle el pésame. «En una ocasión coincidí con su
esposa en una película. Se portó muy bien conmigo», le dijo con gesto serio.
Kafuku le dio las gracias. Que él supiera, en la lista de los amantes de su mujer
Takatsuki ocupaba la cola por orden cronológico. Poco después de que acabara la
relación entre ambos, ella se había sometido al examen médico en el hospital
donde le habían detectado el tumor uterino en un estado bastante avanzado.
—Tengo que pedirle un favor —le espetó Kafuku tras los saludos de rigor.
—¿De qué se trata?
—¿Podría concederme unos minutos, si no es molestia? Me gustaría que nos
tomáramos una copa y me contara cosas que recuerde de mi mujer. Ella solía
hablarme de usted.
Takatsuki no se lo esperaba. Pareció sorprendido. Quizá fuera más exacto
decir que se quedó muy impresionado. Frunció un poco sus bien proporcionadas
cejas y clavó una mirada circunspecta en el rostro de Kafuku. Como diciéndose
que allí había gato encerrado. Pero no captó en él ninguna intención en particular.
Kafuku mostraba una expresión serena, como la que podría tener un hombre que
acababa de perder a la mujer que lo había acompañado tanto tiempo. Una
expresión que recordaba a la superficie de un estanque una vez que las ondas
concéntricas terminan de expandirse por el agua.
—Lo único que deseo es estar con alguien con quien pueda hablar de mi
mujer —añadió Kafuku—. La verdad es que a veces es duro quedarse solo en
casa. Aunque no quiero que se sienta obligado…
Al oírlo, Takatsuki debió de sentirse un tanto aliviado. Por lo visto, Kafuku no
sospechaba nada.
—No, en absoluto. Si se trata de eso, será un placer. Si es que no le importa
charlar con alguien tan aburrido como yo… —repuso Takatsuki y esbozó una
débil sonrisa. En la comisura de los ojos se le formaron unas tiernas arrugas. Su
sonrisa era encantadora.
« Si yo fuese una mujer de mediana edad, seguramente me ruborizaría»,
pensó Kafuku.
Takatsuki repasó mentalmente su agenda a toda prisa.
—Mañana por la noche creo que podríamos vernos con calma. ¿Le parece?
Kafuku le dijo que al día siguiente por la noche él también estaba libre. Se
sorprendió de lo fácil que era leer sus sentimientos. Si escudriñaba en sus ojos,
tenía la sensación de que podía ver lo que había al otro lado. Ni una pizca de
retorcimiento o malicia. No era de esa clase de persona que cava un hoyo
profundo en plena noche y espera a que alguien pase. Como actor seguro que
nunca se convertiría en una gran estrella.
—¿Dónde podemos quedar? —le preguntó Takatsuki.
—Lo dejo en sus manos. Yo acudiré a donde me diga usted —contestó
Kafuku.
Takatsuki mencionó el nombre de un famoso bar en Ginza. Añadió que, si
reservaba una mesa un poco apartada, podrían charlar libremente sin que nadie
los molestase. Kafuku conocía el local. Entonces se despidieron con un apretón de
manos. La de Takatsuki era suave, de dedos largos y finos. Su palma estaba
caliente y ligeramente sudada. Tal vez por los nervios.
Cuando se marchó, Kafuku tomó asiento en la sala de espera, abrió la mano
con la que había estrechado la otra y la miró con fijeza. En ella permanecía vivo
el tacto de la de Takatsuki. «Esa mano, esos dedos acariciaron el cuerpo desnudo
de mi esposa», pensó. La observó de un extremo a otro, tomándose su tiempo. A
continuación cerró los ojos y soltó un largo y hondo suspiro. «¿Qué diablos me
dispongo a hacer?», se preguntó. De todas formas, ya no podría evitarlo.
Mientras bebían un whisky de malta en el bar, sentados a una mesa algo
apartada, Kafuku comprendió una cosa: que Takatsuki seguía sintiéndose
intensamente atraído por su mujer. Parecía que todavía no había logrado asumir
el hecho de que estuviera muerta y de que su cuerpo hubiera sido incinerado y
convertido en huesos y cenizas. Kafuku comprendía sus sentimientos. Las
lágrimas asomaron a los ojos de Takatsuki varias veces mientras compartía sus
recuerdos. A tal punto que uno sentía el impulso de tenderle la mano. «Este
hombre es incapaz de ocultar sus sentimientos. Si lo provocase un poco,
seguramente acabaría confesándolo todo.»
Por el tono que empleaba, parecía que la idea de romper la relación había
partido de ella. Probablemente le había dicho a Takatsuki algo así: «Es mejor que
dejemos de vernos». Ella mantenía una relación durante unos meses y, llegado
cierto momento, la cortaba de raíz. No había prórrogas. Que Kafuku supiera,
todos sus amoríos (si podía llamárselos así) seguían el mismo patrón. Sin
embargo, Takatsuki no parecía estar preparado para romper con ella así, sin más.
Él seguramente deseaba una relación duradera.
Cuando su esposa, ya en fase terminal, estaba ingresada en la unidad de
cuidados paliativos de un hospital metropolitano, Takatsuki la llamó para ir a
visitarla, pero volvió a toparse con una rotunda negativa. Desde que la habían
ingresado, apenas había dejado que la viese nadie. Aparte del personal médico,
sólo su madre, su hermana y Kafuku tenían permitido entrar en su habitación. El
hecho de no haber podido visitarla ni una sola vez debía de haberle producido un
profundo pesar a Takatsuki. Se había enterado de que estaba enferma de cáncer
unas semanas antes de su fallecimiento. Fue una noticia inesperada, como un
jarro de agua fría, y una verdad que aún hoy seguía sin asimilar. Kafuku también
comprendía esos sentimientos. Pero, claro, las emociones que los embargaban no
eran exactamente las mismas. Kafuku había asistido día a día a los últimos
momentos de una esposa consumida, y también había recogido sus blancos restos
en el crematorio. A su manera, había pasado por una fase de aceptación. Era una
diferencia considerable.
«Es como si yo estuviera consolándolo a él», se dijo Kafuku mientras
intercambiaban recuerdos.
« ¿Qué sentiría mi mujer si presenciara esta
escena?» Al pensar en ello, se sintió intrigado. De todas formas, se dijo, los
muertos seguramente no pensaban ni sentían nada. Eso era, desde su punto de
vista, lo bueno de morir.
Advirtió otra cosa: Takatsuki tendía a excederse con el alcohol. En su
profesión, Kafuku había conocido a muchos bebedores (¿por qué los actores
bebían con tanta ansia?), y, desde luego, no podía decir que Takatsuki perteneciese
al grupo de los sanos y moderados. Según Kafuku, en este mundo hay, grosso
modo, dos clases de bebedores: los que necesitan beber para añadir algo a su vida
y los que necesitan beber para librarse de algo. Y la manera de beber de
Takatsuki pertenecía claramente a esta última.
Kafuku ignoraba de qué quería librarse. Quizá se tratara de una simple
debilidad de carácter o de una herida del pasado. Tal vez de un problema
engorroso con el que cargaba en el presente. O puede que de una mezcla de todo
lo anterior. Pero, comoquiera que fuese, en él había ese «algo que a ser posible
querría olvidar», y para olvidarlo, o para mitigar el dolor que le causaba, se veía
obligado a trasegar alcohol. Mientras Kafuku se tomaba una copa, Takatsuki se
bebía dos de lo mismo. Llevaba un buen ritmo.
También es posible que el ritmo acelerado con que bebía se debiese a la
tensión psicológica. Después de todo, Takatsuki estaba tomándose unas copas
frente a frente con el marido de la mujer con quien un día se había acostado a
escondidas. Lo raro habría sido que no estuviese nervioso. «Pero eso no es
todo», pensó Kafuku. «Lo más probable es que este hombre nunca haya sido
capaz de beber de otra manera.»
Kafuku bebía con precaución, a su propio ritmo, mientras observaba a su
interlocutor. Cuando, copa tras copa, el nerviosismo de Takatsuki empezó a
remitir, le preguntó si estaba casado. Éste respondió que se había casado hacía
una década y que tenía un niño de siete años.
—Pero, por cosas de la vida, vivimos separados desde hace un año.
Seguramente acabará en divorcio dentro de poco, con lo cual la custodia del niño
será un grave problema. Lo que quiero evitar a toda costa es perder la libertad de
ver a mi hijo cuando quiera. Mi hijo es muy importante en mi vida. ol.—Takatsuki
le mostró una foto del hijo. Era un niño guapo, con cara de bueno.
Como a la mayoría de los bebedores habituales, a Takatsuki se le soltaba la
lengua con el alcohol. Aunque no se le preguntase, hablaba por iniciativa propia
de temas que probablemente no debería mencionar. Kafuku desempeñaba
básicamente el papel de oyente, hacía algún afectuoso gesto de comprensión y lo
consolaba, cuando debía hacerlo, midiendo sus palabras. De este modo, recabó
toda la información que pudo de él. Kafuku se comportaba como si Takatsuki le
cayese bien. Lo cual no le resultaba difícil, ya que por naturaleza no se le daba
mal escuchar y, en realidad, Takatsuki le caía bien. A eso hay que añadir que
ambos tenían un gran punto en común: seguían sintiéndose atraídos por una
hermosa mujer que había muerto. Eran incapaces de paliar el dolor de la
pérdida, cada uno desde su posición. Por eso congeniaban.
—Takatsuki, si te parece, ¿por qué no quedamos otro día? Me alegra haber
podido charlar contigo. Hacía tiempo que no me sentía así —le dijo Kafuku
cuando se despedían.
Había pagado la cuenta. A Takatsuki ni siquiera se le había pasado por la
mente que alguien tuviera que pagarla. El alcohol le hacía olvidar muchas cosas.
Seguramente algunas de ellas importantes.
—Por supuesto —dijo Takatsuki alzando la cara—. Sería estupendo volver a
verte. Yo también siento que me he quitado un peso de encima hablando contigo.
—Quizá haya sido un capricho del destino que nos hayamos encontrado —
dijo Kafuku—. Tal vez mi difunta esposa ha querido que nos encontremos.
Eso, en cierto sentido, era verdad.
Se intercambiaron los números de teléfono. Y se despidieron con un apretón
de manos.
Así fue como se hicieron amigos. Es lo que se llama compañeros de copas.
De vez en cuando se llamaban para quedar, salían a beber por algunos bares de
la ciudad y charlaban de todo un poco. No habían comido juntos ni una sola vez.
Siempre quedaban en locales de copas. Kafuku jamás había visto a Takatsuki
llevarse a la boca más que alguna cosa ligera, de picar. A tal punto que incluso se
había preguntado si aquel hombre comía. Y aparte de alguna cerveza ocasional,
nunca había pedido otra cosa que no fuese whisky. El single malt era su preferido.
Conversaban sobre los temas más diversos, pero en algún momento,
indefectiblemente, acababan hablando de la difunta. Cada vez que Kafuku le
contaba episodios de cuando ella todavía era joven, Takatsuki lo escuchaba con
semblante serio. Como quien se dedica a recoger y conservar recuerdos ajenos.
Cuando se dio cuenta, el propio Kafuku había empezado a disfrutar también de
esas conversaciones.
Una noche, estaban bebiendo juntos en un pequeño bar de Aoyama. Era un
local discreto, situado al fondo de un callejón en la parte de atrás del museo de
arte Nezu. Un hombre taciturno de unos cuarenta años trabajaba de barman y
una delgada gata de pelaje grisáceo dormía acurrucada en la esquina de una
repisa. Debía de ser una gata abandonada que se había instalado en el bar. Un
viejo álbum de jazz giraba en el tocadiscos. A los dos les gustaba el ambiente y
ya habían estado allí unas cuantas veces. Por algún motivo, siempre que
quedaban solía llover, y ese día lloviznaba.
—Sí, era una mujer asombrosa —dijo Takatsuki mirándose las manos, que
tenía sobre la mesa. Para tratarse de un hombre de su edad, eran bonitas. No
había arrugas que llamasen la atención, y tampoco descuidaba las uñas—.
Debiste de ser feliz al lado de alguien así y compartir tu vida con ella.
—Desde luego —repuso Kafuku—. Tienes razón. Creo que fui feliz. Pero
cuanto mayor es la felicidad, mayor es la angustia que se siente.
—¿A qué te refieres?
Kafuku alzó su whisky on the rocks e hizo girar el gran pedazo de hielo.
—A que existía la posibilidad de perderla. Sólo de pensarlo, se me encogía el
corazón.
—Comprendo perfectamente ese sentimiento.
—¿Por qué?
—Pues… —dijo Takatsuki, buscando las palabras adecuadas—. Me refiero a
lo de perder a una mujer tan fantástica como ella.
—¿En general, quieres decir?
—Sí, claro —dijo Takatsuki, asintiendo repetidamente con la cabeza como
queriendo convencerse—. Aunque sólo puedo imaginarlo.
Kafuku guardó silencio un instante. Lo prolongó lo máximo que pudo, casi
hasta el límite.
—Y al final la perdí —dijo al cabo—. Fui perdiéndola poco a poco en vida
hasta que se desvaneció por completo. Como algo gastado por la erosión, que
acaba siendo arrancado de raíz y arrastrado por una ola gigante… ¿Entiendes?
—Creo que sí.
«¡Qué vas a entender tú!», se dijo Kafuku.
—Lo que más penoso me resulta —continuó— es que yo no la comprendía
de verdad; al menos, no comprendía una parte de ella que debía de ser
fundamental. Y ahora que está muerta, seguramente todo ha acabado sin que lo
haya entendido. Como una pequeña y pesada caja fuerte hundida en las
profundidades del océano. Cuando lo pienso, siento que la congoja me atenaza el
pecho.
Takatsuki reflexionó un momento.
—Pero, Kafuku —dijo luego—, jamás comprenderemos del todo a una
persona. Por muy profundamente enamorados que estemos.
—Compartimos nuestras vidas durante casi veinte años y yo consideraba que
no sólo éramos un matrimonio compenetrado, sino también dos amigos que
confiaban el uno en el otro. Que hablábamos de todo con honestidad. Al menos
eso creía. Pero quizá en el fondo no fuese así. ¿Cómo decirlo…? Tal vez en mí
hubiese una especie de punto ciego fatal.
—¿Un punto ciego? —dijo Takatsuki.
—Quizá me pasó inadvertido algo importante que había en ella. De hecho,
aunque lo veía con mis ojos, en realidad no estaba viéndolo.
Takatsuki se mordió el labio. Después apuró su whisky y pidió otro al barman.
—Comprendo cómo te sentías —dijo.
Kafuku lo miró fijamente a los ojos. Takatsuki le sostuvo un rato la mirada,
pero acabó desviándola.
—¿Qué quieres decir con eso de que lo comprendes? —preguntó
serenamente Kafuku.
El barman apareció con otro whisky on the rocks y cambió el posavasos
hinchado por la humedad por uno nuevo. Entretanto, los dos guardaron silencio.
—¿Qué quieres decir con eso de que lo comprendes? —repitió Kafuku cuando
el barman se alejó.
Takatsuki pareció reflexionar. En sus ojos temblaba algo diminuto.
«Este hombre se siente confuso» , concluyó Kafuku. « Lucha intensamente
contra el deseo de confesar algo.»
Sin embargo, al final Takatsuki consiguió apaciguar aquel temblor interno.
—¿Acaso no nos es imposible comprender al cien por cien lo que piensan las
mujeres? —dijo—. Pues a eso me refería. Al margen de la clase de mujer que
sea. Así que me imagino que no se trata de un punto ciego exclusivamente tuyo.
Si se trata de un punto ciego, todos vivimos con él. Por lo tanto, creo que no
deberías culparte de ese modo.
Kafuku meditó un instante sus palabras.
—Pero eso no es más que una generalización —repuso al cabo.
—En efecto —reconoció Takatsuki.
—Yo estoy hablando de mi difunta esposa y de mí. Por favor, no generalices
a la ligera.
Takatsuki se quedó callado un buen rato.
—Hasta donde se me alcanza —dijo después—, tu esposa era una mujer
maravillosa. Estoy convencido de ello, aunque, desde luego, lo que sé de ella no
es ni la centésima parte de lo que sabes tú. Ante todo, Kafuku, deberías sentirte
agradecido por haber vivido veinte años con una persona tan fantástica. Te lo digo
con toda sinceridad. Pero pretender escudriñar por completo el corazón de otra
persona, por muy compenetrado que estés con esa persona o por mucho que la
ames, es pedir demasiado. Lo único que consigues es sufrir. Sin embargo,
tratándose de nuestro propio corazón, se supone que, esforzándonos, deberíamos
poder escudriñarlo tan a fondo como grande sea nuestro esfuerzo. Así pues, ¿no
crees que, al final, lo que tenemos que hacer es pactar con firmeza y honradez
con nuestros propios corazones? Si uno desea ver en serio a los demás, no le
queda más remedio que observarse en profundidad, de frente, a sí mismo. Eso es
lo que pienso.
Sus palabras parecían haber brotado de algún lugar profundo, muy especial,
de su persona. Tal vez solamente hubiera sido por un instante, pero una puerta
oculta se había abierto. Resonaron como algo puro, salido del alma. Al menos era
evidente que no estaba actuando. Takatsuki jamás habría sido capaz de actuar tan
bien. Kafuku escrutó sus ojos en silencio. Esta vez, el otro no apartó la vista.
Ambos se miraron largo rato. Y reconocieron en sus pupilas un brillo como de
estrella remota.
Cuando se despidieron, volvieron a estrecharse las manos. Fuera lloviznaba.
Cuando Takatsuki, vestido con su gabardina beige y sin paraguas, desapareció bajo
la lluvia, Kafuku observó un instante la palma de su mano derecha, como de
costumbre. Y de nuevo pensó que la mano que acababa de estrechar había
acariciado el cuerpo desnudo de su mujer.
Sin embargo, por una u otra razón, aquel día ese pensamiento no lo angustió.
Simplemente se dijo que esas cosas pasaban. Eso era: seguramente esas cosas
pasaban.
«Al fin y al cabo, ¿qué era sino un simple cuerpo?» , se dijo Kafuku.
«¿Acaso no acabará convertido dentro de poco en huesecillos y cenizas? Tiene
que haber cosas más importantes.»
Si se trata de un punto ciego, todos vivimos con él. Esas palabras resonaron
largo tiempo en sus oídos.
—¿Mantuvo la amistad con él durante mucho tiempo? —preguntó Misaki
mientras observaba la hilera de coches que tenía delante.
—En total, nos vimos durante casi medio año: quedábamos en algún bar cada
quince días y bebíamos juntos —respondió Kafuku—. Luego dejamos de vernos.
Si recibía alguna llamada suya, no la atendía. Yo tampoco lo llamaba. Al cabo de
un tiempo dejó de telefonearme.
—Supongo que a él le extrañaría, ¿no?
—Quizá.
—Tal vez le dolió.
—Es posible.
—¿Por qué dejó de verlo así de pronto?
—Porque ya no necesitaba seguir actuando.
—¿Quiere decir que, como no necesitaba actuar, tampoco necesitaba ser su
amigo?
—En parte —reconoció Kafuku—. Pero eso no es todo.
—¿Qué más hay?
Kafuku guardó silencio un buen rato. Misaki lo miró de reojo, con el cigarrillo
sin encender entre los labios.
Misaki bajó la ventanilla y encendió el Marlboro con el mechero del coche. A
continuación aspiró una gran bocanada de humo y entornó placenteramente los
ojos. Tras retenerlo un rato en los pulmones, lo expulsó despacio por la ventanilla.
—Pero ¿no ves que te acorta la vida? —dijo Kafuku.
—Ya puestos, el propio hecho de vivir también la acorta —replicó Misaki.
Kafuku se rió.
—Bueno, es otra forma de verlo.
—Es la primera vez que le veo reírse —dijo ella.
«Ahora que lo dice, debe de ser verdad» , pensó Kafuku. «Debe de hacer
una eternidad que no me reía sin estar actuando.»
—Hace tiempo que quería decirte algo —prosiguió él—: Bien mirada, eres
bastante mona. No hay nada de fealdad en ti.
—Muchas gracias. Yo tampoco me considero fea. Lo que pasa es que me
falta atractivo. Como a Sonia.
Kafuku la miró un tanto sorprendido.
—¿Así que has leído El tío Vania?
—A fuerza de escuchar todos los días fragmentos de la pieza sin orden ni
concierto, me entraron ganas de saber de qué iba la historia. Yo también tengo
curiosidad, ¿sabe? —dijo Misaki—. «¡Oh, qué horror! No lo soporto. ¿Por qué he
nacido tan poco agraciada? Me repugna.» Es una obra triste, ¿verdad?
—Es una historia llena de desesperanza. «¡Oh, estoy desbordado! ¡Dime
algo! Tengo ya cuarenta y siete años. Suponiendo que viviese hasta los sesenta,
tendría que vivir otros trece años. ¡Es demasiado! ¿Cómo diablos pasaré esos
trece años? ¿Qué haré para llenar los días?» En aquella época la gente por lo
general vivía hasta los sesenta. El tío Vania seguro que se alegraría de no haber
nacido en nuestro tiempo.
—He estado informándome y nació usted el mismo año que mi padre.
Kafuku no dijo nada. Cogió varias cintas en silencio y examinó los títulos de
las canciones escritos en las carátulas. Sin embargo, no puso música. Misaki
sostenía el cigarrillo con la mano izquierda, que había sacado por la ventanilla. La
fila de coches empezaba a avanzar y, únicamente cuando necesitaba cambiar de
marcha, se llevaba el cigarrillo a los labios para poder servirse de ambas manos.
—La verdad es que pensaba darle algún escarmiento a ese hombre —
confesó Kafuku—. Al hombre que se acostó con mi mujer.
—Y devolvió los
casetes a su sitio.
—¿Un escarmiento?
—Quería hacerle pasar un mal trago. Pretendía ganarme su confianza
fingiéndome su amigo para, entretanto, encontrar su punto débil y utilizarlo para
hacerle sufrir.
Con el ceño fruncido, Misaki pensó en aquello.
—¿A qué se refiere con lo del punto débil?
—No lo sé. Pero dado que siempre que bebía bajaba la guardia, tarde o
temprano acabaría dando con algo. No me sería complicado valerme de ello
para montar un escándalo, algún lío que dañase su reputación. Entonces acabaría
perdiendo la custodia del hijo durante el proceso del divorcio, y eso le resultaría
insoportable. Seguramente no volvería a levantar cabeza.
—¡Qué cruel!
—Sí, es una idea cruel.
—Es decir, que usted quería vengarse de él por haberse acostado con su
mujer.
—No se trata exactamente de una venganza —señaló Kafuku—. Yo quería
olvidar que mi mujer me había engañado. Lo intenté por todos los medios. Pero
fue en vano. No conseguía quitarme de la cabeza la imagen de mi mujer en
brazos de otro hombre.
Siempre reaparecía. Como si un espíritu sin lugar adonde
ir me vigilase constantemente desde un ángulo del techo. Yo creía que con el
paso del tiempo acabaría desapareciendo. Pero no fue así. Al contrario, su
presencia se volvió más intensa que antes. Necesitaba espantarlo. Y para eso
tenía que eliminar esa especie de rabia que sentía en mí.
Kafuku se preguntó qué hacía contándole todo aquello a una chica de la
misma edad que habría tenido su propia hija y que era oriunda de Kamijūnitaki,
Hokkaidō. Pero ahora que había empezado, no podía parar.
—Y entonces pensó en darle un escarmiento —dijo la muchacha.
—Eso mismo.
—Pero no lo hizo, ¿no?
—No, no lo hice —repuso Kafuku.
Al oírlo, Misaki pareció algo aliviada. Exhaló un corto y leve suspiro y, dando
un golpecito con el dedo, tiró la colilla por la ventanilla. Seguramente todo el
mundo en Kamijūnitaki lo hacía.
—No sé bien cómo explicarlo, pero un buen día, de repente, todo empezó a
darme igual. Como si el espíritu que me poseía se hubiera desvanecido de golpe
—dijo Kafuku—. Ya no sentía rabia. Aunque quizá no era rabia, sino otra cosa
distinta.
—Pero sin duda fue algo positivo para usted. Me refiero al hecho de no
acabar hiriendo a alguien, de la manera que fuera.
—Yo opino lo mismo.
—Aunque sigue sin entender por qué se acostó su mujer con esa persona, por
qué precisamente con esa persona, ¿verdad?
—Sí, no lo entiendo. La duda todavía me reconcome. Él era un tipo simpático
y sin malicia. Me dio la impresión de que mi mujer le gustaba de verdad. No era
sólo una cuestión de pasar el rato acostándose con ella. Su muerte fue para él un
duro golpe. También le dolió mucho que ella se hubiera negado a que la visitara
en el hospital antes de morir. Fui incapaz de sentir antipatía por él, tanto que no
me importaba ser su amigo. —En ese punto, Kafuku se interrumpió y siguió el
fluir de su corazón. Buscó palabras que se aproximasen siquiera un poco a la
verdad—. Pero, para ser sincero, no era gran cosa. Puede que fuese una persona
agradable. Era guapo, tenía una bonita sonrisa. Y al menos no era un adulador.
Pero tampoco me merecía especial respeto. Francamente, resultaba superficial.
Tenía sus puntos flacos y era un actor de segunda. Mi esposa, en cambio, era una
mujer con carácter, dueña de un gran mundo interior. Una persona que meditaba
las cosas despacio, con calma, tomándose su tiempo. Y sin embargo, ¿por qué
tuvo que sentirse atraída y acostarse con un hombre sin importancia, como él?
Todavía hoy llevo esa espina clavada en el corazón.
—En cierto sentido lo considera incluso como un ultraje hacia usted. ¿Me
equivoco?
—Puede que sea eso —admitió Kafuku tras reflexionar un instante.
—¿Y no será que en realidad no se sentía atraída por esa persona? —dijo de
manera muy concisa Misaki—. Y por eso se acostó con él.
Kafuku sólo observaba el perfil de Misaki como si divisase un paisaje lejano.
Ella activó de nuevo el limpiaparabrisas, que apartó las gotas de agua adheridas a
la luna delantera con unos cuantos movimientos rápidos. El nuevo par de
escobillas chirrió con fuerza, como dos hermanas gemelas que muestran su
descontento.
—Las mujeres tenemos esas cosas —añadió ella.
No le salían las palabras. Así que Kafuku guardó silencio.
—Es como una enfermedad, señor Kafuku. No vale la pena pensar en ello. El
que mi padre nos abandonase, que mi madre me hiciera daño… Todo es a raíz de
la enfermedad. De nada sirve darle vueltas. No queda más remedio que
apañárselas, tragar e ir tirando.
—Todos actuamos, entonces —dijo Kafuku.
—Eso creo. En mayor o menor medida.
Kafuku se hundió en el asiento de cuero, cerró los ojos y, haciendo un
esfuerzo por concentrarse, intentó determinar el momento preciso en que la
chica realizaba los cambios de marcha. Pero, nada: era imposible. Lo hacía con
demasiada suavidad. Sólo variaba tenuemente el ruido de las revoluciones del
motor que llegaba a sus oídos. Como el zumbido de un insecto que va y viene. Se
acercaba y se alejaba.
Decidió echar una cabezada. Dormir profundamente durante un rato y
despertar. Diez o quince minutos, más o menos. Volver a subirse al escenario y
actuar. Recitar bajo los focos las frases establecidas en el guión. Recibir una salva
de aplausos y que cayera el telón. Distanciarse un momento de uno mismo y
volver en sí. Pero, al regresar, no estar exactamente en el mismo sitio que antes.
—Voy a dormir un poco —dijo Kafuku.
Misaki no dijo nada. Siguió conduciendo tan callada como hasta entonces. El
actor agradeció el silencio.
*
[...] tratar de determinar ese momento es casi imposible. Como le resulta imposible a Kafuko determinar el momento preciso en que Misaki realiza los cambios de marcha. Todos sucede suavemente. Y ahí quedan los recuerdos como zumbido de insecto que va y viene...se distancian sabiamente.
Como el actor, que se distancia de uno mismo y luego vuelve en sí. «Pero, al regresar, no está exactamente en el mismo sitio».
La película de Ryusuke Hamaguchi [1878] acaba de ganar el Óscar a la Mejor Película Internacional.
La mayoría de las imágenes son escenas del film. Vuelvo a aclarar que Hamaguchi utiliza, además de «Drive my Car», otros dos cuentos del mismo libro para completar la historia: «Scherezade» y «Kino*».
- Exploring Stories at the "Haruki Murakami Library":
https://www.nippon.com/en/japan-topics/g02013/
- Hombres in mujeres. Siete cuentos: Drive my Car, Yesterday, Un órgano independiente, Sherezade, Kino, Samsa enamorado y Hombres sin mujeres.
- The Waseda International House House of Literature (The Haruki Murakami Library):
https://www.waseda.jp/culture/wihl/en
- Haruki Murakami: [Kyoto, Japón el 19 de enero de 1949]. Es uno de los pocos autores japoneses que ha dado el salto de escritor de culto a autor de prestigio y grandes ventas tanto en su país como en el exterior.
Vivió la mayor parte de su juventud en Kōbe. Su padre era hijo de un sacerdote budista. Su madre, hija de un comerciante de Osaka. Ambos enseñaban literatura japonesa.
Estudió literatura y teatro griegos en la Universidad de Waseda [Soudai], en donde conoció a su esposa, Yoko. Su primer trabajo fue en una tienda de discos. Antes de terminar sus estudios, Murakami abrió el bar de jazz Peter Cat en Tokio, que funcionó entre 1974 y 1982.
En 1986, con el enorme éxito de su novela Norwegian Wood, abandonó Japón para vivir en Europa y América, pero regresó a Japón en 1995 tras el terremoto de Kōbe, donde pasó su infancia, y el ataque de gas sarín que la secta Aum Shinriky o [«La Verdad Suprema»] perpetró en el metro de Tokio. Más tarde Murakami escribiría sobre ambos sucesos.
La ficción de Murakami, que a menudo es tachada de literatura pop por las autoridades literarias japonesas, es humorística y surreal, y al mismo tiempo refleja la soledad y el ansia de amor en un modo que conmueve a lectores tanto orientales como occidentales. Dibuja un mundo de oscilaciones permanentes, entre lo real y lo onírico, entre el gozo y la obscuridad, que ha seducido a Occidente. Cabe destacar la influencia de los autores que ha traducido, como Raymond Carver, F. Scott Fitzgerald o John Irving, a los que considera sus maestros. Es un defensor de la cultura popular. Le encantan las series de televisión, las películas de terror, las novelas de detectives, la ropa de sport, las canciones pop…, y a que todo ello le sirve como nexo con los lectores. Muchas de sus novelas tienen además temas y títulos referidos a una canción en particular, como Dance, Dance, Dance (The Dells), Norwegian Wood (The Beatles), entre otras. Murakami, también es un aguerrido corredor y triatleta. Sale a practicar todos los días, lo cual lo conserva en muy buena forma para su edad. A pesar de que comenzó a correr a una edad relativamente tardía [33 años] y a ha completado varios maratones. Mientras la gente va a Hawai de vacaciones, él va a correr y a trabajar.