Luisa Valenzuela en la
Feria Internacional del Libro
Buenos Aires, 2017
Luisa Valenzuela, la reconocida escritora y periodista argentina, será la encargada del discurso inaugural en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.
Nació un 26 de noviembre en Buenos Aires, pero vivió en muchos otros lugares de Argentina y del mundo.
Hija de la también famosa escritora Luisa Mercedes Levinson [A la sombra del búho, 1932], su casa era frecuentada por Borges, Bioy Casares y Sábato.
De larguísima y reconocida trayectoria, admirada por Susan Sontag, Cortázar y Carlos Fuentes, es autora de excelentes novelas como El mañana [2010], donde combina suspenso, aventura, humor y un muy inteligente y original argumento.
Luisa Valenzuela |
Al releerlo noto que me sigue gustando, su humor... amargo, su ironía en la nostalgia y la paranoia de esos dos personajes: Mario y Pedro. Ellos hoy me dicen muchísimo. Con sus maneras de llamar las cosas, en inocentes diminutivos contrastando con las excesivas contingencias de la ciudad, reales o imaginarias.
Disfruto de sus largas frases, verborragia con pocas pausas o en un tempo propio y original. Me sumerjo en un clima familiar, de amenaza urbana y situación de peligro inminente. Hasta sospechamos del pobre hombre que llora por falta de trabajo, y él a su vez sospecha de los que se le acercan —y son tan miserables como él.
Alusiones, personificaciones, una voz narradora que a veces se dirige directamente a nosotros, frases que nos inquietan, en un tono porteño, sin embargo todo esto crea un clima de intranquilidad que trasciende Buenos Aires, aunque es ahí donde tiene lugar la historia.
Sorprende. Espero que lo disfruten tanto como yo, ¡buena lectura, o relectura!!!
«Aquí pasan cosas raras»
[1975]
Luisa Valenzuela
En su camino florecieron un portafolios (fea palabra) y un saco sport...
A man with a briefcase, Jonathan Borofsky |
Está solito el portafolios sobre la silla arrimada a la mesa y nadie viene a buscarlo.
Entran y salen los chochamus del barrio, comentan cosas que Mario y Pedro no escuchan: Cada vez hay más y tienen tonadita, vienen de tierra adentro... me pregunto qué hacen, para qué han venido. Mario y Pedro se preguntan en cambio si alguien va a sentarse a la mesa del fondo, va a descorrer esa silla y encontrar ese portafolios, que ya casi aman, casi acarician y huelen y lamen y besan. Uno por fin llega y se sienta, solitario (y pensar que el portafolios estará repleto de billetes y el otro lo va a ligar al módico precio de un batido de Gancia que es lo que finalmente pide después de dudar un rato). Le traen el batido con buena tanda de ingredientes. ¿Al llevarse a la boca qué aceituna, qué pedacito de queso va a notar el portafolios esperándolo sobre la silla al lado de la suya? Pedro y Mario no quieren ni pensarlo y no piensan otra cosa... Al fin y al cabo el tipo tiene tanto o tan poco derecho al portafolios como ellos, al fin y al cabo es solo cuestión de azar, una mesa mejor elegida y listo. El tipo sorbe su bebida con desgano, traga uno que otro ingrediente; ellos ni pueden pedir otro café porque están en la mala, como puede ocurrirle a usted o a mí, más quizá a mí que a usted, pero eso no viene a cuento ahora que Pedro y Mario viven supeditados a un tipo que se saca pedacitos de salame de entre los dientes con la uña mientras termina de tomar su trago y no ve nada, no oye los comentarios de la muchachada: Se los ve en las esquinas. Hasta Elba el otro día me lo comentaba, fijate, ella que es tan chicata. Ni qué ciencia ficción, aterrizados de otro planeta aunque parecen tipos del interior pero tan peinaditos, atildaditos te digo y yo a uno le pedí la hora pero minga, claro, no tienen reloj. Para qué van a querer reloj, me podés decir, si viven en un tiempo que no es el de nosotros. No. Yo también los vi, salen de debajo de los adoquines en esas calles donde todavía quedan y ahora vaya uno a saber qué buscan, aunque sabemos que dejan agujeros en las calles, esos baches enormes por donde salieron y que no se pueden cerrar más.
Ni el tipo del batido de Gancia los escucha ni los escuchan Mario y Pedro pendientes de un portafolios olvidado sobre una silla que seguro contiene algo de valor porque si no no hubiera sido olvidado así para ellos, tan solo para ellos, si el tipo del batido no. El tipo del batido de Gancia, copa terminada, dientes escarbados, platitos casi sin tocar, se levanta de la mesa, paga de pie, mozo retira todo mete propina en bolsa pasa el trapo húmedo sobre la mesa se aleja y listo, ha llegado el momento porque el café está animado en la otra punta y aquí vacío y Mario y Pedro saben que si no es ahora es nunca.
Portafolios bajo el brazo, Mario sale primero y por eso mismo es el primero en ver el saco de hombre abandonado sobre un coche, contra la vereda. Contra la vereda el coche, y por ende el saco abandonado sobre el techo del mismo. Un saco espléndido de estupenda calidad. También Pedro lo ve, a Pedro le tiemblan las piernas por demasiada coincidencia, con lo bien que a él le vendría un saco nuevo y además con los bolsillos llenos de guita. Mario no se anima a agarrarlo. Pedro sí aunque con cierto remordimiento que crece, casi estalla al ver acercarse a dos canas que vienen hacia ellos con intenciones de
—Encontramos este coche sobre un saco. Este saco sobre un coche. No sabemos qué hacer con él. El saco, digo.
—Entonces déjelo donde lo encontró. No nos moleste con menudencias, estamos para cosas más importantes. Cosas más trascendentes. Persecución del hombre por el hombre si me está permitido el eufemismo. Gracias a lo cual el célebre saco queda en las manos azoradas de Pedro que lo ha tomado con tanto cariño. Cuánta falta le hacía un saco como este, sport y seguro bien forradito, ya dijimos, forrado de guita no de seda qué importa la seda. Con el botín bien sujeto enfilan a pie hacia su casa. No se deciden a sacar uno de esos billetes crocantitos que Mario creyó vislumbrar al abrir apenas el portafolios, plata para tomar un taxi o un mísero colectivo.
Por las calles prestan atención por si las cosas raras que están pasando, esas que oyeron de refilón en el café, tienen algo que ver con los hallazgos. Los extraños personajes o no aparecen por esas zonas o han sido reemplazados: dos vigilantes por esquina son muchos vigilantes porque hay muchas esquinas. Esta no es una tarde gris como cualquiera y pensándolo bien quizá tampoco sea una tarde de suerte como parece. Son las caras sin expresión de un día de semana, tan distintas de las caras sin expresión de los domingos. Pedro y Mario ahora tienen color, tienen máscara y se sienten existir porque en su camino florecieron un portafolios (fea palabra) y un saco sport. (Un saco no tan nuevo como parecía mas bien algo raído y con los bordes gastados pero digno.) Como tarde no es una tarde fácil, esta. Algo se desplaza en el aire con el aullido de las sirenas y ellos empiezan a sentirse señalados. Ven policías por todos los rincones, policías en los vestíbulos sombríos, de a pares en todas las esquinas, cubriendo el área ciudadana, policías trepidantes en sus motocicletas circulando a contramano como si la marcha del país dependiera de ellos y quizá dependa, sí, por eso están las cosas como están y Mario no se arriesga a decirlo en voz alta porque el portafolios lo tiene trabado, ni que ocultara un micrófono, pero qué paranoia, si nadie lo obliga a cargarlo.
Podría deshacerse de él en cualquier rincón y no, ¿cómo largar la fortuna que ha llegado sin pedirla a manos de uno, aunque la fortuna tenga carga de dinamita? Toma el portafolios con más naturalidad, con más cariño, no como si estuviera a punto de estallar. En ese mismo momento Pedro decide ponerse el saco que le queda un poco grande pero no ridículo ni nada de eso. Holgado, si, pero no ridículo; cómodo, abrigado, cariñoso, gastadito en los bordes, sobado. Pedro mete las manos en los bolsillos del saco (sus bolsillos) y encuentra unos cuantos boletos de colectivo, un pañuelo usado, unos billetes y monedas. No le puede decir nada a Mario y se da vuelta de golpe para ver si los han estado siguiendo. Quizá hayan caído en algún tipo de trampa indefinible, y Mario debe estar sintiendo algo parecido porque tampoco dice palabra. Chifla entre dientes con cara de tipo que toda su vida ha estado cargando un ridículo portafolios negro como ese. La situación no tiene aire tan brillante como en un principio. Parece que nadie los ha seguido, pero vaya uno a saber: gente viene tras ellos y quizá alguno dejó el portafolios y el saco con oscuros designios. Mario se decide por fin y le dice a Pedro en un murmullo: No entremos a casa, sigamos como si nada, quiero ver si nos siguen. Pedro está de acuerdo.
Mario rememora con nostalgia los tiempos (una hora atrás) cuando podían hablarse en voz alta y hasta reír. El portafolios se le está haciendo demasiado pesado y de nuevo tiene la tentación de abandonarlo a su suerte.
¿Abandonarlo sin antes haber revisado el contenido? Cobardía pura.
Siguen caminando sin rumbo fijo para despistar a algún posible aunque improbable perseguidor. No son ya Pedro y Mario los que caminan, son un saco y un portafolio convertidos en personajes. Avanzan y por fin el saco decide: Entremos en un bar a tomar algo, me muero de sed.
Quizá hayan caído en algún tipo de trampa indefinible...
Jonathan Borofsky, 1982 [No title] |
—¿Con todo esto? ¿Sin siquiera saber de qué se trata?
—Y, si. Tengo unos pesos en el bolsillo.
Saca la mano azorada con dos billetes. Mil y mil de los viejos, no se anima a volver a hurgar, pero cree —huele— que hay más. Buena falta les hacen unos sandwiches, pueden pedirlos en ese café que parece tranquilo.
Un tipo dice y la otra se llama los sábados no hay pan; cualquier cosa, me pregunto cuál es el lavado de cerebro... En épocas turbulentas no hay como parar la oreja aunque lo malo de los cafés es el ruido de voces que tapa las voces. Lo bueno de los cafés son los tostados mixtos.
Escuha bien, vos que sos inteligente.
Ellos se dejan distraer por un ratito, también se preguntan cuál será el lavado de cerebro, y si el que fue llamado inteligente se lo cree. Creer por creer, los hay dispuestos hasta a creerse lo de los sábados sin pan, como si alguien pudiera ignorar que los sábados se necesita pan para fabricar las hostias del domingo y el domingo se necesita vino para poder atravesar el páramo feroz de los días hábiles.
Cuando se anda por el mundo —los cafés— con las antenas aguzadas se pescan todo tipo de confesiones y se hacen los razonamientos más abstrusos (absurdos), absolutamente necesarios por necesidad de alerta y por culpa de esos dos elementos tan ajenos a ellos que los poseen a ellos, los envuelven sobre todo ahora que esos muchachos entran jadeantes al café y se sientan a una mesa con cara de aquí no ha pasado nada y sacan carpetas, abren libros pero ya es tarde: traen a la policía pegada a los talones y como se sabe los libros no engañan a los sagaces guardianes de la ley, más bien los estimulan. Han llegado tras los estudiantes para poner orden y lo ponen, a empujones: documentos, vamos, vamos, derechito al celular que espera afuera con la boca abierta, Pedro y Mario no saben cómo salir de allí, cómo abrirse paso entre la masa humana que va abandonando el café a su tranquilidad inicial, convaleciente ahora. Al salir, uno de los muchachos deja caer un paquetito a los pies de Mario que, en un gesto irreflexivo, atrae el paquete con el pie y lo oculta tras el célebre portafolios apoyado contra la silla. De golpe se asusta: cree haber entrado en la locura apropiatoria de todo lo que cae a su alcance. Después se asusta más aún: sabe que lo ha hecho para proteger al pibe pero ¿y si a la cana se le diera por registrarlo a él? Le encontrarín un portafolios que vaya uno a saber qué tiene adentro, un paquete inexplicable (de golpe le da risa, alucina que el paquete es una bomba y ve su pierna volando por los aires simpáticamente acompañada por el portafolios, ya despanzurrado y escupiendo billetes de los gordos, falsos). Todo esto en brevísimo instante de disimular el paquetito y después nada. Más vale dejar la mente en blanco, guarda con los canas telépatas y esas cosas.
—Más vale dejar la mente en blanco, guarda con...
Pinting with Light Bulb Eyes, 1980, Jonathan Borofsky |
¿Y qué estaba diciendo hace mil años cuando reinaba la calma?: un lavado de cerebro; necesario sería un autolavado de cerebro para no delatar lo que hay dentro de esa cabecita loca —la procesión va por dentro, muchachos. Los muchachos se alejan, llevados un poquito a las patadas por los azules, el paquete queda allí a los pies de estos dos señores dignos, señores de sacos y portafolios (uno de cada para cada). Dignos señores o muy solos en el calmo café, señores a los que ni un tostado mixto podrá ya consolar.
Se ponen de pie. Mario sabe que si deja el paquetito el mozo lo va a llamar y todo puede ser descubierto. Se lo lleva, sumándolo así al botín del día pero por poco rato; lo abandona en una calle solitaria dentro de un tacho de basura como quien no quiere la cosa y temblando. Pedro a su lado no entiende nada pero por suerte no logra reunir las fuerzas para preguntar.
En épocas de claridad puede hacerse todo tipo de preguntas, pero en momentos como este el solo hecho de seguir vivo ya condensa todo lo preguntable y lo desvirtúa. Solo se puede caminar, con uno que otro alto en el camino, eso sí, para ver por ejemplo por qué llora este hombre. Y el hombre llora de manera tan mansa, tan incontrolada, que es casi sacrílego no detenerse a su lado y hasta preocuparse. Es la hora de cierre de las tiendas y las vendedoras que enfilan a sus casas quieren saber de qué se trata: el instinto maternal siempre está al acecho en ellas, y el hombre llora sin desconsuelo. Por fin logra articular Ya no puedo más, y el corrillo de gente que se ha formado a su alrededor pone cara de entender pero no entiende. Cuando sacude el diario y grita No puedo más, algunos creen que ha leído las noticias y el peso del mundo le resulta excesivo. Ya están por irse y dejarlo abandonado a su flojera. Por fin entre hipos logra explicar que busca trabajo desde hace meses y ya no le queda un peso para el colectivo ni un gramo de fuerza para seguir buscando.
No puedo más,
algunos creen que ha leído las noticias y el peso del mundo le resulta excesivo.
Man in a Trilby, 1960, L. S. Lowry |
—Al menos, no tenemos nada que ofrecerle. Ojalá tuviéramos.
Trabajo, trabajo, corean los otros y se conmueven porque esa sí es palabra inteligible y no las lágrimas. Las lágrimas del hombre siguen horadando el asfalto y vaya uno a saber que encuentran pero nadie se lo pregunta aunque quizá él sí, quizá él se esté diciendo mis lágrimas están perforando la tierra y el llanto puede descubrir petróleo. Si me muero acá mismo quizá pueda colarme por los agujeritos que hacen las lágrimas en el asfalto y al cabo de mil años convertirme en petróleo para que otro como yo, en estas mismas circunstancias...
Una idea bonita pero el corrillo no lo deja sumirse en sus pensamientos que de alguna manera —intuye— son pensamientos de muerte (el corrillo se espanta: pensar en muerte así en plena calle, qué atentado contra la paz del ciudadano medio a quien solo le llega la muerte por los diarios). Falta de trabajo sí, todos entienden la falta de trabajo y están dispuestos a ayudarlo. Es mejor que la muerte. Y las buenas vendedoras de las casas de artefactos electrodomésticos abren sus carteras y sacan algunos billetes por demás estrujados, de inmediato se organiza la colecta, las más decididas toman el dinero de los otros y los instan a aflojar más. Mario está tentado de abrir el portafolios ¿qué tesoros habrá ahí dentro para compartir con ese tipo? Pedro piensa que debería haber recuperado el paquete que Mario abandonó en un tacho de basura. Quizá eran herramientas de trabajo, pinturas en aerosol, o el perfecto equipito para armar una bomba, cualquier cosa para darle a este tipo y que la inactividad no lo liquide.
Las chicas están ahora pujando para que el tipo acepte el dinero juntado. El tipo chilla y chilla que no quiere limosnas. Alguna le explica que solo se trata de una contribución espontánea para sacar del paso a su familia mientras él sigue buscando trabajo con más ánimo y el estómago lleno. El cocodrilo llora ahora de emoción. Las vendedoras se sienten buenas, redimidas, y pedro y Mario deciden que este es un tipo de suerte.
Quizá junto a este tipo Mario se decida a abrir el portafolios, Pedro pueda revisar a fondo el secreto contenido de los bolsillos del saco.
Entonces cuando el tipo queda solo, lo toman del brazo y lo invitan a comer con ellos. El tipo al principio se resiste, tiene miedo de estos dos: pueden querer sacarle la guita que acaba de recibir. Ya no se sabe si es cierto o si es mentira que no encuentra trabajo o si ese es su trabajo, simular la desesperación para que la gente de los barrios se conmueva. Reflexiona rápidamente: Si es cierto que soy un desesperado y todos fueron tan buenos conmigo no hay motivo para que estos dos no lo sean. Si he simulado la desesperación quiere decir que mal actor no soy y voy a poder sacarles algo a estos dos también. Decide que tienen una mirada extraña pero parecen honestos, y juntos se van a un boliche para darse el lujo de unos buenos chorizos y bastante vino.
Tres, piensa alguno de ellos, es un número de suerte. Vamos a ver si de acá sale algo bueno.
¿Por qué se les ha hecho tan tarde contándose sus vidas que quizá sean ciertas? Los tres se descubren una idéntica necesidad de poner orden y relatan minuciosamente desde que eran chicos hasta estos días aciagos en que tantas cosas raras están pasando. El boliche queda cerca del Once y ellos por momentos sueñan con irse o con descarrilar un tren o algo con tal de aflojar la tensión que los infla por dentro. Ya es la hora de las imaginaciones y ninguno de los tres quiere pedir la cuenta. Ni Pedro ni Mario han hablado de sus sorpresivos hallazgos. Y el tipo ni sueña con pagarles la comida a estos dos vagos que para colmo lo han invitado.
La tensión se vuelve insoportable y solo hay que decidirse. Han pasado horas. Alrededor de ellos los mozos van apilando las sillas sobre las mesas, como un andamiaje que poco a poco se va cerrando, amenaza con engullirlos porque los mozos en un insensible ardor de construcción siguen apilando sillas sobre sillas, mesas sobre mesas y sillas y más sillas. Van a quedar aprisionados en una red de patas de madera, tumbas de silla y una que otra mesa. Buen final para estos tres cobardes que no se animaron a pedir la cuenta. Aquí yacen: pagaron con sus vidas siete sandwiches de chorizo y dos jarras de vino de la casa. Fue un precio equitativo.
Pedro por fin —el arrojado Pedro— pide la cuenta y reza para que la plata de los bolsillos exteriores alcance. Los bolsillos internos son un mundo inescrutable aun allí, escudado por las sillas; los bolsillos internos conforman un laberinto demasiado intrincado para él. Tendría que recorrer vidas ajenas al meterse en los bolsillos interiores del saco, meterse en lo que no le pertenece, perderse de sí mismo entrando a paso firme en la locura.
La plata alcanza. Y los tres salen del restaurant aliviados y amigos. Como quien se olvida, Mario ha dejado el portafolios —demasiado pesado, ya— entre la intrincada construcción de sillas y mesas encimadas, seguro de que no lo van a encontrar hasta el día siguiente. A las pocas cuadras se despiden del tipo y siguen camino al departamento que comparten.
Cuando están por llegar, Pedro se da cuenta de que Mario ya no tiene el portafolios. Entonces se quita el saco, lo estira con cariño y lo deja sobre un auto estacionado, su lugar de origen. Por fin abren la puerta del departamento sin miedo, y se acuestan sin miedo, sin plata y sin ilusiones. Duermen profundamente, hasta el punto que Mario, en un sobresalto, no logra saber si el estruendo que lo acaba de despertar ha sido real o soñado.
* * *
Notas
- Aquí pasan cosas raras, Luisa Valenzuela:
file:///Users/Cecilia/Downloads/Dialnet-LiteraturaYRepresion-2577586.pdf
- Luisa Valenzuela, sitio oficial: [Buenos Aires, 1938] Escritora y periodista argentina. De larguísima y reconocida trayectoria, admirada por Susan Sontag, Cortázar y Carlos Fuentes. Hija de la escritora Luisa Mercedes Levinson. Frecuentaban la casa de su niñez Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato, entre otros importantes escritores y artistas. Comenzó a publicar a los 17 años. A los 20 años se radica en París; se relaciona con el grupo Tel Quel [publicación literaria] y con el «Nouveau Roman». Escribe su primera novela Hay que sonreír [1966-2004] con Clara como protagonista.
De vuelta en Argentina, se desempeña como periodista de La Nación y de la revista Crisis. En 1969 va becada a la Universidad de Iowa, y allí escribe El gato eficaz [1972-1991-2001]. Desde 1972 a 1974 vive en México, París y Barcelona, y una breve temporada en Nueva York, donde estudia la literatura marginal estadounidense.
Escribe Como en la guerra [1977-2001, censurada], y a partir de 1979 vive diez años en Estados Unidos. Allí publica el libro de cuentos Cambio de armas y la novela Cola de lagartija [1983-1992-1998] y dicta clases y talleres de escritura en universidades de Nueva York y Columbia.
Obtuvo la beca Guggenheim en 1983 y en 1989 vuelve definitivamente a Buenos Aires, donde termina sus novelas Realidad nacional desde la cama [1990-1993] y Novela negra con argentinos [1990-1991].
Además de las obras mencionadas, agrego las novelas: La travesía [1967], El mañana [2010], Cuidado con el tigre [2011] y La máscara sarda, el profundo secreto de Perón [2012].
Los libros de cuentos y relatos: Los heréticos [1967], Aquí pasan cosas raras [1975-1991], Libro que no muerde [1980], Donde viven las águilas [1983], Simetrías [1993-1997], Antología personal [1998], Cuentos completos y uno más [1999-2001], El placer rebelde [2003], BREVS. Microrrelatos completos hasta hoy [2004], Acerca de Dios (o aleja), [2007], Generosos inconvenientes [escritos entre 1967-1993], Tres por cinco [2010] y Juego de villanos [2008].
Y los ensayos: Peligrosas palabras [2002], Escritura y secreto [2003], Los deseos oscuros y los otros [2002] y Taller de escritura breve [2007].
Recibió numerosos premios y reconocimientos tanto en Argentina como en países extranjeros y su obra ha sido traducida a otros idiomas.
Su página oficial: https://www.luisavalenzuela.com/
- Imágenes de elección personal para ilustrar este relato:
- Jonathan Borofsky [Boston 1942], pintor y escultor estadounidense. Su primera exposición individual fue en 1973 en el Artistics Space de Nueva York, seguida por la de la galería de Paula Cooper, con quien trabaja hasta la actualidad.
En 1975 empieza con las grandes instalaciones que lo hicieron famoso en todo el mundo. Influido por las pinturas all-over de Pollock, por la escultura minimalista de Carl Andre, por Sol LeWitt y en general por las ideas anticomerciales del Arte Conceptual.
Sus grandes instalaciones incluye vídeos, sonido y proyecciones, en combinación con dibujos y esculturas. Se lo asocia con el Neo-expresionismo. Sus fuentes de inspiración son sus sueños, fotografías y anuncios publicitarios.
Una de sus esculturas más conocidas y populares son Los hombres martilleo, que se han instalado en varias ciudades del mundo.
- A man with a briefcase, 1980
- No title, 1982 [Hombres desarticulados]
- Pinting with Light Bulb Eyes, 1980
2. L. S. Lowry [1887-1976] Artista plástico inglés, famoso por pintar escenas de la vida en los distritos industriales del Noroeste de Inglaterra a mediados del siglo XX. Desarrolló un estilo distintivo de la pintura, donde destacan los paisajes urbanos y despoblados al mismo tiempo, y figuras humanas estilizadas y melancólicas. Como si el paso del tiempo no existiera, muchas de sus obras tienen un aire de tiempo detenido.
- Man in a Trilby, 1960
- Feria Internacional del Libro, Buenos Aires, 2017:
https://www.el-libro.org.ar/