EL BLOG DE CEE, una lectora .
Comentarios de lecturas, autores, libros, y otras expresiones artísticas relacionadas con la literatura.
sábado, 31 de marzo de 2018
The Bologna Children´s Book Fair
26 al 29 de Marzo, 2018
55ª edizione
Bologna, Italy
La literatura infantil y juvenil tuvieron su fiesta, y el efecto del entusiasmo por este encuentro internacional del libro en estas categorías, realizado en Bologna, Italia, seguirá sintiéndose por mucho tiempo.
Con muchos títulos publicados, la industria crece, y esa es una gran noticia. Nos dice que los chicos y jóvenes leen, y que las ediciones se aggiornano. Destacados autores e ilustradores se dan la mano para ofrecer obras de gran calidad.
China fue el país invitado de honor:
Cina: Paese Ospite d´Onore 2018
Y el tema elegido: «sueño». El sueño a través de imágenes de niños y pandas absortos en una lectura compartida, símbolo de los sueños que hacen posibles las lecturas.
Miles de libros unirán pasado y presente, tradición y actualidad, ilustraciones tradicionales chinas, todo en un ambiente poético creado por una decoración acorde con paisajes y jardines típicos.
El público, escritores y editores tuvieron la oportunidad de escuchar al famoso Cao Wenxuan [1954], profesor de Literatura de la Universidad de Beijing, ganador del prestigioso Premio Christian Andersen, el «Nobel» infantil, en Nueva Zelanda, 2016. Fue el primer autor chino en recibirlo.
Otra buena noticia es que el año pasado fue editado por Eudeba esta pequeña joya de Wenxuan, La pluma, un cuento infantil inspirado en la filosofía. Texto sencillo y profundo, acompañado por ilustraciones exquisitas, de otro galardonado del 2014: el brasileño Roger Mello [1965]. Libros infantiles que fascinan a los grandes.
Este año, edición 2018, el Premio Hans Christian Andersen, otorgado cada dos años por el IBBY [International Board on Books for Young People], y en honor al famoso autor danés del siglo XIX, lo obtuvieron la escritora japonesa Eiko Kadono [1935] y el ilustrador ruso Igor Oleynikov [1953].
Eiko Kadono and Igor Oleynikov
Personajes femeninos «singularmente emporerantes», Kiki ya es un clásico
Ternura y candidez, drama, en esta imagen de Igor Oleynikov
La Feria cerró sus puertas hace dos días, y la cita para la próxima primavera italiana se impone. Para seguir estando en contacto con el trabajo de escribir y contar historias, emprender caminos junto a personajes que cobran vida, mirar de cerca el arte de la literatura y del diseño, dejarse arrullar por el mundo poético que estos artistas de la palabra e imagen crean.
Conocimos a dos artistas, una autora y un ilustrador de libros para niños, a quienes le han otorgado el reconocimiento internacional más alto. Valoramos sus logros y sus obras, su contribución a la literatura infantil.
Dedico este post a Julia y a i carissimi bambini. Hasta el próximo encuentro,
Penguin Modern Classics
Introduction by Arthur Miller
Tennessee Williams
[Misisipi, 1911-Nueva York, 1983]
Una obra magistral del dramaturgo estadounidense Tennessee Williams [1911-1983]. Un tema de hoy: el machismo y sus excesos.
Marlon Brando [1924-2004], seductor, una leyenda entre los grandes actores de Hollywood, interpretó a Stanley, un nieto de inmigrantes polacos. Y con su interpretación selló un estilo.
Stanley es un hombre trabajador y fuerte, que está orgulloso de sí mismo, de su personalidad desbordada y de su vulgaridad. Así y todo, su virilidad ejerce una atracción especial en las mujeres.
Stella Du Bois [Kim Hunter] uno de los personajes femeninos y su esposa, es todo lo contrario. Miembro de una aristocrática familia sureña, es fina, cariñosa y de buenos modales. Lo ha dejado todo para seguir a «su hombre».
Stanley y Stella tienen una relación pasional en todos los sentidos, también en el del deseo sexual desenfrenado. Pasiones con todos los ingredientes, llevados al límite por una pareja despareja, un hombre y una mujer que se necesitan mutuamente.
La atracción que Stanley ejerce sobre Stella se traslada a Blanche [Vivien Leigh], su hermana que llega a visitarlos. Sin embargo ella, una beldad sureña de antaño, viuda de un marido homosexual, no es sumisa como la hermana. Subyace un juego de seducción entre ellos y la trama se alimenta. La atracción de lo prohibido en esta pareja protagonista, nos seduce e interroga en nuestros propios valores y atrevimientos.
De la seducción inconsciente al odio acérrimo, todo sucede en unos pocos meses.
La acción transcurre en un edificio humilde de departamentos, en un barrio de clase trabajadora de Nueva Orleans, en la década de 1940. El agobio y el calor, el blanco y negro y las sombras, el jazz de fondo crean un clima que ha pasado a la historia.
Stella y su hermana mayor, Blanche, proceden de Laurel, Misisipí. La cultura y tradición del Deep South están presentes. Tennessee Williams nació y creció en esta zona, conocía bien las costumbres y tradiciones que ellas reflejan.
Ya dije que las dos hermanas son muy distintas a pesar de haber sido educadas, ambas, en las tradiciones aristocráticas del Viejo Sur. A medida que vayan leyendo la obra irán descubriendo la satisfacción o aceptación de una, que ama a su esposo de quien espera un bebé, y la neurosis de la otra, pretenciosa en su mundo de fantasía. De todas formas, estas dos clasificaciones no hacen más que simplificar injustamente las complejas personalidades, pero no quisiera quitarles el placer del propio descubrimiento y empatizar con uno u otro personaje.
Las dos tienen un pasado que las diferencia, según los caminos que tomaron. La propiedad de la familia, una plantación llamada Belle Rêve, ya no les pertenece y la situación económica ya no es lo que era. Esto es todo un símbolo del final del Viejo Sur. Como también son simbólicos los nombres del tranvía y de la calle donde habitan [Elysian Fields].
Hay alguien más que merece ser al menos nombrado: Mitch. Él es el mejor amigo de Stanley, compañero de póquer y pretendiente de Blanche.
El punto culminante que no voy a delatar aunque sea una escena conocida, ya que confío en algún olvido, es el punto de inflexión de la obra. Sucede casi al final y de una manera u otra, a la manera de los personajes, seguramente, el drama se resuelve.
Un tranvía llamado deseo, obra de teatro que Elia Kazan dirigió en Broadway y más tarde llevó al cine. Y logró...
... una de las películas más icónicas:
Un tranvía llamado deseo
Marlon Brando en su magistral actuación y escena memorable.
Director: Elia Kazan, 1951
Jessica Tandy, Marlon Brando y Vivien Leigh [Premio Oscar Mejor Actriz]
Marlon Brando
¿Quién mejor que Arthur Miller [1915-2005], el otro gran dramaturgo estadounidense, contemporáneo de Tennessee Williams, para escribir la introducción del libro? Su perspectiva sobre los diálogos y personajes, experimentada e inteligente, nos darán una visión sensible y violenta, valiosa en su dramatismo.
El libro comienza con este verso de un poema de Hart Crane [1899-1932]:
The Broken Tower
And so it was I entered the broken world
To trace the visionary company of love, its voice
An instant in the wind [I know not whither hurled]
But not for long to hold each desperate choice.
La torre rota
[Traducción de Octavio Paz]
Al mundo roto entré, tras las huellas fantasmas
del amor, y su voz —¿dónde sonó, terrible?—
ardió en desesperadas, elegidas imágenes
un instante en el viento, sin que pudiese asirlas.
Una obra para releer y volver a evaluar, más allá de los roles de género, del machismo y de la emancipación de la mujer, de la crítica social. Los personajes, tan bien construidos, que llevaron a la fama al autor, director y actores, los podemos tomar como estereotipos, pero también tienen una profunda humanidad. Y así podremos disfrutar de nuestras propias lecturas y apreciaciones, de valores literarios y del argumento que encontremos en estas pasiones que desbordan.
Tennessee Williams, muy amigo de Carson McCullers [1917-1967], he querido recordar a este gran dramaturgo del sur de Estados Unidos, con esta obra u otras tan famosas como La gata sobre el tejado de zinc caliente [1955] o El zoo de cristal [1945]. Multipremiado, representado por las grandes compañías de teatro y admirado por culturas tan diversas y distantes.
Quizá nos preguntemos cómo sucede esto, como se preguntó la remilgada Blanche acerca del matrimonio de su hermana. Tal vez la respuesta esté en el poema de Crane, lo que erige la sangre, la torre que no es de piedra sino de visibles alas de silencio y de pasmo, abre la tierra y extiende los cielos y no tiene tiempo, ni lugar, ni dueño.
El tema de la reticencia o incapacidad de algunas personas para aceptar la verdad y los cambios, el peligro de vivir en un capullo de irrealidad, de proteger así las propias debilidades y deficiencias, con mentiras, simplemente para preservar un ego. Negarse a aceptar una verdad cantada o ser dominado por los instintos, son algunas de las cuestiones sobre las que se seguirán reflexionando y escribiendo.
Tal es así que Woody Allen inventó su propia «Blanche Dubois» en «Blue Jasmine», interpretado magistralmente por Cate Blanchett.
Volviendo a la primera frase, machismo-feminismo, se han cambiado muchas cosas, otras siguen enraizadas, «es un sentimiento razonable, querer que alguien te de seguridad en la vida», dijo Woody Allen cuando habló de su película y la relación con este tema.
Espero que disfruten de este libro, escuchando la excelente banda sonora de Alex North, alma indiscutible de la película.
Hasta la próxima lectura,
C. G.
Notas
- Un tranvía llamado deseo, Tennessee Williams:
http://www.danielcinelli.com.ar/archivos/Obras/Segundo_nivel/Realismo_Norteamericano/Obras/Tennesse_Williams/Un_tranvia_llamado_deseo.pdf
- Comentario de la película:
https://www.youtube.com/watch?v=EJCOL_-5Ywg
- «The Broken Tower», Hart Crane: Poema completo y tradución de Octavio Paz.
http://literaturafrancesatraducciones.blogspot.com.ar/2017/10/hart-crane-y-octavio-paz-la-torre-rota.html
- «A Streetcar Named Desire», Soundtrack, Alex North:
https://www.youtube.com/watch?v=nkigcwc9Gqk
«La penitencia» es uno de los trece relatos que componen Una reina perfecta, libro premiado en 2005 por el Fondo Nacional de las Artes.
Inés Garland logra crear una atmósfera que penetrará en cada rincón del que fuimos. Pero la interpretación es libre para cada lector, solo hay que zambullirse.
Vamos a leerlo y lo comentamos al final, ¡buena lectura!
*
Esta vez no iba a dejar que papá y mamá se fueran sin decirles...
Ese verano podría haber sido como cualquier otro. Habíamos pasado Navidad en Buenos Aires y dos días después, como todos los años, papá y mamá nos llevaron al campo. Ramona iba sentada entre Clara y yo, en el asiento de atrás, y miraba al frente, muy quieta. Siempre viajaba así, con los brazos cruzados y la espalda bien derecha; de a ratos movía los labios como si estuviera rezando y miraba a mamá, con unas miradas cortas y disimuladas.
Antes de llegar al camino de tierra mamá y papá nos anunciaron que ese año no podrían quedarse con nosotras ni una sola noche; unos amigos los esperaban al día siguiente. Clara se puso a llorar. Ramona siguió mirando al frente, pero apretó la mandíbula. Decidí que esta vez no iba a dejar que papá y mamá se fueran sin decirles cómo era Ramona con nosotras cuando ellos no estaban, pero a pesar de lo decidida que estaba, no se me ocurría cómo hacer para contarles todo sin que Ramona me oyera.
La solución se me ocurrió cuando vi el maizal crecido cerca de la casa. Mientras ellos bajaban las valijas y abrían la casa le expliqué, sin muchos detalles, el plan a Clara. La agarré de la mano, corrimos hasta el maizal y nos acostamos boca abajo en la tierra.
Mi plan era simple: mamá y papá iban a tener que buscarnos para despedirse —yo estaba segura de eso—; cuando se agacharan para darnos un beso, las hojas del maizal los esconderían y entonces, ahí abajo y protegida de Ramona, yo les iba a contar todo. Parecía tan fácil, tan perfecto.
Desde nuestro escondite escuchamos la voz de mamá que nos llamaba. Clara me miró con los ojos muy abiertos y me di cuenta de que quería levantarse, correr hacia mamá. Tenía cinco años: todavía pensaba que si lloraba mucho ellos no se irían. Yo le pasé el brazo por la espalda y la obligué a quedarse acostada. Temblaba contra mi cuerpo como un cachorro.
El ruido del auto se alejó y yo...
El ruido del auto se alejó y yo seguí acostada con el brazo sobre la espalda de Clara y el corazón a los tumbos hasta que no se oyó más nada. No se me había ocurrido que podían irse sin buscarnos. Cuando me paré solo quedaba una nube de tierra que flotaba como una gelatina en el horizonte.
Clara debe haber visto en mi cara que se habían ido. Gimió apenas y me clavó esa mirada que yo le conocía de memoria: los ojos tan negros que no se les veía la pupila. Me di cuenta de que pensaba que le había mentido, que yo había sabido desde el principio que mamá y papá se iban a ir sin despedirse, y le había robado la única posibilidad de impedirlo.
Ramona estaba arada en la galería con las manos apoyadas en el respaldo de una silla de mimbre. De lejos no parecía enojada pero al acercarnos pude verle la mancha de transpiración en el pecho. Siempre era una mala señal esa mancha que caía por el escote y terminaba en punta.
—Aparecieron —dijo, y podría haber sido solo un comentario si no nos hubiera estado mirando de la forma en que nos miraba— De esta penitencia sí que no se salvan.
Clara se largó a llorar. le agarré la mano. Ramona se dio vuelta para entrar en la casa y la seguimos en silencio. Sus piernas, de atrás, eran como ramas peladas, lustrosas, con la pantorrilla alta como un nudo de la madera, un puño cerrado que subía y bajaba cuando ella caminaba. El vestido se le había pegado a la espalda.
Esa tarde nos hizo jugar en nuestro cuarto. Ella se quedó en el suyo. No podíamos ver lo que hacía pero la oíamos caminar de un lado a otro y soplar como si silbara sin melodía, un soplido entrecortado que, decía, la ayudaba a pensar. En nuestro cuarto había olor a cal y a humedad. Nos costaba mucho jugar cuando no nos decía nada y soplaba así toda una tarde.
Estábamos por irnos a dormir cuando nos dio el colgante.
—Su madre les dejó esto —dijo—. No se lo merecen.
Una cadena con un dije redondo, de oro, que se abría para mostrar dos fotos, una de mamá y una de papá. En las fotos tenían anteojos negros y se reían. Clara empezó a llorar y a besar las fotos.
— Tenélo vos —le dije.
Yo no lo quería.
—Cuidadito con perderlo —dijo Ramona—, tu mamá me lo encargó especialmente.
Después de eso Clara siempre andaba con el colgante por todos lados y lo abría a cada rato para mirar las fotos.
Esa noche, como siempre, Ramona nos hizo rezar arrodilladas, una junto a la otra, con los codos apoyados sobre la cama. Mientras rezábamos, el ruido del motor explotó en el silencio y todas las luces se encendieron a la vez. La ventana se llenó de cascarudos voladores que golpeaban para entrar. Parecían lluvia.
—Ahora tengo que salir a saludar al puestero nuevo, pero mañana vamos a hablar sobre lo que hicieron —dijo Ramona antes de irse.
No podía dormirme. El motor de la luz sonaba en la oscuridad y Clara daba vueltas en la cama y hablaba en sueños. Mucho más tarde apagaron el motor y todo el silencio del campo cayó sobre la casa como una manta. Cada tanto se oía un perro que aullaba. Cuando me dormí soñé con lobos.
A la mañana siguiente, mientras tomábamos el desayuno, vino el puestero y preguntó por nosotras. Yo hubiera querido saludarlo —su voz parecía tan alegre— pero Ramona y él se quedaron hablando afuera, del otro lado de la puerta mosquitero. Ella cada tanto giraba un poco la cabeza para mirarnos sobre el hombro. No hacía falta que hablara para que supiéramos que no quería que nos acercáramos. Sabíamos leer su cuerpo; su cabeza de pelo crespo y corto —tan chica sobre la espalda ancha— se movía apenas para mirarnos, como si la nuca y las orejas pudieran vernos también.
Fue el puestero el que habló del pozo ciego.
—Todavía no lo terminé y la tierra está muy floja —dijo—. Tengan cuidado.
—No se preocupe —le contestó Ramona.
Pero lo primero que hicimos después del desayuno fue ir a ver el pozo ciego. Ella nos llevó y nos hizo parar en el borde. Sentí su mano caliente y húmeda en la nuca cuando me empujó apenas hacia adelante.
—No se ve el fondo —dijo—. ¿Se puede saber porqué se escondieron?
Me estaba mirando a mí sola y la pregunta inesperada, dicha ahí me asustó. Traté de soltarme, pero Ramona apretó un poco los dedos y me quedé quieta.
—Era un juego —dije.
—Ah, claro, un juego —cerró los ojos un instante.
Después giró para enfrentarme y me fue mirando, con lentitud, como si tuviera que hacer foco para meterme de lleno en el centro de su mirada. Bueno, no importa mucho, ¿no? Igual voy a tener que pensar una penitencia. Una buena penitencia.
Clara se empezó a comer las uñas.
—Dejáte esos dedos —le dijo Ramona—. Tu penitencia ya la pensé.
—¿Y la mía no? —le pregunté.
—Estoy en eso —dijo.
En el fondo del pozo parecía de noche, sin estrellas y sin fin.
Ese día jugamos un rato en la galería y después nos quedamos en el cuarto de Ramona con los postigos cerrados y ella nos contó cuentos y nos trenzó el pelo.
—No me gusta tener que enojarme —le dijo a Clara mientras le hacía la trenza—. Me obligan a castigarlas.
Hablaba y tiraba del pelo para ajustar la trenza, los ojos de Clara se alargaban hacia atrás, llenos de lágrimas. El tic-tac del reloj de lata sonaba en el olor dulzón del cuarto.
—Lo hago por el bien de ustedes —dijo.
Volví a preguntarle por mi penitencia. Traté de que mi voz sonara indiferente. Ella sonrió.
—¿Para qué voy a apurar con todo el tiempo que tengo?
La penitencia de Clara fue la misma de siempre. Ramona llevaba a todas partes unas cajitas de cartón gris de las que usan para guardar bijouterie barata. Cuando quería poner a Clara en penitencia, la encerraba en algún lugar oscuro con las cajitas y le decía que estaban llenas de bichos.
—Si te movés los bichos van a salir de las cajas y te van a comer —le decía.
Yo había tratado mil veces de convencer a Clara de que no había bichos adentro de las cajas. Una vez hasta le había explicado que ningún bicho que entrara en una caja tan chica podía comerse a una nena de su tamaño. Pero ella jamás ponía en duda la palabra de Ramona.
Esa tarde, sin gritar, se dejó encerrar en una casilla de madera que había servido alguna vez de baño y que ya nadie usaba. En la mano apretaba el colgante.
—Y vos te quedás allá —me dijo Ramona señalando el escalón que llevaba a la cocina—. Más te vale ni acercarte a tu hermana.
Entró a la casa y yo me senté en el escalón. La casilla donde estaba Clara oscilaba en el calor de la siesta. Cada tanto me parecía oír su llanto, muy bajo, como si hubiera tenido miedo hasta de llorar. El zumbido de un abejorro que perforaba la viga del techo llenaba el aire. De agujero en la madera salía una llovizna de aserrín que se quedaba flotando al sol. Parecía que el tiempo se había detenido para siempre.
No me acuerdo qué pensé antes de pararme y correr hacia la casilla. Sé que abrí la puerta y levanté la tapa de dos de las cajas.
—¿Ves que no tiene nada? —grité y saqué a Clara de ahí adentro.
Se quedó parada en el pasto seco sin poder sacar la vista de las cajas destapadas. Alrededor del cuello llevaba el colgante abierto con las caras sonrientes de mamá y papá. Se lo saqué. Todavía lo tenía en la mano cuando sentí un tirón muy fuerte: Ramona, que me había sujetado por el pelo y me obligaba a girar. Le vi la frente llena de perlitas transparentes. Las gotas de sudor más grandes empezaron a bajarle por la cara. Resbalaban y ella las dejaba caer, juntarse en la punta de la nariz, en el labio de arriba, en la pera, las dejaba bajar por el cuello hacia el escote sin secárselas, como si no las sintiera. No se movía. Y la mancha del escote se alargaba hasta terminar en punta como un mapa del sur. Los ojos se le habían achicado y ahora eran dos rayas de odio que me miraban a mí.
—Quién te creés que sos —dijo.
Y me llevó a la rastra clavándome los dedos en el brazo. Traté de soltarme y me abofeteó. Clara venía atrás, gritando, pero ella no parecía oírla. Me insultaba con voz ronca, con la voz desatada de cuando no había nadie más para verla así. Me arrastró hasta el borde mismo del pozo ciego.
—¿Ves que no tiene fondo? ¿Ves que de ahí no salís?
Me había soltado el brazo y me empujaba la cabeza hacia adelante. Yo sentía en la nuca la palma de su mano empapada.
—¿Eso querés?
Instintivamente estiré el brazo con el colgante sobre la boca del pozo. Ramona se quedó mirándolo. Yo lo tenía agarrado de la cadena con el puño cerrado. Las dos fotos en su cuna de oro se balanceaban como un péndulo. Ella soltó mi brazo para tratar de sacármelo. Abrí la mano y lo dejé caer. Ella manoteó el aire con desesperación y la tierra floja cedió bajo sus pies. Se aferró al borde del pozo con una sola mano, un instante. No sé si gritó cuando se alejaba hacia el fondo.
A veces sueño con Ramona. Siempre hace calor y yo le seco la transpiración con la palma de mi mano. Estamos de pie, enfrentadas, y la miro a los ojos. Trato de adivinar lo que va a decirme. En los sueños estoy por saber, por fin, cuál es mi penitencia.
Sin saber cuál es mi penitencia.
* * *
Hemos leído un relato muy bien escrito. Una historia que nos ha atrapado desde el principio. Con sus tensiones y ritmo ágil, podemos decir que tiene un principio que nos adelanta algo importante de la trama: «Ese verano podría haber sido como cualquier otro».
Y no lo fue.
Una situación de ausencia de padres que debemos adivinar o deducir; querer saber el porqué es una opción del lector.
Ella, la hermana mayor de la que no sabemos el nombre, es la que nos cuenta la historia [narrador-protagonista]. Está enojada, no quiere el colgante con las fotos de sus padres y se lo da a su hermanita que es sensible y necesitada de su cariño. Ella es fuerte.
Está enojada con sus padres que se van, y con ella misma al no ser capaz de retenerlos, de organizar un buen plan para contarles lo que Ramona hace en su ausencia.
Ramona, la señora a cargo de su cuidado, las amenaza: «cuidadito con esto, cuidadito con lo otro». Y posterga la penitencia «mañana vamos a hablar», dice.
No le hacen falta palabras para que ellas sepan lo que pueden y no pueden hacer según sus reglas, «lo leían en su cuerpo».
Era capaz de todo cuando quería atemorizarlas. Pararlas en el borde del pozo ciego con su mano húmeda presionando pareció ser el límite. Fue el lugar que eligió para hacerle «la pregunta».
La hizo al mejor estilo torturador psicológico, inesperada para la niña que se sentía grande y fuerte. Sin embargo se asustó, y Ramona logró su cometido.
Pero la penitencia no es dicha, se demora perversamente.
Ramona nos desconcierta, contándole cuentos y trenzándoles el pelo. Tiene también esas contradicciones de manipuladora que acentúan su perfil.
Las tres, las dos niñas y la niñera son los personajes excluyentes. Ya que los otros solo los percibimos: la voz y la nuca de la madre, del padre ningún dato físico, solo que maneja y baja las valijas, y finalmente el puestero que se queda al otro lado de la puerta. Nunca lo ven, nunca lo vemos.
El final, ¿qué les puedo decir que no hayan sentido? La niña grande tendrá que aprender a vivir sin saber cuál iba a ser su penitencia. Eso y seguir aprendiendo tantas lecciones más, de la ambigüedad de los adultos y de su conducta tantas veces desconcertante.
Espero que hayan disfrutado de este relato y que sigan leyendo a esta escritora magnífica, con historias realistas que nos llevan un paso más allá, ya que como ella misma dice no flotan en la superficie.
El agregado del poema y de las imágenes son mi elección. Hasta la próxima lectura.
C. G.
Notas
- Inés Garland:
Inés Garland
Inés Garlad [Buenos Aires, 1960] dijo en una entrevista: «Escribir tiene que ver con salir a buscar a otra persona». Traductora, tallerista y escritora de cuentos para adultos y novelas juveniles, ex atleta, no tiene una formación académica. Sin embargo, tiene una gran actividad literaria, escribió desde siempre y empezó a publicar a partir de los treinta y siete años.
Tradujo «por amor» a la poeta estadounidense Sharon Olds [1942], para que sus amigos no se perdieran de conocer estos poemas increíbles.
Autora de la novela para adolescentes El jefe de la manada [2014], el libro de cuentos La arquitectura del océano [2014], ha sido galardonada internacionalmente con el premio infantojuvenil Deutscher Jugenliteraturpreis.
De allí en más, su libro Piedra, papel o tijera [2009] se tradujo a otros idiomas y fue también conocida internacionalmente. También fue distinguida por la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina [ALIJA].
Otras obras: El rey de los centauros, su primera novela[2006] y Una reina perfecta, libro de cuentos[2008], premiado por el Fondo Nacional de las Artes.
Ha traducido Ni puedo ni quiero [2014] de la escritora estadounidense Lydia Davis [1947], dicta talleres de escritura creativa en Argentina y Chile, colabora en diversas publicaciones, es editora una revista y ha integrado el comité asesor del FILBA.
Quien mira desde afuera a través de una ventana abierta nunca ve tantas cosas como el que mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, mas misterioso, más fértil, más tenebroso, más deslumbrante que una ventana iluminada. Lo que se puede ver al sol es siempre menos interesante que lo que ocurre detrás de un vidrio. En ese agujero negro o luminoso vive la vida, sueña la vida, sufre la vida.
Charles Baudelaire
[Extracto del poema en prosa «El Spleen de París», 1869]
Editorial: Edicol
La otra noche me decía el amigo Feilberg, que es el coleccionista de las historias más
raras que conozco:
–¿Usted no se ha fijado en las ventanas iluminadas a las tres de la mañana? Vea, allí
tiene argumento para una nota curiosa.
Y de inmediato se internó en los recovecos de una historia que no hubiera despreciado
Villiers de L'Isle Adam o Barbey de Aurevilly o el barbudo de Horacio Quiroga. Una historia
magnífica relacionada con una ventana iluminada a las tres de la mañana.
Naturalmente, pensando después en las palabras de este amigo, llegué a la conclusión de
que tenía razón, y no me extrañaría que don Ramón Gómez de la Serna hubiera utilizado este
argumento para una de sus geniales greguerías.
Ciertamente, no hay nada más llamativo en el cubo negro de la noche que ese
rectángulo de luz amarilla, situado en una altura, entre el prodigio de las chimeneas bizcas y
las nubes que van pasando por encima de la ciudad, barridas como por un viento de maleficio.
¿Qué es lo que ocurre allí? ¿Cuántos crímenes se hubieran evitado si en ese momento en
que la ventana se ilumina, hubiera subido a espiar un hombre?
¿Quiénes están allí adentro? ¿Jugadores, ladrones, suicidas, enfermos? ¿Nace o muere
alguien en ese lugar?
En el cubo negro de la noche, la ventana iluminada, como un ojo, vigila las azoteas y
hace levantar la cabeza de los trasnochadores que de pronto se quedan mirando aquello con
una curiosidad más poderosa que el cansancio.
Ilustración basada en «Ventanas iluminadas», Verónica Fradkin.
Expuesta en Centro Cultural Recoleta [2012].
Porque ya es la ventana de una buhardilla, una de esas ventanas de madera deshechas
por el sol, ya es una ventana de hierro, cubierta de cortinados, y que entre los visillos y las
persianas deja entrever unas rayas de luz. Y luego la sombra, el vigilante se pasea abajo,
los hombres que pasan de mal talante pensando en los líos que tendrán que solventar con sus
respetables esposas, mientras que la ventana iluminada, falsa como mula bichoca, ofrece un
refugio temporal, insinúa un escondite contra el aguacero de estupidez que se descarga sobre
la ciudad en los tranvías retardados y crujientes.
Frecuentemente, esas piezas son parte integral de una casa de pensión, y no se reúnen en
ellas ni asesinos ni suicidas, sino buenos muchachos que pasan el tiempo conversando
mientras se calienta el agua para tomar mate.
Porque es curioso. Todo hombre que ha traspuesto la una de la madrugada, considera la
noche tan perdida, que ya es preferible pasarla de pie, conversando con un buen amigo. Es
después del café; de las rondas por los cafetines turbios. Y juntos se encaminan para la pieza,
donde, fatalmente, el que no la ocupa se recostará sobre la cama del amigo, mientras que el
otro, cachazudamente, le prende fuego al calentador para preparar el agua para el mate.
Y mientras que sorben, charlan. Son las charlas interminables de las tres de la
madrugada, las charlas de los hombres que, sintiendo cansado el cuerpo, analizan los hechos
del día con esa especie de fiebre lúcida y sin temperatura, que en la vigilia deja en las ideas
una lucidez de delirio.
Y el silencio que sube desde la calle, hace más lentas, más profundas, más deseadas las
palabras.
Esa es la ventana cordial, que desde la calle mira el agente de la esquina, sabiendo que
los que la ocupan son dos estudiantes eternos resolviendo un problema de metafísica del amor
o recordando en confidencia hechos que no se pueden embuchar toda la noche.
Hay otra ventana que es tan cordial como ésta, y es la ventana del paisaje del bar tirolés.
En todos los bares "imitación Munich" un pintor humorista y genial ha pintado unas
escenas de burgos tiroleses o suizos. En todas estas escenas aparecen ciudades con tejados y
torres y vigas, con calles torcidas, con faroles cuyos pedestales se retuercen como una culebra,
y abrazados a ellos, fantásticos tudescos con medias verdes de turistas y un sombrerito jovial,
con la indispensable pluma. Estos borrachos simpáticos, de cuyos bolsillos escapan golletes
de botellas, miran con mirada lacrimosa a una señora obesa, apoyada en la ventana, cubierta
de un extraordinario camisón, con cofia blanca, y que enarbola un tremendo garrote desde la
altura.
La obesa señora de la ventana de las tres de la madrugada, tiene el semblante de un
carnicero, mientras que su cónyuge, con las piernas de alambre retorcido en torno del farol,
trata de dulcificar a la poco amable "frau".
Pero la "frau" es inexorable como un beduino. Le dará una paliza a su marido.
La ventana triste de las tres de la madrugada, es la ventana del pobre, la ventana de esos
conventillos de tres pisos, y que, de pronto, al iluminarse bruscamente, lanza su resplandor en
la noche como un quejido de angustia, un llamado de socorro. Sin saber por qué se adivina,
tras el súbito encendimiento, a un hombre que salta de la cama despavorido, a una madre que
se inclina atormentada de sueño sobre una cuna; se adivina ese inesperado dolor de muelas
que ha estallado en medio del sueño y que trastornará a un pobre diablo hasta el amanecer tras
de las cortinas raídas de tanto usadas.
Ventana iluminada de las tres de la madrugada. Si se pudiera escribir todo lo que se
oculta tras de tus vidrios biselados o rotos, se escribiría el más angustioso poema que conoce
la humanidad. Inventores, rateros, poetas, jugadores, moribundos, triunfadores que no pueden
dormir de alegría. Cada ventana iluminada en la noche crecida, es una historia que aún no se
ha escrito.
* * *
¿Les gustó?
Maravilloso, para mí. Imágenes y preguntas, vidas posibles detrás de esas ventanas. Historias reales o imaginarias que han sido escritas y podrán seguir siendo fuente de inspiración. Todo lo que ofrece el «cubo negro de la noche y el rectángulo amarillo» es material rico para un buen escritor. Como los cuatro ejemplos de escritores consagrados que nombra el relator en primera persona.
Es un relato breve que describe lo que el narrador «ve» en una noche a la madrugada. Una multiplicidad de imágenes como fotografías, son las famosas Aguafuertes porteñas, crónicas publicadas entre 1928 y 1933 en el diario El Mundo.
Completamente realistas, creíbles, los personajes que acá aparecen, los que ve este observador privilegiado son personajes tipo: los borrachos, la señora obesa, el pobre, rateros, poetas, etc. Casi todos tienen, con humor a veces, algo que no va: la madre torturada o la gorda con el garrote, por ejemplo, dan idea de una historia violenta que subyace.
Y su lenguaje llano, con el uso de refranes y dichos populares, lo acerca al lenguaje de la calle, a «la tierra nativa», clase media y sectores populares, «cultura de mezcla» —dice Sarlo. Términos también que vienen de la química y de la física, de la geometría [la noche es un cubo negro, la ventana, un rectángulo amarillo]. Y el uso de una cantidad de hipérbaton [invierte el orden habitual de la frase] y neologismos que hace de su lenguaje algo tan distinto a lo que se hacía entonces.
La mirada urbana de Arlt, con su estilo particular criticado y alabado, nos muestra la otra cara de la modernidad que se dio en Buenos Aires a fines de los años veinte y comienzos del treinta, donde la cuestión inmigratoria tuvo un papel relevante.
El ritmo metropolitano está creciendo rápidamente. Las avenidas y edificios, los medios de transporte púbico —que Arlt usa, ubicaban a la ciudad argentina cerca de las europeas. Pero Buenos Aires tiene una particularidad en su cultura, la mezcla que Arlt retrata tan bien: criollismo y vanguardia, lo europeo y lo rioplatense.
Él mismo representa una figura relativamente nueva: el escritor profesional. Escribe en periódicos y sus escritos son acogidos con entusiasmo por un público lector que se siente identificado. Arlt, autodidacta de formación, se introduce en el mundo de la literatura a través de estas columnas periodísticas.
Ser prácticamente inmigrante y su vínculo con la cultura marginal y el mundo de la clase media, son sellos que se expresan en la vida urbana que Arlt refleja. Diferente a lo que podría reflejar un escritor «de linaje», con formación sólida y académica. Él es un trabajador más. No pertenece a ninguna de las dos famosas corrientes literarias de la década del 20: Boedo y Florida.
«Ventanas iluminadas» es un relato mínimo en extensión escrita e ilimitado en su potencial dramática: «Si se pudiera escribir todo lo que se oculta tras de tus vidrios biselados o rotos, se escribiría el más angustioso poema que conoce la humanidad».
La ventana iluminada, «falsa como mula bichoca», nos ofrece también a nosotros un refugio temporal, un escondite contra tanta necedad y tontería. O, quizá cada uno se pregunte, ¿qué veo detrás de una ventana cerrada? Y nunca más esa imagen nos será indiferente.
Una afinidad más con el inconformismo del autor.
Espero que les haya gustado este relato. La elección del poema es personal, no del editor del libro ni del autor. Que sigan disfrutando de la gran fuerza expresiva de Arlt en futuras lecturas, hasta el próximo encuentro.
C. G.
Notas
Audiolibro: «Ventanas iluminadas»
Roberto Arlt
Leído por Inés Corton
https://www.youtube.com/watch?v=HB2edbkG3FI
- Aguafuertes porteñas, Roberto Arlt: Todos los relatos.
- Roberto Arlt: [1900-1942] Hijo de un inmigrante prusiano y una italiana. La narrativa de este destacado escritor argentino instaura, como Borges, un paradigma literario.
Roberto Arlt
Pese a su corta vida, fue muy prolífico y abarcó diversos géneros, obra en su mayoría escrita mientras trabaja en periódicos porteños: Crítica y El Mundo. Serían las famosas Aguafuertes porteñas.
En la novela, destacan El juguete rabioso [1926], Los siete locos y Los lanzallamas [1929 y 1931] y El amor brujo [1932]. Numerosos cuentos recopilados en El jorobadito [1933] y El criador de gorilas [1941], y sus famosas aguafuertes, publicados todos en diarios y revistas.
En teatro: 300 Millones [1932], Saverio el cruel [1936], El fabricante de fantasmas [1936] y La isla desierta [1937], todas obras escritas en sus últimos años.
Sus temas: la locura, la marginalidad, la humillación, la traición, la conspiración política y la invención técnica.
Escenarios: el principal, Buenos Aires.
Protagonistas: personajes de la clase media.
Ocupó un lugar excéntrico en el campo literario. Incorpora un lenguaje coloquial y un estilo próximo a la vanguardia, con su impronta expresionista; una estética del grotesco y una exploración del fantástico.
Desde esta perspectiva original, logró un aporte renovador de gran trascendencia en la historia de la literatura argentina.
- AugusteVilliers de L'Isle-Adam: [1838-1889, París] Escritor francés, cuya obra abarca poesía, teatro y narrativa. Movimiento simbolista.
Maldito entre los malditos. Vivió la mayor parte de su vida en la pobreza y siempre despreció a la crítica.
Su talento literario se refleja en obras inquietantes, inspiradas en autores como Edgar Allan Poe, convertidos en clásicos por derecho propio. Sus relatos abordan la ciencia ficción, el terror y la filosofía. Destacan: Cuentos crueles [1883], La Eva futura [1886] y Axel [1890], entre otras obras.
Amigo de Charles Baudelaire, de Stéphane Mallarmé y de Richard Wagner.
- Jules Barbey d´Aurevilly: [1808-1889] Escritor y periodista francés. Un personaje imprescindible del mundo literario de su época. Miembro de Romanticismo.
Escribió relatos y colabora como crítico literario en el periódico Constitucionnel, desde donde defiende a Balzac y a Baudelaire, pero ataca Los miserables, de Victor Hugo.
Su obra más conocida es Las Diabólicas / Les diaboliques [1874], colección de seis relatos, historias de pasiones y crímenes, en los que las mujeres tienen un papel central. Sus novelas melodramáticas, con tramas demoniacas, fueron, según su parecer, el mejor camino hacia el conocimiento de Dios.
- Horacio Quiroga: [Uruguay, 1878-1937, Argentina] Cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista.
Sus relatos se caracterizan por retratar a la naturaleza bajo rasgos temibles y horrorosos, enemiga del ser humano.
Comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe, a quien consideraba su maestro. Admirador también de Guy de Maupassant, se percibe la influencia del británico Rudyard Kipling [Libro de las tierras vírgenes], sobre todo en Cuentos de la selva.
Entre su valorada obra, por su estilo particular y realista, fascinación con la muerte, los accidentes y la enfermedad, se destacan: Diario de un viaje a París [1900]; su primer libro: Los arrecifes de coral [1901], poemas, cuentos y prosa lírica dedicado a Lugones; El crimen de otro [1904], notable libro de relatos; Los perseguidos [1905], novela breve, producto de un viaje con Lugones por la selva misionera; su soberbio y horroroso El almohadón de pluma [1905]; Historia de un amor turbio [1908], novela dedicada al amor por una de sus alumnas adolescentes, con la que se casaría y tendría dos hijos, niña y niño educados en el rigor, aprendiendo a desenvolverse en el monte y la selva; Cuentos de amor de locura y de muerte [1917]; Cuentos de la selva [1918], colección de relatos infantiles protagonizados por animales y ambientados en la selva misionera, dedicado a sus hijos; Pasado amor [1929], inspirado en un nuevo amor, otra joven de 17 años y Los desterrados [1926], quizá su mejor libro de cuentos. Obras terribles y brillantes, imprescindibles.
- Ramón Gómez de la Serna: [Madrid, 1888-1963, Buenos Aires] Prolífico escritor y periodista y vanguardista español, adscrito a la generación de 1914 o novecentismo. Impulsor del género literario conocido como greguería, piruetas conceptuales, metáforas insólitas, chistes, juegos de palabras, hasta apuntes filosóficos.
Su obra literaria abarca ensayo costumbrista, biografías, novela y teatro, un centenar de libros traducidos a varios idiomas.
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- El Spleen de París, Charles Baudelaire: [1869] Pequeños poemas en prosa. Libro completo.
El músico más grande del siglo, el que pudo consumar la música como torsión sexual de la materia. El jazz, una brisa eterna.
Editorial Mansalva
Amanecer en Manhattan. Con las primeras luces, muy inciertas, cruza las últimas calles una prostituta negra que vuelve a su cuarto después de una noche de trabajo. Despeinada, ojerosa, el frío de la hora transfigura su borrachera en una estúpida lucidez, un ajado apartamiento del mundo. No ha salido de su barrio habitual, por lo que no le queda mucho camino que recorrer. El paso es lento; podría estar retrocediendo; cualquier distracción podría disolver el tiempo en el espacio. Aunque en realidad desea dormir, en este punto ni siquiera lo recuerda. Hay muy poca gente afuera; los pocos que salen a esa hora [o los que no tienen de dónde salir] la conocen y por lo tanto no miran sus zapatos altísimos, violeta, su falda estrecha con su largo tajo, ni los ojos que de cualquier modo no mirarían otros, vidriosos o blandos. Se trata de una calle angosta, un número cualquiera de calle, con casas viejas. Después vienen dos cuadras de construcciones algo más modernas, pero en peores condiciones; comercios, vagos condominios de los que se desploma una escalera de incendios, una cornisa sucia. Pasando una esquina está el edificio donde duerme hasta la tarde, en una habitación alquilada que comparte con dos niños, sus hermanos. Pero antes, sucede algo: se ha formado un grupo de trasnochados; una media docena de hombres reunidos en la mitad de este callejón miran una vidriera. Siente curiosidad por estas turbias estatuas. Nada se mueve en ellos, ni siquiera el humo de un cigarrillo. A ella no le quedan cigarrillos. Avanza mirándolos, y como si fueran el punto que necesitaba para enganchar el hilo del cual sostenerse, su paso se vuelve algo más liviano, más suspendido. Cuando llega, los hombres tampoco la miran. Necesita unos instantes para comprender de qué se trata. Están frente a un negocio abandonado. Detrás de la vidriera sucia hay una penumbra, y en ellas cajas polvorientas y escombros. Pero además hay un gato, y frente a él, de espaldas al vidrio, una rata. Ambos animales se miran sin moverse, la caza ha llegado a su fin, y la víctima no tiene escape. El gato tensa con sublime parsimonia todos sus nervios. Los espectadores se han vuelto seres de piedra, ya no estatuas: planetas, el frío mismo del universo… La prostituta golpea la vidriera con la cartera, el gato se distrae una fracción de segundo y eso le basta a la rata para escaparse. Los hombres despiertan de la contemplación, miran con disgusto a la negra cómplice, un borracho la escupe, dos la siguen… antes de que termine de desvanecerse la oscuridad tiene lugar algún hecho de violencia.
Después de un cuento viene otro. Vértigo. Vértigos retrospectivos. Se necesitaría un término cualquiera de la serie para que el siguiente la hiciera interminable. El vértigo produce angustia. La angustia paraliza… y nos evita el peligro que justificaría el vértigo; acercarse al borde, por ejemplo, a la falla profunda que separa un término de otro. La parálisis es el arte en el artista, que ve sucederse los acontecimientos. La noche se termina, el día hace lo mismo: hay algo embarazoso en el trabajo en curso. Los crepúsculos opuestos caen como fichas en una ranura de hielo. Ojos que se cierran definitivamente, siempre y en todo lugar. Paz. Con todo, existe, y más perceptible de lo que podríamos desear, un movimiento descontrolado, que produce angustia en los otros y provee el modelo de la angustia imposible propia. También se lo llama arte. El arte es una multiplicación: estilos, bibliotecas, metáforas, querellas, el cuadro y su crítico, la novela y su época… Hay que aceptarlo como la existencia de los insectos. Hay restos por todas partes. Pero la vida, ya se sabe, «es una sola». De lo que resulta que la biografía de un artista es imposible; hay modos de probar que lo es: esos modos se confunden en la posibilidad de la biografía, con lo que vuelve a nacer la literatura, y la situación insoportable se instala en el pensamiento, el operador se inquieta y ya no ve la sucesión de escrúpulos sino una proliferación de modelos difíciles de aplicar. La biografía como género literario deriva de la hagiografía; pero los santos lo son, lo fueron, justamente por renunciar a los beneficios biográficos, recogen apenas los restos desechables. Por otro lado, las hagiografías nunca están solas, siempre forman parte de una especie de colección. La biografía tendería a lo contrario, aunque el resultado sea exactamente el mismo. ¿Quién se jactaría de saber lo que es un resto, y de poder diferenciarlo de lo contrario? Nadie que escriba, por lo menos.
Tomemos las biografías de artistas. Vienen inmejorablemente al caso. Los niños leen las vidas de los músicos célebres, que siempre fueron niños músicos; luego, se trata de una success story, el relato de un triunfo, con su estrategia espectacular o secreta, sus venganzas, su transparencia de lágrimas de dinosaurio. Son mecanismos sutiles, dentro de su esencial idiotez, que no permanecen mucho en la memoria [salvo algún detalle] pero no por eso la deforman menos: le injertan grandes toboganes irisados, conformando un panorama tan pintoresco que la víctima se cree un Proust, lo que de por sí es un bonito falso triunfo en la vida. Imposible no desconfiar de esos libros, sobre todo si han sido el alimento primordial de nuestras puerilidades pasadas y por venir. «Antes» estaba el éxito futuro, «después» estaban sus recompensas deliciosas, tanto más deliciosas por haber sido objeto de puntualísimas profecías. Los malos augurios tienen el nacarado de una perfección; los buenos, levantan el mundo en las manos y se lo ofrecen a los astros. La Reina de la Noche, en una palabra, canta de día.
Examinemos un caso más cercano. El de un gran músico de nuestro tiempo, cualquiera de ellos [son tantos]. Cecil Taylor.
American jazz pianist Cecil Taylor, one of the key figures in the free-jazz revolution
[The Guardian]
Bien podría decirse de él que es el músico más grande del siglo. Engendrado en cuerpo y alma en una música de tipo popular, el jazz, desde el principio su vigor en la renovación lo hizo universal, quizás el único genio que pudo ir más allá de Debussy: el que pudo consumar la música como torsión sexual de la materia, el atomista fluido de todos los sentidos y sinsentidos que constituyen el juego del pensamiento en el mundo. Y no dejó de ser el mejor representante de la ciudad del jazz; de hecho él es Nueva York, la sobreimpresión del perfil de los grandes edificios en la imagen del pianista concentrado, con la música como enlace. ¿Qué otra cosa es el realismo? Una época en la que cierta gente ha vivido. El jazz, una brisa eterna. La ciudad miniaturizada, en un diamante. Es Egipto, pero también una pequeña tribu que acecha. Nuestra civilización antropológica produce [o podría producir, con un arte adecuado de la narración] historias en las que, digamos, dos negros desnudos se hacen la guerra en una selva, se persiguen con los signos más sutiles, el azar, la movilidad pura. Y el jazz. Una acción de sueños: situaciones. Todo es situaciones, éxtasis novelesco [ya no de conceptos]. Según la leyenda, Cecil realizó la primera grabación atonal del jazz, en 1956, dos semanas antes de que independientemente lo hiciera Sun Ra. [¿O fue al revés?] No se conocían entre sí, ni conocían a Ornette Coleman, que trabajaba en lo mismo al otro lado del país. Por supuesto, la historia registra los momentos sin darles un valor per se, ya que todos ellos [y Eric Dolphy, Albert Ayler, Coltrane, quién sabe cuántos más] demostraron su genio de modo fehaciente en el transcurso de las décadas que siguieron.
De todos modos, la Historia tiene su importancia, porque nos permite interrumpir el tiempo. En realidad, lo que se interrumpe con el procedimiento son las series; más precisamente, la serie infinita; cualidad esta última que anula toda importancia que pudiera tener la interrupción. La vuelve frívola, redundante, liviana, como una tosecita en un funeral. En este punto se produce la segunda ruptura, y lo que era nada más que pensamiento gira de pronto mostrando una cara imprevista: la Necesidad se alza, patente, soberana, imprescriptible —y a la vez microscópica, voluble, estúpida, neutra. La interrupción es necesaria, pero es la necesidad de un momento. De lo necesario ampliado nace la «atmósfera», ella sí esencial en el peso específico de una historia. Nunca se encarecerá lo bastante la importancia de la atmósfera en literatura. Es la idea que nos permite trabajar con fuerzas libres, sin funciones, con movimientos en un espacio que al fin deja de ser éste o aquél, un espacio que logra deshacer las entidades del escritor y lo escrito, el gran túnel múltiple a pleno sol… Pues bien, la atmósfera es la condición tridimensional del regionalismo, y el medio de la música. La música no interrumpe el tiempo. Todo lo contrario.
1956. Empecemos de nuevo. Para ese entonces Cecil Taylor, un genial músico negro de poco más de treinta años, prodigioso pianista y sutil estudioso de la avant-garde musical del siglo, había consolidado su estilo, es decir su invención. Excepto un par de jazzmen cercanos a su trabajo, nadie podía hacerse la menor idea de lo que estaba realizando. ¿Cómo se la habrían hecho? Su originalidad estaba en la transmutación del piano, que de instrumento pasó a ser en sus manos un método composicional libre, instantáneo. Los llamados «racimos tonales» con los que se desarrollaba su escritura momentánea ya habían sido utilizados anteriormente por un músico, Henry Cowell, aunque Cecil llevó el procedimiento a un punto en el que, por sus complicaciones armónicas, y sobre todo por la sistematización de la corriente sonora atonal en flujos tonales, no podía compararse con nada existente. Supongamos que vivía [es el tipo de datos de que nos proveen las biografías] en un ruinoso departamento del East End de Manhattan. Ratones, de los que aman los norteamericanos, una cantidad indefinida y constante de cucarachas, la embotada promiscuidad de una vieja casa con escaleras estrechas, son el panorama original. La atmósfera. Lo innecesario. En su cuarto había un piano que no siempre podía hacer afinar por falta de los catorce dólares necesarios, y era un mueble ya casi póstumo. Dormía allí por la mañana y parte de la tarde, y salía al anochecer. Trabajaba de lavacopas en un bar. Ya había grabado un disco [In transition] y esperaba algunos trabajos temporarios en bares con piano.
Por supuesto, sabía que era preciso descartar la idea de un reconocimiento súbito, y hasta de un triunfo gradual, a la manera de círculos concéntricos; no era tan ingenuo. Pero sí esperaba, y tenía todo el derecho a hacerlo, que tarde o temprano su talento llegaría a ser celebrado. [Aquí hay una verdad y un error: es cierto que hoy se lo aprecia en todo el mundo, y quienes hemos escuchado sus discos durante años con amor y una admiración sin límites seríamos los últimos en ponerlo en duda; pero también hay un error, un error de tipo lógico, y esta historia intentará mostrar, sin énfasis, la propiedad del error. Claro que nada confirma la necesidad de esta historia, que no es más que un capricho literario. Sucede que una vez imaginada, se vuelve en cierto modo necesaria. La historia de la prostituta que espantó a la rata no es necesaria tampoco, lo que no quiere decir que la gran serie virtual de las historias sea innecesaria en su conjunto; y sin embargo lo es. La de Cecil Taylor es una vieja fábula: le conviene el modo de la aplicación. La atmósfera no es necesaria… ¿Pero cómo oír la música fuera de una atmósfera?]
El bar con piano en cuestión resultó ser un local al que acudían músicos y drogadictos. El artista se predispuso a una acogida fluctuante entre la indiferencia y el interés; descartaba el escándalo, en ese ambiente. Se predispuso a que la indiferencia fuera el plano, y el interés el punto: el plano podía cubrir el mundo como un toldo de papel, el interés era puntual y real como un «buenos días» entre peces. Se preparaba para la incongruencia inherente a las grandes geometrías. El azar de la concurrencia podía proveerlo de un atisbo de atención: nadie sabe lo que crece de noche [él tocaría después de las doce, al día siguiente en realidad], y lo que uno hace nunca pasa totalmente inadvertido. Pero esta vez pasó. Para su gran sorpresa, la oportunidad se reveló precisamente «nunca». Escarnio invisible licuado en risitas inaudibles. Así transcurrió la velada, y el patrón canceló la segunda presentación para la próxima noche, aunque no la había pagado. Por supuesto, Cecil no discutió con él su música. No vio la utilidad. Se limitó a volver con los ratones.
Dos meses más tarde, su distraída rutina de trabajo [ya no era lavacopas sino empleado en una estación de servicio] fue realzada una vez más por un contrato verbal para actuar en un bar, una sola noche esta vez, y a mitad de la semana. El bar se parecía al anterior, aunque quizá fuera algo peor, y la concurrencia no difería; incluso era posible que algunos de los que habían estado presentes aquella noche se repitieran aquí. Eso llegó a pensar, el muy iluso. Su música sonó en los oídos de una decena y media de músicos, drogadictos y alcohólicos, quizá hasta en las bellas orejitas negras, con su pimpollo de oro, de una mujer vestida de raso: una mantenida, por la heroína. No hubo aplausos, alguien se rió pesadamente [de otra cosa, con toda seguridad] y el dueño del bar no se molestó siquiera en decirle buenas noches, ¿Por qué iba a hacerlo? Hay momentos así, en que la música queda sin comentarios. Se prometió, sin motivo, venir en otra oportunidad al bar [alguna vez lo había frecuentado, como oyente] para imaginarse a sus anchas la posición del ser humano ante la música: el pianista consumado, la sucesión de viejas melodías, lentas y espaciadas. No lo hizo nunca, por creer que no valía la pena. Se consideraba una persona desprovista de imaginación. Transcurrida una semana, la representación de este fracaso se fundió con la del anterior, y eso le produjo una cierta extrañeza. ¿Se trataría de una repetición? No había motivos para creerlo, y sin embargo la realidad se mostraba así de simple.
Un día se encontró en la calle con un ex condiscípulo de la Advanced School of Music de Boston, un neoclasicista. Cecil se mofaba en secreto de Stravinsky, ¿todos los negros desprecian a los rusos, eso es un hecho? Un par de frases, y el otro quedó vagamente impresionado por el tono sibilino de la voz de su conocido, el susurro, el gorro de lana. [Si en lugar de ser una nulidad, el ex condiscípulo hubiera llegado a algo, habría anotado el hecho en su autobiografía, muchísimos años después].
Tres meses más tarde, una conversación de madrugada en una mesa de Village Vanguard resultó en un ofrecimiento para presentarse allí una noche, como complemento a un grupo renombrado. Abandonó su empleo en la estación de servicio y trabajó diez horas diarias en su piano [se había mudado a un cuarto en una vieja casa de proxenetas en Bleeker Street] durante la semana que lo separaba de su presentación. Al V.V. asistía la flor y nata del mundillo del jazz. Estaba persuadido de que en ese momento se formaría el primer círculo, así fuera pequeño como un punto, del que se irradiaría la comprensión de su actividad musical, y en consecuencia esta actividad misma.
Llegó la noche en cuestión, entró a la tarima donde estaba el piano cuando se lo pidieron, y atacó…
No hubo más que unos aplausos condescendientes: «al menos sudó». Esto lo desconcertaba. En la parte posterior del escenario había algunos músicos que desviaron la mirada con una sonrisita de monos. Fue a sentarse a la mesa donde estaban sus conocidos, que hablaban de otra cosa. Uno le tomó el codo e inclinándose hacia él sacudió lentamente la cabeza hacia la derecha y la izquierda. Con una gran carcajada, alguien prorrumpió en un «Después de todo, ya terminó». El crítico de jazz más prominente de la época estaba sentado unas mesas más allá. El que había sacudido la cabeza fue a conversar con él y regresó con este mensaje:
—Sinhué —así lo llamaban al crítico entre ellos— hizo un silogismo claro como un cielo sin nubes: el jazz es una forma de música, por tanto es una parte de la música. Como lo hace nuestro buen Cecil no es música, tampoco puede aspirar a la categoría de jazz. Según él, según lo que entiendo yo, que soy un autodidacta, no se puede avanzar hacia el jazz sino desde el embudo de lo general, es decir no habría particularidades que puedan relacionarse por analogía con el jazz.
No intentó ninguna refutación. Evidentemente ese imbécil no sabía nada de música, lo que no podía sorprenderlo. El, por su parte, no entendía una palabra de sus razones, o mejor dicho de la convicción que apoyaba sus razones. Esperó alelado que alguno de los músicos que vio por ahí le hiciera saber algo. Pero no fue así. De hecho, no podía estar seguro de que hubiera ningún músico de los que creía haber visto, porque era muy miope y usaba unos anteojos oscuros que con la escasa luz del salón obnubilaban todo reconocimiento. Pero, cuando volvió a pensar en la situación en los días subsiguientes, comprendió que de nadie debía esperar menos reconocimiento explícito que de sus colegas. ¿Se vería obligado a escuchar infinitamente la música ajena hasta reconocer una nota, un pequeño solfeo amistoso, un «Hi» como los que se cruzaban cuando volvían del baño después de una dosis? No había hecho otra cosa en su vida, y amaba el jazz.
Village Vanguard Jazz Club, New York
Pasaron varias semanas. Trabajó haciendo la limpieza en un banco, de sereno en un edificio de oficinas y en un estacionamiento. Una noche le presentaron a alguien que tomó su dirección por el más fútil de los motivos: la señora Vanderbilt contrataba pianistas para sus tés. Efectivamente, fue llamado a los pocos días: al parecer sus credenciales de estudio habían sido investigadas y aprobadas. Fue a las seis de la tarde a la mansión de Long Island y tomó una taza de café con los criados, que al parecer se hacían una idea extraña de su trabajo. Un valet vino a anunciarle que podía empezar su interpretación. Se ubicó frente a un perfecto Steinway entreabierto, en una sala donde una elegante cantidad de personas de ambos sexos bebían y conversaban. Su actuación duró escasos veinte segundos pues la señora Vanderbilt en persona, en un rasgo que los entendidos calificaron de esnob, se acercó [lo esnob del asunto estuvo en que no mandó al valet a hacerlo] y con toda lentitud cerró la tapa del piano sobre las teclas. Cecil ya había apartado las manos. —Prescindiremos de su compañía —le dijo haciendo tintinear las perlas. No es tan difícil como se cree, hacer tintinear perlas.
Los invitados aplaudieron a Gloria.
—Debí suponer que pasaría algo así —le decía Cecil a su amante esa noche. Pero también debí suponer que la extrañeza misma, en lugar de atravesar la coraza de ignorancia de esa gente, sirviera como una vaselina para que la impenetrabilidad de la coraza girara sobre sí misma y se volviera inútil. Mi música tiene muchos aspectos, y yo sólo conozco los musicales. La vida está llena de sorpresas.
En la primavera tuvo un nuevo contrato, esta vez por una semana entera, en un bar cuyas características más visibles eran las ráfagas de importancia nula que se le confería a la música que sonaba en él. Viejas negras, ex esclavas, debían de tocar allí de madrugada, sus pianos apolillados. El dueño estaba ocupado exclusivamente por el tráfico de heroína, y era algún mozo el que apalabraba a los pianistas. Cecil tocaría a la medianoche, durante dos horas. La gente entraba y salía, no podía confiarse en que nadie, entre una compra y una venta, o entre la adquisición y el uso, tuviera el ánimo lo bastante despejado como para apreciar una forma genuinamente novedosa de música. Con esa composición de lugar se sentó al piano.
Habrían transcurrido dos o tres minutos de su ejecución cuando se le acercó por atrás el dueño del bar, agitando la mano en la que no sostenía el cigarrillo.
—Shh, shh —le dijo cuando estuvo a su lado—. Preferiría que no siguieras, hijo.
Cecil retiró las manos del teclado. Algunos parroquianos aplaudieron riéndose. Subió una señora negra que comenzó a tocar Body & Soul. El dueño le tendió un billete de diez dólares al demudado músico, pero cuando éste lo iba a tomar retiró la mano:
—¿No habrás querido tomarnos el pelo?
Era un individuo peligroso. Pesaría noventa kilos, es decir cincuenta más que Cecil, que se marchó sin esperar más reprimendas.
Cecil era una especie de duende, elegante pese a su miseria, siempre en terciopelo y cueros blancos, zapatos en punta como correspondía a su cuerpecito pequeño, musculoso. Podía llegar a perder dos kilos en una tarde de improvisaciones en su viejo piano. Extraordinariamente distraído, liviano, volátil, cuando se sentaba y cruzaba las piernas [pantalones anchos, camisa inmaculada, chaleco tejido] era redundante como un bibelot; lo mismo cuando encendía un cigarrillo, o sea casi todo el tiempo. El humo era el bosque en el que este duende tenía su morada, a la sombra de una telaraña húmeda.
Esa noche caminó por las profundas calles del sur de la isla, pensando. Había algo curioso: la actitud del difuso irlandés que vendía heroína no difería gran cosa de la que había mostrado poco antes la señora Vanderbilt. Pero ambos personajes no se parecían en nada. Salvo en esto. ¿Pasaría por ahí, por el acto de interrumpirlo, el común denominador de la especie humana? Por otra parte, en las últimas palabras del sujeto encontraba algo más, algo que ahora reconstruía en el recuerdo de todas sus desdichadas presentaciones. Siempre le preguntaban si lo hacía en broma o no. Claro que la señora Vanderbilt, por ejemplo, no se había rebajado a preguntárselo, pero en general había supuesto la existencia de la pregunta; más aún, diríase que su indignación no se había debido más que a la insolencia de hacerle necesario ponerse en actitud de proferir, explícita o tácitamente, tal pregunta a un negro. Ella había dicho «No lo sé, ni me importa». Pero en cierto modo había mostrado que le importaba. Cecil se preguntó por qué era posible preguntarle eso a él, y la misma pregunta no era pertinente respecto de lo demás. Por ejemplo él jamás le habría preguntado a la señora V. si hacía lo que hacía [fuera esto lo que fuera] en serio o en broma. Lo mismo al dueño del bar de esta noche. Había algo inherente a su trabajo que provocaba la interrogación.
La señora Vanderbilt, por otro lado, participaba de una famosa anécdota, que citaban casi todos los libros de psicología escritos en los últimos años. En cierta ocasión había querido amenizar una cena con música de violín. Preguntó quién era el mejor violinista del mundo: ¿qué menos podía pagar, ella? Fritz Kreisler, le dijeron. Lo llamó por teléfono. No doy conciertos privados, dijo él: mis honorarios son demasiado altos. Eso no es problema, respondió la señora: ¿cuánto? Diez mil dólares. De acuerdo, lo espero esta noche. Pero hay un detalle más, señor Kreisler: usted cenará en la cocina con la servidumbre, y no deberá alternar con mis invitados. En ese caso, dijo él, mis honorarios son otros. Ningún problema; ¿cuánto? Dos mil dólares, respondió el violinista.
Los conductistas amaban ese cuento, y lo seguirían amando toda su vida, contándoselo incansablemente entre ellos y transcribiéndolo en sus libros y artículos… Pero la anécdota de él, de Cecil, ¿la amaría alguien, la contaría alguien? ¿No tenían que triunfar también las anécdotas, para que las repitiera alguien?
Ese verano fue invitado, junto con una legión de músicos, a participar en el festival de Newport, que dedicaría un par de jornadas, por la tarde, a presentar artistas nuevos. Cecil reflexionó: su música, esencialmente novedosa, resultaría un desafío en ese marco. Por primera vez se haría oír en un concierto, no en el desagradable ambiente distraído de los bares [aunque todos los grandes músicos de jazz habían triunfado en los bares]. Pues bien, llegado el momento, su presentación tuvo lugar en un clima de la mayor frialdad. No hubo aplausos, y los pocos críticos presentes se retiraron al pasillo a fumar un cigarrillo a la espera del número siguiente. En unas pocas crónicas se lo mencionó, pero sólo como una extravagancia. «No es música», decían, lacónicos, los entendidos. Mientras que los demás se preguntaban si habría sido una broma. El cronista de Down Beat proponía la cuestión [bajo luz irónica, claro está] como una paradoja: si golpeamos al azar el teclado de un piano… En resumen, una reedición de la paradoja llamada «del cretense». La música, pensaba Cecil, no es paradojal, pero lo que me sucede a mí en cierta forma es una paradoja. Pero no hay paradojas del estilo, no puede haberlas. Eso es lo paradojal en mi caso.
En el curso de los meses que siguieron se presentó en una media docena de bares, siempre distintos ya que el resultado era idéntico en todos los casos, y hubo dos invitaciones: primero a una universidad, después a un ciclo de artistas de vanguardia en la Copper Union. En el primer caso Cecil fue con la esperanza fluctuante que resultó desperdiciada [la sala se vació a los pocos minutos de iniciada la actuación y el profesor que lo había invitado debió hacer un difícil malabarismo para justificarse, y lo odió desde entonces], pero al menos sirvió para que comprobara otro pequeño detalle. Un público selecto es un público esnob. El esnobismo es un secreto a voces que se calla. El público universitario no tenía motivos para «entender» la música; no digamos «apreciarla», porque eso no les concernía. Pero a su vez actuaba una presión [ellos mismos eran esa presión] para que sí la entendieran. La mentira encontraba su difícil atmósfera ideal, el malentendido podía quedarse a vivir para siempre en esas aulas. Un pequeño porcentaje de mentira, por pequeño que fuera, podía apuntalar la verdad indiscutible de lo real. ¿Quién nos asegura, al fin de cuentas, que realmente estamos vestidos en el sentido que importa, que los pantalones y las camisas y las corbatas no son obscenos? Pues bien, su actuación no produjo nada de eso. ¿Entonces el esnobismo no existía? Si era así, todo el edificio mental accesorio de Cecil se venía abajo. Ya no podría entender nunca al mundo.
En la Cooper Union la experiencia resultó menos gratificante todavía. Los músicos vanguardistas que presentaban sus obras junto a él estaban en la posición ideal de determinar qué era música y qué no, ya que ellos mismos se encontraban precisamente en el borde interno de la música, en su área de ampliación sistemática. Pero tampoco aquí la posición ideal dio lugar al juicio correcto. De la obra del jazzman negro sólo pudieron decir dos cosas: que por el momento no era música[es decir, que no lo sería nunca] y que se les ocurriría casualmente la pregunta de si no estarían ante una especie de broma.
Cecil abandonó uno de sus empleos habituales y con algo de dinero ahorrado pasó los meses de invierno estudiando y componiendo. En la primavera surgió un contrato por unos días, en un bar de Brooklyn, donde se repitió lo de siempre, lo de aquella primera noche. Cuando volvía a su casa en el tren, el movimiento, el paso de las estaciones inmóviles produjo en él un estado propicio al pensamiento. Entonces advirtió que la lógica de todo el asunto era perfectamente clara, y se preguntó por qué no lo había visto antes: en efecto, en todas las historias con que Hollywood le había lavado el cerebro siempre hay un músico al que al principio no aprecian y al final sí. Ahí estaba el error: en el paso del fracaso al triunfo, como si fueran el punto A y el punto B que une una línea. En realidad el fracaso es infinito, porque es infinitamente divisible, cosa que no sucede con el éxito.
Supongamos, se decía Cecil en el vagón vacío a las tres de la mañana, que para llegar a ser reconocido deba actuar ante un público cuyo coeficiente de sensibilidad e inteligencia haya superado un umbral de X. Pues bien, si comienzo actuando, digamos, ante un público cuyo coeficiente sea de una centésima parte de X, después tendré que «pasar» por un público cuyo coeficiente sea de una quincuagésima parte de X, después por uno de una vigésima quinta parte de X… y así ad infinitum.
«De modo que mientras continúe la serie, siempre fracasaré, porque nunca tendré el público de la calidad mínima necesaria. ¡Es tan obvio!»
Seis meses después fue contratado para tocar en un tugurio al que asistían turistas franceses.
Se presentó poco antes de la medianoche. Sentado en el taburete, estiró las manos hacia las teclas, atacó con una serie de acordes… Unas risotadas sonaron sin énfasis. El mâitre le hacía señas de que bajara, con gesto alegre. ¿Habrían decidido ya que era una broma? No, estaban razonablemente disgustados. Subió de inmediato, para tapar el mal momento, un pianista negro de unos cuarenta años. A Cecil nadie le dirigió la palabra, pero de todas maneras esperó que le pagaran una parte de lo prometido [siempre lo hacían] y se quedó mirando y escuchando al pianista. Reconocía el estilo, algo de Monk, algo de Bud Powell. Lo emocionaba la música. Un pianista convencional, pensó, siempre estaba tratando con la música en su forma más general. Efectivamente, le dieron veinte dólares, con la condición de que nunca volviera a pedirles trabajo.
* * *
En cuántas cosas estaremos pensando al terminar de leer «Cecil Taylor» de César Aira. En el arte y los artistas, en las vanguardias, seguramente. Porque la hemos leído como una biografía o como una historia de la vanguardia musical.
Alejado de todo cliché romántico, Aira nos presenta a un músico inteligente y reflexivo, que se sumerge en estados de «propicios pensamientos». También la hemos leído, entonces, como un despliegue de ideas —algo siempre presente en sus trabajos. El infinito del fracaso y la paradoja de Zenón... ese espacio entre el punto de partida y la meta. Dudas y certezas en la vida del artista no reconocido. Su propia satisfacción de hacer lo que quiere, lo que crea más allá de los juicios. Aunque hay que lidiar con ellos: el rechazo, la indiferencia y los malos modales, como los que tuvo que soportar Arnold Schönberg, y tantos que aparecían con nuevas técnicas [E. Buch], corrientes renovadoras y rupturistas.
Aira toma de la vida de Cecil Taylor los años previos a su reconocimiento como genio de la música. Para llegar a él pasamos por la escena de la prostituta, los vagos que se enojan, el gato y el ratón que logra escapar. Un comienzo para derivar en otra cosa.
La improvisación musical, lo que Cecil Taylor crea en el teclado, lo anudamos con la manera que tiene Aira de escribir. Sabemos que parte de una anécdota aparentemente intrascendente, de alguna pequeña historia, de allí parte y luego la idea se transforma en algo muy especial, completamente suyo, algo que tiene mucho de ensayo, de poesía, de paradoja y absurdo, de realidad y ficción en su biografía imaginada. Otro rasgo que define a la obra de Aira, además de esta mezcla de géneros, es su tratamiento de la ficción y la realidad. Pensamos en cómo concilia estos dos conceptos y en los valores literarios de la biografía.
El relato termina —y esta es otra marca de Aira, sus finales—, no con el éxito que todos conocemos del pianista, sino con un rechazo más al artista. El arte nuevo irrumpiendo en «la difícil atmósfera ideal» y la actitud de Cecil frente a eso, ¿humilde? No lo creo, él detecta en esos ambientes, bajos o altos, en los snobs que creen marcar tendencia, lo que no quiere, lo que no lo va a hacer cambiar. La sensación que nos queda es la persistencia y potencia creativa de Cecil Taylor personaje, que no disminuye, al contrario. Sigue apostando a su trabajo y estudio. Aun cuando «vuelve con los ratones», avanza.
Espero que lo hayan disfrutado. Hasta la próxima lectura, comprendiendo el mundo.
C. G.
Notas
- César Aira y Cecil Taylor: César Aira meet Cecil Taylor at Greenlight Bookstore, in the heart of Brooklyn [18 de marzo de 2015].
Cecil Taylor and César Aira
- Buenos Aires. Una antología de narrativa argentina, Juan Forn: [2006] En esta antología, publicada en España, apareció el relato «Cecil Taylor», de César Aira, escrito en 1988, y se hizo conocido.La versión publicada en este post, difiere de esta, ya que fue posteriormente corregida.